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Capítulo V
Ciclogénesis

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Desperté sobresaltada, pero no al estilo de las películas. Me limité a abrir los ojos como platos respirando agitadamente mientras pugnaba por librarme de los restos de la pesadilla, reacia todavía a abandonar el cálido abrazo de las mantas. En mi cerebro no dejaba de oír aquel disparo.

En el fondo sabía que tras la muerte de Jairo las cosas no harían sino precipitarse hacia el desastre. Lo mejor hubiera sido contar todo lo que había pasado desde el principio porque ahora sí que no podía correr a la policía pidiendo clemencia y alegando defensa propia o ajena: nadie iba a considerarme una heroína y nadie podría atestiguar lo contrario. Justo ahora que Solí me había ofrecido un puesto que podría reconducirme hacia la autoestima perdida, me veía envuelta en un homicidio. Una voz insidiosa me susurró que precisamente otro homicidio era el que me había conseguido el puesto. Bufé de impotencia y me zafé de las mantas, pero antes de poner los pies en el suelo unos ruidos en la casa me espabilaron de golpe como si me hubieran pinchado con alfileres.

Luego recordé a mi forzoso invitado y todavía me enfadé más. ¿Sería posible que estuviera trajinando en una casa desconocida como si tal cosa? Era el colmo de la desfachatez. Amalia y yo habíamos discutido largo y tendido sobre el lugar más adecuado donde alojar a Larraz mientras este nos contemplaba en silencio sentado en mi sofá. Al final yo había perdido y Amalia se había largado dejándome a solas con él. Resoplé. En lugar de relajarme y prepararme para mi nueva vida, tendría que pasarme los próximos días midiendo mis palabras y poniendo cara de póker cada vez que el inspector más insistente, impertérrito y pertinaz de todo el cuerpo de policía sacara el aciago tema del asalto a Swiss&Co. Me propuse ser prudente hasta la extenuación, más que una santa y mártir en la arena del circo romano, dispuesta a morir entre las fauces de un león agarrada a mi versión como si fuera mi nueva fe. “Ya”, me dijo la vocecita de mi cabeza que siempre estaba dando por saco, “como si alguien pudiera permanecer inmóvil mientras un león le babea encima. Mejor harías en correr, coger un avión y desaparecer en algún país sin extradición por si acaso”. Pero de momento no podía ni salir de aquel pueblo.

Me vestí con renuencia para enfrentarme a Larraz. Tener un invitado en casa me obligaba, a mi pesar, a guardar un poco las formas, aunque lo que en realidad me apeteciera fuera quedarme en pijama en el sofá, arrebujada en la horrible manta de ganchillo, y contemplar la filigranas del fuego con la mente en blanco, durmiendo a intervalos mientras el viento ululaba más allá de las ventanas y el mundo exterior y sus miserias se quedaban cada vez más lejos en mi memoria.

En el salón la estufa de hierro estaba bien cargada de troncos, y derramaba su agradable calor por toda la estancia. Me llegó el olor a café recién hecho, pero más dulce y aromático, con un tinte exótico que no pude identificar. Larraz estaba en la cocina. Una vieja cafetera de hierro borboteaba al fuego mientras el líquido hirviendo subía desprendiendo aquel aroma intenso que me estaba provocando la salivación de un enorme cretáceo.

Contemplé al inspector mientras rebuscaba en los anaqueles de madera, ignorante de mi presencia adusta en el quicio de la puerta del salón, Larraz se movía por mi cocina como si fuera suya, aunque en realidad, pensé, para ser justa cabría decir que no era la cocina de ninguno de nosotros. La leve cojera que había apreciado la tarde anterior cuando al final le hice pasar a mi salón no parecía mermar su agilidad. Llevaba un grueso jersey de cuello alto en color crema y unos vaqueros que marcaban su retaguardia como un guiño travieso. Amalia había prometido que se encargaría de proveerle de ropa de repuesto y de todo lo que necesitase por cortesía de Alberto. Recorrí con una punzada de nostalgia las piernas largas, la espalda contundente y las formas que se presumían bajo la ropa

–Buenos días.

Larraz se volvió con la suavidad elegante de un gato desperezándose sobre un almohadón y yo sentí que la saliva se me hacía una bola en la garganta al pensar que, solo a lo mejor, el inspector había sido plenamente consciente de mi presencia y de la forma en que había repasado las partes invisibles de su cuerpo con mi imaginación.

–Buenos días –contesté tratando de que no se me notara la turbación en la voz.

–Buscaba el azúcar. No sé cómo te gusta el café –dijo con una media sonrisa al tiempo que llenaba dos tazas de loza blanca con un líquido humeante y oscuro.

Me adentré en la cocina, que de pronto se me antojó demasiado pequeña pese a que no lo era.

–No tomo azúcar con el café, pero creo recordar que hay un tarro en ese armario de ahí.

–En ese caso los dos sin azúcar.

Me acercó una taza y ambos nos sentamos en la mesa de la cocina. El inspector apretó la mandíbula al hacerlo y vi cómo su mano derecha se dirigía instintivamente a la pierna derecha. El frío no debía de sentarle nada bien. Desde la ventana de la cocina pude ver la furiosa tormenta de nieve enredándose en remolinos de purpurina blanca. El suelo había desaparecido y sentí un prurito de irrealidad en la cabeza, como si navegara en una nave por encima de la Tierra y el planeta estuviera envuelto en bruma. Acostumbrada al ruido soterrado que parecía discurrir en la ciudad como una corriente subterránea, el silencio que imperaba en la casa y en aquellas montañas y que apenas rompía nuestra respiración, tenía un deje casi sobrenatural.

Probé el café, y el aroma exótico y dulce se deslizó por mi lengua y por mi olfato simultáneamente, arrancándome un reflejo de placer en el paladar.

–Canela –dijo Larraz como si me leyera el pensamiento y anticipándose a la pregunta que ni siquiera había formulado–. Siempre pongo canela en el café, aunque me ha costado encontrarla en su cocina.

–Es delicioso –reconocí, agradecida por la taza de café y por el calor que imperaba en la cocina gracias a la estufa del salón.

La casa había mantenido la estructura original de la zona, una gran sala central presidida por una chimenea de piedra negra donde se encontraba encastrada la estufa y que era el corazón de la casa. El salón estaba separado de la cocina por una barra americana que hacía las veces de mesa, una concesión a la modernidad que permitía disfrutar de un espacio diáfano y acogedor. Había tres habitaciones, dos de ellas daban al salón, la tercera, en la que yo dormía, estaba al otro lado de la chimenea, junto al baño y frente a la puerta principal, una concesión a la independencia que me vino muy bien en las largas noches de juerga en las que no me interesaba que nadie se enterara de la hora de regreso. Con aquella estructura abierta todas las estancias podían caldearse al mismo tiempo e incluso con una climatología como la que teníamos encima y con la casa largamente deshabitada, yo confiaba en que pudiéramos sobrevivir a la tempestad aunque tuviéramos que quemar todos los trastos viejos del garaje.

–Te agradezco una vez más que me dejes quedarme en tu casa dadas las circunstancias.

–Dadas las circunstancias, creo que tenía pocas opciones. –Sonreí para restar a mis palabras cualquier poso de incomodidad que pudieran traslucir, pero era evidente que su presencia resultaba un trastorno, al igual que aquel inesperado derrumbe que nos había dejado incomunicados y aquella tormenta de nieve inmisericorde–. Además, no hay forma humana de enfrentarse a Amalia. Lo sé por experiencia.

Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VII Premio Internacional HQÑ)

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