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LA COLMENA, LAS ABEJAS Y LA MIEL

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Después de su visita a la Bastilla y a toda prisa llegó a San Mandé el obispo de Vannes.

Toda la parte izquierda del piso primero estaba destinada a los epicúreos más célebres de París y al los más familiares de la casa, ocupados cada cual en su puesto, como abejas en sus alvéolos, en producir una miel destinada al panal real que Fouquet pensaba servir a Su Majestad durante las fiestas.

Pelissón, meditaba el prólogo de los “Importunos”, comedia en tres actos que debía hacer representar Mojiere; Loret escribía anticipadamente la crónica de las fiestas de Vaux; La Fontaine iba de uno en otro, como de flor en flor las abejas, distraído, incómodo, insoportable, zumbando y susurrando a la espalda de cada uno mil impertinencias poéticas. Y tantas incomodó a Pelissón, que éste levantó la cabeza y le dijo con voz destemplada:

––A lo menos tomad para mí un consonante, ya que os paseáis por los jardines del Parnaso.

––¿Qué consonante deseáis? ––preguntó el fabulista, como le llamaba la Sevigné.

––Un consonante a “luz”.

––”Capuz”, ––respondió La Fontaine.

––¡Hombre! no cuela hablar de capuces cuando uno ensalza las delicias de Vaux, ––dijo Loret.

––Además de que “luz y capuz” no consuenan, ––repuso Pelissón.

––¡Cómo que no consuenan! ––exclamó La Fontaine con ademán de sorpresa.

––No; yo advierto que tenéis una costumbre malísima, tan mala, que a ella deberéis el no llegar nunca a ser verdadero poeta. Rimáis que es una lástima.

––¿De veras opináis así, Pelissón? ––dijo La Fontaine.

––De veras. No olvidéis que un consonante nunca es bueno cuando puede hallarse otro mejor.

––Digo que toda mi vida seré un jumento, mi querido compañero, ––dijo La Fontaine exhalando un profundo suspiro. ––Por lo que se ve, rimo desastrosamente.

––Hacéis mal.

––¿Lo veis? soy un faquín.

––¿Quién dice tal?

––Pelissón. ¿No me habéis dicho que yo era un faquín, Pelissón? Pelissón absorto otra vez en la composición de su prólogo, se guardó de contestar.

––Si Pelissón ha dicho que erais un faquín, ––repuso Moliére, ––os ha inferido una ofensa grave.

––¿De veras?

––Y pues sois noble, os aconsejo que no dejéis impune tal injuria.

––¡Ay! ––exclamó La Fontaine.

––¿Os habéis batido alguna vez?

––Una, con un teniente de caballería ligera.

––¿Qué os hizo?

––Parece que sedujo a mi mujer.

––¡Ah! ––repuso Moliére palideciendo ligeramente.

Pero como al oír lo que acababa de decir La Fontaine, los demás habían vuelto el rostro. Moliére conservó en sus labios su burlona sonrisa, y continuó haciendo hablar al fabulista, a quien preguntó:

––¿Qué resultó del duelo?

––Resultó que mi adversario me desarmó, y luego y después de darme toda clase de satisfacciones, me prometió no volver a poner nunca más los pies en mi casa.

––¿Y vos os disteis por satisfecho? ––preguntó Moliére.

Al contrario. Recogí mi espada, y le dije a mi adversario que no me había batido con él porque fuese el amante de mi mujer, sino porque me habían dicho que debía batirme: y que como nunca había sido yo tan dichoso como en aquel tiempo, me hiciese la merced de continuar frecuentando mi casa, como antes, so pena de reanudar el duelo. De modo que el teniente se vio obligado a seguir galanteando a mi mujer, y yo continué siendo el marido más feliz de la tierra.

Al oír las palabras de La Fontaine, todos se rieron.

En este apareció el obispo de Vannes, con un rollo de planos y pergaminos debajo del brazo.

Como si el ángel de la muerte hubiese helado aquellas vivas y placenteras imaginaciones, todo quedó repentinamente envuelto en el más profundo silencio, y cada cual recobró su impasibilidad y su pluma.

Aramis distribuyó esquelas de convite entre los presentes, y les dio las gracias en nombre del señor Fouquet. Díjoles que retenido el superintendente en su gabinete por el trabajo, solicitaba de aquellos que le enviasen algo de su labor del día para hacerle olvidar a él la fatiga de su trabajo nocturno.

Estas palabras hicieron bajar la frente a todos. Hasta La Fontaine se sentó a una mesa y empezó a escribir velozmente. Pelissón puso en limpio su prólogo; Moliere entregó cincuenta versos calentitos, Loret, su artí- culo sobre las maravillosas fiestas de que el se hiciera profeta, y Aramis encargado de recoger el botín co-mo el rey de las abejas, se volvió a sus habitaciones, silencioso y atareado, después de haber dicho a los circunstantes que se preparasen para ponerse en camino el día siguiente por la tarde.

––En este caso tengo que avisar a los de mi casa. ––dijo Moliere.

––¡Ah! es verdad, ––repuso Loret sonriéndose, ––el pobre Moliere “ama” a su mujer.

––”Amo”, sí, ––replicó Moliere sonriéndose de manera suave y triste, ––amo”, pero esto no quiere decir que “me amen”.

––Pues yo estoy seguro de que me aman en Chateau––Thierry, ––dijo La Fontaine.

En esto volvió a entrar Aramis, y preguntó:

––¿Quién se viene conmigo? Voy a decir dos palabras al señor Fouquet, y dentro de un cuarto de hora salgo para París. Ofrezco mi carroza.

––Como tengo prisa, acepto, ––dijo Moliere.

––Yo como aquí ––repuso Lores. ––Gourville me ha ofrecido langostines... ¿Habéis oído? ¡Langostines!... Vaya, La Fontaine, busca una consonante.

Aramis salió en compañía de Moliere como él sabía hacerlo, y al llegar al pie de la escalera oyó que La Fontaine entreabría la puerta y decía a voces:

¿Te ha ofrecido langostines?

El se sabrá con qué fines.

Las carcajadas de los epicúreos redoblaron y llegaron hasta los oídos de Fouquet, en el instante en que Aramis abría la puerta de su gabinete.

Moliere, se había encargado de ordenar que engancharan, mientras Herblay iba a ver al superintendente para ponerse de acuerdo con él.

––¡Cómo ríen arriba! ––dijo Fouquet exhalando un suspiro.

––¿Y vos no os reís, monseñor?

––Ya se acabó para mí el reír, señor de Herblay.

––La fiesta se acerca.

––Y el dinero se aleja.

––¿No os he dicho y repetido que eso corría de mi cuenta?

––Me habéis ofrecido millones.

––Estarán en vuestro poder al día siguiente de la entrada del rey en Vaux.

Fouquet dirigió una escrutadora mirada a Aramis, y se pasó una helada mano por su humedecida frente.

Aramis comprendió que el superintendente dudaba de él, o conocía la imposibilidad en que se hallaba de hacerse con dinero; porque, ¿cómo podía Fouquet suponer que un pobre obispo, antiguo cura, antiguo mosquetero, lo hallase?

––¿Por qué dudáis? ––preguntó Aramis. Y al ver que el superintendente se limitaba a sonreírse y a mover la cabeza, añadió: ––¡Hombre de poca fe!

––Mi querido señor de Herblay, ––repuso Fouquet, ––si caigo...

––¿Qué?

––A lo menos caeré de tan inmensa altura, que en mi caída me desmenuzaré. ––Y moviendo la cabeza como para sustraerse a sí mismo, preguntó: ––¿De dónde venís, mi buen amigo?

––De París. ––¡Ah!

––De casa de Percerín.

––¿A qué habéis ido a casa de Percerín? Porque supongo que no dais una importancia tan grande como eso a los trajes de nuestros poetas.

––Me ha llevado a casa de Percerín el deseo de proporcionar una sorpreesa.

––¡Una sorpresa! ¿Qué es ello?

––Una sorpresa que vais a dar al rey.

––¿Costará cara?

––¡Bah! cien doblones para Le Brun.

––¿Una pintura? Me alegro. Pero ¿qué debe representar la pintura esa?

––Ya os lo diré luego. De paso, y por más que digáis, he inspeccionado los trajes de nuestros poetas.

––¿Son elegantes, ricos?

––Magníficos; pocos grandes señores los ostentarán parecidos. Así se verá la diferencia que va de los cortesanos de la riqueza a los de la amistad.

––¡Agudo y generoso como siempre, mi querido prelado!

––Pertenezco a vuestra escuela.

––¿Y adónde vais ahora? ––preguntó Fouquet estrechando la mano de Herblay.

––A parís en cuanto me dais una carta.

––¿Para quién?

––Para Lyonne.

––¿Qué deseáis de Lyonne?

––Un auto.

––¡Un auto! ¿Queréis encerrar a alguien en la Bastilla?

––Al contrario, quiero que salga de ella cierto individuo.

––¿Quién?

––Un pobre diablo, un joven, un niño que está encerrado va ya para diez años por haber escrito dos versos latinos contra los jesuitas.

––¡Por dos versos latinos! ¿Y nada más que por dos versos latinos hace diez años que está preso el infeliz?

––Sí.

––¿Y no ha cometido otro crimen?

Aparte de dichos dos versos, es inocente como vos y yo.

––¿Palabra?

––Palabra.

––¿Cómo se llama?

––Seldón.

––En verdad es excesivo. ¿Pero cómo sabiendo eso no me habíais advertido?

––Porque hasta ayer no me lo dijo la madre del desventurado.

––¿Y está pobre esa mujer?

––Está en la miseria más espantosa.

––¡Oh Dios! ––exclamó Fouquet, ––a las veces permitís tales injusticias, que me explico que haya infortunados que duden de vos. Tomad, señor de Herblay.

Dichas estas palabras, el superintendente tomó una pluma y escribió velozmente algunas líneas a su compañero Lyonne.

Aramis tomó el papel y se encaminó a la puerta.

––Guardaos, ––dijo Fouquet, abriendo su cajón y sacando diez libranzas de a mil libras que había en él, –

–haced que salga el hijo, y entregad estas libranzas a la madre; pero sobre todo no le digáis...

––¿Qué, monseñor?

––Que con eso tiene diez mil libras más que yo, pues de lo contrario diría que yo soy un pobrísimo superintendente. Id, y espero que Dios bendiga a los que piensan en los pobres.

––También yo lo espero, ––dijo Aramis besando la mano de Fouquet y saliendo apresuradamente con la carta para Lyonne, las libranzas para la madre de Seldón, y llevándose consigo a Moliere, que ya empezaba a impacientarse.

El Hombre de la Máscara de Hierro

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