Читать книгу El regreso del circo - Alfredo Gaete Briseño - Страница 11
Capítulo 4 Arriba de las bicis Las ruedas, luego de derrapar unos centímetros debido a las frenadas sobre el polvo, dejaron de rodar.
ОглавлениеFrente a los cuatro estaban las gemelas y Juan, también montados en sus bicicletas, dispuestos a emprender una aventura. Los acompañaba otro muchacho, Delia calculó que debía tener once o doce años, de modo que no le prestó mayor atención. Camila, en cambio, fue más empática.
―Hola.
Sofía se adelantó.
―Él es Marco, el hermano chico de Juan.
El niño puso cara hosca, claramente esa manera de ser presentado no le gustaba. Camila lo notó e hizo un esfuerzo para no reír.
Sofía lo indicó con el dedo, lo que tampoco le agradó.
―¿Les importa si nos acompaña?
Miguel lo miró intentando que no se notara su reticencia.
―Supongo, ¿tiene permiso para acompañarnos?
―Sí, y anda muy bien en bici. De hecho, hace un número equilibrándose sobre un monociclo.
Camila puso una divertida cara de curiosidad y Marco se dio por aludido.
―Sofía se refiere a una bicicleta de una sola rueda.
―Sí, Marco es un gran equilibrista… ―Todos los ojos enfocaron hacia el lugar de donde provenía aquella voz ronca y cantarina―. Me alegro de verlos de nuevo, muchachos. Supe que pasarían por aquí y no quise perder la oportunidad para venir a saludarlos, aunque estamos muy ocupados instalándonos, pero siempre habrá un ratito para ustedes.
La bicicleta de Miguel estaba algo más cerca de él.
―Hola, don Gonzalo. Qué bueno verlo.
―Sí, por supuesto, Miguel. Vernos, siempre será de mi parte algo muy bueno.
―Gracias…
Horacio le tendió su mano derecha.
El hombre aceptó el saludo con la suya y al mismo tiempo puso la izquierda sobre su hombro.
―Es un placer, chiquillos. ―Envió una rápida mirada alrededor.
―El placer es nuestro. Me alegra que las gemelas puedan salir con nosotros.
―Sí, Migue, aunque en realidad es gracia de ellas, yo no estaba muy de acuerdo, con todo lo que tenemos por hacer… Pero en fin, ellas no me dejaron más alternativa que darles permiso. Eso sí, traten de no volver muy tarde. Y cuiden a Marquito…
Aquella advertencia también molestó al muchacho. Siempre tenía que aceptar que lo trataran como un mocoso, pero era el precio que debía pagar para que lo consideraran en sus actividades.
―Bueno, vayan nomás. Pásenlo bien y cuídense, y por favor no hagan tonterías. Y tú, Marco, haz caso a todo lo que te digan tus primas… y, por supuesto, tu hermano.
Rezongó con un corto murmullo que Gonzalo no percibió.
El papá de las gemelas recibió como respuesta siete sonrisas que respondió con la suya. Los vio alejarse con lentitud hasta que desaparecieron de su vista. Tragó saliva, le preocupaba que sus niñas fueran quizás a dónde y, para mayor responsabilidad de su parte, con los hijos de su prima Marta, quien hacía un año se había unido a la caravana, luego de ser abandonada por su marido y dejada, como ella solía decir, “en la calle”. Le inquietaba pensar en qué travesuras harían las gemelas; sin duda habían madurado, pero tenían un carácter aventurero y arriesgado similar al de su madre. Mientras caminaba hacia la carpa grande, continuó recordándola. Una hermosa imagen se apoderó de sus pensamientos, de la cual sus hijas eran fiel reflejo. Su agilidad era impresionante y caminaba como si pisara sobre una superficie elástica, contoneando con gracia las caderas. Siempre estaba inventando nuevos trucos para entretener a su público y tenía una personalidad fuerte, pero que manejaba con destreza y a los ojos de los demás parecía angelical. Por otra parte, su rostro se veía en paz, con una sonrisa que no se hacía de rogar para aparecer… Aquella cara pronto tomó el aspecto de un anillo y recordó cuando luego de sacarlo de su dedo moribundo, lo guardó… hasta que pareció haberse perdido y las gemelas entraron a tallar en el asunto. Desde entonces, las cosas cambiaron para el circo y para ellos, y por fin, la preciada joya quedó en su poder. Sentía que permitirlo había sido, además de la salvación para el circo, una hermosa forma de devolverles a su madre, aunque desconocía hasta qué punto lo había hecho. Al entrar a la carpa, observó a los dos payasos que en ese momento ensayaban y se distrajo revisando la rutina.
Liderado por Miguel, el grupo de ciclistas comenzó a pedalear con energía, hasta lograr una velocidad considerable.
Bajaron una cuadra y Miguel dobló por un callejón de tierra rojiza, muy empinado, que permitía acortar buen trecho con dirección a la playa, seguido de cerca por Horacio, Camila y Delia. Algo más atrás iban Sofía, Alicia y los primos, los cuatro inquietos por la velocidad que tomaban, acostumbrados al peligro, pero con precaución y las medidas de seguridad propias de los actos que realizaban. Aquí era diferente. Miguel, más adelante, no se contentaba con la velocidad que permitía la pendiente, sino que pedaleaba con fuerza, como si participara en una competencia, incluso se había distanciado un poco más de quienes lo seguían. Sofía vio, asustada, que el atajo terminaba en una calle y él no disminuía. ¿Qué pretendía? Podía pasar un auto, si no dos o tres, y sin la visibilidad que necesitaba se podía estrellar. Al avanzar unos metros observó que por el otro lado de la calle continuaba aquel caminillo de tierra. ¿Acaso Miguel pretendía cruzar sin detenerse ni siquiera a mirar? Y los otros tres tampoco parecían dispuestos a tomar precaución alguna. Se distanciaron aún más y vio cómo Miguel primero y los otros tres después, atravesaban la calle con una irresponsabilidad que le pareció inaceptable. Cuando estaba cerca del cruce, se dio cuenta de que la visibilidad era magnífica. Hacia la izquierda un gran terreno que apenas tenía unos pocos pinos permitía ver lo que sucedía a más de una cuadra; hacia el otro lado había una casa pequeña construida en una gran planicie, con algunas plantas de adorno, que también dejaba la vista libre. Soltó el freno y pedaleó con vigor, intentando ganar distancia o al menos no alejarse más. Su hermana y los primos hicieron lo mismo.
Aquel callejón desembocaba en otra calle, por donde doblaron a la derecha y sus pies continuaron impulsando las bicicletas hasta llegar a la que bordeaba la playa.
El lugar estaba muy cambiado. La caleta había sido convertida en un pequeño mercado con toldos hexagonales de paja cubriendo los puestos. A continuación, nacía una larga costanera de cemento y los montículos de arena sembrados de docas habían sido aplanados y estas reemplazadas por hermosas plantas, imitando un balneario de lujo. La calle, ensanchada, dividida al centro por una larga fila de faroles entre los cuales había grandes maceteros repletos de coloridas flores, moría a los pies de una gran duna.
Allí se detuvieron. Miguel esperó a que llegaran los demás y se bajó, llevando su bicicleta por la arena hasta unos cinco metros antes de las aguas que se estiraban y recogían. La dejó caer, se quitó la ropa y corrió hacia el océano.
Horacio, Camila y Delia lo imitaron. Las gemelas y los primos se quedaron mirándolos con la sorpresa pegada en la cara. Miguel, luego de desaparecer bajo una ola, se devolvió.
―Y ustedes, ¿no se van a bañar?
Las gemelas miraron a Juan y Sofía devolvió los ojos hacia Miguel. Su tonalidad azul brillaba por el efecto de los rayos solares.
―No trajimos traje de baño, no se nos ocurrió.
Ellas vestían remera sin mangas y shorts; los primos algo parecido, aunque con anchas bermudas.
―Pucha, perdonen, no se me ocurrió decirles…
―No, no importa, nosotros fuimos los tontos. ¿Y cómo harán para volver? Estarán todos mojados.
―No, con el calor de la arena, en un rato nos secaremos. ¿Les importa que me bañe?
Sofía intentó no demostrar su desencanto.
―No, anda nomás, nosotros miraremos desde aquí, pero vuelvan pronto para que podamos conversar un rato.
Miguel corrió, entró en el agua y aprovechó una ola para introducirse de cabeza y desaparecer una vez más.
Al rato volvieron y se tendieron junto a sus amigos. Después de un corto silencio, Miguel se aventuró a acercarse a la pregunta sobre aquello que lo tenía con la curiosidad despierta desde antes de apreciar desde su ventana el ruidoso paso de la caravana del circo.
―Parece que les ha ido súper.
―Sí, y en parte se lo debemos a ustedes, jamás olvidaremos todo lo que hicieron.
―Sí, mi papá tampoco.
Miguel y Horacio les ofrecieron una gran sonrisa impregnada de orgullo. Camila y Delia sentían lo mismo.
―¿Qué pasó con el anillo?
Miguel dirigió los ojos hacia Horacio, pues le había robado la pregunta.
―Sí, ¿qué pasó con el anillo? Tienen mucho que contarnos. ―De inmediato los devolvió a Alicia, quien se había sentado con las piernas cruzadas en posición yogui.
―Bueno, en realidad ya no es mucho tema. Nos hemos acostumbrado a él.
―Y él a nosotros… Ha sido de gran ayuda en nuestras rutinas… También en nuestras vidas.
Juan desvió su mirada hacia Sofía, como si confidenciara un gran secreto.
Ella hizo caso omiso a su conducta.
―Hemos estado haciendo dos funciones diarias. de martes a domingo, salvo cuando el circo se ha movido de un lugar a otro, claro. A las siete y a las diez. Tienen que ir a la inauguración. Habrá una primera función este viernes en la noche, después celebraremos un rato y esperamos que los cuatro vayan.
Todos movieron con energía la cabeza en señal de aprobación. Miguel se mostró el más entusiasmado.
―¡Por supuesto, ahí estaremos! Y hablando de celebrar, en la tarde haremos un bailoteo, esperamos que ustedes vayan. Nos juntamos con los otros chiquillos casi todas las tardes. Hay buena música y podemos bailar. ―Observó a Sofía, quien echó una mirada rápida a su hermana y sus primos, y la devolvió a él.
―Sería buenísimo, pero tendremos que preguntarle a mi papá.
―Pero eso es a las ocho, no van a trabajar a esa hora, ¿no? Total, hoy es miércoles y no tendrán función hasta pasado mañana.
―No, por supuesto que no trabajaremos, pero igual tenemos que pedir permiso.
―Yo se los pido.
―No, Migue, gracias, no creo que sea necesario. Nosotras lo haremos.
―Entonces irán.
―Sí, yo creo que sí, pero igual tenemos que preguntarle. ¿Qué dicen ustedes? ―Sofía llevó la mirada hacia Juan.
―Por supuesto que sí. El tío es buena persona y entiende que no todo debe ser trabajo. También tenemos derecho a distraernos un poco.
La cabeza de Marco afirmó con efusión.
―No sé si te den permiso, querido hermano, todavía eres muy chico.
Marco lo miró con furia.
―Tú no te preocupes, inventaremos alguna excusa para que te dejen.
―Gracias, Sofía. Yo sé que ustedes me ayudarán.
―Sí, pero conste que no depende cien por ciento de nosotras, así que no te lo podemos prometer.
―Ya, pero hagan todo lo posible.
―Sí, quédate tranquilo, y si es necesario Juan nos ayudará. ¿Cierto, primo?
―Sí, cierto, aunque no sé por qué este cabro chico tiene que andar siempre a la siga nuestra.
―Es verdad, pero por otro lado acuérdate que hace muy poco nosotras teníamos su edad, con la diferencia de que teníamos hartos amigos, en cambio él está muy solo.
―Está bien, Marco, podrás venir con nosotros.
―Gracias, hermano.
Miguel dirigió su mirada hacia Horacio, quien de inmediato se dio por aludido. La voz le salió muy baja.
―Yo creo que sí, por la misma razón que estoy aquí. Mi papá no se sentía bien y quería descansar, incluso esperaba dormir un rato.
―Es muy buena persona, a pesar de lo mal que se siente.
―Sí, es cierto. En todo caso, para él y mi mamá es mejor que, si no está de ánimo para jugar ni ver tele, yo me desaparezca. Ella dice que con eso le ayudo, que no tiene que andar encargándose de mí ni de mi cara de lata…
―Y ustedes, ¿se puede saber qué cuchichean?
―Nada, Sofi, estábamos conversando sobre el bailoteo de más tarde, pero nada importante.