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EL GENERAL DE LA ORDEN
ОглавлениеDurante unos instantes ambos guardaron el mayor silencio, durante el cual Aramis no perdió de vista al gobernador, que al parecer no estaba muy decidido al interrumpir su cena, y que era evidente buscaba una razón cualquier, buena o mala, para retardar el cumplimiento de la orden, a lo menos hasta después de los postres.
––¡Ah caramba! ––exclamó de improviso Baisemeaux, como si hubiese encontrado lo que buscaba, no puede ser.
––¿Qué es lo que no puede ser? ––preguntó Aramis.
––El dar suelta al preso al esta hora. ¿Adónde irá si no conoce París?
––Adonde pueda.
––Ya lo veis, sería lo mismo que libertar a un ciego.
Ahí fuera me aguarda una carroza, y yo me encargo de conducirlo adonde quiera.
––Para todo tenéis respuesta... ¡Francisco!... al mayor que vaya abrir el calabozo del señor Seldón, núme-ro 3 de la Bertaudiére.
––¿Seldón, decís? ––preguntó con la mayor naturalidad el obispo. ––Sí, es el nombre del individuo al quien ponen en libertad.
––Querréis decir Marchiali, ––replicó Aramis.
––¿Marchiali? ¡Je! ¡Je! Seldón.
––Tengo para mí que os engañáis, señor de Baisemeaux.
––Como que he leído la orden...
––Y yo también.
––Y en ella he visto Seldón en letras gordas, así, ––repuso el gobernador mostrando un dedo.
––Pues yo he visto Marchiali en letras así, ––replicó Aramis alzando dos dedos.
––Aclarémoslo inmediatamente, ––dijo Baisemeaux, plenamente convencido de lo que afirmaba. ––
Basta leer el papel; aquí esta, ––¿Veis como dice Marchiali? ––dijo Herblay desdoblando el papel. ––
Mirad.
––Es verdad, ––respondió el gobernador con ademán de terror y dejando caer los brazos.
––¿No os lo dije?
––¡Cómo! ¡el hombre de quien tanto hemos hablado! ¡El hombre sobre quien me recomiendan incesan- temente que vele!
––Ya lo veis, Marchiali, ––replicó el inflexible Aramis.
––Confieso que no entiendo jota, monseñor.
––Sin embargo, debéis dar crédito a vuestros ojos.
––¡Y decir que reza Marchiali!
––Y en buena letra.
––¡Es fenomenal! Todavía estoy viendo la orden y el nombre de Seldón, irlandés. Y aun recuerdo que debajo del nombre, había un borrón.
––No hay borrón alguno; ved.
––Sí, repito, ––dijo el gobernador; ––y tan es así, que he arañado la arenilla de que el borrón estaba cubierto.
––Sea lo que fuere, con o sin borrón dice la orden que pongáis en libertad a Marchiali.
––De que ponga en libertad a Marchiali. ––repitió el gobernador esforzándose en recobrar la lucidez de su mente.
––Y vais a soltar al preso. Si de paso os da el corazón por abrir las puertas de la Bastilla a Seldón, no me opongo.
Aramis coronó sus últimas palabras con una sonrisa tan preñada de ironía, que Baisemeaux acabó de serenar y cobró alientos.
––Monseñor, ––dijo Baisemeaux, ––Marchiali es el preso a quien el otro día vino a visitar por manera tan imperiosa y tan en secreto un padre cura, confesor de “nuestra orden”.
––No sé nada de eso, ––replicó Aramis.
––Sin embargo, no hace tanto tiempo...
––Es verdad; pero entre nosotros importa que el hombre de hoy olvide lo que hizo el hombre de ayer.
––Como quiera que sea, ––repuso Baisemeaux, ––la visita del confesor jesuita habrá sido grandemente provechosa para ese joven.
Aramis no replicó y se puso a comer y a beber.
Baisemeaux, lejos de imitar a Herblay, tomó nuevamente la orden y, después de releerla, la examinó por el anverso y por el reverso con la mayor atención.
Aquel examen, en circunstancias normales habría hecho subir los colores al rostro del poco paciente Aramis; pero el obispo de Vannes no se atufaba por tan poco, sobre todo cuando sabía que el atufarse era peligroso.
––¿Vais a libertar a Marchiali? ––dijo Herblay. ––¡Zape! ¡Qué rico jeréz, mi querido gobernador!
––Lo pondré en libertad después que haya visto yo al correo que ha traído la orden, y del interrogatorio a que voy a sujetarlo resulte claro para mí...
––Pero, si las órdenes están selladas, y por consiguiente nada sabe de ellas el correo. ¿Y qué queréis ver claro por ese camino?
––Bueno, enviaré un parte al ministerio, y el señor Lyonne confirmará o rectificará la orden.
––¿Y qué provecho vais a sacar? ––repuso Aramis con la mayor frescura.
––Así uno nunca se engaña, ni falta al respeto que un subalterno debe a sus superiores, ni infringe los deberes del cargo que desempeña por voluntad propia.
––Vuestra elocuencia me admira. Es verdad, un subalterno debe respetar a sus superiores, y es culpado cuando se engaña, y es castigado cuando infringe los deberes o las leyes del cargo que desempeña.
Baisemeaux fijó una mirada de extrañeza en el obispo.
––De lo cual se sigue, ––continuó Aramis, ––que para descargo de vuestra conciencia acudís a la consulta.
––Sí, monseñor.
––Y si un superior os impone una orden, ¿la cumpliréis?
––Claro que sí, monseñor.
––¿Conocéis bien la firma del rey, señor de Baisemeaux?
––Sí. monseñor.
––¿No está estampada al pie de esa orden de libertad?
––Es verdad, pero puede...
––Ser falsa, ¿no es verdad?
––Se han dado casos, monseñor.
––Decís bien. ¿Y la del señor de Lyonne?
––También figura en esa orden; pero así como pueden falsificar la firma del rey, con tanta mayor razón pueden hacerlo con la del señor de Lyonne.
––Andáis a paso de gigante por el campo de la lógica, señor Baisemeaux, ––dijo Aramis, ––y vuestra argumentación no tiene réplica. Pero ¿en qué os fundáis para suponer que esas firmas sean falsas?
––En que la firma de Su Majestad no está refrendada. Además, el señor de Lyonne no está presente para decirme que ha firmado.
––Pues bien, señor de Baisemeaux, ––repuso Aramis fijando en el gobernador su mirada de águila, –– adopto sin vacilar vuestras dudas y vuestra manera de aclararlas y voy a tomar una pluma si me la dais.
Baisemeaux le dio una pluma.
Y una hoja en blanco, ––añadió Aramis.
––Baisemeaux le dio el papel.
––Y yo también, presente, incontestable, voy a escribir una orden a la cual estoy seguro de que daréis fe, por mucha que sea vuestra incredulidad.
Ante la glacial seguridad de Aramis, el gobernador palideció. Creyó que la voz de aquél tan afable y alegre poco antes, había tomado un sonido fúnebre y siniestro.
Aramis tomó la pluma y escribió, mientras el gobernador, petrificado leía por encima de su hombro:
“A. M. D. G.” escribió el obispo, trazando una cruz debajo de aquellas cuatro letras, que significaban “ad majorem Dei gliriam”. Luego continuó:
“Es nuestra voluntad que la orden entregada al señor de Baisemeaux de Montiexun, gobernador de la Bastilla por el rey, sea tenida por buena y valedera, y puesta en ejecución inmediatamente.
Herblay,
general de la Compañía por gracia de Dios.
Tal fue la emoción que sintió el gobernador, que se le contrajeron las facciones, abrió la boca y quedó con la mirada fija, inmóvil y mudo.
Aramis, sin dignarse siquiera mirar al gobernador, sacó de su faltriquera un pequeño estuche que encerraba un trozo de cera negra; cerró su carta, imprimió en la cera un sello que suspendido al cuello y debajo de su jubón llevaba, y terminada su operación le entregó silenciosamente la orden.
Templándole las manos que daba compasión, miró Baisemeaux con ojos apagados y sin inteligencia el sello, y después cayó en su silla como herido por el rayo.
––Vaya, ––dijo Aramis tras un dilatado silencio, ––no me hagáis creer que la presencia del general de la compañía es terrible como la de Dios, y que uno muere a consecuencia de haberle visto. ¡Animo! levantaos, dadme vuestra mano, y obedeced.
Baisemeaux, tranquilizado, si no satisfecho, obedeció, besó la mano a Aramis y se levantó diciendo con tartamuda lengua:
––¿Inmediatamente?
––No exageremos, ––repuso Aramis; ––sentaos otra vez en vuestro sitio, y rindamos acatamiento a esos ricos postres.
––De esta no me levanto, monseñor, ––dijo Baisemeaux. ––¡Y yo, que he reído y bromeado con vos, y he osado trataros de igual a igual!
––¿Quieres callarte, mi viejo compadre? ––replicó el obispo comprendiendo que la cuerda estaba muy ti-rante y sería peligroso romperla. Vivamos cada cual en nuestra esfera respectiva: tú, contando con mi protección y amistad, y yo con tu obediencia. Pagados puntualmente esos dos tributos, sigamos tan contentos.
Baisemeaux reflexionó, y al ver, de una ojeada, las consecuencias fatales que podía acarrearle la extorsión de un preso por medio de una orden falsa. puso en parangón aquellas con la orden oficial del general de la orden, y halló que esta última no le compensaba.
––Mi buen Baisemeaux, sois un mentecato, ––dijo Aramis, que leyó en el pensamiento de su comensal. –
–Perded el hábito de reflexionar, cuando yo me tomo la molestia de hacerlo pro vos.
––Bueno, sí; pero ¿cómo voy a arreglarme? ––repuso el gobernador después de haberse inclinado ante un nuevo gesto que hiciera el obispo.
––¡Qué hacéis cuando soltáis a un preso?
––Sigo las instrucciones del reglamento.
––Pues obrad ahora de la misma manera.
––Me presento con el mayor en el calabozo del preso, y yo mismo le acompaño cuando es personaje de cuenta.
––Marchiali no es nada de eso, ––repuso Aramis con negligencia.
––No lo sé, ––replicó el gobernador con acento que quería decir: A vos os toca probármelo.
––Pues si no lo sabéis, es señal que yo tengo razón; de consiguiente tratad a Marchiali como si fuera de los ínfimos.
––Seguiré al pie de la letra el reglamento, el cual indica que el carcelero o uno de los oficiales subalternos debe conducir el preso a la presencia del gobernador, en el archivo.
––Es una disposición muy atinada. ¿Qué más?
––Luego, se devuelven al preso cuantos objetos de valor traía en el instante de la encarcelación, así como los trajes y papeles, salvo orden contraria del ministro.
––¿Qué reza la orden del ministro acerca de Marchiali?
––Absolutamente nada, pues el desventurado entró en la Bastilla sin joyas, sin papeles y casi desnudo.
––Ya veis que no puede ser más sencillo el caso.
––Quedaos aquí, y que conduzcan el preso al archivo.
Baisemeaux llamó a un teniente, y le dio una consigna, que éste transmitió automáticamente a quien de-bía.
Media hora después se oyó cerrar una puerta en el patio: era la puerta del torreón que acababa de soltar su presa. Aramis apagó todas las bujías del comedor, dejando tan sólo una encendida detrás de la puerta.
Aquella luz trémula no permitía fijarse en los objetos, pues duplicaba los aspectos y los vislumbres con su movilidad.
Se iba acercando el rumor de pasos.
––Salid a recibir a esos hombres, ––dijo Aramis.
El gobernador obedeció, y despidiendo al sargento y a los carceleros, seguido del preso regresó al comedor, donde con voz conmovida notificó al joven la orden que le devolvía la libertad.
El preso escuchó sin hacer un gesto ni proferir una palabra.
––Ahora y cumpliendo una formalidad que exige el reglamento, ––añadió el gobernador, ––vais a jurar que nunca jamás revelaréis cuánto habéis visto u oído en la Bastilla.
El preso vio un crucifijo, y tendiendo la mano, juró sólo con los labios.
––Estáis libre, ––dijo Baisemeaux, ––¿adónde pensáis ir?
El joven volvió la cabeza como buscando tras sí una protección con la cual contara de antemano.
––Aquí estoy, para prestaros el servicio que os plazca pedirme, ––dijo Aramis saliendo de la penumbra.
––Dios os tenga en su santa guarda, ––dijo el preso con voz tan firme que hizo estremecer al gobernador, tanto cuanto le extrañara la fórmula.
El preso, ligeramente sonrojado, apoyó sin vacilación su brazo en el del obispo.
––¿Os da mala espina mi orden? ––dijo Aramis estrechando la mano a Baisemeaux; ––¿teméis que la encuentren si vienen a practicar un registro?
––Deseo conservarla, ––respondió el gobernador. ––Si la encontraran en mi casa sería señal cierta de mi perdición, y en este caso tendría en vos un poderoso auxiliar.
––¿Lo decís porque soy vuestro cómplice? ––repuso Aramis encogiendo los hombros. ––¡Bah! Adiós,
Baisemeaux.
Los caballos aguardaban, sacudiendo, en su impaciencia, la carroza.
El obispo, a quien el gobernador acompañó hasta el pie de la escalinata, subió a la carroza después de haber hecho que se instalara en ella Marchiali, y dijo al cochero esta única palabra:
––¡Adelante!
La carroza rodó estrepitosamente por el empedrado del patio, precedida de un individuo que alumbraba el camino con una hacha de viento y daba a cada cuerpo de guardia la orden de dejar libre el paso.
Aramis no respiró durante todo el tiempo que emplearon en abrir los rastrillos, y tal era el estado de su ánimo, que pudieran haberle oído los latidos de su corazón.
El preso, sepultado en uno de los rincones de la carroza, tampoco daba señales de vida.
Por fin, tras la carroza se cerró la última puerta, la de la calle de San Antonio. A uno y otro lado se veía el cielo, la libertad, la vida. Los caballos, sujetados por una mano firme, marcharon al paso hasta el centro del barrio, donde tomaron el trote. Poco a poco, ora porque se enardecían, ya porque les aguijaban, fueron au-mentando su velocidad hasta que, una vez en Bercy, la carroza, más que por los caballos, parecía arrastrada por el huracán. Así corrieron los caballos hasta Villanueva de San Jorge, donde estaba preparado el relevo.
Ahora, en vez de dos fueron cuatro los caballos que arrastraron la carroza hacia Melún, no sin hacer un alto en el riñón del bosque de Senart, indudablemente a órdenes dadas de antemano por Aramis.
––¿Qué pasa? ––preguntó el preso al detenerse la carroza y cual si despertara de largo sueño.
––Pasa, monseñor, ––respondió Herblay, ––que antes de seguir adelante es preciso que Vuestra Alteza y yo conversemos un poco.
––Tan pronto se presente ocasión, ––repuso el joven príncipe.
––No puede ser más oportuna la presente, monseñor; nos hallamos en el corazón del bosque, y por lo tanto nadie puede oírnos.
––¿Y el postillón?
––El postillón de este relevo es sordo mudo, monseñor.
––A vuestra órdenes, pues, señor Herblay.
––¿Os place quedaros aquí en la carroza?
––Sí, estamos bien sentados y le he tomado cariño a la carroza esta; es la que me ha restituido a la liberta.
––Con vuestra licencia, monseñor, falta todavía otra precaución.
––¿Cuál?
––Como nos hallamos en medio del camino real, pueden pasar jinetes o carrozas que viajan como nosotros, y que al vernos parados, supondrían que nos pasa algún percance. Evitemos ofertas que nos incomoda-rían.
––Pues ordenad al postillón que esconda la carroza en una de las alamedas laterales.
––Tal era mi intención, monseñor.
Aramis tocó con la mano al sordo mudo y le hizo una seña. Aquél se apeó inmediatamente, tomó por las riendas a los dos primeros caballos y los condujo, al través de las malezas, a una alameda sinuosa, en lo último de la cual, en aquella oscura noche, las nubes formaban una cortina más negra que la tinta. Luego el mudo se tendió en un talud, junto a sus caballos, que empezaron a arrancar a derecha y a izquierda los reto-
ños de las encinas.
––Os escucho, ––dijo el joven príncipe a Aramis, ––pero ¿qué hacéis?
––Desarmo unas pistolas de las que ya no tenemos necesidad.