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LOS ESCRITOS

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Sentado frente a su gran ventana estaba Ricardo, pensando mientras contemplaba la gran vista al mar. Era un joven de trece años, que, a decir verdad, lo tenía todo. Su cuarto era del tamaño de una sala, repleto de cosas valiosas que todo niño desearía tener. Entre sus objetos más valiosos poseía un baúl muy fino donde conservaba sus juguetes que ya no utilizaba. Su habitación portaba de una pequeña biblioteca llena de libros de lectura, enciclopedias y diccionarios que su padre le había comprado de las mejores librerías de cada país a donde viajaba, pues el señor recorría el mundo por cuestiones de trabajo.

Tenía una vida sin problemas. Después de regresar del colegio, y luego de terminar su tarea, el niño agarraba su “Cuaderno especial” junto con uno de los finos lapiceros que coleccionaba, y enseguida escribía lo que imaginaba de sus sueños, de su futuro. Para inspirarse se dejaba fluir sentándose frente a su reluciente ventana.

“Quisiera llegar más alto que las estrellas.

Mirar a través del horizonte.

Ser el conquistador del mundo.

Que me hagan onomásticos

por cada uno de mis logros.

Que el mundo aclame mi nombre

cada día de mi cumpleaños,

y al morir, mis descendientes

me recuerden con orgullo y afecto”.

Alguien en la puerta interrumpió sus inspiradores escritos. Ricardo dejó el pequeño cuaderno en el asiento, caminó hacia la puerta y cuando la abrió, encontró al mayordomo parado firmemente.

—Joven Ricardo. Acaba de llegar su padre de Perú y desea que baje a recibirlo —su voz calmada y refinada parecía la de un hombre de treinta años; sin embargo, el mayordomo ya bordeaba los setenta, tal apariencia no se notaba por su altura y su tan pálida y cuidada piel.

—¡Mi Papá! Gracias Frank —respondió Ricardo entusiasmado.

El mayordomo lo acompañó hasta el gran salón, parecía un museo de arte por los elegantes, bellos y finos cuadros que decoraban las paredes, también por las estatuas que estaban simétricamente posicionadas en cada esquina. Los sofás estaban amoblados de finas pieles y en uno de ellos estaba sentado un hombre muy elegante, alto, de treinta y cinco años, buen mozo, blanco y de cabello castaño. Era el papá de Ricardo.

—Magnolia, prepáreme el baño —ordenó Andrés.

—Enseguida Señor.

—¡Papá! —exclamó Ricardo de alegría, corriendo a sus brazos.

—Hijo —dijo con ternura, separándole de su pecho y mirándole muy orgulloso —. ¿Qué tal te fue en la escuela? ¿Todo bien?

—Si papá, todo bien. Incluso tuve tiempo de escribir un pensamiento, ¿quieres leerlo?

Andrés guardó silencio y dijo con cansancio:

—Luego, hijo. Acabo de llegar y el trabajo ha sido demasiado tedioso... viajar de Perú a España... es un largo viaje y —habló con desgano —... voy a bañarme.

—¡Papá! —exclamó Ricardo. Un incómodo silencio invadió la gran sala —¿Sabes algo de mamá?

—Está en Estados Unidos —respondió Andrés sin mirar a su hijo.

Ricardo sintió la incomodidad de su padre por aquella pregunta. Regresó a su cuarto sin ganas de hacer nada, se echó a su cama e hizo memoria de cuándo fue la última vez que vio a su madre. ¿Tal vez fue el mes pasado o el año pasado? ¡Ajá! El mes pasado. La habían llevado de emergencia al hospital, tenía fiebre, el cuello hinchado, manchas en la piel y estaba delgada. Una semana después llamó diciendo que tenía que ir a Estados Unidos por cosas de trabajo. Ricardo silenciosamente cuestionaba algo cada vez que recordaba a su madre. “¿Por qué al llamar nunca dijo cuándo regresaría?”

Se levantó de su cama, agarró sus escritos para leer lo que había plasmado. Tomó su lapicero y escribió:

“Las preguntas, tan solo cuestiones

para descifrar una clave,

tal vez una investigación

o quizás un secreto

que guardan celosamente.

¿Cómo lo descifro? Una clave.

¿Qué es lo que será? Otra clave”.

Los sueños de Anna

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