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DE REGRESO A AMÉRICA
ОглавлениеPero el quiebro central de su biografía es el regreso a América desde Europa y su residencia prolongada casi una década más en dos nuevas capitales como embajador. Llega a Buenos Aires para vivir entre 1927 y 1929 encantado de lo que él mismo llamó, en su «Saludo a los amigos de Buenos Aires» de la revista Nosotros, «la gitanería dorada de la diplomacia». Entra en contacto con los jóvenes escritores, con Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo o Eduardo Mallea, pero en privado se siente también desplazado y demasiado solo «en la margen del Plata (¡cosa monótona y triste si las hay!)». A pesar de haber fundado la colección Cuadernos del Plata con obras nada menos que de Jorge Luis Borges, Ricardo Güiraldes o Ricardo Molinari, le pide a Larbaud en marzo de 1929 que «no me olviden mis amigos de París, porque me muero de frío. Aquí todo es pálido y liso. Mi tierra vale mucho más que esto en todos los sentidos. Pero yo prefiero a todo vivir en Francia, y sueño con irme allá definitivamente algún día»12, aunque sueñe un año y pico después con regresar a Madrid, porque París y Madrid son dos nombres casi intercambiables para un único sueño, Europa. Sin embargo, desde 1930 está en Río de Janeiro y todavía tuvo que volver a Buenos Aires, entre 1936 y 1937, que es cuando deja de confeccionar una especie de revista unipersonal iniciada en Río, «órgano de relación con el mundo literario» o «carta circular a los amigos» que llamó Monterrey. Es un correo literario del que aparecieron trece números entre 1930 y 1936, que sirvieron para hacerlo presente en México y en toda América a través de artículos y notas que mandaba expresamente a sus amigos y rebajaban la asfixia formal de sus labores diplomáticas13.
Pero la vuelta a México en 1939 es complicada, primero porque llega después de veinte años de ejercicio diplomático, segundo porque regresa con la autoridad de un hombre prolífico, crecido y acogido en las élites de la vida política y la vida literaria, y tercero porque nunca ha dejado de estar allí, y eso mismo es casi lo peor… Ese año está atravesado de amarguras, y alguna página de sus diarios de 1939, entresacada por Alicia Reyes y otros estudiosos, traslada un Reyes desnudo e insospechado fuera de la veladura simbólica de los versos. Algún artículo publicado, como «Pro domo sua», de 1952, no puede ser más claro al atrapar la sensación del propio Reyes cuando conoce al otro Reyes que han construido en México algunos, «un yo que yo apenas conocía, un tipo engreído, inaccesible, criado en aire de invernadero, y que apenas resistía la democrática experiencia de cruzar la calle». Hacia 1938, en sus cartas a José María Chacón, está desesperanzado, pese a su proximidad cordial al presidente Lázaro Cárdenas, y lo último que desea es «volver otra vez a reimpregnarme en un medio que, después de todo, ya se consideraba asimilado y superado»14. Durante ese año 1939 rescata los libros que hasta entonces custodió su suegra y construye la «biblioteca con anexos» que habitará hasta su muerte y pronto se llamará por ironía de Enrique Díez-Canedo capilla Alfonsina. En adelante, e invenciblemente, no faltará ya la miopía que «lo acuse de dar la espalda a México» por haber dedicado su tiempo a griegos y franceses, a españoles y alemanes, o por haber emprendido la traducción de la Ilíada… La frase entrecomillada la escribe Octavio Paz tan tarde como en 1949, porque sabe demasiado bien que ese había sido un recelo o un resentimiento que seguirá vivo todavía, cuando es ya un autor mexicano dentro de México.
Si tiene razón, como suele, George Steiner y Reyes pertenece a la familia «de diplomáticos poetas y peregrinos letrados», el hecho le pasó factura. Tanto Reyes como los fundadores de Contemporáneos (Villaurrutia, Jorge Cuesta, Gorostiza, Torres Bodet) conocieron el recelo o la desconfianza de sus sociedades literarias, y en 1932 Reyes mismo viviría el episodio más agudo de esta incomprensión. Aprovechó un ataque periodístico de escasa entidad para redactar una suerte de autodefensa razonada y emotiva de su función intelectual, mientras todavía permanecía en su destino diplomático de Río de Janeiro. Con el intencionado título de A vuelta de correo, y a vueltas con su propia biografía itinerante, es una de sus más explícitas apologías de la cultura humanística como instrumento de civilización para su país y América entera. Pero también era el preludio de las asperezas que iba a sentir desde 1939, y el lector encontrará el texto en la antología como muestra desarmante y directa de la dureza de la costra nacionalista —de México o de aquí, de cualquier sitio— y lo que el propio Paz identificará como el vicio de creer que «ser mexicano consiste en algo tan exclusivo que nos niega la posibilidad de ser hombres a secas»15.
Y sólo un año atrás, con escasa resonancia también, había aparecido en Río de Janeiro su Discurso por Virgilio, reproducido después en Monterrey (del que habla largamente en A vuelta de correo) y también en Contemporáneos en febrero de 1931. Todo él es otro alegato no tanto por la latinidad cuanto por una manera abierta y fecunda de entender los estudios humanísticos y la formación del ciudadano, ajena a las estrecheces patrióticas y los enredos domésticos: «¿Qué diría Platón del mexicano que anduviera inquiriendo una especie de bien moral sólo aplicable a México?». Toda su lección es de porosidad y es una lección pensada contra la proliferación de patriotismos viscerales, de allí sin duda, pero de la misma Europa también, «comida de su polilla histórica»: «Hace muchos siglos las civilizaciones no se producen, viven y mueren en aislamiento, sino que pasean por la tierra buscando el lugar más propicio, y se van enriqueciendo y transformando al paso, con los nuevos alimentos que absorben a lo largo de su decurso». Llevaba más de quince años fuera de México y todavía lo estaría algunos más: el futuro posible de América pasa por la capacidad de comprender, de seleccionar y atender, «de vivir alerta, de aprovechar y de guardar todas las conquistas».
La lección del optimista se mezcla con la lección del humanista frente al catastrofismo o la atonía, bajo el ejemplo y la invocación de Virgilio, pero también bajo su propia experiencia de observador y partícipe activo de otras culturas. Igual de grotesca es la españolada que el mexicanismo profesional, y de ahí que en septiembre de 1936 formule de manera concisa algunas de las condiciones de una maduración cultural de América Latina. La primera de todas, asumir que ha llegado tarde a la civilización occidental y que entre sus deberes está la aceleración del proceso de absorción: «América vive saltando, apresurando el paso y corriendo de una forma a otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo la forma precedente». Ese avance a saltos se explica porque la tradición ha pesado menos que en Europa, «pero falta todavía saber si el ritmo europeo […] es el único “tempo” histórico posible; y nadie ha demostrado todavía que una cierta aceleración del proceso sea contra natura», como escribe en esas Notas sobre la inteligencia americana de 1936 que también encontrará el lector un poco más adelante. Y aunque un desalentado y acre José Bergamín, ya en México, crea que todo está por empezar —«si en Europa el hombre se deshumaniza, aquí no puede: porque no se ha humanizado todavía»—16, el propio Reyes fue una de esas partículas aceleradoras fundamentales y lo hizo con plena conciencia de rendimientos intelectuales al reunir desde entonces diversos ensayos admirables en torno a La experiencia literaria (Coordenadas) en 1942. Los que afectaban a la América de los últimos veinte años fueron a parar a Última Tule, del mismo 1942, y dejó para esta etapa un empeño mayor, la originalidad reflexiva e interpretativa de El deslinde (1944), subtitulado Prolegómenos a la teoría literaria porque había de ser el inicio de un vasto proyecto que no llegó a culminar.
La recepción o la percepción de Alfonso Reyes en España es muy distinta. Su relevancia en México sólo sería comparable a la de Ortega en España, y no digo Unamuno porque la vivencia de la guerra y el franquismo son decisivos en las semejanzas y disimilitudes. Alfonso Reyes es hoy, en la conciencia cultural española, responsable decisivo de la acogida que vivió desde 1939 el exilio gracias a El Colegio de México (y a pesar de que competía y en el fondo rivalizaba con el Centro Español que existía ya en la capital mexicana). Esa memoria ha sido activa y firme en nuestro imaginario, y se agranda a medida que conocemos más datos de sus múltiples operaciones, entre páginas de epistolarios que lo aluden constantemente con uno u otro pretexto. El exilio entendió muy bien la labor esencial de Reyes desde 1939: reencarnar en México lo que la guerra había devastado y reencarnar como fuera posible las actividades de una élite intelectual en tierra mexicana. Un Centro de Estudios Históricos mezclado con una École d’Hautes Études (como sugiere Marcel Bataillon) podía resucitar en México en forma de El Colegio de México17. Reyes cesa en su actividad diplomática en los momentos en que termina la guerra civil y es ya un hombre mayor y respetado: quizá entre las muchas interrupciones culturales que la guerra causó, una más es la disolución de Reyes como escritor en la cultura española contemporánea, como si no hubiese sido uno de los más activos colaboradores del Centro de Estudios Históricos, como si no hubiesen creído que era un español más embarcado en las labores del nacionalismo liberal de los años veinte, como si no hubiese sido su amistad con Azorín o Enrique Díez-Canedo, con Ramón Gómez de la Serna, con Max Aub, con Guillermo de Torre o con José Gaos un pedazo central de nuestra historia reciente.
Como tantos otros, tampoco Luis Cernuda pudo agradecer públicamente la ayuda financiera mensual que le facilitó El Colegio de México en los años cincuenta para redactar los Estudios sobre poesía española contemporánea o su otro gran conjunto de ensayos de entonces, Pensamiento poético en la lírica inglesa. Reyes desaconsejó la dedicatoria que Cernuda quería anteponer al libro porque era norma de la casa evitarlas18. Todavía no sucedía así en los primeros años, los más urgentes, del exilio protegido en México, y José Gaos es sin duda el más trascendental personaje de esta primera etapa: allí adquiere la conciencia de ser un trasterrado, mejor que un desterrado, y así lo explica tan tempranamente como en 1940, cuando ha decidido aceptar la oferta de Reyes de programar al menos un año (pero será un año renovado ya indefinidamente) de cursos filosóficos, y lo mismo sucede con Adolfo Salazar en el ámbito de la música. Sólo cuatro años después, cuando Gaos ha preparado ya una gran Antología del pensamiento de lengua española en la edad contemporánea (Séneca, 1945), redacta una dedicatoria tan contundente como expresiva sobre el valor civil y político de Reyes pero también sobre su obra: «A Alfonso Reyes, representante por excelencia de la nueva unidad histórica de España y la América Española, y en ella de una de las figuras humanas esenciales: la del humanista». Era Reyes el último autor seleccionado de la antología —el último de los españoles es Ortega, después de Menéndez Pelayo, Giner de los Ríos y Unamuno— y comparecía en ella con tres capítulos de El deslinde. Nada había semejante en las letras hispánicas, ni nadie pensaba así la literatura tampoco, y Gaos sabe que por primera vez en lengua española alguien abordaba una «filosofía de la literatura», como le escribe por carta en 1945 y suscribió también tras su muerte en otros trabajos19.
Lo significativo sin embargo es que Gaos cuenta con él como «la más alta manifestación personal y viva de la misma [unidad]»: en esas cursivas que pone el propio Gaos van muchas cosas implícitas, pero la más importante de todas afecta a Ortega y Gasset y a un amargo enredo que involucró al exilio español y a Reyes, de un lado, y a Ortega y al franquismo del otro. Esas cursivas señalan que quien ha mantenido la lealtad a un ideal de vida noble, de estirpe liberal y libre de toxinas viciosas, ha sido Reyes con su apoyo a los exiliados. Y a pesar de que Ortega siga siendo Ortega, su regreso a Europa en 1942 ha causado una decepción demasiado honda como para que la estimación del exilio no se desplace, al menos en el caso de Gaos y de Guillermo de Torre, de José Bergamín y de quienes fundan los Cuadernos Americanos en 1942, desde Ortega hacia Reyes por su ejemplaridad, su generosidad y su lucidez: «Un Maestro que me ha concedido su amistad íntima», escribe Gaos, «el espectáculo de grandeza que ello representa en una de las dimensiones humanas esenciales, la intelectual, ha sido uno de los órganos regulativos de mi vida —permítame usted que le llame así: porque en España lo fue don José Ortega y Gasset, en América ha venido siéndolo usted»20.
No será Gaos menos expresivo en 1947, en otra carta pública conmovedora: a México ha llegado la noticia de una entrevista a pie de obra que Armando Chávez Camacho ha hecho a Ortega, que está en San Sebastián en 1947. Allí Ortega ha hablado de «la porción de tonterías» que ha hecho Reyes y eso ha salido en El Universal del 15 de septiembre. Una semana después, Gaos puntualiza con amargura profunda que el afecto que ha tenido siempre por Ortega no ha de hacer dudar a Reyes sobre su posición actual: «Qué hondo y sincero pesar encontrarnos empujados hacia la pérdida de un respeto que creíamos necesario», después de haber tenido que defender tantas veces «el silencio de Ortega en años anteriores, aduciendo razones que nos parecían las suyas mismas: que cuando los hombres están lo bastante locos para no querer oír, el intelectual no tiene nada que hacer, porque su hacer es decir»21. La carta de Reyes a Ortega, dos días después de hacerse públicas sus declaraciones, ha sido en parte reproducida y contiene alguna línea profundamente amarga para justificar que «mi único delito consiste en haber procurado un techo para aquellos compañeros que usted mismo educó y embarcó en la aventura, pues sólo me he ocupado en los que pertenecían a nuestra familia». Y por familia hay que entender que no ha acogido bajo el paraguas del Colegio de México a los comunistas ni radicales de ningún signo, y es eso mismo lo que ha hecho de Reyes «víctima de los ataques de ambos extremos. Es nuestro destino común. Creí que usted, desde allá, lo percibía»22.
En todo caso, la estima de Ortega por Reyes no debió de ser muy grande, o eso percibió el propio Reyes. Cuando Ortega visitó Argentina en 1928 salió de allí sin despedirse de Reyes, pese a haber disfrutado de una hospitalidad incluso extraordinaria, a la vista de la carta que Reyes escribe a Amado Alonso contándole su melancolía a propósito del comportamiento de Ortega. En la traducción que publicó Barbara Bockus Aponte, Reyes apunta que «this man has always been very strange in his manner with me»23, pese al buen entendimiento al que llegaron en otros aspectos humanos y que Reyes contó donde tocaba, en un Anecdotario publicado póstumamente por su nieta Alicia Reyes en 1968 e incorporado después al tomo XXIII de las Obras completas, titulado Ficciones.
A la altura de 1947, sin embargo, Reyes está acumulando más problemas y tristezas, y quizá Ortega no está entre sus preocupaciones fundamentales (sobre él volverá a escribir con la ecuanimidad y probidad habituales…). Ha estado este tiempo, como dice tan expresivamente a su amigo Chacón, «moribundo»: «Cinco meses de cama o, al menos, de reclusión, trombosis coronaria, espada de Damocles, recuperación relativa, salud mentirosa, vida pendiente de un hilo, y así sigo aunque ya lo bastante valiente para preguntarte por tu vida»24. Y el siempre chismoso epistolario de Pedro Salinas y Jorge Guillén cede de nuevo una percepción privada del personaje particularmente valiosa. Ya en 1950, Salinas no llega a entender que un hombre como Reyes, «tan mesurado y grecolatino», pierda algo de su imagen pública, de su «figura, su persona histórica». Pero es que Guillén no había ahorrado nada al narrar la hirsuta reacción mexicana ante la proyección de Los olvidados de Luis Buñuel —«¡Majadero nacionalismo, qué peste!»— y derivar por ahí hacia la tristeza de Reyes, «muy activo en su Weimar —El Colegio de México— consolándose así de su apartamiento de la Acción, vibrante, combativo y amargo. (Se siente solo, no admirado por su Patria. Y de ahí, incesantes recriminaciones amargas)»25.
De algunas de esas recriminaciones no llegó a enterarse, y mejor así. Apenas tres meses antes de su muerte, Jorge Luis Borges come en casa de Bioy Casares, como solía hacer varias veces por semana en los años cincuenta. Es un 5 de octubre de 1959, es lunes y esta vez la conversación es larga y está minuciosamente anotada por Bioy. Se ocupan de asuntos tan diversos como la narrativa de Arnold Bennett —porque le chiflaba a la abuela de Borges— o de la tradición «de libros de maestro y discípulo». Se han remontado esa misma tarde hasta la vida de Apolonio de Tiana escrita por Filóstrato y han reparado sin piedad en una anécdota sexual que pagaba un favor político y un delito… Pero es Bioy quien se acuerda entonces de Alfonso Reyes con una sorna que rebaja la estima que públicamente le profesaba (según cuenta Octavio Paz en sus cartas de los años cincuenta). A Bioy le admira que al parecer Alfonso Reyes «lo incluye todo en sus obras completas», y para entonces lleva ya diez gruesos volúmenes editados y preparados por el propio Reyes. No parece tampoco que hayan visto ninguno, pero la burla sanguinaria salta enseguida: «¿Habría que felicitarlo —se pregunta Borges— por la manera en que busca el olvido? Los estudiosos no tendrán nada que hacer; ya estará todo servido y por demás, ad nauseam. ¿O habrá que felicitarlo porque sabe que sólo mostrándose como un ser absurdo se logra la inmortalidad?». Enseguida Bioy se hace eco de otro de los chismes que tanto le gustan —«Marcos Victoria me dijo que Ortega llamaba a Reyes el Tontín»— y remata la página con otra maledicencia, pero esta procedente de un viejísimo amigo de Reyes, aliado de batallas intelectuales y políticas al menos desde 1906, el dominicano Pedro Henríquez Ureña. Bioy pone en su boca otra frase para la posteridad caudalosa de la obra de Reyes: «Bueno, lo malo es que no hay obra»26.
Con el inicio de la edición de las Obras completas de Reyes en 1955, Borges había redactado una página donde Reyes figura no como el primer ensayista sino como «el primer hombre de letras de nuestra América», y por tanto, «menos que un individuo, es ya un arquetipo». Al año siguiente de su muerte, Borges incluye en El Hacedor un poema titulado «In memoriam A. R.» —a Reyes la Providencia le dio no el sector o el arco sino «la total circunferencia», dicen los versos— y ocho años después, en la revista Life, la contundencia aumenta para señalar el 11 de marzo de 1968 que «para mí el mejor prosista de la lengua española de este y del otro lado del Atlántico sigue siendo Reyes». Cuando piensa en la perduración de su obra, matiza mejor y puntualiza que «suponiendo lo más triste, que no perdurara nada de ella, cosa que no creo, siempre perdurará el ejercicio de la prosa». Y después un paso más, algo alucinante: «Si tuviera que decir quién ha manejado mejor la prosa española, sin excluir a los clásicos, yo diría inmediatamente: Alfonso Reyes»27. Son hipérboles desasosegantes, en la línea de exageración neutralizadora de esas otras efusiones de Borges por la obra de Rafael Cansinos Assens o de Manuel Machado, e incluso la imagen de la circunferencia tiene una resonancia incómoda para un hombre a quien Melchor Fernández Almagro describió «menudo y redondo» en un artículo de Cuadernos Hispanoamericanos en 1951 y a quien Juan Ramón Jiménez había descrito en un hermoso retrato de 1933 como «hombre breve y lleno» cuyas dos caras no miraban al pasado y al presente sino que eran «dos en una y en fundición general esférica, giratoria, presente, con eje en la médula espinal»28.
Esas apreciaciones contradictorias, y a pesar de los distintos registros de cada una de ellas, anticipan algo de la problemática memoria de Alfonso Reyes más allá del respeto por la magnitud de una obra intelectual inabarcable. Es un asunto crónico y algo fastidioso porque la obra de Reyes es desde luego ingente pero el juicio de sus aciertos es evidentemente incontestable en términos de crítica literaria, de reflexión filosófico-literaria, en términos de divulgación y quizá en el más puro de todos, que acertó a expresar George Steiner a pesar de su escasa (y confesada) familiaridad con la obra de Reyes: «Casi me atrevería a decir que él era, en un sentido maravilloso, un amateur, si recordamos lo que la palabra significa: amatore, un amante. A partir del Renacimiento, el amateur no era un crítico sino algo complementario de la universalidad y el ecumenismo del amor y de la simpatía. Vivimos ahora un clima mucho más amargo y más estrecho, ya sólo a muy pocos les está permitido ser amateurs, pues estos son castigados por sus pasiones». Quizá también Alfonso Reyes lo fuera, y acabase jugando en su contra la curiosidad militante por lo clásico y lo nuevo, lo de hoy y de ayer, de aquí y de allí, y la pulsión de contarlo y decirlo, editarlo y repartirlo, difundirlo y hacerlo vivo como instrumento de felicidad, o de sabiduría moral y utilitaria para vivir mejor29.
A todos los prolíficos les espera antes o después una mezcla de cicatería y fatiga, de desatención y reticencia, como si no hubiese manera de escapar del destino de desdén ante el exceso, la proliferación, la sobreabundancia de una obra. Es posible que Reyes llevase por mucho tiempo esa marca invisible —el polígrafo prolífico…— y puede que también se haya hecho antipática la sobreprotección paternal de Reyes por su propia obra: desde mucho antes de cumplir los cuarenta años piensa ya en el proyecto de reunirla en unas obras completas, poco después emprende las publicaciones del Archivo Alfonso Reyes y, a veces, ese afán recolector le lleva a poblar los volúmenes de las completas, u otros tomos sueltos de su etapa de madurez, con títulos como Briznas, Astillas, Residuos, Reliquias y otras metáforas de lo provisional o secundario. Parece una carrera de la ansiedad contra la amenaza del olvido o del menosprecio, y simultáneamente es también el cumplimiento de un afán autorreivindicativo, particularmente agudo desde su regreso a México en 1939, pero no sólo entonces. El púdico decoro de su figura pública no llega a ocultar hoy, a la luz de sus ya numerosos epistolarios publicados, la urgencia sentimental de un hombre que se sintió querido fuera de México y menospreciado en México, el mismo México del que huyó con veinticinco años para iniciar algo parecido a un exilio. En México es percibido demasiadas veces como poco mexicano, en España es casi confundido con un español, por dentro se siente un poeta sin la plenitud soñada, la narración pura ha ido siendo cada vez más escasa… Hacia fuera, sin embargo, su nombre proyecta autoridad en el sentido fuerte y fecundo de la palabra: es decir, con un ejercicio generoso y no autoritario de su autoridad moral y literaria.
La ansiedad por una obra fatal e intensamente dispersa desemboca en el primer volumen de sus Obras completas porque aspira así a «acercarse a la Unidad cuanto sea posible», según escribe en los preliminares del primer volumen, en 1955. Quizá desde este ángulo mixto entre lo público y lo privado se entienda mejor la rara observación de un gran poeta como José Emilio Pacheco a propósito de la memoria intelectual de Reyes. En 1989, cuando se celebra el centenario de su nacimiento, Pacheco anotaba en un artículo para el diario Proceso la dificultad de escribir sobre Reyes. Había que hacerlo «siempre a la defensiva», como si suscitase resquemores a tantas bandas que nunca había plena seguridad de estar entre lectores respetuosos de su legado o de su obra30. Octavio Paz no había olvidado en 1949, cuando acaba de publicar Libertad bajo palabra con ayuda de Reyes, algo de la incomprensión que un sector intelectual de México demostró hacia su labor de civilización quince años atrás, y Rafael Gutiérrez Girardot quiso subrayar en su estudio preliminar a Última Tule, en 1990, que el fondo de un proyecto civilizador está en la depuración de la asfixiante huella católica por la vía de la difusión utilitaria de la Antigüedad grecolatina, la cultura clásica acosada y marginada en la América hispana frente a la cultura católica: «El descubrimiento de Grecia debía encauzar en la educación y en la vida social las fuerzas y esperanzas que desató la Revolución Mexicana»31. La cultura clásica era un programa moral contra el peso represivo de la tradición católica y era una garantía de ensanchamiento y curiosidad inquieta y gratuita, una forma de aprender a ver el mundo fuera del propio corral. Un reciente estudioso lo ha dicho con contundencia a partir de Visión de Anáhuac y otros textos reunidos en El suicida, ambos de 1917: el trabajo de Alfonso Reyes es «mucho más revolucionario que el de sus contrapartes nacionalistas», y sugiere que su impregnación en la cultura española es lo que «constituye el archivo privilegiado que Reyes utilizará para contrarrestar las ideologías nacionalistas»32.
Por eso creyó siempre que en América podía alentar la última esperanza o el último refugio de la esperanza (que eso significa última tule) de un proyecto de civilización solvente y estable, como si la lección de las catástrofes europeas del siglo XX hubiese de valer de guión o pauta para un proyecto de civilización más seguro o, en todo caso, más capaz de cumplir las promesas que entregaba por escrito desde hacía dos mil años la Grecia clásica que tanto frecuentó Reyes y la misma tradición occidental. Su estudio y divulgación tenían un objetivo práctico, utilitario, político: acercar a América un sueño humanista de realización plena. Y ese rasgo utópico es quizá uno de los vértices más secretos de una actividad tan hiperactiva como la suya: la entrega de los materiales que habrían de hacer mejores las vidas de los lectores. Vale tanto para el lector que ignora quién es Gómez de la Serna como para el que necesita leer el Poema del Cid prosificado, vale tanto para el lector actual de la Ilíada como para quien pueda aprovechar la diáspora de la inteligencia republicana tras la guerra española. Reyes pensó alguna vez, entre las páginas de un diario todavía en su mayor parte inédito, que el sacrificio de su voz más veraz y dramática —la del dolor y el llanto, la del quebranto y la pena— debía servir para aumentar el caudal de saber disponible, debía servir para hacer más felices a los demás: más sabios.