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EL ÁRBOL DE LAS IMAGINACIONES ROBADAS
ОглавлениеEn la pradera plagada de árboles estaba sentado Sebastián, apoyado sobre un árbol muy grande, que según decían las personas del pueblo era “El árbol de la imaginación”, y contaba la leyenda que aquel niño que imaginase sobre ese árbol, podría sentir, vivir y llevar su imaginación hacia lo más infinito.
Sebastián pensaba y pensaba cual iba ser la primera palabra que plasmaría en su hoja para iniciar aquel cuento que tanto quería, entonces, en un momento cerró sus ojos para dejarse llevar, sintió que el aire lo elevaba, abrió los ojos y a su frente tenía a un pequeño hombre, con ropa arrugada y cargando un pequeño bolso.
—¡Un duende! —exclamó aterrado.
—Tranquilízate, muchacho —habló el pequeño duende. Sacó una manzana de su bolso y luego de un soplido procedió a morderla.
—¿Qué pasó?... ¿en dónde estoy?... ¿y quién eres tú?
El duende lo miró, se le acercó lentamente y de un salto se sentó a su costado.
—Entraste al árbol de la niñez. A un árbol que solo pueden entrar niños con una imaginación inmensa y muy bella... y al parecer tú tienes una muy buena imaginación.
—¡Aja!... ¿Y cómo salgo de aquí? —preguntó Sebastián alejándose de él.
—Muy simple, tienes que ir caminando de frente, hay dos caminos y uno de ellos está abierto... ¡Pero no vayas a entrar ahí!
—¿Por qué?
—Ah... bueno, porque ese el camino de la tentación... un camino muy fácil de entrar, casi la mayoría de niños optan entrar ahí, y al final se dan cuenta del gran error que han cometido, pobres de ellos... pero no quiero asustarte. ¡Vamos!
Mientras caminaban, Sebastián observaba lo que había a su alrededor, era casi increíble; arboles con rostros, algunos jóvenes como de otros más ancianos, hablaban entre ellos y conversaban entre miradas perdidas. El duende como guía, adelantó el paso entre melodiosos silbidos.
—¡Psssstt!... niño...
—¡Wow! ¡Mira pequeño duende, es...!
—No... no, no lo llames. Ven, acércate —susurró uno de los árboles.
—¿Qué pasa? –preguntó Sebastián, con un poco de misterio.
—No le creas, es muy engañoso... escucha, lo único que te puedo decir es que entres al camino donde la entrada no se ve. Hay tres caminos, uno abierto, el otro cerrado con una puerta vieja y la otra es donde los arbustos no te dejan ver la salida ¡Esa es la verdadera! Según el duende, ese camino se abre con una gran fuerza de imaginación, es muy difícil, pero ese es el verdadero camino —aconsejó el árbol, inquieto y temeroso.
—¿Qué pasa si elijo el camino que tiene la puerta vieja? —preguntó Sebastián, confundido.
—Serás un árbol como nosotros. Yo soy un niño igual que tú, y quiero... te ruego que nos salves. Lo único que tienes que hacer es llevar al duende a la verdadera salida. Ya llevo aquí mucho tiempo, por favor... ¡Él roba nuestra imaginación para que se enriquezca!
Sebastián quedó atónito ante tal revelación, pero creyó en el árbol, notó la tristeza en su joven rostro de madera.
Cuando llegaron a la salida, el duende le dijo que imaginara, él imaginó y se abrió el camino del medio, aquel de la puerta vieja.
—Se abrió la puerta —dijo el duende con satisfacción.
—Quiero despedirme con un abrazo.
—Con mucho afecto.
Sebastián continuó imaginando. Millones de cosas pasaban por su cabeza, una enorme tormenta de ideas paseaba en su mente, tan puras que solo un niño podía poseer. Se concentró en el camino que tapaban los arbustos, hasta que una incipiente luz hizo notar el camino de la derecha.
—Jajaja... mejor ve, tu camino te espera —dijo el duende para poder zafarse.
—¡No! Espera... es que yo... yo...
Sebastián cargó al duende y como pudo se dirigió al camino que los arbustos habían revelado, corría, ya no podía, sentía que los pies se le enredaban. El duende pataleaba y gritaba tan fuerte, estaban tan cerca. Cuando sintió rendirse, uno de los arboles más cercanos lo ayudó dándole un gran empujón, logrando entrar al camino.
Sebastián sintió que el gran peso que tenía encima se desvanecía. Abrió los ojos y sonrió al ver que estaba recostado en el árbol, sosteniendo su cuaderno y su lápiz, volteó a la derecha, y vio que no estaba solo, un niño estaba a su costado, y al costado de ese niño, había más niños. La pradera estaba repleta de ellos.
—Gracias —dijo el niño que estaba a su costado.
—No. Gracias a ustedes, por no convertirme en un árbol triste.