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UN NEGOCIO ARREGLADO POR M. DE D'ARTAGNAN
ОглавлениеD'Artagnan había prometido a Baisemeaux estar de vuelta a los postres, y cumplió su palabra.
Athos y Aramis se habían mostrado tan cautos, que ninguno de los dos pudo leer en el pensamiento del otro. Cenaron, hablaron largo y tendido de la Bastilla, del último viaje a Fontainebleau y de la próxima fiesta que Fouquet debía dar en Vaux.
D'Artagnan llegó en lo más recio de la conversación, todavía pálido y conmovido de la suya con el rey.
Athos y Aramis notaron la emoción de D'Artagnan; pero Baisemeaux solamente vio al capitán de los mosqueteros del rey, y se apresuró a agasajarlo porque, para el gobernador, el codearse con el rey implica-ba un derecho a todas sus atenciones.
Con todo aunque Aramis notó la emoción de D'Artagnan, no pudo calar la causa de ella. Solamente a Athos le pareció haberla profundizado. Para éste el regreso de D'Artagnan y sobre todo el trastorno del hombre impasible, significaba que su amigo había pedido algo al rey, pero en vano Athos, pues, plenamente convencido de estar en lo firme, se levantó de la mesa, y con faz risueña hizo una seña a D'Artagnan, como para recordarle que tenía otra cosa que hacer que no cenar juntos.
D'Artagnan comprendió y correspondió con otra seña, mientras Aramis y Baisemeaux, al presenciar aquel mudo diálogo, se interrogaban mutuamente con la mirada.
Athos pensó que le tocaba explicar lo que pasaba, y dijo sonriéndose con dulzura: ––La verdad es, amigos míos, que vos, Aramis, acabáis de cenar con un reo de Estado y vos, señor de Baisemeaux, con uno de vuestros presos.
Baisemeaux lanzó una exclamación de sorpresa y casi de alegría; tal era el amor propio que de su fortaleza, de su Bastilla, tenía el buen sujeto.
––¡Ah! mi querido Athos ––repuso Aramis poniendo una cara apropiada a las circunstancias, ––casi me he temido lo que decís. Alguna indiscreción de Raúl o de La Valiére, ¿no es verdad? Y vos, como gran señor que sois, olvidando que ya no hay sino cortesanos, os habéis visto con el rey y le habéis dicho cuántas son cinco.
––Adivinado, amigo mío.
––De manera ––dijo Baisemeaux, no teniéndolas todas consigo por haber cenado tan familiarmente con un hombre que había perdido el favor de Su Majestad; ––de manera que, señor conde...
––De manera, mi querido señor gobernador ––repuso Athos, ––que el señor de D'Artagnan va a entregaros ese papel que asoma por su coleto, y que, de fijo, es mi auto de prisión.
Baisemeaux tendió la mano con agilidad.
En efecto, D'Artagnan sacó dos papeles de su pechera y entregó uno al gobernador. Este lo desdobló y lo leyó a media voz, mirando al mismo tiempo y por encima de él a Athos e interrumpiéndose a cada punto.
––“Ordeno y mando que encierren en mi fortaleza de la Bastilla.” Muy bien... “En mi fortaleza, de la Bastilla... al señor conde de La Fer”. ¡Ah! caballero, ¡qué dolorosa honra para mí el teneros bajo mi guardia!
––No podíais hallar un preso más paciente ––contestó Athos con voz suave y tranquila.
––Preso que no permanecerá mucho tiempo aquí ––exclamó D'Artagnan exhibiendo el segundo auto, –– porque ahora, señor de Baisemeaux, os toca copiar este otro papel y poner inmediatamente en libertad al conde.
––¡Ah! me ahorráis trabajo, D'Artagnan ––dijo Aramis estrechando de un modo significativo la mano del mosquetero y la de Athos.
––¡Cómo! ––exclamó con admiración éste último, ––¿el rey me da la libertad?
––Leed, mi querido amigo ––dijo D'Artagnan.
––Es verdad ––repuso el conde después de haber leído el documento.
––¿Os duele? ––preguntó el gascón.
––No, lo contrario. No deseo ningún mal al rey, y el peor mal que uno puede desear a los reyes, es que cometan una injusticia. Pero habéis sufrido un disgusto, no lo neguéis.
––¿Yo? ––dijo el mosquetero riéndose, ––ni por asomo. El hace cuanto quiero.
Aramis miró a D'Artagnan y vio que mentía, pero Baisemeaux no miró más que al hombre, y se quedó pasmado, mudo de admiración ante aquel que conseguía del rey lo que se le antojaba.
––¿Destierra a Athos Su Majestad? ––preguntó Aramis.
––No; sobre el particular el rey no ha dicho una palabra ––repuso D'Artagnan; ––pero tengo para mí que lo mejor que puede hacer el conde, a no ser que se empeñe en dar las gracias a Su Majestad...
––No ––respondió Athos.
––Pues bien, lo mejor que, en mi concepto, puede hacer el conde ––continuó D'Artagnan, ––es retirarse a su castillo. Por lo demás, mi querido Athos, hablad, pedid; si preferís una residencia a otra me comprometo a dejar cumplidos vuestros deseos.
––No, gracias ––contestó Athos; ––lo más agradable para mí es tomar a mi soledad a la sombra de los árboles, a orillas del Loira. Si Dios es el médico supremo de los males del alma, la naturaleza es el remedio soberano. ¿Conque estoy libre, caballero? ––añadió Athos volviéndose hacia el señor de Baisemeaux.
––Sí, señor conde, a lo menos así lo creo y espero ––añadió el gobernador volviendo y revolviendo los dos papeles; ––a no ser, sin embargo, que el señor de D'Artagnan traiga otro auto.
––No, mi buen Baisemeaux ––dijo el mosquetero, ––hay que atenernos al segundo y no pasar por ahí.
––¡Ah! señor conde ––dijo el gobernador dirigiéndose a Athos, ––no sabéis lo que––perdéis. Os hubiera puesto a treinta libras como los generales; ¡qué digo! a cincuenta, como los príncipes, y habríais cenado todas las noches como habéis cenado ahora.
––Dejad que prefiera mi medianía, caballero ––replicó Athos. Y volviéndose hacia D'Artagnan, dijo: ––
Vámonos, amigo mío,.
––Vámonos ––repuso D'Artagnan.
––¿Me cabría la inefable dicha de teneros por compañero de viaje, amigo mío? ––preguntó Athos al mosquetero.
––Tan sólo hasta la puerta ––respondió el gascón; ––después de lo cual os diré lo que he dicho al rey, es-to es, que estoy de servicio.
Y vos, mi querido Aramis ––preguntó al conde sonriéndose, ––me acompañáis? La Fere está en el camino de Vannes.
––No, amigo mío ––respondió el prelado; ––esta noche tengo una cita en París, y no puedo alejarme sin que se resientan graves intereses.
––Entonces, ––dijo Athos, ––dejad que os abrace y me vaya. Señor de Baisemeaux, gracias por vuestra buena voluntad, y, sobre todo, por la muestra que de lo que se come en la Bastilla me habéis dado.
Athos abrazó a Aramis y estrechó la mano del gobernador, que le desearon el más feliz viaje, y salió con D'Artagnan.
Mientras en la Bastilla tenía su desenlace la escena iniciada en palacio, digamos lo que pasaba en casa de Athos y en la de Bragelonne.
Como hemos visto, Grimaud acompañó a su amo a París, asistió a la salida de Athos, vio cómo D'Artagnan se mordía los bigotes, y cómo su amo subía a la carroza, después de haber interrogado la fisonomía de los dos amigos, a quienes conocía de fecha bastante larga para haber comprendido al través de la máscara de su impasibilidad, que pasaba algo gravísimo.
Grimaud recordó la singular manera con que su amo le dijera adiós, la turbación, imperceptible para cualquiera otro, de aquel hombre de tan claro entendimiento y de voluntad tan inquebrantable. Grimaud sabía que Athos no se había llevado más que la ropa puesta, y, sin embargo, le pareció que Athos no partía por una hora, ni por un día.
––Comprendo el enigma ––dijo Grimaud. ––La muchacha ha hecho de las suyas. Lo que dicen de ella y del rey es verdad. Mi joven amo ha sido engañado. ¡Ah! ¡Dios mío! El señor conde ha ido a ver al rey y le ha dicho de una hasta ciento, y luego el rey ha enviado al señor de D'Artagnan para que arreglara el asunto... ¡el conde ha regresado sin espada!
Semejante descubrimiento hizo subir el sudor a la frente del honrado Grimaud; el cual, dejándose de más conjetura, se puso el sombrero y se fue volando a casa de Raúl.