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OTRA CENA EN LA BASTILLA
ОглавлениеSonaban las siete de la tarde en el gran reloj de la Bastilla. Era la hora de la cena de los pobres cautivos.
Las puertas, rechinando sobre sus descomunales goznes, daban paso a las fuentes y a las cestas atestadas de manjares, cuya delicadeza, como el mismo Baisemeaux nos lo ha dado a conocer, se apropiaba a la condición del detenido.
Aquella era también la hora en que cenaba el gobernador, que aquel día tenía un convidado, por lo cual el asador volteaba más cargado que de costumbre.
La cena del gobernador, aparte de las sopas y los entremeses, se componía de un lebrato mechado, ceñido de perdices asadas que a su vez estaban rodeadas de codornices, gallinas en salsa, jamón frito y rociado con vino blanco, cardos de Guipúzcoa y langostines.
Baisemeaux, sentado a la mesa, se restregaba las manos y miraba al obispo de Vannes, el cual, vestido a lo caballero, con altas botas y la espada al cinto, no cesaba de hablar de su hambre y demostraba la más viva impaciencia.
El gobernador no estaba acostumbrado a las familiaridades de su grandeza monseñor de Vannes, y aquella noche, Aramis, que se había puesto un tanto alegre, hacía confidencia tras confidencia. El prelado se convirtió casi en mosquetero, y tocó los límites de la desenvoltura. Respecto de Baisemeaux, se entregó en cuerpo y alma y con la facilidad de las gentes vulgares, a la momentánea llaneza de su comensal.
––Caballero ––exclamó el gobernador, ––y perdonad que así os llame, pues en verdad esta noche no me atrevo a llamaros monseñor.
––No, llamadme caballero, ––repuso Aramis; ––traigo botas. ––Pues bien, caballero, ¿sabéis a quién me recordáis esta noche:
––No, ––respondió Aramis escanciándose vino, ––pero supongo que a un buen comensal vuestro.
A dos me recordáis... dos personas, una de ellas muy ilustre, el difunto cardenal, el gran cardenal, el de Rochela, el que llevaba botas cual vos. No es verdad?
––Lo es, ––respondió Herblay. ––¿Y la otra?
––La otra es cierto mosquetero muy garrido, muy valiente, tan atrevido cuanto afortunado, que ahorcó los hábitos para hacerse mosquetero, y luego dejó la espada para hacerse cura. ––Y al ver que Aramis se dignaba sonreírse, se alentó a añadir: Y de cura se hizo obispo, y de obispo...
––¡Alto ahí! ––dijo Herblay.
––Os digo que me parecéis un cardenal.
––Basta, basta, señor de Baisemeaux. Vos mismo habéis dicho que calzo botas de caballero; pero ni aun esta noche, y pese a mis botas, quiero enemistarme con la Iglesia.
––Sin embargo, alentáis malas intenciones. –
––Malas como todo lo mundano.
––¿Recorréis calles y callejuelas enmascarado?
––Sí.
––¿Y continuáis esgrimiendo la espada?
––Sólo cuando me obligan a ello. Hacedme la merced de llamar a Francisco.
––Ahí tenéis vino.
––No es para eso, sino porque aquí hace calor y la ventana está cerrada.
––Cuando ceno mando cerrarlas todas para no oír el paso de las rondas o la llegada de los correos.
––¿Conque se les oye cuando la ventana está abierta?
––Clarísimamente, y eso me molesta.
––Pero uno se ahoga aquí... ¡Francisco!
––¿Señor?
––Hacedme el favor de abrir la ventana, ––dijo Aramis. ––Con vuestro permiso, señor de Baisemeaux.
––Monseñor está aquí en su casa, ––respondió el gobernador. ––Decidme, os encontraréis solo ahora que el señor conde de La Fere se ha vuelto a sus penates de Blois. Es amigo muy antiguo, ¿no es verdad?
––Lo habéis tan bien como yo, pues fuisteis mosquetero con nosotros, ––respondió Aramis.
––Con mis amigos nunca cuento las batallas ni los años.
––Y obráis cuerdamente; pero yo hago algo más que querer al señor de La Fere, le venero.
––Pues a mí me place más el señor de D'Artagnan. ¡Qué buen bebedor! A lo menos uno puede leer en el pensamiento de hombres como el capitán.
––Baisemeaux, emborrachadme esta anoche, echemos una cana al aire como en otros días, y si tengo alguna pesadumbre en el corazón, os juro que la veréis como veríais un diamante dentro de vuestro vaso.
––Bravo, ––dijo Baisemeaux escanciándose un buen porqué de vino y trasegándolo en su estómago mientras se estremecía de gozo al ver que iba a ser partícipe de algún pecado capital del obispo.
Mientras el gobernador bebía. Aramis escuchaba con la mayor atención el ruido que subía del patio.
Como a las ocho y al llegar a la quinta botella, entró un correo con grande estrépito, pese a lo cual nada oyó el gobernador.
––¡Cargue el diablo con él! ––exclamó Aramis.
––¿Qué pasa? ––preguntó Baisemeaux. ––supongo que no os referís al vino que bebéis ni a quien os lo da a beber.
––No, es un caballo que por sí solo mete tanto ruido en el patio como pudiera hacerlo un escuadrón entero.
––Será algún correo, ––dijo Baisemeaux bebiendo a más y mejor. ––Tenéis razón, cargue con él el diablo, y pronto, para que no volvamos a oír hablar de él.
––Os olvidáis de mí, Baisemeaux; mi vaso está vacío, ––dijo Aramis mostrando el suyo.
––Palabra que me dais el mayor placer... ¡Francisco!... ¡vino!
––Está bien, señor, ––dijo Francisco;... ––pero... ha llegado un correo...
––Que se lo lleve el diablo.
––Sin embargo, señor...
––Que lo deje en la escribanía; mañana veremos. ––Y canturreando añadió: ––Mañana será de día.
––Señor, ––tartamudeó el soldado Francisco bien a su pesar.
––Cuidado con lo que hacéis, Baisemeaux, ––repuso Aramis.
––¿Y de qué he de tener yo cuidado? ––exclamó el gobernador, algo más que alegre.
––A veces las cartas que llegan por correo a los gobernadores de ciudadela, son órdenes.
––Casi siempre.
––¿No proceden de los ministros las órdenes?
––Sí; pero...
––¿Y no se limitan los ministros a refrendar la firma del rey? ––Puede que tengáis razón. Con todo eso no deja de ser enojo, so, cuando uno está sentado al una mesa bien servida y en compañía de un amigo...
Perdonad, caballero, se me había olvidado que soy yo quien os he convidado al mi mesa y que hablo con un presunto cardenal.
––Dejemos de lado con todo eso y volvamos a Francisco.
––¿Qué ha hecho Francisco?
––Ha murmurado.
––Malo, malo, malo...
––Sin embargo, ha murmurado, y cuando ha murmurado, es que pasa algo fuera de lo usual. Podría muy bien suceder que Francisco no anduviese descaminado al murmurar, sino vos al resistiros a escuchar.
––¿Yo no tener razón delante de Francisco? ––exclamó Baisemeaux. ––Duro me parece.
––Solamente en lo que atañe a la irregularidad del servicio en este caso concreto. Perdonad si os he mo-lestado; pero he creído que debía haceros una observación que juro importante.
––Puede que tengáis razón, ––masculló el gobernador. ––Una orden del rey es sagrada. Pero repito que las órdenes que llegan mientras estoy cenando, el diablo...
––Si vos hubieseis obrado así con el gran cardenal y la orden hubiese tenido alguna importancia...
––Si he hecho lo que he hecho ha sido para no molestar a un obispo, lo cual me disculpa.
––No olvidéis que he sido soldado, y que acostumbro ver consignas en todas partes.
––¿Conque queréis?
––Quiero que cumpláis con vuestro deber, amigo mío, a lo menos en presencia de ese soldado.
––Esto es matemático; ––dijo Baisemeaux. Y volviéndose hacia Francisco, añadió: ––Que suban la orden del rey.
El soldado salió.
––¿Sabéis que es? ––dijo el gobernador a Aramis: ––pues algo por el estilo: “Cuidado con el fuego en las inmediaciones del polvorín”; o bien “Vigilad a fulano, que no se fugue”. ¡Si supieseis cuántas veces me han hecho despertar sobresaltado en lo mejor, en lo más profundo de mi sueño, para comunicarme una orden llegada al galope, o más bien para entregarme un pliego en el que sólo me preguntaban si había novedad!
Se conoce que los que pierden el tiempo en escribir tales órdenes no han dormido nunca en la Bastilla que de haber dormido, conocerían mejor el grueso de mis murallas, la vigilancia de mis oficiales, la multiplici-dad de mis rondas. En fin ¡Qué haremos, monseñor! su oficio es escribir para molestarme cuando estoy contento; para turbarme cuando estoy rebosando de satisfacción. ––añadió Baisemeaux inclinándose ante Aramis. ––Dejémosles, pues, que cumplan su cometido.
––Y cumplid vos el vuestro, ––propuso el obispo, cuya mirada, aunque risueña se imponía.
De regreso Francisco, Baisemeaux le tomó de las manos la orden del ministro, la abrió y la leyó con lentitud, mientras Aramis hacía que bebía para observar a su anfitrión al través del cristal.
––¿No lo dije? ––exclamó el gobernador.
––¿Qué es? ––preguntó el obispo.
––Una orden de excarcelación. ¡Vaya una nueva para molestarnos!
––Buena es para el interesado, no lo negaréis.
––¡Y a las ocho de la noche!
––Eso es caridad.
––Bueno, sí admito que sea caridad; pero no para mí que me divierto, sino para el haragán que se aburre en su calabozo, –– prorrumpió el gobernador exasperado.
––¿Acaso salís perjudicado con esa excarcelación? ¿El preso que os quitan es de los de cuantía?
––¡Psí! es un pobre diablo, un hambriento de los de a cinco libras.
––¿Me permitís si no hay indiscreción? ––dijo Herblay. ––Tomad, leed.
––La hoja ostenta en el margen la palabra “urgente”. ¿Lo habéis notado?
––¡Urgente!... ¡un hombre que está aquí hace diez años! ¿Y ahora les viene la prisa de soltarle, hoy, esta noche misma, a las ocho?
Baisemeaux encogió los hombros con ademán de soberano desdén, tiró la orden encima de la mesa y la emprendió de nuevo con los manjares.
––Tienen unos arranques, que ¡vaya! ––repuso Baisemeaux con la boca llena; ––a lo mejor prenden a un hombre, lo alimentan por espacio de diez años, recomendando que sobre todo se ejerza sobre él la más es-crupulosa vigilancia; y cuando uno se ha acostumbrado a mirar al detenido como a un hombre peligroso,
¡pam! sin saber por qué ni por qué no, le escriben a uno que lo suelte, y aprisa, sin perder segundo. ¿Y aún diréis que no hay para qué encoger los hombros?
––Bien, sí; pero por más que uno chille, no cabe otro remedio que cumplir la orden.
––Poquito a poco, poquito a poco, ¿Os figuráis que soy un esclavo?
––¿Quién os dice tal? Todos conocemos vuestra independencia.
––A Dios gracias...
––Pero también todos conocemos vuestro compasivo corazón.
––Decídmelo a mí.
––Y vuestra obediencia a vuestros superiores. Cuando uno ha sido soldado, lo recuerda mientras vive,
¿no es verdad, Baisemeaux?
––Por eso obedeceré estrictamente, y mañana en cuanto asome el día, el preso será puesto en libertad.
––¿Mañana?
––Al amanecer.
––¿Y por qué no esta noche, supuesto que la orden es urgente?
––Porque esta noche cenamos y también nos apremia a nosotros el tiempo.
––Mi querido Baisemeaux, por más que calce botas, soy sacerdote, y la caridad es para mí un deber más imperioso que el hambre y la se. Ese desventurado ha padecido ––bastante tiempo, pues según vos mismo me habéis dicho, hace diez años que está encerrado en la Bastilla. Abreviadle su suplicio proporcionadle sin más tardar la––alegría que le espera, y Dios os recompensará.
––¿Os empeñáis?
––Os lo ruego.
––¿Así, en lo mejor de la cena?
––Sí, y vuestra acción será la bendición de vuestra mesa.
––Cúmplase vuestra voluntad; pero os advierto que comeremos frío.
––No importa.
––Baisemeaux se echó atrás para tirar del cordón de la campanilla y llamar a Francisco y por un movimiento natural, se volvió hacia la puerta.
Como la orden estaba sobre la mesa, Aramis aprovechó aquel instante para trocarla con otro papel dobla-do de la misma manera y que sacó de su bolsillo.
––Francisco, dijo el gobernador, ––que suba aquí el mayor con los llaveros de la Bertaudiére.
El ordenanza hizo una reverencia con la cabeza, y dejó solos a los dos comensales.