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Lector

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El estatus del lector dentro del proceso literario ha sido una cuestión tan virulentamente discutida como en el caso del autor, pasando casi del profundo olvido e insignificancia en las teorías de la objetividad del texto (Hirsch, 1960) hasta ser una parte de la literatura en tanto que mecanismo por el cual esta funciona y existe (Iser, 1979). Muy acertado es el retrato que Luis Acosta planteó en su obra dedicada al lector (Acosta, 1989), aún en un momento de confusión en la Teoría de la Literatura acerca de su valoración. El debate acerca del estatus del lector se aprecia en cualquier historia de la lectura que contemple su presencia variable en nuestra cultura (Schön, 1999). Hoy en día parece haber encontrado un estatus equilibrado con justicia, tal y como se extrae del manual Lesen (Franzmann, et al., 1999), que hace un recorrido por los pormenores de esta parte del acto literario.

El equilibro del lector pasa no solo por su estatus como consumidor de literatura en términos puramente empresariales (Neuhaus, 2009, p. 25 y sig.), sino que tiene también relevancia en el acto comunicativo: sin su mediación, la literatura no tendría sentido. Martindale reivindica la importancia del lector al demostrar que podría haber tantas lecturas o interpretaciones como lectores en el caso de no existir unos nexos internos al texto que el lector reconociera y comprendiera (Martindale, 1999). Con esta intervención se corrobora que el acto literario sigue siendo un acto comunicativo, pues todas estas conexiones responden en definitiva a modelos sociales y culturales (Lauer, 1999). El lector percibe el texto y de él extrae un mensaje. Y en tanto que individuo de una cultura, no necesariamente la misma que la del autor, es capaz de reorientar el contenido literario hacia una interpretación distinta de las intenciones del autor, lo que lo convierte también en un sujeto activo del fenómeno literario: del mismo modo que el autor, el lector percibe y reflexiona una cultura.

De esta realidad han surgido las afirmaciones que consideran al lector como una entidad prácticamente igual de importante que la del autor. Especialmente en la estética de la recepción (Wolff, 1971; Acosta, 1989), el lector se sirve de la literatura convirtiéndola en un objeto, lo que nos lleva de nuevo a la consideración de la literatura como presencia. Esta no solo cobra sentido al ser leída, sino que su funcionalidad se activa de la interacción física con ella, de donde se reconoce que la vinculación del individuo con la literatura es una necesidad del acto literario. Su participación va más allá de su función como aquel que insufla vida al texto literario, sino que se percibe igualmente en preocupaciones técnicas de prioridades editoriales (Neuhaus, 2009, p. 140 y sig.) e instituciones estatales (Neuhaus, 2009, p. 234 y sig.). El lector, en tanto que individuo, ejerce su libertad, se aprovecha de ella y decide dedicar tiempo a la literatura. Esta libertad convierte a la literatura en una presencia que la convierte además en contingente y que reinicide en la necesidad del lector recordándonos que, sin él, tampoco habría literatura:

«Qualität und Rang eines literarischen Werkes ergeben sich weder aus seinen biographischen oder historischen Entstehungsbedingungen noch alleine aus seiner Stelle im Folgeverhältnis der Gattungsentwicklung, sondern aus den schwer fassbaren Kriterien von Wirkung, Rezeption und Nachruhm» (Jauß, 1975, p. 147).

«La calidad y el nivel de una obra literaria no resultan ni de sus condiciones biográficas o históricas ni tampoco únicamente de su emplazamiento en la relación del desarrollo de los géneros, sino de complejos criterios de influencia, recepción y fama».

A partir de este reconocimiento, Hans-Robert Jauß desarrolló las siete tesis para superar el abismo entre historia y literatura, así como entre el conocimiento histórico y estético (Jauß, 1975, p. 168). La teoría de la recepción, para la que Jauß desempeñó con sus obras un papel importante, aboga por un horizonte de conocimiento en el lector para entender el acto literario (Warning, 1994). El discurso hermenéutico de la comprensión de la verdad del texto (Gadamer, 2010 [1960]) lo sortea sin embargo una visión de cultura como la planteada aquí: al ser cultura un concepto indescriptible de donde surge la literatura como un éxito antropológico (objeto de individuos creado para individuos), la noción del horizonte de perspectivas desaparece.

En primer lugar, el lector se beneficia de que la literatura sea un acto antropológico, un producto surgido de los humanos y dirigido a los humanos. Los paralelismos entre autor y lector permiten un intercambio fluido, ya que una vez superadas las barreras técnicas como el lenguaje o la pertenencia a diferentes culturas, el código de ambos se erige en realidad como un código de humanidad común. En esta peculiaridad antropológica se podría enmarcar también la función de entretenimiento que reconocemos en la literatura. El lector no solo mantiene vivo el mensaje literario al ocuparse de él, sino que además lo comparte y lo completa. Por ello, en segundo lugar, el lector puede revivir la obra literaria con una mayor perspectiva histórica interpretando con mayor impacto muchos de sus mensajes. En el acto de la lectura de una obra del pasado se puede discurrir acerca de determinados contenidos que el autor desconocía. Un conocimiento posterior puede sin embargo resultar ambivalente: o bien permite la ampliación de las lecturas de una obra, o bien puede terminar en una categorización estándar de la literatura. Sin una revisión constante de cultura y una reformulación de aquellos contextos culturales necesarios para la explicación de literatura, se correrá el peligro de volver al esquemático «horizonte de expectativas» (Warning, 1994), que neutraliza por sus generalidades el papel del lector. Las funciones del lector individual van más allá de rellenar «espacios vacíos» (Iser, 1979), idea que resulta en exceso abstracta y demasiado delimitada a un tipo de literatura concreto; la lectura del texto responde más bien a las funciones del fenómeno literario y, en el caso concreto de la lectura específica, aporta además la revitalización del texto. El lector experto, el filólogo en este caso, está obligado a la interpretación, la percepción, reflexión y reproducción del juicio literario, de donde arrojará una interpretación y un significado de relevante trascendencia. Los conocimientos propios del teórico literario le deben llevar a una síntesis específica que justificará que tal conocedor es también en el momento de lectura un tipo de autor que arroja una lectura coherente e intensificada del texto.

Desde Austriahungría hacia Europa

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