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CAPÍTULO III El encargo de Krina

En las primeras horas de la mañana, después del pequeño ritual diario con Ilinea, partió el mercenario hacia el lugar señalado por la misteriosa mujer. Sentía cómo su corazón palpitaba con fuerza dentro de su pecho y sus pies avanzaban más rápido de lo que él conscientemente deseaba, y esto se debía a una sola cosa: la emoción de la aventura recorría su cuerpo. Su sangre le quemaba ardiendo en deseos de combatir y explorar, de hacer su nombre más grande como mercenario.

Mercenario. Aquella palabra le agradaba mucho pues al único que debía explicaciones, al único al que le debía lealtad era a sí mismo y a su propio código de conducta; él y solo él decidía qué era bueno o malo, sin obligación ante un rey, una orden o una nación. Estaban los contratos, claro, pero podía decidir si tomarlos o no, o dejarlos a voluntad, aunque de esta parte él prefería no valerse, ya que repercutiría en su mal nombre. Tenía que encontrarse ante un peligro realmente grande, algo que lo abrumara, o de lo contrario no abandonaría sin cumplir su trabajo.

Casi sin darse cuenta llegó hasta el pequeño claro donde había sido citado por Krina. Allí pudo ver una carroza bastante elegante con un toldo extendido desde la puerta hasta unos tres o cuatro pasos más adelante, y algunos enseres y barriles en la parte de afuera. Al hacer un paneo del lugar observó a dos humanos bastante jóvenes, que no superaban los dieciocho años. Uno de ellos, de cabello castaño y contextura mediana, vestía pieles de animales y anillas de metal como armadura, mientras el otro, que era algo más delgado, estaba envuelto en una túnica gris que no develaba nada de sus ropajes. Por armas, el primero cargaba, al igual que el velkariano, un enorme espadón, mientras que el segundo sostenía entre sus manos una guadaña sobre la que se apoyaba a modo de cayado.

«Dos niños: uno pretende ser un aventurero y el otro lleva como arma la herramienta de un labriego. ¿Qué hacen acá?», pensó mientras se acercaba.

—Saludos —dijo el joven del espadón extendiendo su mano al mercenario. Al ver que este no la tomaba, la retiró—. Mi nombre es Efrand, de Tabask, supongo que has sido convocado por la señorita Krina, como los demás.

—¿Los demás?

—Sí, la señorita Krina ha dicho que vendrán más; no quiere que haya errores.

«Contratar niños es de por sí un error», pensó el mercenario mientras se daba la vuelta para ver a otros dos hombres que llegaban al sitio. Uno de ellos se identificó como Slain. Se trataba de un hombre alto y fuerte de cabello negro a la altura del mentón, de una edad similar a la de él, ataviado con una armadura de mallas adornada con una bufanda de color azul claro. Llevaba en sus manos una espada de doble hoja; algo así como una lanza con hojas largas en ambos extremos, un arma exótica y difícil de manejar por lo que el mercenario se alegró pues pensaba que si tenía la habilidad para manejar dicha espada, estaría bien respaldado en combate. El personaje que lo acompañaba dijo llamarse Thárivol. Este era un guerrero semielfo que vestía armadura de cuero y portaba una espada larga y una corta amarradas al cinto, y aunque se veía algo joven (para el estándar humano), tenía una mirada de confianza y disciplina, como son las miradas de los soldados entrenados.

Después de una breve presentación en la que el joven de la guadaña guardó silencio en todo momento, incluso cuando preguntaron su nombre, miraron al mercenario.

—¿Y tu nombre? No nos lo has dicho aún —preguntó el animado Efrand.

—Mi nombre es… —Y al tiempo que pronunciaba su nombre, la mujer asomaba por la puerta de la carroza. El hombre de armas trató de mirarla a los ojos, que estaban escondidos tras la túnica púrpura, y dirigiéndose a ella más que a sus compañeros continuó—: mi nombre es Scar, mercenario nacido en las lejanas tierras de Velkar, líder otrora de Los Slayers, grupo mercenario que ha combatido desde las inclementes Tierras del Fuego hasta la misma y misteriosa Tabask; guardián de Villa de Solaria, y hoy me encuentro acá ante la señorita Krina ofreciendo a Trueno de Velkar, mi mortal espadón, para las tareas que exija su voluntad. —Al terminar su presentación hubo un corto silencio y la mujer, mirándolo a través de su capucha, sonrió levemente.

—Sabía que no me defraudaría, Scar de Los Slayers, hijo de Velkar. Su reputación le ha precedido, dicen que es mercenario con honor. —La mujer terminó de salir del carromato y para ello extendió su delicada mano envuelta en sus largos guantes para que el mercenario la ayudara a descender. Scar tardó unos segundos en asistirla ya que, aunque no había podido confirmar sus sospechas, creía saber con qué raza estaba tratando, que solo traería problemas, y no la dejaría llevar esos problemas a Villa de Solaria. La mujer se impacientó y movió ligeramente su mano trayendo de vuelta la atención del guerrero, quien la ayudó a salir de la elegante y fina carroza—. Debemos esperar a uno más, no debe tardar mucho.

Tras una hora de larga espera, durante la cual algunos de los aventureros intercambiaron breves palabras, asomó entre los arbustos quien sería el último hombre contratado junto con otra persona que al parecer Krina no esperaba. Al verlo, Scar abrió sus ojos, se giró rápidamente hacia la mujer con su cara de sorpresa y enfado y exclamó incrédulo:

—¡Oh! ¡Por favor!, ¡esto tiene que ser una broma! ¿Acaso ellos saben lo qu…

—Saben lo que necesitan saber, y si saben lo que usted, están aquí por voluntad propia —cortó tajante Krina las protestas del mercenario–. Preocúpese por cumplir su tarea, mercenario; lo demás no es asunto suyo.

—Será un problema. ¿Qué puede ser tan importante para que corra tantos riesgos? —preguntó Scar entrecerrando los ojos al mirarla. La mujer comenzaba a preguntarse qué tan buena idea había sido contratar a un humano tan insolente; jamás en su larga vida había sido tratada tan desvergonzadamente por un hombre, uno que no se dejaba embelesar por su provocativa voz, su silueta sensual o su aura de misterio. Definitivamente, estas no eran sus tierras.

***

—Saludos —dijo levantando una mano uno de los recién llegados. Se trataba de un alto elfo: un ser de cabello rubio y largo, de ojos violáceos y contextura delgada y atlética; llevaba puesta una capa color marrón y un arco largo trenzado al hombro–. Disculpen la demora, casi no encontramos el lugar. Mi nombre es Faldekorg y mi compañero es Dérakruex. —Junto a él llegó otro elfo que, si bien era de la misma raza, parecía pertenecer a la estirpe de los salvajes, con su cabello enredado y sucio, pieles que cubrían su cuerpo, una cimitarra al cinto y una mirada… perdida.

«Elfos», pensó disgustado el guerrero mientras los miraba con odio y desconfianza. Si había algo que Scar realmente odiara de corazón desde hacía muchos años, era a los elfos. No hablaba mucho del tema, y nadie sabía realmente por qué. Él solo decía que los elfos se creían superiores a las otras razas y que su xenofobia llevaría a la catástrofe a las demás estirpes del mundo. Su argumento nunca llegaba más lejos de eso, como si quisiera evitar el tema y, cuando se cerraba a la discusión, ya nadie podía sacarle una palabra más.

—Todos han sido convocados a este sitio por mi voluntad —empezó la altiva mujer—. El trabajo que voy a encomendarles debe ser realizado con presteza y precisión: en el fondo del sitio conocido como Mazmorras de Solaria se encontraba el que fuera en otro tiempo mi hogar, y en él dejé olvidada una piedra de gran importancia para mí. Un pequeño sirviente mío la escondió en alguna parte que desconozco. Deben ir hasta aquel lugar y traerme de regreso dicha piedra.

—¿Por qué la escondería sin contarle dónde? —preguntó un curioso Efrand.

—Porque así no podrían sacarle la verdad a ella de en dónde está escondida, en caso de peligro ­—respondió Scar con un tono acusador. Krina hizo la vista gorda al comentario.

—¿Ir por una piedra a una casa abandonada? Es una tarea sencilla —contestó Efrand con la seguridad del ignorante.

—Si fuera tan sencillo ya lo hubiese hecho por mis propios medios —contestó Krina con voz de enfado—. El sitio se encuentra habitado por… criaturas. Criaturas extrañas y peligrosas. No son los primeros que tratan de bajar al lugar. Ya otros han terminado convirtiéndose en comida de carroñeros.

—Entonces supongo que la paga será alta —comentó Scar con tono punzante.

—Lo será, mercenario. Pueden quedarse con todos los tesoros que encuentren en el lugar y les aseguro que no serán defraudados.

Ultiman detalles del lugar, de lo que pueden llegar a encontrar allí y de lo que «tesoros» puede significar para unos y otros, y cuando por fin se ponen de acuerdo, deciden emprender el viaje hacia las Mazmorras de Solaria aprovechando la luz del día.

En el camino, pocas las palabras cruzaron los aventureros, y la mayoría de ellas fueron solo para concretar el camino a tomar o para detenerse ante un ruido extraño. El único que trataba de mantener una alegre conversación era Efrand, a quien finalmente Slain hizo callar explicándole que su charla se podía escuchar en toda Solaria. El joven guardó silencio algo enfadado y resignado al ver que los demás compañeros apoyaban al hombre de la espada de doble hoja.

Durante todo el camino, Scar pudo observar las huellas de los que supuso fueron los hombres enviados con antelación por Krina y confirmaba, con cierta preocupación, que ninguna de estas personas había vuelto, o por lo menos no por el mismo camino. Prefirió no comentar nada al respecto ya que no quería preocupar al grupo más de lo necesario. Fueron varias las horas de camino en silencio y la tensión y el cansancio empezaban a hacer mella en algunos de los aventureros, en especial en los más jóvenes como Thárivol, Efrand y el joven de la túnica gris. Los dos elfos viajaban un poco más tranquilos y ligeros, aunque al elfo salvaje que dijo llamarse Dérakruex se le observaba distante, abstraído. Viendo la situación y reconociendo su propio agotamiento, Slain y Scar deciden que era hora de parar y comer algo. Tras comer unos trozos amargos de carne curada y descansar un poco las piernas, continuaron el viaje hasta llegar a una bifurcación en el camino. Faldekorg informó que uno de los caminos (el de la izquierda) conducía a un pequeño claro y que en este parecía haber una pequeña fogata de la cual salía un hilillo de humo que indicaba que hacía no mucho tiempo había sido apagada.

—Podría ser el antiguo campamento de los hombres enviados por Krina —razonó el mercenario.

—Mmmm… no estoy seguro. ¿Hace cuánto pasaron ellos por acá? No, mejor… subiré a un árbol para tener una mejor vista del lugar—dijo el alto elfo mientras inspeccionaba qué árbol sería el más fácil de trepar. Los demás lo miraron un poco escépticos (todos menos el ausente Dérakruex, que seguía con su mirada perdida) y esperaron. Poco a poco empezaron a impacientarse al ver que todos sus intentos para trepar eran fallidos: ponía una mano seguida de un pie que resbalaba enviándolo de nuevo al suelo o saltaba buscando coger una rama, la cual se partía. Algunos empezaron a sentirse incómodos y otros trataban de no reír, mas Scar, impaciente, sacó una moneda de su bolsa.

—Dejémoslo a la suerte —dijo lanzando la moneda al aire—. Cara, el camino de la izquierda, el del claro. —Pero cayó cruz. Ninguno se sintió cómodo con la decisión, pero al no haber habido mejores sugerencias, nadie protestó.

Antes de iniciar nuevamente el camino, el velkariano notó una huella ligeramente diferente a las anteriores que había visto. Les pidió a los demás que esperasen, se agachó a revisarla con detenimiento y entonces lo comprendió.

—Estas huellas son pequeñas… y estas otras que son más grandes… no llevaban calzado, son… las pequeñas son de…

—Goblinos. —Thárivol completó la frase con voz inflexible.

—Sí, ¿cómo lo sabes? —preguntó Scar sin levantar la mirada.

—Porque nos están rodeando.

Ante la última frase, todos se pusieron en guardia de inmediato, con sus armas dispuestas. Efectivamente, varios goblinos y un par de enormes y terribles osgos los habían cercado.

Los osgos, criaturas goblinoides enormes que llegaban a ser más altos por dos cabezas que un humano promedio, cuerpos cubiertos por un cortísimo pelaje que variaba entre los colores ocre y naranja; con una fuerza terrible, capaz de partir el cuello de un humano con una sola mano sin dificultad, cargaban albas mañaneras y escudos de madera. Los enemigos cargaron fieramente contra el mercenario y el joven misterioso de la guadaña. Scar logró parar de manera efectiva el golpe ascendente del goblinoide con su poderoso espadón al tiempo que impulsaba su cuerpo contra el escudo de madera para desestabilizar a la criatura.

Esta, aunque más grande y corpulenta que el guerrero, no pudo contener la fuerza del golpe, perdió el equilibrio y abrió sus defensas a lo cual, gracias a su ojo experto, el mercenario no dio un segundo de tregua y forzando al máximo sus potentes músculos, blandió la hoja de forma ascendente por la derecha del osgo, penetrando por las costillas y deteniéndose a la mitad de su pecho, dejando a la criatura sin vida.

Por otro lado, el joven de la guadaña, en vez de detener el golpe, esperó el momento indicado y justo cuando el osgo descargaba un golpe contra su cabeza, ágilmente se deslizó hacia la derecha de la criatura al tiempo que impulsaba su arma de atrás hacia adelante por su costado izquierdo para clavar la punta afilada de la guadaña en el costado de la bestia. Esta reculó de dolor encorvándose y tratando de tapar la herida con una de sus manos, lo cual brindó al joven combatiente el momento perfecto para asestar un último golpe sobre la cabeza del osgo, matándolo al instante.

El resto del combate se desarrollaba a favor de los aventureros: Faldekorg había acabado ya con dos de los goblinos utilizando su arco. Thárivol y Efrand hacían lo suyo con los pequeños enemigos que se encontraban frente a ellos y Dérakruex… Bueno, Dérakruex solo estaba ahí, de pie, observando cómo se desarrollaba el combate. El único que parecía tener problemas era Slain, quien al enfrentarse contra dos de las criaturas perdió su arma cuando una de estas utilizó el propio peso del hombretón para arremolinar su lanza alrededor de la empuñadura de la espada doble y así, de un fuerte tirón, enviarla por los aires. Slain se defendió como pudo con sus manos desnudas y en más de una ocasión dio gracias a su buena armadura por protegerlo de los pinchazos de las lanzas goblinas. Scar y Efrand se apresuraron a ayudarlo y cada uno, de un solo tajo, acabó con las pequeñas amenazas.

A este punto solo quedaba un goblino al que Faldekorg apuntaba con una flecha mientras le ordenaba que depusiera las armas.

—¿Qué estas esperando? ¡Mátalo! —le espetó el mercenario.

—No, lo interrogaremos —contestó el elfo sin dejar de mirar a la criatura. El mercenario, hecho una furia, le insistió en que nada obtendrían del goblino y, cuando nadie lo esperaba, este salió corriendo entre la maleza. Faldekorg entonces disparó su flecha y erró, para mayor desgracia y enfado de Scar y los demás compañeros.

—Vámonos de acá de inmediato, no demorará en traer refuerzos.

Todos estuvieron de acuerdo en salir del lugar, cosa que hicieron después de encontrar el arma de Slain entre la espesura.

***

Krina los vio partir desde su carromato. Estaba realmente preocupada; más que eso, estaba muy asustada. Sabía muy bien que sus tretas, tanto la del cofre falso como las pistas falsas, pronto (si no ya) serían descubiertas. Su tiempo se agotaba y su propia suerte pendía de las manos de estas razas inferiores que se había visto en la obligación de contratar. Ya había enviado un grupo, sin ningún éxito, y su esperanza, aunque poca, residía en estos nuevos aventureros sacados de los lugares menos imaginados de Solaria. Mientras aguardaba en silencio sin quitar la vista del camino que habían emprendido, recordaba cómo había empezado todo…

Ella se encontraba acomodada en su silla habitual dentro del concilio de magia y sacerdocio de su ciudad. Tenía recostado su torso sobre la enorme mesa de piedra cuidadosamente tallada y dibujaba con sus dedos sobre esta, con aire ausente, mientras esperaba a que llegaran las personas que faltaban y se preguntaba cuánto más tardarían. Ya se encontraban Therlee Belgretor, Neriserris y Nerisstine Gorthomal, quienes discutían sobre temas protocolarios típicos de estas reuniones.

Krina de cuando en cuando levantaba la mirada hacia estas personas y entornaba sus bellos ojos rojos tratando de descubrir en sus conversaciones por qué ella era tan diferente a los demás.

Eran elfos impuros. Así es como les llaman las otras razas. Y habían decidido llamarles de esa manera porque así consideraban que fue dado su origen: nacidos de una sangre maldita, nacidos de un dominio corrompido. Eran los hijos malditos del poder de Nirein, guardiana del sello de la magia pura, del vórtex de donde emana todo poder arcano, toda esencia mágica. Nirein quería crear unos seres perfectos, unos seres que sobrepasaran en poder a los hijos de Atmarán el Destructor, señor de todos los dragones y así mismo quería que fueran hermosos y sensuales como las criaturas feéricas. Pero Atmarán nunca permitiría algo así. El Señor de la Destrucción sabía que no podría intentar un ataque frontal a la Señora de la Magia Primigenia, pues ella podría anular sus poderes mágicos y ponerlo en una situación de peligro, así que utilizó su ingenio, que no era ni por error menor que su fuerza.

Atmarán logró convencer a Rayen, la Guardiana de las Artes Antiguas (bajo la promesa de devolver algún día el favor), de preparar para él una poderosa pócima capaz de envenenar la sangre de Nirein para que así sus hijos salieran trastocados e imperfectos. Rayen dijo al Señor del Caos que la pócima debía dársele de beber en plenilunio de Yarover, cuando sus lágrimas recorren el cielo oscuro, porque después de ese momento el brebaje ya no surtiría efecto.

Para engañar a la Guardiana de la Magia y conociendo lo ansiosa que estaba por lograr su cometido, Atmarán adoptó la forma de un poderoso balor y tras largo parloteo y promesas de éxito consiguió que la mujer aceptara su propuesta de beber el menjurje. Nirein no sintió ningún efecto esa noche mientras las estrellas corrían de un lado al otro del firmamento y se sintió engañada por el demonio de astas negras, pero al poco tiempo, cuando pretendía dar vida a su creación, a sus hijos, sintió cómo su vientre ardía y convulsionaba en incontrolables espasmos. Sus gritos de dolor y tristeza estremecieron Arkoriam por completo y los niños nacidos de su vientre, que debieran haber sido de luz, nacieron con sus pieles oscuras, en las que los rayos del sol no penetraban; y sus ojos, que debieran ser hermosos como el arcoíris, ahora eran rojos como la sangre que los maldecía; y sus cabellos, que debían tener el color del sol, fuente de la magia primal, ahora eran blancos como la nieve del más crudo invierno. Y aunque conservaron en sí la hermosura y sensualidad que su madre quiso darles, esta fue también corrompida por los instintos más bajos, superficiales y egoístas.

Nirein, avergonzada de su progenie, la abandonó. Sus hijos, humillados y abochornados, huyeron a las profundidades de la tierra, donde nadie pudiese verlos jamás.

Pero cuando crecieron, empezaron a cambiar su sentimiento de vergüenza por el resentimiento contra su madre y contra todos los que eran diferentes a ellos. También entendieron que su madre los había dotado de gran poder, del poder de un sello. Ya no llorarían más por su infortunio, ahora tomarían el poder del Sello de la Magia para sí, sin dioses ni guardianes; solo el poder de los sellos, directo y puro. Solos habían crecido y solos cumplirían sus designios.

***

Krina había conseguido un lugar en el concilio gracias a su disciplina y a su gran capacidad e inteligencia, y aunque compartía la devoción y admiración por la fuerza de la magia como cualquier mujer u hombre del concilio, no podía comprender del todo la filosofía, la forma de ver dicho poder por parte de su gente. Ya en muchas ocasiones había tenido discusiones acaloradas casi al punto de ser amenazada de hereje puesto que defendía la postura que consideraba que el caos no era una energía nacida con el único fin de destruir; por el contrario, consideraba que el caos era una fuerza renovadora, una fuerza de la cual nace el orden de las cosas. Siempre argumentaba cómo después de la destrucción emanada por el volcán, sus cenizas fértiles producían vegetación más fuerte y colorida, mejores cosechas, nuevas tierras, diversificación. Pero siempre encontraba en su contra pensamientos que sugerían que estos eran efectos temporales en el mundo, puesto que el fin último era la destrucción de todo orden establecido.

Krina miraba sus brazos, su piel oscura como el ónix, así como lograba ver en la mesa parte de su hermoso y largo cabello blanco. Pensaba en su gente y sus costumbres, pero aunque vivía con naturalidad entre ellos y disfrutaba de sus hábitos, sentía que por alguna razón no podía encajar del todo.

Por fin llegaron los hombres y mujeres faltantes y se dio comienzo la reunión. Primero se realizaron unas oraciones por parte de la sacerdotisa de mayor jerarquía, Zinnamorel, y continuaron con el orden del día y otras minucias. Krina escuchaba sin poner mayor atención; el día de hoy se sentía especialmente apática. Antes de ir a la reunión se encontraba inmersa en sus estudios y se molestó bastante cuando la interrumpieron, furia que terminó en el resuello de su látigo contra la espalda del desafortunado mensajero. No le fue revelada la razón de esta reunión extraordinaria, solo se le citó a la brevedad del momento y con carácter urgente. ¿Guerra? No, nadie se atrevería. Su ciudad se encontraba en el mejor de sus momentos, con una fuerte unión entre sus habitantes fuera por las razones que fueran, y esto, aunado al poder de su raza, desalentaría a casi cualquier enemigo visible. No se le podía ocurrir otra razón, puesto que cualquier otro tema normalmente sería tratado en las reuniones normales y no creía que se tratara de una revelación de los sellos, puesto que la fanfarria que haría la suma sacerdotisa no tendría fin.

Cuando puso atención nuevamente en la reunión, descubrió que un sirviente acababa de poner sobre la mesa una bandeja de plata y oro con un objeto de tamaño mediano cubierto por una manta de seda púrpura.

—¡Esto, hermanos y hermanas mías, es un regalo enviado a nosotros por el mismo Sello de la Magia para guiar a nuestro pueblo a la victoria contra todas las razas de Arkoriam! —dijo la suma sacerdotisa y, al terminar estas palabras con una voz dramatúrgica, descubrió de un solo tirón el objeto puesto en la mesa. La mayoría de los asistentes pensaron que Zinnamorel había perdido la cordura pues lo que había revelado no era más que un trozo de piedra de color rojizo y tallado en la forma en que se suele tallar el cuarzo. Mas Krina abrió los ojos de par en par y casi se fue de espaldas cuando entendió de qué se trataba todo.

Arkoriam Eterna

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