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VIGENCIA DE UN ESCRITOR Y ENSAYO DE UNA ANTOLOGÍA

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Lo que no es tan seguro es que en España perviva la conciencia del Reyes escritor y ensayista, a pesar de que algunos de los autores más relevantes del ámbito hispánico han sido deudores explícitos de su magisterio o de su colaboración. Nadie ha olvidado que La región más transparente de Carlos Fuentes debe su título a uno de los textos más celebrados de Alfonso Reyes, Visión de Anáhuac. El arco y la lira, de Octavio Paz, ha sido uno de los ensayos más influyentes en nuestras letras del último medio siglo, y ese libro se abre con una explícita nota de agradecimiento a Reyes en términos nada retóricos aunque sí algo rimbombantes a propósito de varios ensayos que «me hicieron claro lo que me parecía oscuro, transparente lo opaco, fácil y bien ordenado lo selvático y enmarañado. En una palabra: me iluminaron». No son desde luego virtudes menores de un ensayista: hay en esa página de reconocimiento una excelente medida de lo más perdurable hoy mismo del ensayista Alfonso Reyes, objeto preferente de esta antología, y en particular el ámbito estético y literario.

Estas son algunas de las razones por las que la selección de textos quiere rehuir la reproducción en miniatura del macrocosmos de las Obras completas de Reyes. He optado por dar una inventada coherencia interna al libro, con su larga cuota de sacrificio de otros Reyes posibles, como el narrador ficticio o semificticio o el divulgador de la Grecia clásica o de la actitud vital de Goethe. No aspira a ser un microcosmos de su obra sino sólo una antología posible armada en torno a tres ejes: su vinculación intelectual y biográfica con la España de la Edad de Plata, como crítico, escritor y personaje de su vida literaria; su papel como repensador de América Latina, y, por fin, su exploración de La experiencia literaria tal como aparece en su libro así titulado y en El deslinde, que no es un ensayo sino un acercamiento metódico y muy trabado a la teoría literaria. Las lecciones de un lector están por todas partes en su obra, pero las que recojo aquí quieren mostrar el brío de prosa y libertad de un lector que disfruta de los clásicos y los modernos desde una locuacidad irreprimible y juvenil. En la madurez, sin embargo, prefiere atrapar y sistematizar el sedimento teórico y reflexivo de esa frecuentación literaria. Mientras tanto habrá ido haciendo miles de cosas y se habrá ocupado de centenares de libros, habrá traducido a Chesterton y a sus clásicos griegos y habrá explicado la Antigüedad grecolatina, habrá hecho exploraciones minuciosas en el pasado americano y habrá seguido atento a la actualidad política como diplomático en activo, y nunca habrá renunciado a la vocación secreta y mágica de seguir siendo poeta ni tampoco al uso literario, narrativo, de la prosa.

Pero no aparece aquí nada de eso, o apenas nada, por imposibilidad material de incrustarlo en una antología limitada y esencialmente divulgativa como es esta. Adolfo Castañón anotó que Eugenio d’Ors fue uno de los «maestros secretos»33 de Reyes, y la observación ha de enlazarse con una estrategia habitual del escritor: la aptitud para trepar a la abstracción desde la agilidad del relato, la aptitud para mostrar la bonhomía de Giner de los Ríos o la peculiaridad de Valle-Inclán con unos cuantos retales de sus figuras humanas. Pero también la intuición con la que encuentra en sus trabajos más ásperos la cita oportuna, el modelo de referencia, los versos que ilustren el caso teórico que explica, y nunca limitado a una sola tradición literaria ni a una sola época. Quizá el dato decisivo de sus mejores páginas está en el equilibrio de un escritor que entrega una mirada empapada de experiencia de lector feliz con memoria prodigiosa, y muy renuente al palmetazo o la lección ejemplarizante (eso lo separa tantas veces de Eugenio d’Ors como la suntuosidad retórica aleja a Ortega de la prosa más habitual de Reyes). Al contrario: su estilo de pensar es compartir. Busca la generosidad difundidora antes que la rectificación o la condena. Ese don conciliador que tantas veces se le ha reconocido está también como actitud crítica en su prosa de ensayista: conciliar desde una comprensión respetuosa de lo examinado, sin perder de vista el objetivo final de explicar claro lo complejo. Lo dijo en una frase con aire improvisado en 1924, a instancias de un periodista de México: «Yo siempre escribo bajo estímulos —¿cómo diré?— constructivos»34. Porque el tono de su ensayo es una prolongadísima conversación literaria —Díez-Canedo puso bajo ese título buena parte de su propia obra crítica, dictada por la necesidad de comunicar palpitantemente el hallazgo o la idea, el gozo del hallazgo—. Rara vez afluye a su prosa publicada el quejido o el lamento, reservado episódicamente para el diario y muy disfrazado de figuras y mitos en su poesía. Por eso escribió con perspicacia Adolfo Castañón que de haberlo leído en los años cincuenta, los jóvenes habrían perdido todo interés por Alfonso Reyes, por su placidez reflexiva y su jovialidad sin estridencia: «Le hubiésemos reprochado a don Alfonso su falta de desesperación. Probablemente lo hubiésemos enterrado junto a Giraudoux y France, con Valera y Rodó, antes de seguir debatiéndonos entre La peste y La náusea»35.

Y sin embargo, Reyes es escritor nato. En la misma entrevista citada de 1924, confesaba que «cuando llega el apremio de escribir, hay palpitaciones cardíacas semejantes al sobresalto amoroso, e iguales descargas de adrenalina en la entraña romántica». Su pulso es genuinamente creativo porque crea en el lector el efecto de ser parte atrapada en algo que le importará, o ha de importarle para su propia vida de persona adulta, de sujeto civil. Y esa es una tarea inagotable, como inagotable fue su ambición intelectual sin fronteras de tiempo ni de espacio: un humanista luminoso y capaz de poner en práctica los ensayos espléndidos de una nueva narrativa de vanguardia con una formación y gusto netamente clásicos, y capaz también en la madurez de meditar el fenómeno literario desde una percepción rasa y básica de sus mecanismos sin caer víctima de sí mismo, de sus gustos o prejuicios, con una ejemplar mirada abierta a lo imprevisto y lo nuevo. Esa actitud la delatan frases tan simples como su apreciación de que «algunos lectores no sienten la imagen, y otros se fascinan con ella hasta perder el sentido», como explica en uno de los artículos de La experiencia literaria. El fin es interiorizar y disfrutar la riqueza imprevista de registros y recursos que entrega la literatura leída como ella pide, y no como cada lector (más o menos averiado) exige. Ante pocos ensayistas sobre literatura se percibe tan nítidamente como en el caso de Reyes la gratitud por lo mucho que ha recibido y la generosidad con la que devuelve la experiencia de leer: un aristotélico inyectado de platónico, un clásico inyectado de romántico.

Uno de sus intérpretes, y en el mejor libro de conjunto sobre la obra de Reyes, Voces para un retrato, señala la progresiva neutralización del impulso romántico del joven que llega a España en 1914 y reanuda la actividad intelectual, periodística y crítica iniciada en México, con el fin último de hacerse escritor y, sobre todo, poeta. Reyes vive el tránsito desde la crítica impresionista y creadora hacia la crítica académica o «selecta», en palabra del propio Reyes. Eso significa que la misma crítica gana la categoría de creación propiamente dicha porque «poesía y crítica son dos órdenes de creación». Es la primera, ampliamente representada en esta antología, la crítica de un creador, de un escritor que no ha renunciado al desarrollo de la propia obra en múltiples formatos. En cambio el regreso de Reyes a México, la instalación institucional de sí mismo y de su propia biblioteca desde 1939 parecen trazar también el fin de la fe como escritor literario. Sus ensayos dejan de ser ya crítica creativa para ser pensamiento literario, acercamientos a la comprensión teórica y filosófica del fenómeno literario antes que ensayo literario. No es un salto abrupto, ni siquiera es un salto propiamente dicho: es un abandono progresivo de la pulsión del creador en favor del ejercicio del pensamiento; es una renuncia a la libertad del creador para escribir y pensar con y sobre libros ajenos. Fue el propio Reyes quien hubo de puntualizar repetidas veces qué había querido hacer con un libro tan valioso e insólito como El deslinde: «Tiene otro objeto y, en consecuencia, otro procedimiento: es un libro científico, de una ciencia que yo no he inventado […]. Esta vez me dirigía yo al especialista, al técnico de la filosofía literaria»36. Nace de sus clases en El Colegio Nacional y en el propio Colegio de México, y quiere ser una aproximación a una Ciencia de la Literatura. Lo admirable no es tanto la ambición sistematizadora como el análisis metódico de los fenómenos literarios en relación con las demás disciplinas del saber —desde la historia hasta la matemática para desembocar en las equivalencias de la literatura con la religión—, vistos después de una extensísima frecuentación de la tradición humanística de Occidente. La continuidad del saber en Reyes puede haber sepultado al Reyes creador desde entonces, y hasta algo de su biografía sentimental puede ayudar a entender ese tránsito de su imaginación literaria desde la ambición creadora a la teoría y el pensamiento hacia finales de los años treinta.

Buenos Aires fue un espacio social activo, pese al aburrimiento que confesaba, y allí padeció una crisis sentimental que arrastrará hasta Río de Janeiro, pero sobre todo que puso al escritor contra las cuerdas. Es una quiebra grave en su ánimo y pone en riesgo esa figura histórica, pública, a que aludía Pedro Salinas en una carta ya citada. Su nieta menciona el episodio como un elemento de perturbación superficial (un «amorcillo», dice expresivamente en Genio y figura), pero ese atasco sentimental pudo tener repercusiones hondas en el futuro literario de Reyes. Nunca se ha sentido tan solo como en Río de Janeiro, le escribe a Valery Larbaud en 1930, porque «en Buenos Aires me dejé fuertes amores (así: con todas sus letras). Estoy neurasténico y mutilado», aunque aliviará el sufrimiento la relación con una joven, en torno a la que gira explícitamente un texto tardíamente publicado en 1970 por FCE, Vida y ficción, y después incorporado al tomo XXIII de sus Obras completas37. Las confidencias que cede su diario de entonces tienen que ver con la vocación literaria, con su tiranía y con la tensión interior de un hombre en conflicto. Reyes sabe demasiado bien que la omisión del dolor vivido no es el mejor laboratorio de creación literaria, y quizá desde entonces sabe ya definitivamente que su obra literaria será la del ensayista, la del erudito ameno, la del crítico profesional, la del maestro y sabio, pero no la del narrador, o la del poeta.

La intimidad de Reyes, en medio de tantísimos miles de páginas de sus obras, está vedada, velada y deliberadamente amputada, incluso en el ámbito privado donde más acuciante podía ser su presencia. El diario del escritor es un «diario de fechas y datos», como dijo él mismo, y hasta él llega también la disciplina del pudor o del decoro. A principios de los años treinta y en una meditación insólitamente veraz, escribe:

«Muchas veces tuve el deseo de dar a este diario toda mi intimidad. Me ha detenido un respeto humano. Acaso lo mismo que quita valor a este diario lo resta a mi vida, a mis versos, a mis libros. Siempre tuve que ahogar mi fantasía. Sé que moriré con ella… por causa de un respeto humano. A veces me pregunto si no cometo un error con esto. Si yo pudiera manifestarme aquí con toda libertad y describir día a día mis experiencias, sabría más sobre mí mismo, y aun acaso hubiera podido sacar partido artístico de ciertos dolores destinados a morir inútilmente dentro de mí. Pero ese respeto…».

Las complicadas relaciones entre vida y literatura emergen más veces en su diario inédito, como ha examinado con mucho cuidado Víctor Díaz Arciniega, pero tienen también algo de anticipo de una derrota literaria asumida. Reyes parece claudicar o renunciar al sueño de una literatura propia. Borges había escrito de Reyes una insinuación muy sutil y honda, cuando advertía en Life, en 1968, que en una página cualquiera, «que parece fría, se nota de pronto que debajo hay algo muy sensible, que el autor siente, y quizá sufre, pero que no quiere mostrarlo»38. La revisión de sus diarios autoriza a Díaz Arciniega a una apreciación contundente, que concuerda con esta misma intuición de amigo que señala Borges, porque en 1935 es el propio Reyes quien alude al «fondo de irremediable melancolía que es mi vida, y que nadie conoce». La intimidad es estrictamente privada, y sobre ese fondo invisible crece una obra que adquiere la trascendencia de ser la más completa imagen de sí mismo, del único sí mismo que vale y acepta, que es el público. Su obra expresa la voluntad de ser ese sujeto íntimamente opaco, no de espaldas a México como le reprocharon absurdamente sino de espaldas a sí mismo: «Reyes sufre porque no expresa y expresa lo que no sufre»39. De ahí que ante algunos textos póstumos, como Análisis de una pasión, el lector se sienta inmerso en páginas de diario que han decidido por fin empeñarse en el análisis de sí mismo. En ese texto de ficción resuenan las líneas que acabo de citar del diario, cuando desestima la generalidad y apuesta por ir a la cuestión central: «Tengo que ser completamente sincero, si es que este diario ha de tener alguna utilidad para mí mismo, o los que lo lean a mi muerte» (OC, t. XXIII, pág. 53). Sin embargo, es difícil escapar a la sensación de que se trata de un extenso extracto de su diario real.

Dejo en un mero apunte esta observación sobre los límites de un escritor, pero el dique del pudor formó parte muy activa de su reflexión sobre el fenómeno literario, sobre los modos en los que la biografía se disfraza en la obra literaria, sobre los mecanismos que alteran la verdad histórica para hacerla verdad literaria o, aún más, la palmaria verdad de que la literatura no se hace con sentimientos sino con palabras, y que esa es la fuente de la experiencia literaria. Es una lección que pudo haber aprendido en Mallarmé en plena juventud, y que nutrió su vida de escritor sobre literatura hasta el final. Incluso cuando se trata de difundir nada más que «el goteo espontáneo e irresponsable de la pluma, tal vez enfermedad de la tinta», como le confiesa con ironía muy suya a José María Chacón en una carta de 1958, un año antes de morir.

J. G.

La experiencia literaria y otros ensayos

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