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Capítulo IV
Intruso

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Aquel día lo pasé en casa de Amalia. Tras el desayuno vino la comida y, por primera vez en mucho tiempo, fue en una mesa bien puesta, con cubiertos en condiciones y hasta mantel. Después de devorar el primer plato, el segundo, el postre y dos tazas de café, igual que un vikingo en una incursión por la costa y casi con los mismos modales, dormité frente al televisor junto a Amalia mientras Alberto volvía al trabajo. Fue como un bálsamo antiguo sobre heridas tiernas, una sensación de pertenencia a un lugar y a un tiempo, como si volviera a conectar los cables de mi cabeza que habían dejado de funcionar.

–¿Qué pasó? –pregunté al fin mientras la perra mestiza que había aparecido un día en su puerta para quedarse se acurrucaba en el sofá entre nosotras. Amalia era así, incapaz de dejar a ningún ser vivo abandonado a su suerte.

Alberto me había gustado. Era como John Wayne en El hombre tranquilo, no como el fanfarrón de Marcos. La casa también había cambiado. Se habían acabado las ñoñerías de porcelana, los muebles rococó y los tapizados de flores que yo había conocido. Flotaba en el ambiente una madurez sobria y contenida pero acogedora. Acaricié la cabeza caliente de la perra y me arrebujé un poco más en la manta que compartíamos frente a la chimenea de hierro forjado que ocupaba la pared frontal. El fuego chisporroteaba alegremente haciendo chasquidos y el olor a madera quemada, a casa de pueblo, me sentaba igual de bien que la comida caliente.

Amalia tardó tanto tiempo en contestar que pensé que yo había perdido el derecho a preguntar. Pero al final sonrió con un amplio suspiro y su sonrisa dibujó dos hoyuelos coquetos en su cara redonda, tersa y sonrosada como cuando tenía quince años. Tenía los ojos de un cálido chocolate en contraste con los rizos rubios y revoltosos que flotaban alrededor de su cabeza como la aureola de una virgen renacentista. Siempre fue la más guapa del grupo.

–Bueno –dijo al fin–, digamos que una sabe reconocer un error antes de que el error la devore. Nada personal, cariño –añadió como si se disculpara por sus palabras, aunque yo no me había dado por aludida–. Pero Marcos y yo nos conocimos jóvenes y no evolucionamos en la misma dirección. Digamos que él evolucionó hacia los bares de carretera y yo quería tener hijos. Tras la segunda venérea me planté y le eché de casa.

–Nunca lo hubiera imaginado –dije sin poder dar crédito.

Marcos no había sido santo de mi devoción. Era chulo y temerario, le gustaba correr en la carretera, estar de fiesta hasta la madrugada y trabajar lo justo. Siempre estaba dispuesto a una buena comida, era el alma de las fiestas del pueblo, bebía como si no hubiera un mañana y yo creía que quería a Amalia por encima de todo. Siempre intuí que a los padres de Amalia no les había entusiasmado aquella relación, pero habían apoyado a Amalia en todo, incluso pagando la boda. Yo había estado en aquella boda, perfecta como su vestido, el convite de doscientos invitados, la luna de miel a no sé dónde. Un cuento de hadas con toda la parafernalia. Y al cabo de los años el príncipe te pasa la gonorrea. ¿Qué le pasaba al mundo?

–Yo tampoco lo hubiera imaginado. Tampoco lo vi, que es lo peor. Al final él estaba siempre por ahí, con sus historias y sus guarrerías, y yo en casa sola. Fue curioso: la gente que me quería mucho no se atrevía a decirme nada por miedo a herirme y a la que no le importaba un pepino tampoco me lo decía porque así era más divertido. Total, que todos callaban y yo me mentía a mí misma mientras me pasaba la vida en el ginecólogo, que también se callaba y se limitaba a atiborrarme a antibióticos. Pero tía, una vez que lo admití no tenía sentido. Conocí a Alberto ocho meses después de que Marcos se fuera y vive aquí desde el mismo momento en que firmé los papeles del divorcio. No quiso venir antes por no dar qué hablar, pero a mí ya me daba igual lo que hablaran los que antes habían callado. Nos va bien.

Cerré los ojos adormecida y Amalia se sumergió también en sus pensamientos. Dos náufragas en un sofá frente a una chimenea. Con una perra adoptada llamada Megan, mucho que contar y más que callar.

–Y ahora creo que ya puedes contarme qué te pasó a ti. O a Jairo si lo prefieres –dijo al cabo de un rato–. ¿Cómo murió? ¿Estabais juntos de nuevo?

–No. Nada de eso. Fue todo un cúmulo de casualidades que volviéramos a encontrarnos y que yo estuviera allí cuando…

La voz se me quebró en la garganta y tragué saliva para desatar el nudo que parecía vivir en mis amígdalas. Pero Amalia, sin instarme a seguir, tampoco me instó a parar. Sentí que en cierto modo se lo debía, aunque decidí que era mejor guardarme algunas cosas. No había necesidad de contar que, según se mirara o se desarrollaran los acontecimientos, yo podría ser una asesina o una heroína. Cuando pensaba en ello la diminuta cicatriz de mi mano volvía a escocer como en el momento en el que el metal hendió la carne.

–Atracaron la oficina y hubo dos muertos, mi jefa de departamento y una compañera. Jairo intentó detener el ataque y también le dispararon, aunque no murió en el acto. Estuvo en coma inducido bastante tiempo, pero su cerebro se llenó de sangre y al final murió.

Amalia abrió los ojos, horrorizada.

–Santo Dios, ¿esa era tu oficina? Alberto me contó que lo había leído en el periódico. No podía imaginar… Era una empresa de seguros, se especuló con un robo que salió mal.

–Si fue por eso no imagino qué podían buscar. Allí no había mucho que robar y tampoco somos tan interesantes…

Callé pensativa. El grueso de nuestras investigaciones era por fraude en accidentes de tráfico. Económicamente no eran muy cuantiosos, pero sí los más abundantes, casi el 80% de todos los intentos de estafa. Como el conocido “cuponazo cervical”, que constituía hasta el 40% de los casos, según me había contado Emma en una ocasión. A Emma le encantaban las cifras y su conversación siempre estaba perlada de números y estadísticas extravagantes. Una vez me contó que había expertos en localizar a potenciales víctimas necesitadas de dinero para simular los accidentes y fingir más pupa de la que habían sufrido a la hora de cobrar el seguro. Madres solteras, parados al límite, jóvenes con ganas de sacar dinero fácil, una masa gestionada por gente poco recomendable, pero ¿un asalto a una compañía de seguros a primera hora de la mañana? ¿Dos mujeres muertas? Era un gesto desesperado o estúpido, muy alejado de aquellas estafas de medio pelo por mucho que supusieran un quebradero de cabeza para las aseguradoras.

–¿Entonces qué? ¿Se equivocaron de planta o algo así? –preguntó Amalia–. Aunque como robo ya fue una chapuza total.

No era la primera vez que reflexionaba también sobre aquel extremo. El edificio donde se ubicaba Swiss&Co tenía diez plantas y nosotros ocupábamos las tres últimas. Muchas de las empresas que se anunciaban en el panel de entrada ni siquiera sabía a qué se dedicaban; siempre había supuesto que eran financieras o agencias de bolsa, gente que trabajaba con más dinero virtual que real. Había una agencia de publicidad con un llamativo logotipo verde y azul, un despacho legal con el que habíamos realizado alguna colaboración, aunque estaba especializado en casos penales más bien controvertidos y muy mediáticos, y también una escuela de gemología. Dado que yo pertenecía al comité de seguridad del edificio para casos de emergencia y evacuación, había asistido a varias reuniones con otros tantos representantes de aquellas empresas, pero con algunos no había cruzado ni dos palabras aparte de lo imprescindible, que por su parte no incluía ni dar los buenos días. Lástima que no hubiéramos tenido un incendio en lugar de un ataque armado. No estábamos preparados para asaltos.

–La verdad es que no tengo claro lo que pasó, pero me cuesta creer la versión del robo. Tampoco me cuadra un ataque personal en algo tan… improvisado. Sí, esa es la palabra. Improvisado. Supongo que la policía seguirá investigando. –Por alguna razón el destello fugaz de una figura solitaria en mitad del caos cruzó por mi mente como un rayo provocándome un escalofrío–. No hay mucho más que contar. Cuando Jairo murió me vine aquí.

–¿Por qué? –preguntó a bocajarro–. Llevabas años sin venir.

–Estás muy preguntona –objeté, a sabiendas de que estaba en su derecho.

Amalia se encogió de hombros.

–Creía que estábamos de confidencias. Yo te he contado mi gonorrea.

Me reí. Sin duda era una buena pregunta. La muerte de Jairo no había sido sino el detonante de una situación que se venía fraguando largamente, el punto de inflexión de una caída en picado. Todo estaba cambiando muy rápidamente y su muerte me dejaba en una situación delicada ahora que yo era el único testigo vivo. Había huido porque tenía miedo. No podía ir al entierro de Jairo, no quería estar en casa y me habían sacado del trabajo literalmente. No tenía adónde ir.

–Mi jefe me dio vacaciones –contesté al fin, como mal menor–. Me ofreció el puesto de mi jefa y pensó que me vendrían bien unos días para pensarlo. Me dijo que no tenía que sentirme culpable por su muerte.

Amalia suspiró.

–¿Por qué deberías sentirte culpable? No fue culpa tuya. Y alguien ocupará ese puesto más tarde o más temprano. Mejor tú que otro, ¿no?

Amalia era capaz de sintetizar el mundo en frases comprensibles. No era culpa mía, no hubiera podido salvarlas y si yo rechazaba el puesto por tener demasiados escrúpulos sabía que ni Molina ni Noelia, ni cualquier otra persona, los tendrían. Aun así me dolía. Todas las muertes parecían pesar sobre mis espaldas.

–Es una buena oportunidad –concluyó Amalia desperezándose en el sofá–. No hay mucho que pensar, ¿no crees? Hace años ni te hubieras planteado rechazarlo.

–Hace años fue hace mucho tiempo.

–No has contestado a mi pregunta.

Megan se estiró también a la par que su dueña y se deslizó hacia el suelo. Se tiró un pedo horrible y luego se alejó con la dignidad de la emperatriz Victoria Eugenia. Amalia y yo nos reímos hasta que se nos saltaron las lágrimas. Sentí que volvía a tener a tener veinte años y fue liberador. Nunca un pedo dio tanto de sí.

–Fui feliz aquí. Creo que no quería estar en otro sitio.

–Puedes quedarte el tiempo que quieras, Lucía –dijo al fin.

Y nos quedamos adormecidas viendo a Richard Gere enamorándose de una pizpireta prostituta y convirtiendo su vida en un cuento de hadas sin gonorrea. Qué idiotez.

Aunque Amalia me había ofrecido su cuarto de invitados por tiempo indefinido, me apetecía quedarme en la casa de mi abuela. Había mucho que hacer allí y así tendría la mente y las manos ocupadas en algo productivo. Alberto y Amalia me ayudaron con el tiro de la chimenea hasta conseguir el alegre parpadeo de un fuego en la estufa de pellet. Retiramos las sábanas de los muebles, limpiamos con energía y dejamos preparada la nevera para hacer compra en la primera tregua de la tormenta. El supermercado estaba en el pueblo de al lado, a unos veinte kilómetros por la nueva autovía. Fuimos en el todoterreno de Amalia y cuando me quejé de la ingente cantidad de comida que pasaba por la cinta transportadora del supermercado, Amalia me atajó en seco.

–Va a haber nevadas fuertes en la zona y es mejor estar prevenido –dijo sin darle importancia.

–¿Más aún? –pregunté recordando la tormenta que había llegado pegada a mis talones y que no había parado en casi tres días. Las quitanieves habían trabajado a destajo para despejar la carretera por la que habíamos llegado.

–Hace tres años estuvimos incomunicados por culpa de la nieve –repuso Amalia encogiéndose de hombros–. Ni siquiera el tío Rómulo recordaba haber visto nada igual, y eso que tiene ya noventa años. No podíamos entrar ni salir del pueblo y tuvieron que abastecernos por helicóptero con víveres y medicinas, así que más vale que sobre.

–Lo del helicóptero debió de encantarles.

–No sabes cuánto. Era un helicóptero militar lleno de hombretones. Creo que fue el momento cumbre de algunas de nuestras amadas vecinas, aunque se dejaran el dedo santiguándose.

De vuelta a casa Amalia me ayudó a entrar un par de bolsas de la compra, las menos pesadas, y luego se dedicó a guardar la comida en los armarios de la cocina y en la nevera mientras yo metía el resto. Pero no quiso quedarse a tomar un café.

–Tal vez luego me pase. Alberto vendrá a comer y tengo millones de cosas que hacer y un montón de gestiones que despachar. Ser alcaldesa de un pueblo de cincuenta y dos almas y ahora cincuenta y tres da mucho trabajo.

–¿Solo hay cincuenta y dos vecinos? –pregunté estupefacta. Aún recordaba los tiempos de gloria, con el frontón a rebosar de gente bailando con una orquesta encima de un remolque.

–En invierno hay menos gente; tienen miedo de quedarse incomunicados con sus achaques y prefieren irse con los hijos estos meses de frío. Y por cierto –añadió bajando la ventanilla del coche ya arrancado–, no te olvides de ir a por leña para la chimenea antes de acostarte. No querrás levantarte con el pompis helado.

Me preparé algo de comer y pasé el resto de la tarde mirando el crepitar del fuego a través de la ventana de la estufa de hierro forjado, pensando en la última vez que había hablado con Emma. Fue una semana antes de su muerte. Iba hacia su despacho cargada de carpetas y al pasar junto a mi cubículo dudó, bordeó la mampara y se sentó frente a mi mesa. Yo dejé de teclear las conclusiones de un informe sobre una investigación en la que había estado trabajando y pregunté si necesitaba algo. Recordaba su traje de color crema y la camisa burdeos que llevaba aquel día. Me pareció entonces que Emma estaba preocupada y predispuesta a hablar conmigo de sus preocupaciones, pero al final hablamos de aquel informe de rutina que no era gran cosa. Cuando se levantó para irse, Emma dudó otra vez mientras sus dedos largos y ribeteados con una manicura perfecta jugueteaban con el colgante en forma de trébol que siempre llevaba al cuello. Pero tampoco se decidió a hablar.

Me estiré en el sofá y me cubrí con la manta que había tejido mi abuela con restos de lana de todos los colores. Era horrible, pero me resultaba entrañable. ¿Y si la muerte de Emma tenía algo que ver con lo que la preocupaba? ¿Habría cambiado algo el hecho de que hubiera compartido conmigo sus preocupaciones? Los días siguientes me pareció que seguía mirándome subrepticiamente cada vez que pasaba junto a mi mesa, como si estuviera valorando alguna cuestión que no era capaz de clarificar por sí misma, pero sin atreverse a dar el paso definitivo. A lo mejor solo me estaba evaluando para proponerme como su sustituta, como había dicho Solí, pero cuanto más lo pensaba más convencida estaba de que algo estaba carcomiendo a Emma. La única opción válida era que al final hubiera acabado contándoselo a Jairo.

La tarde se había diluido muy deprisa y recordé la recomendación de Amalia sobre la leña. Aún quedaban un par de buenos troncos en el cesto, pero era preferible no arriesgarse. Y aunque no me entusiasmaba la idea de salir y mucho menos la de entrar en el garaje, tampoco quería tener que ir a por leña entre tinieblas. Había empezado a nevar otra vez y, lejos de amainar, la tormenta era ahora un torbellino de furiosos copos blancos suspendidos en una claridad hiriente.

Me puse el anorak y crucé apresuradamente el patio para llegar al garaje que hacía las veces de leñera. El olor enrarecido a trastos viejos y a polvo en eterna suspensión, y el silencio que reinaba en la oscuridad de los rincones me provocaban escalofríos desde niña. Los descendientes de los ratones de aquel tiempo, sin gatos que los acecharan, seguirían campando entre los muebles Cogí deprisa tres troncos de tamaño medio y cuando iba a salir me detuve en seco. En el patio había alguien. Estaba junto a la casa, contemplando inmóvil las ramas desnudas de un viejo lilo que mi padre había plantado para mi madre. Apenas distinguía su figura encapuchada. Recordé que Amalia había sacado su coche del patio tras descargar la compra y que yo había cerrado los portones tras su marcha, pero no había echado el cerrojo de la puerta lateral para las personas. Estúpida.

Amalia me había comentado que durante el otoño, cuando muchas casas estaban ya vacías tras las vacaciones, había habido algunos allanamientos en los pueblos que conformaban la mancomunidad. La guardia civil había recibido varios avisos sobre luces que se encendían intempestivamente en casas vacías, intentos de forzar ventanas y puertas y, en ocasiones, la desaparición de algunos objetos de dudoso valor y el desvalijamiento del mueble bar, básicamente. Pero los abuelos estaban inquietos y la centralita de la comandancia ardía cada vez que un coche desconocido se adentraba en el pueblo y circulaba entre las casas cerradas a cal y canto, con ojos espiando entre las cortinas y llamadas telefónicas de aviso que recorrían el pueblo de cabo a rabo como la mecha de un cartucho de dinamita.

Dejé en el suelo los troncos más gruesos y me quedé con el más manejable. No sé en qué estaría pensando, ¿después de matar a un tío a tiros me iba a poner a sacudir a otro con un leño? Es que no había por dónde cogerme, pero en aquel momento lo único que quería era sacar al encapuchado de mi casa y echar el puñetero cerrojo. No iba a servir de mucho que gritara porque no tenía vecinos en ninguna de las casas colindantes y tampoco había cogido el móvil al salir. Me reprendí por tantos despistes seguidos, pero ya no había remedio. El tipo seguía allí plantado contemplando un lilo pelado y sin hacer amago de desvalijar la casa, anochecía con rapidez y yo me estaba quedando entumecida. No veía la forma de regresar a la casa sin que me viera, pero tal vez pudiera llegar hasta el portón y escabullirme por la misma puerta que él había usado para entrar. Lo que estaba claro es que no podía quedarme mucho tiempo allí.

Abrí la puerta lo justo y me deslicé afuera con la esperanza de alcanzar mi objetivo antes de que el hombre se volviera y me interceptara. No había dado ni tres pasos cuando el tipo se revolvió raudo como un latigazo y antes de que me diera cuenta estaba otra vez encañonada. Aquello empezaba a ser una costumbre desagradable.

–Suéltelo –dijo el hombre señalando el tronco.

Obedecí mientras me agachaba lentamente para dejar el madero en el suelo, sin perder el contacto visual, al tiempo que el hombre separaba las manos en gesto conciliador, hasta que la pistola dejó de apuntarme. Aun así no la guardó. Un chico precavido.

–Es usted difícil de encontrar, señorita Íscar.

–Depende de quién me esté buscando.

Mi voz sonó más seca de lo que pretendía, pero todavía tenía el susto en el cuerpo y estaba muy cabreada.

–Soy Martín Larraz. El inspector Martín Larraz. De Régimen Disciplinario.

Estuve a punto de decir que ya sabía quién era. Como para olvidarlo. Pero una prudencia atávica de supervivencia hizo que me mordiera la lengua a tiempo. Larraz sacó al vuelo una identificación de piel de su enorme abrigo y la hizo oscilar ante mí, aunque apenas presté atención. La nieve seguía cayendo, cada vez más virulenta, sus pestañas estaban salpicadas de diminutos puntos blancos y la visión del reflejo dorado de la placa fue como un puñetazo doloroso en mi memoria. Aparté la vista como un ciervo deslumbrado por un faro.

–¿En qué puedo ayudarle? - pregunté, distante.

La voz me salió tan helada como la nieve que seguía cuajando entre nosotros, pero sentía el corazón golpeando mi caja torácica con un repiqueteo atronador. Larraz me miraba como un lobo a un conejo, con el mismo escrutinio desapasionado de los que siempre tienen la fuerza de su lado.

–Lamento presentarme así. He llamado a la puerta principal pero no ha debido de escucharme.

–Estoy un poco ocupada en este momento. Y ha hecho un largo viaje, así que supongo que será algo importante. Dígame qué quiere y acabemos con esto.

–Quería hablar con usted sobre la muerte del inspector Jairo Marqués. Usted fue de las últimas personas en verle con vida.

Suspiré ahogando una mueca irónica porque, para ser exactos, las últimas personas en verle con vida habían sido los médicos que no habían sabido salvarle y sus padres, que, por lo que Jon me había contado, habían pasado a despedirse antes de ordenar que le desconectaran de la vida. Aquello no había hecho sino avivar los rescoldos de un rencor que ya creía superado y olvidado. Nadie te explica que hay afrentas que no pueden superarse ni olvidarse, que o se alza bien la testuz en el momento preciso o ahí se quedan, enquistando el resto de tu vida.

–Tiene todo lo que necesita en mi declaración –dije al fin–. Y no tengo más que añadir. Siento que haya hecho este viaje para nada.

Había pasado por comisaría un par de días después, cuando Jairo todavía hacía amagos de sobrevivir, y mi versión había sido escueta y fácil de recordar, sin detalles que pudieran enredarme en contradicciones, todo amparado en el hecho de que yo había permanecido debajo de mi mesa hasta que los disparos habían cesado. La sabiduría de lo simple. Nielfa había estado conmigo todo el tiempo alegando que éramos viejos amigos y apelando al rollo de todos somos compañeros, así que los inspectores encargados del caso no habían insistido mucho, seguramente en la creencia de que bastaría una sola palabra de Jairo para corroborar aquella versión o desmentirla. Solo que Jairo nunca había despertado y únicamente quedaban mis palabras flotando en el aire como una neblina de sospecha.

Volví hacia el garaje para recoger la leña que había dejado en el suelo con la esperanza de que Larraz se hubiera dado por aludido y hubiese desaparecido de mi patio. El corazón me latía todavía con la fuerza de un martillo repiqueteando en un yunque, y el frío intenso hacía que me doliera hasta respirar. Me demoré todo lo que pude, pero cuando salí Larraz no se había movido del sitio, indiferente a la borrasca y al manto blanco y blando que se iba acumulando cada vez más en el patio. Se apresuró a coger de mis brazos los leños, pero me mantuve inflexible y rechacé su ayuda con un tirón brusco. Solo deseaba que se marchara lo antes posible.

–Oiga, inspector. De verdad que no tengo nada útil que aportar a su investigación. Ni siquiera sé por qué este asunto interesa a Régimen Disciplinario.

Fruncí el ceño, consciente de haber pronunciado las últimas palabras en un susurro que no era sino el eco de un pensamiento fugaz como un copo de nieve.

–Los motivos de Régimen Disciplinario para intervenir en este asunto no son de su incumbencia –contestó con tono deliberadamente cortante–. Y yo decido lo que puede ser útil.

Sentí que la sangre me subía a la cabeza. Iba a señalarle el camino de salida con mucho menos cariño que antes, pero de pronto el inspector pareció ablandarse, sus hombros se relajaron y su voz sonó más suave cuando volvió a hablar con un deje de resignación.

–Está bien. Marqués fue disparado por un arma reglamentaria que había sido sustraída a un agente hará cosa de un año, un chico joven que se vio envuelto en una trifulca callejera mientras estaba de servicio. Cuando se quiso dar cuenta, él y su compañero habían sido apaleados, una de las pistolas había desaparecido y el chico estaba en un buen lío. He seguido el rastro de esa pistola desde entonces.

Recordé que cuando había cogido la pistola de Jairo ni su tacto ni su peso me habían resultado familiares. Eso era porque en los últimos años se había procedido a la sustitución de las armas reglamentarias por unas nuevas, la H&K, una 9 milímetros parabellum, semiautomáticas y compactas. Había leído algunos artículos y comentarios en foros policiales que decían que las nuevas pistolas cabeceaban levemente en el disparo. Yo había sentido aquel tirón junto con la mordida de la piel entre el pulgar y el índice en el momento del retroceso, y lo había atribuido a la larga ausencia de práctica. Cuando aparté con el pie la pistola del asaltante para evitar que este se revolviera aunque fuera medio muerto, tampoco fui consciente del tipo de arma al que estaba dando el puntapié, no reparé en que era el modelo antiguo. Solo pensaba en aquella herida sangrante, en el charco que ya casi me rozaba la punta de las botas y en tratar de recordar cuál era el límite sin retorno, la cantidad de sangre que, una vez perdida, te dejaba al otro lado sin remedio.

–Me hago cargo –dije al fin, tratando de ser conciliadora a la par que despejaba mi mente de toda referencia a la pistola–, pero no entiendo qué tengo que ver con esa pistola, inspector, ni en qué puede ayudarle.

–Pues en que tal vez pueda aportar algo en lo que al principio no reparara. La memoria es caprichosa en situaciones de tensión. Me gustaría repasar con usted lo sucedido. Porque cualquier detalle puede ser importante y usted estaba allí –recalcó.

–Lo siento –repetí–. No puedo ayudarle. No recuerdo más de lo que ya está escrito. Estuve todo el tiempo debajo de la mesa, ya ve. No soy muy valiente.

Me dirigí a la puerta de la casa sin invitarle, confiando en que se largara, pero el inspector, haciendo honor a su apodo, seguía allí plantado, impertérrito, con copos de nieve bailando en sus pestañas doradas y el rostro tenso y enrojecido por el frío.

–Pues el inspector Marqués no pudo disparar a su atacante porque la trayectoria de la bala no coincide aunque la bala saliera de su pistola. Así que alguien disparó por él, y también alguien disparó el revólver del calibre 38 que mató a Emma y a Sonia. La cuestión es, ¿qué arma sujetaba su mano, señorita Íscar? ¿En cuál de ellas podrían estar sus huellas?

Pronunció las palabras sin inflexiones, lentamente. Toda la secuencia volvió a pasar por mi cabeza con la nitidez de una película, el silencio después de los disparos, dos, y luego otro disparo y Jairo cayendo al suelo, la sangre sobre la moqueta azul. Mi mente se paró en aquel punto, como si Larraz tuviera acceso a mis pensamientos y a mis recuerdos. Sentí que me faltaba el aire y solté la leña sobre el murete que delimitaba un antiguo huerto en eterno barbecho. Apenas podía tenerme en pie y la vista se me había nublado. Cualquier policía sabía que ese tipo de arma con cañón de 4 pulgadas era la que una Orden Ministerial del año 95 había autorizado para la seguridad privada, y yo tenía licencia de detective.

Larraz se acercó, solícito.

–¿Se encuentra bien?

Sentía los ojos plúmbeos de Larraz sobre mi espalda, tan penetrantes que bajo las capas de ropa un sudor frío me dejaba la piel pegajosa. Cuando me volví esbocé un amago de sonrisa que me salió más trémula de lo que habría querido.

–No sujetaba ningún arma, inspector. No puedo ayudarle y me encontraré mejor cuando se haya ido y no tenga que escuchar sus acusaciones.

Sabía que no tenía pruebas de lo que decía, que estaba dando palos de ciego, pero las piernas me temblaban.

–Oiga –su voz sonaba ahora impaciente–, parece que no quiere entender lo que le digo, aunque creo que he sido muy claro. Jairo Marqués no pudo disparar a ese hombre, señorita Íscar. Ambos lo sabemos. Hemos reconstruido la escena desde todos los ángulos y la conclusión es que otra persona tuvo que hacerlo, tal vez la misma que disparó a sus compañeras. O tal vez no. Pero estoy perdiendo la paciencia y como descubra que me oculta información o algo peor… A lo mejor tendría que acompañarme directamente a comisaría en lugar de perder el tiempo aquí, discutiendo conmigo a la intemperie.

Me invadió una oleada de indignación contra Larraz y sus amenazas y contra Jairo por haber tenido la desfachatez de morirse dejándome con el culo al aire. Estaba tan furiosa que me hubiera arrojado sobre aquel imbécil de pedernal, pero sabía que aquella ira llegaba tarde, mal y nunca, que bajo aquella indignación subyacía otra más profunda y más lejana, otra traición que había sido, si cabía, peor que la de morirse. Mantuve la mirada estólida de Larraz sin parpadear, evaluando la situación lo más rápido que me permitían mis conexiones mentales. Lo de las huellas era un farol, yo solo había tocado una pistola, la de Jairo, y me constaba que no habría huellas ni ADN; la pistola del otro hombre me había limitado a retirarla con el pie y mi revólver estaba en la caja fuerte de mi dormitorio. Hacía meses que no iba a disparar al campo de tiro. Larraz estaba presionándome para ponerme nerviosa y me estaba cabreando. A lo mejor sabía más cosas con las que poder presionarme, pero no sería en mi patio ni en mi casa, a la que no pensaba invitarle a pasar. Hubiéramos podido morir allí congelados, sin dar nuestro brazo a torcer ninguno de los dos, si una familiar figura envuelta en un abrigo enorme no hubiera entrado en tromba en el patio.

–Lucía. –Amalia llevaba puesta la capucha ribeteada de piel y manoteaba furiosamente para apartarla–. Lucía, cariño, ¿dónde puñetas dejas el móvil? Llevo llamándote un buen rato. –Se paró en seco al ver a Larraz allí plantado, pero no reculó. Debíamos de componer un bonito conjunto: idiotas bajo la tormenta–. ¿Quién es este?

Amalia se situó junto a mí con aire protector, dispuesta a saltar sobre el desconocido a una señal mía. Como si fuera posible que, ni siquiera entre las dos, pudiéramos hacer algo en el supuesto de que aquel hombre constituyera una amenaza física real, pero siempre me había gustado la confianza de Amalia.

–El señor ya se iba –dije tratando de no traslucir la tensión que me tenía paralizada–. Y sabe perfectamente cómo llegar a la carretera.

Amalia nos miró alternativamente a uno y a otro con una sonrisa traviesa en los labios, como si fuera portadora de un secreto muy divertido que dudara en compartir con nosotros.

–Pues a mí me parece que no se va, a menos que haya venido volando –dijo al fin, socarrona–. Precisamente por eso he venido, cariño. Para avisarte de que las carreteras están cortadas desde ya por riesgo de alud, y que nos quedamos aislados. Alberto viene de camino desde comandancia, pero no dejarán circular más vehículos. Las temperaturas bajarán tanto esta noche que se congelará la nieve y será imposible circular.

–Ay, Dios –musité incrédula sin prever todavía el alcance de sus palabras.

–Y no sabemos por cuánto tiempo estaremos aislados –continuó Amalia–, porque no hay previsión de que la nieve pare en los próximos días. Así que necesitarás tener el teléfono cargado y velas a mano por si nos quedamos sin electricidad. Ya te iré contando.

–¿Y Alberto va a poder dejar la comandancia?

Amalia se sonrojó. Alberto era el responsable de aquel cuartel de montaña, y de hecho había conocido a Amalia cuando le ascendieron. Había querido reunirse con los alcaldes de los pueblos que iban a quedar bajo su jurisdicción para conocer de primera mano las necesidades de los habitantes de la montaña, un medio en el que tenía experiencia por sus años como rescatador, pero cuya forma de vida le era ajena. Y allí, sentada muy tiesa en la mesa de reuniones de su despacho junto con otros cinco señores de edad respetable, estaba Amalia con su vestido de los domingos y un cuaderno de anillas en el que había hecho varias listas de quejas, sugerencias y proyectos varios. Fue amor a primera vista. Al menos a primera vista de él, que se tuvo que trabajar mucho el orgullo herido y el resquemor de mi amiga hacia cualquier cosa que se moviera dentro de unos pantalones.

–Sí… –titubeó Amalia–. De hecho es aquí donde debe estar. Tiene una segunda muy competente con la que estará continuamente comunicado.

Miré a Larraz, que seguía imperturbable nuestra conversación, como si la noticia de Amalia no fuera con él. Aunque sí que iba.

–Así que –continuó Amalia– el Geyperman se queda. La cuestión es dónde.

Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VII Premio Internacional HQÑ)

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