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ITINERANCIA FECUNDA

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En todo caso, entre los veinticinco y los cincuenta años, Alfonso Reyes va a vivir el mundo desde fuera de México y lejos del Monterrey donde nació en 1889 —«toda mi ciudad de sol y urracas negras, de espléndidas y tintas montañas y de casas bajas e iguales», recuerda en sus Cartones de Madrid, de 1917—. En España rendirán sus frutos, en forma de liberación fecunda y expansiva, las amarguras vividas desde los once años en el rígido Liceo Francés de la capital mexicana, y multiplicará de manera vertiginosa una actividad que ha contado él, han contado otros a menudo, y quedó siempre como una etapa irrepetible en su memoria2. Con su buen amigo cubano José María Chacón y Calvo, que residirá en España entre 1918 y 1936, se cartea a menudo, y en los primeros años de Madrid Reyes le propone ser corresponsal de la Revista de Filología Española por encargo de Menéndez Pidal. El anzuelo determinante es su propia experiencia en Madrid: la síntesis de sus trabajos a la altura de 1917 es que «estoy tan ocupado que tiemblo por mí, sinceramente. Pronto le enviaré publicaciones mías. ¡Dioses! ¿Qué furia se ha apoderado de mí? Yo soy víctima de algo o de alguien que me va empujando por detrás. Digo como Horacio al Dios: “¿Adónde me llevas, lleno de ti mismo?”»3.

Pero conviene verlo más despacio, a pesar de que el lector encontrará algunos pedazos de la biografía de Reyes en Madrid en las primeras páginas de la antología, incluido un espléndido mosaico de relatos vanguardistas de ese mismo y vivísimo año 1917, Huelga. Pero no vale resumir esa actividad porque es desaforada. Quizá sí conviene reparar sin embargo en el acierto y el tino en la selección de sus aliados primeros, sus mejores amigos, y también en algún otro vector del muchacho de la alta sociedad mexicana que llega a Madrid con la necesidad de ganarse la vida, cuando aún no disfruta del empleo diplomático que tendrá desde 1920, como secretario de la Legación de México en España. Marcel Bataillon lo ha conocido el año anterior mientras toma una caña de cerveza con Américo Castro, y todavía lo percibe como un exilé besogneux4. Ninguno de sus contactos iniciales, empezando por el Ateneo de Manuel Azaña, será banal, y aunque haya querido recordar más de una vez su amistad con Azorín, quizá tampoco basta eso para percibir la implicación de Reyes en la sociedad literaria de la etapa más vibrante de la cultura española hasta entonces. Dicho de otro modo: Alfonso Reyes funge entre 1914 y 1924 como un escritor más de la nueva y potente hornada que va a inundar las prensas de materiales que son vanguardia y son cultura histórica, que son munición del nacionalismo liberal español, y son audacias de jóvenes atrevidos que preparan un futuro de solvencia intelectual y académica y alimentan las baterías de una industria cultural reconectada con la Europa del presente.

Por todos lados está o aparece el nombre de Reyes y a ninguno se le escapa la figura del escritor. Asiste a la tertulia de Valle-Inclán y también a la de Ramón Gómez de la Serna, acude al Teatro Real o ve a Adolfo Salazar. Hace numerosos encargos para las ediciones de La Lectura a través de Díez-Canedo, o para la colección de Saturnino Calleja. Organiza en 1923 con Juan Ramón Jiménez la revista Índice y publica en la colección de la misma la segunda edición de su Visión de Anáhuac (la primera apareció en Costa Rica, en 1917) y la primera de la Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora, prologada y comentada por Reyes. Decide impulsar con José Moreno Villa y con Enrique Díez-Canedo (es el amigo «casi por antonomasia», le escribe a Valery Larbaud) la colección Los Cuadernos Literarios y no deja de acudir a la Residencia de Estudiantes como oyente de conferencias ni, desde luego, como amigo de varios residentes, ni renuncia a la metódica tarea de trabajar con mesa propia y aliado de Ortega y Gasset en el Centro de Estudios Históricos que dirige Ramón Menéndez Pidal, rellenar centenares de fichas bibliográficas, encargadas y revisadas, o informar de las novedades filológicas en las publicaciones del Centro y en la misma Revista de Filología Española desde 1915.

Es un filólogo accidental, pero lo es plenamente, como los demás, y por tanto también va al cine y escribe sobre cine, y con Martín Luis Guzmán inventa el seudónimo de Fósforo para las notas que alternan en España; escribe poemas y escribe prosas, y no sólo usa la prosa en su función ancilar (como explicará él mismo muchos años después) sino creativa, literaria, y sigue el impulso de creador que llevaba dentro desde México y que ni París ni Madrid van a borrar sino todo lo contrario: «Más que una obra, es una enfermedad», le dice a Valery Larbaud en 1923 mientras le manda Los dos caminos5. Algunos de los relatos nuevos y vanguardistas más felices de entonces (al decir experto de Domingo Ródenas) son del propio Reyes: los más antiguos desde México están recopilados en libros como El plano oblicuo, de 1920, y otros más recientes en libros como Calendario (1924), y el lector encontrará un par de microrrelatos tomados de este volumen. De hecho, es Ortega mismo quien lo involucra en las operaciones periodísticas más importantes de la década cuando decide encargarle una página de geografía e historia —lo que no deja de ser extraño: ¿escribía ya entonces de todo?— para el diario El Sol, y es Ortega también quien lo llama primero para la revista España y después, desde 1923, como colaborador natural de la Revista de Occidente, del mismo modo que Manuel Azaña ha requerido su colaboración para la revista La Pluma. En realidad, la pregunta habría de ser a la inversa: ¿dónde no estuvo Reyes, dónde no apareció su firma, a quién no conoció en sus primeros años en España, mientras todavía no tenía asegurada la subsistencia laboral por la vía diplomática?

Su actividad en el entorno del Centro de Estudios Históricos es igualmente trascendental, como va a serlo también veinte años después, cuando ayude en 1939 a los exiliados que ha conocido en su primera juventud (José Gaos, Adolfo Salazar, Moreno Villa, Díez-Canedo) y entienda esa ayuda como una forma de restitución de lo perdido. Su labor de filólogo y divulgador es muy intensa, con adaptaciones, que leyeron numerosos muchachos entonces, del Poema del Cid o del Libro de buen amor de Juan Ruiz, del teatro de Lope o la poesía de Quevedo. O aparece como defensor de la estética literaria de Góngora cuando todavía Góngora no es el estandarte de ningún grupo literario, allá por 1915, 1917, diez años antes de que se reúnan unos cuantos jóvenes en homenaje a Góngora… Muchos de los prólogos, artículos, notas, semblanzas, crónicas, visiones y recreaciones de esos años fueron a parar a las páginas de sus cuantiosos libros de entonces (o sobre entonces), y la vivacidad del estilo y la prosa son un rasgo dominante de esa producción literaria de papel, opinión, literatura y vanguardia… veloz.

El propio Reyes advirtió de la caducidad implícita en sus cuentos y diálogos de El plano oblicuo, de 1920. El libro lleva varios años traducido al francés por Jean Cassou pero no ha aparecido aún en Gallimard y «lo que sé es que me perjudica el paso de los años, y mi libro (escrito entre los años 1910-1914, y anterior al surréalisme) envejece por instantes, como acontece (permítame la palabra jactanciosa) con todos los precursores de las revoluciones!!». Por eso en 1929, todavía sin publicarse la traducción, le parece, «trasladado a la gran temperatura de Francia, un libro débil»6. Es el tiempo también de los ensayos y divagaciones de El cazador, escritos entre 1910 y 1920 y publicados en Madrid al año siguiente en Biblioteca Nueva, o las páginas de El suicida. Libro de ensayos, de 1917, impulsado por el suicidio de Felipe Trigo y leído con simpatía por Unamuno. De esta etapa proceden también los cinco volúmenes de Simpatías y diferencias, publicados entre 1921 y 1926, y son los materiales que reúne en un volumen de título ya tocado por la guerra, Las vísperas de España, en 1937: a él, a Pasado inmediato, de 1941, y a los Capítulos de Literatura española (primera serie, 1939, y segunda, 1945) fueron a parar muchos de esos trabajos que contaban y evocaban su paso por Madrid, el mundo que estaba dejando de existir.

Nada de eso desapareció, sin embargo, de su biografía intelectual, y es gran parte de la razón que anima a Reyes a trabajar en favor de los intelectuales republicanos desde 1937 en lo que será El Colegio de México —primero La Casa de España—, cuando sabe que el presidente Lázaro Cárdenas simpatiza con la idea. No va a olvidar a quienes conoció allí y devolverá la solidaridad activa a quienes fueron generosos ante sus «escasos recursos», cuando llegó a Madrid «en busca de un asilo, víctima de cosas semejantes»7. No es difícil entender que la década madrileña de Alfonso Reyes fue crucial, y manadero desatado de múltiples páginas de su obra, a veces en forma de autobiografía fragmentada. Cuando su vida esté ya en América de nuevo, desde 1927, cuando se mueva entre Buenos Aires y Río de Janeiro como embajador durante los años siguientes, seguirá cerca de España y sobre todo de los mejores amigos que hizo en España y también en Francia. Por eso Guillermo de Torre se permite felicitarlo, «por su porción española», unos días después de la proclamación de la Segunda República y a Enrique Díez-Canedo ha de confesarle en carta de unos meses después, en agosto de 1931, que «Madrid es una etapa central de mi vida, un peso definitivo en mi conciencia —lo mejor que me ha dado la tierra después de los años de mi infancia junto a mis padres». Y el tono se hace estremecido cuando han pasado los meses, la República ha entrado en una fase menos explosiva y la distancia a Reyes se le hace aguda: «Yo quiero volver, yo necesito volver, yo me quedé allá para siempre. Las luchas de ustedes son mis luchas; sus afanes son mis afanes». Apenas unos meses antes le había dicho lo mismo a Guillermo de Torre sin asomo de retórica, y expresaba desde Río de Janeiro, con la República recién iniciada, su sueño de volver a España porque «nuestra España, a cambio de cierta pobreza, nos da lo que sólo allí se encuentra»8.

El listado más completo y temprano de reseñas de sus obras o comentarios a propósito de sus actividades en Madrid apareció reunido en la primera monografía dedicada a su obra por Manuel Olguín en 1956, y es apabullante y sobre todo una guía meticulosa de los afectos que creó y guardó, a veces de manera realmente conmovedora. La historia de El Colegio de México está contada en varios lugares9, pero la microhistoria que reconstruyen los epistolarios se hace más prieta y densa todavía, por ejemplo, cuando Reyes escribe a Juan Ramón Jiménez informándole del curso de sus gestiones para acoger a los intelectuales en México (y eso sucede ya el 4 de marzo de 1937) o, mejor aún, cuando Reyes agradece a la altura de junio de 1945 el libro que le dedica Adolfo Salazar, Delicioso el hereje: «Otro lazo en nuestra amistad firme, vieja, cierta, necesaria y natural». Y es que la larga dedicatoria de Salazar valía como introducción a ese libro, como cuenta la editora de su epistolario, Consuelo Carredano. En ese par de páginas Salazar medita en torno a los bárbaros actuales y el sentido hondo de leer, seguir leyendo y seguir publicando en artículos las lecturas hechas, cuando «el aire de México, el sol que llama temprano a mi ventana, tienen una claridad radiante»: «Si se les hubiese dicho [a los bárbaros] que el honesto deleite y el ocio digno eran fines más nobles [que el trabajo], quizá hubieran cambiado por un ideal de silencio su criminal garrulería»10. Ni una ni otra vieja amistad, como tampoco la de Gaos o la de Díez-Canedo, Guillermo de Torre o Moreno Villa, sufrirá la quiebra de lealtad que un Ortega mal aconsejado (o muy desorientado) propició tras la guerra civil.

A España ya no va a volver más. Su profesión de diplomático es una rueda de destinos como embajador desde 1927, en que reside en Buenos Aires y allí entra en contacto con los jóvenes nuevos, los que están haciendo Sur desde 1931, mientras en Madrid nace la Segunda República o en Barcelona el futuro fundador de Editorial Sudamericana, Antoni López-Llausas, crea la editorial y librería Catalonia… Pero es noticia de nuevo demasiado breve porque la etapa entre 1924 y 1927 es densa en encuentros, reencuentros y felices nuevas amistades en Francia, extensamente contadas en el libro de Paulette Patout Alfonso Reyes et la France. La primera de todas, la de Valery Larbaud, pero no sólo Larbaud: también relató esta etapa en numerosos artículos y hasta cedió algún episodio menor, como la emoción de vivir en la misma finca en que murió Proust, en la rue Hamelin, y compartir los recuerdos de los vecinos… Como en el caso de España, tampoco son vivencias de tránsito porque se quedan en la biografía intelectual de un viejísimo devoto de Mallarmé (sería en 1923 el impulsor de los famosos cinco minutos de silencio que recoge la Revista de Occidente), al que no olvida y a quien no deja de leer y comentar en los años posteriores, como sucede con Góngora o con Goethe. Fue también ese ámbito revisitado tras los meses en París de 1913 el que propició un impulso creador y valiente, innovador y atrevido que puede verse en la semblanza de la ciudad que tituló «París cubista», o sus reflexiones sobre Montaigne o sobre el mismo Proust, su amistad con Fouché-Delbosch, con Marcel Bataillon o con Jean Cassou. Por algo se burló de sí mismo, un poco harto de la vida social, cuando se llamó «cupletista a la moda»11 mientras residía en París.

La experiencia literaria y otros ensayos

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