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LA SOCIEDAD DE BAISEMEAUX

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No ha olvidado el lector que D'Artagnan y el conde de La Fere, al salir de la Bastilla, dejaron en ella y a solas a Aramis y a Baisemeaux.

Baisemeaux tenía por verdad inconcusa que el vino de la Bastilla era excelente, era capaz de hacer hablar a un hombre de bien: pero no conocía a Aramis, el cual conocía como a sí mismo al gobernador, y contaba hacerle hablar por el sistema que este último tenía por eficaz.

Si no en apariencia, la conversación decaía, pues Baisemeaux hablaba únicamente de la singular prisión de Athos, seguida inmediatamente la orden de remisión.

Aramis no era hombre para molestarse por cosa alguna, y ni siquiera había dicho aun a Baisemeaux por qué estaba allí.

Así es que el prelado le interrumpió de improviso exclamando:

––Decidme, mi buen señor de Baisemeaux, ¿no tenéis en la Bastilla más distracciones que aquellas a que he asistido las dos o tres veces que os he visitado?

El apóstrofe era tan inesperado, que el gobernador quedó aturdido.

––¿Distracciones? ––dijo Baisemeaux. ––Continuamente las tengo, monseñor.

––¿Qué clase de distracciones son esas?

––De toda especie.

––¿Visitas?

––No, monseñor; las visitas no son comunes en la Bastilla.

––¡Ah! ¿son raras las visitas?

––Rarísimas.

––¿Aun de parte de vuestra sociedad?

––¿A qué llamáis vos mi sociedad? ¿a mis presos?

––No, entiendo por vuestra sociedad la de que vos formáis parte.

––En la actualidad es muy reducida para mí ––contestó el gobernador después de haber mirado fijamente a Aramis, y como si no hubiera sido imposible lo que por un instante había supuesto. ––Si queréis que os hable con franqueza, señor de Herblay, por lo común, la estancia en la Bastilla es triste y fastidiosa para los hombres de mundo. En cuanto a las damas, apenas vienen, y aun con terror no logro calmar. ¿Y como no temblarían de los pies a la cabeza al ver esas tristes torres, y al pensar que están habitadas por desventurados presos que...?

Y a Baisemeaux se le iba trabando la lengua, y calló.

––No me comprendéis, mi buen amigo –– repuso el prelado.

––No me refiero a la sociedad en general, sino a la sociedad a que estáis afiliado.

––¿Afiliado? ––dijo el gobernador, a quien por poco se le cae el vaso de moscatel que iba a llevarse a los labios.

––Sí ––replicó Aramis con la mayor impasibilidad. ––¿No sois individuo de una sociedad secreta?

––¿Secreta?

––O misteriosa.

––¡Oh! ¡señor de Herblay!...

––No lo neguéis...

––Podéis creer...

––Creo lo que sé.

––Os lo juro...

––Como yo afirmo y vos negáis ––repuso Aramis, ––uno de los dos está en lo cierto. Pronto averiguare-mos quién tiene razón.

––Vamos a ver.

––Bebeos vuestro vaso de moscatel. Pero ¡qué cara ponéis! ––No, monseñor.

––Pues bebed.

Baisemeaux bebió, pero atragantándose.

––Pues bien ––repuso Aramis, ––si no formáis parte de una sociedad secreta, o misteriosa, como querais llamarla, no comprenderéis palabra de cuanto voy a deciros.

––Tenedlo por seguro.

––Muy bien.

––Y si no, probadlo.

––A eso voy. Si, al contrario, pertenecéis a la sociedad a que quiero referirme, vais a responderme inmediatamente sí o no.

––Preguntad ––repuso Baisemeaux temblando.

––Porque, ––prosiguió con la misma impasibilidad Aramis, ––es evidente que uno no puede formar parte de una sociedad ni gozar de las ventajas que la sociedad ofrece a los afiliados, sin que estos estén indivi-dualmente sujetos a algunas pequeñas servidumbres.

––En efecto ––tartamudeó Baisemeaux, ––eso se concebiría, si...

––Pues bien, en la sociedad de que os he hablado, y de la cual, por lo que se ve no formáis parte, existe...

––Sin embargo ––repuso el gobernador, ––yo no quiero decir en absoluto...

––Existe un compromiso contraído por todos los gobernadores y capitanes de fortaleza afiliados a la orden.

Baisemeaux palideció.

––El compromiso ––continúo Aramis con voz firme, ––helo aquí.

––Veamos...

Aramis dijo, o más bien recitó el párrafo siguiente, con la misma voz que si hubiese leído un libro:

“Cuando lo reclamen las circunstancias y a petición del preso, el mencionando capitán o gobernador de fortaleza permitirá la entrada a un confesor afiliado a la orden”.

Daba lástima ver a Baisemeaux; de tal suerte temblaba y tal era su palidez.

––¿No es ese el texto del compromiso? ––prosiguió tranquilamente Herblay.

––Monseñor...

––Parece que empieza a aclararse vuestra mente.

––Monseñor ––dijo Baisemeaux, ––no os burléis de la pobreza de mi inteligencia; yo ya sé que en lucha con la vuestra, la mía nada vale si os proponéis arrancarme los secretos de mi administración.

––Desengañaos, señor de Baisemeaux; no tiro a los secretos de vuestra administración, sino a los de vuestra conciencia.

––Concedo que sean de mi conciencia, señor de Herblay; pero tened en cuenta mi situación.

––No es común si estáis afiliado a esa sociedad ––prosiguió el inflexible Herblay; ––pero si estáis libre de todo compromiso, si no tenéis que responder más que al rey, no puede ser más natural.

––Pues bien, señor de Herblay, no obedezco más que al rey, porque ¿a quién sino al rey debe obedecer un caballero francés?

––Grato, muy grato es para un prelado de Francia ––repuso Aramis con voz suavísima, ––oír expresarse con tanta lealtad a un hombre de vuestro valer.

––¿Habéis dudado de mí, monseñor?

––¿Yo? No.

––¿Luego no dudáis?

––¿Cómo queréis que dude que un hombre como vos no sirva fielmente a los señores que se ha dado vo-luntariamente a sí mismo?

––¡Los señores! ––exclamó Baisemeaux.

––Los señores he dicho.

––¿Verdad que continuáis chanceándoos, señor de Herblay?

––Tener muchos señores en vez de uno, hace más difícil la situación, lo concibo; pero no soy yo la causa del apuro en que os halláis, sino vos, mi buen amigo.

––Realmente no sois vos el causante ––repuso el gobernador en el colmo de la turbación. ––Pero ¿qué hacéis? ¿Os marcháis?

––Sí.

––¡Qué raro os mostráis para conmigo, monseñor!

––No por mi fe.

––Pues quedaos.

––No puedo.

––¿Por qué?

––Porque ya nada tengo que hacer aquí y me llaman a otra parte.

––¿Tan tarde?

––Tan tarde.

––Pensad que en la casa de la cual he venido, me han dicho: “Cuando lo reclamen las circunstancias y a petición del preso, el mencionado capitán o gobernador de fortaleza permitirá la entrada a un confesor afiliado la orden. He venido, me he explicado, no me habéis comprendido, y me vuelvo para decir a los que me han enviado que se han engañado y que me envíen a otra parte.

––¡Cómo! ¿vos sois...? ––exclamó Baisemeaux mirando a Aramis casi con espanto.

––El confesor afiliado a la orden ––respondió Aramis sin modificar la voz.

Mas por muy suavemente que Herblay hubiese vertido sus palabras, produjeron en el infeliz gobernador el efecto del rayo. Baisemeaux se puso amoratado.

––¡El confesor! ––murmuró Baisemeaux; ––¿vos el confesor de la orden, monseñor?

––Sí; pero como no estáis afiliado, nada tenemos que ventilar los dos.

––Monseñor...

––¡Ah!

––Ni que me niegue a obedecer.

––Pues lo que acaba de pasar se parece a la desobediencia.

––No, monseñor; he querido cerciorarme...

––¿De qué? ––dijo Aramis con ademán de soberano desdén.

––De nada, monseñor; de nada ––dijo Baisemeaux bajando la voz y humillándose ante el prelado. ––En todo tiempo y en todo lugar estoy a la disposición de mis señores, pero...

––Muy bien; prefiero veros así ––repuso Herblay sentándose otra vez y tendiendo su vaso al gobernador, que no acertó a llenarlo, de tal suerte le temblaba la mano. ––Habéis dicho “pero”, ––dijo Aramis.

––Pero como no me habían avisado, estaba muy lejos de esperar...

––¿Por ventura no dice el Evangelio: “Velad, porque sólo Dios sabe el momento”?

¿Acaso las prescripciones de la orden no rezan: “Velad, porque lo que yo quiero, vosotros debéis siempre quererlo”? ¿A título de qué, pues, no esperabais la venida del confesor?

––Porque en este momento no hay en la Bastilla preso alguno que esté enfermo.

––¿Qué sabéis vos? ––replicó Herblay encogiendo los hombros.

––Me parece...

––Señor de Baisemeaux ––repuso Aramis arrellanándose en su sillón, ––he ahí vuestro criado que desea deciros algo.

En efecto, en aquel instante apareció en el umbral del comedor el criado de Baisemeaux.

––¿Qué hay? ––preguntó con viveza el gobernador.

––Señor de Baisemeaux ––respondió el criado, ––os traigo el boletín del médico de la casa.

––Haced que entre el mensajero ––dijo Aramis fijando en el gobernador sus límpidos y serenos ojos.

El mensajero entró, saludó y entregó el boletín.

––¡Cómo! ¡el segundo Bertaudiere está enfermo! ––exclamó con sorpresa el gobernador después de haber leído el boletín y levantado la cabeza.

––¿No decíais que vuestros presos gozaban todos de salud inmejorable? ––repuso Aramis con indolencia y bebiéndose un sorbo del moscatel, aunque sin apartar del gobernador la mirada.

––Si mal no recuerdo ––dijo Baisemeaux con temblorosa voz y después de haber despedido con ademán al criado; ––si mal no recuerdo, el párrafo dice: “A petición del preso”.

––Esto es ––respondió Aramis; pero ved qué quieren de vos. En efecto, en aquel instante un sargento asomó la cabeza por la puerta medio entornada.

––¿Qué más hay? ––exclamó el gobernador. ––No me dejarán diez minutos en paz?

––Señor gobernador ––dijo el sargento, ––el enfermo de la segunda Bertaudiere ha encargado a su llavero que os pida un confesor.

En un tris estuvo que Bertaudiere no cayese por tierra.

Aramis desdeñó el sosegarlo, como desdeñara el asustarlo.

––¿Qué respondo? ––prosiguió Baiseméaux.

––Lo que os guste ––dijo Aramis. ––Por ventura soy yo el gobernador de la Bastilla?

––Decid al preso que se proveerá ––exclamó el gobernador volviéndose hacia el sargento y despidiéndole con una seña. Luego añadió: ––¡Ah! monseñor, monseñor, ¿cómo pude sospechar... prever...?

––¿Quién os decía que sospecharais, ni quien os rogaba que previerais? ––replicó Aramis con desapego.

––La orden no sospecha, sabe y prevé: ¿no basta eso?

––¿Qué ordenáis? ––dijo el gobernador.

––Nada. No soy más que un pobre sacerdote, un simple confesor. ¿Me mandáis que vaya a visitar a vuestro enfermo?

––No os lo mando, monseñor, os lo ruego.

––Acompañadme, pues.

El Hombre de la Máscara de Hierro

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