Читать книгу Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VII Premio Internacional HQÑ) - Allegra Álos - Страница 7
Capítulo I
Supervivencia
ОглавлениеUno nunca es consciente de hasta qué punto puede empeorar un día que ya comienza mal. En la eternidad que pasé refugiada bajo aquella mesa, temiendo que alguien me mirara a los ojos antes de apretar el gatillo, pensé que había sido una ingrata quejicosa con el Universo en mayúsculas, y que por eso el Universo había decidido darme una lección exagerada.
La tarde anterior mi coche de quince años me había dejado en la cuneta y había tenido que soportar la mirada condescendiente del tipo sudado de la grúa mientras lo subía en la parte de atrás, diciendo que aquello “pintaba mal” al tiempo que removía entre los dientes un palillo de madera. Aquel coche había sido un regalo de un padre orgulloso el día que había aprobado la oposición para la escala ejecutiva de la policía con el segundo puesto. “Así podrás venir los fines de semana a casa”, me dijo mientras hacía tintinear las llaves entre sus dedos y mi madre se enjugaba discretamente una lagrimita. Al igual que el orgullo, el coche se había ido desgastando con los años, y sentada en aquella grúa que apestaba a puro, veía por el espejo retrovisor a mi pequeño coche ser arrastrado como un fardo sin ninguna esperanza de supervivencia. Sentía que aquel coche era el último vestigio de una época que no volvería, pero en realidad, como el destino me había dejado claro, aún quedaba otro vestigio del que no me había deshecho y que había vuelto a mi dolida memoria, como un grano impertinente, cuando menos lo esperaba. Y este caminaba sobre dos piernas y tenía más lustre que mi coche.
Mi ex novio, el flamante inspector Jairo Marqués, “Inspector jefe, Lucecita, ya ves”, como me recalcó en una ocasión, esperaba el ascensor cuando llegué al trabajo. En contraste con mi desolación, Jairo lucía su sempiterna e irreverente sonrisa de tipo encantado de haberse conocido. Iba impecablemente trajeado, con el abrigo de lana en una mano y el teléfono móvil en la otra, y masticaba, indolente, un chicle de clorofila. Jamás cambiaba de sabor. Pensé que gustosamente iría al trabajo todos los días en autobús si Dios me ahorraba la humillación de subir con Jairo en el ascensor. Pero no hay piedad para los perdedores. Para mi gran desazón, Jairo ya me había visto y había bloqueado cortésmente la puerta de acero, lo que me obligó a apretar el paso para compartirlo. Hubiera preferido subir con una pitón, pero sonreí cordial mientras él marcaba el botón de nuestra planta.
–Íscar. Qué sorpresa verte por aquí, corazón –dijo con su media sonrisa. Imaginé que había dejado el coche en el cotizado parking subterráneo, en el que, paradojas del destino, yo acababa de conseguir una plaza un par de semanas atrás. Al menos, para mi alivio y un pequeño prurito de decepción, Jairo no hizo amago de acercarse a darme dos besos.
–Una sorpresa notable, teniendo en cuenta que trabajo aquí y que no es la primera vez que nos encontramos –dije resignada.
Podía recordar amargamente nuestro primer encuentro y cada uno de los posteriores en los que no había podido eludirle. Jairo venía esporádicamente por la empresa, sin ninguna previsión que me permitiera tomar medidas para evitarle, como una gripe galopante o la súbita muerte de algún pariente. Y aquella idea me atormentaba cada mañana al despertar porque su presencia seguía perturbándome como una tormenta lejana en una tarde de verano.
–El cinismo no te va, Lucía. Te pone una arruguita en el entrecejo, justo aquí, y te estropea esos ojitos azules tan bonitos –Jairo esbozó una sonrisa traviesa al tiempo que ponía su dedo entre mis ojos. Se lo habría arrancado de cuajo.
–En cambio a ti el cinismo te sienta fenomenal. Pero claro –apunté directo al corazón–, a mí no me ha criado tu madre.
De todas las cosas que extrañaba de mi relación con Jairo, su madre no era una de ellas, y cada vez que la melancolía me arañaba el corazón, me acordaba de Esperanza y daba gracias al Universo por haberme librado de aquella mujer horrible que hubiera dedicado toda su vida a hacer la mía imposible.
Jairo se rio mientras el ascensor parecía no llegar nunca a nuestro destino. Recé para que se diera prisa, pero lo único que conseguí fue que parara en cada planta y se abarrotara de gente cargada de vasos de café, que no hacía sino empujarme más hacia Jairo, acortando distancias físicas mientras yo me afanaba en mantener lo más lejos posible las emocionales. Por fin volvimos a quedarnos solos, camino de la décima planta.
–Cómo echo de menos tu lengua viperina, Lucía. Y mi madre, aunque no lo reconocería ni muerta, también. De hecho no deja de quejarse de que todas mis novias son demasiado sosas.
–No me extraña si ahora has trasladado tus caladeros a Swiss&Co. El mundo de los seguros es muy formal y muy aburrido –mascullé con mal disimulada inquina.
Me maldije por entrar al trapo, pero Jairo ensanchó aún más su sonrisa marcando hoyuelos. Llevaba el pelo rubio muy corto, cortado a cepillo como un soldado, y la luz del ascensor le hacía aguas blanquecinas en las sienes. Sus ojos glaucos chispearon divertidos mientras yo sentía que enrojecía hasta mis vísceras más recónditas. Odiaba ser tan transparente y, sobre todo, me molestaba que pudiera pensar que me importaba su vida sentimental porque yo cada día me esforzaba en que me importara un poco menos.
–Podría ser –dijo guiñándome un ojo, coqueto–, pero este sitio está lleno de chicas guapas, y las más sosas son las que más sorpresas dan.
–Pues ten cuidado con la chica que eliges, no vaya a ser que no sea del agrado de mamá. Aunque creo que Sonia estaría perfectamente a su altura.
Vaya, pensé, mordiéndome la lengua, desde luego que hay rencores que parecen muertos, como una zarigüeya asustada, y que en cuanto te descuidas saltan a tu yugular.
Guardamos un silencio glacial mientras el ascensor recorría las dos últimas plantas. Jairo aprovechó para ajustarse en el espejo el impecable nudo windsor de su corbata, mientras yo me concentraba en la puntera no muy limpia de mis botas. ¿Por qué insistía en llevar aquellas botas zarrapastrosas y aquel abrigo de piel de camello que había conocido mejores tiempos, a la par que el desgastado bolso de cuero? Cada vez que me encontraba con Jairo me prometía a mí misma que sería la última vez que me vería con aquel aspecto de sospechosa que pedía a gritos un cacheo y unas esposas. Parecía una suerte de niña bien devenida en prostituta o drogadicta.
El espejo me devolvió la imagen horrible que proyectaba al mundo, el ridículo corte de pelo ratonil (“bob”, dijo la peluquera, mientras me ponía un espejo de mano en la nuca), la piel mortecina y las profundas ojeras azuladas que parecían una continuación de mis propios ojos, como si me hubieran dado sendos puñetazos en una pelea callejera. Al menos el pelo, me dije, siempre vuelve a crecer. Mucho antes que el orgullo.
–Hasta la vista, Jairo –me despedí, lacónica, en cuanto la puerta del ascensor se abrió.
Salí sin volver la vista atrás y me escurrí precipitadamente hacia el baño de chicas para no tener que cruzar con él la pesada puerta de cristal esmerilado de Swiss&Co. Podía ceder otra vez a la tentación de estampársela en su perfecto rostro de modelo de calzoncillos y sabía por experiencia que solo me sentiría mejor durante cinco minutos.
–Mi madre también te recuerda con afecto, Lucía, que lo sepas. Y por cierto, vuelve a dejarte el pelo largo. Se te ven mucho las orejas.
Hice una silenciosa peineta al aire para él y para el recuerdo de su señora madre, tratando de obviar el hecho de que tuviera la última palabra en todas nuestras conversaciones y la empleara, como era su costumbre, en hacer leña del árbol derribado.
Ya a salvo en el baño de señoras, apoyé las manos sobre la fría loza del lavabo y me obligué a respirar hondo, hasta que las costillas me dolieron y los nudillos estuvieron del mismo blanco níveo. Deseé con todas mis fuerzas, sin poner límites a mi venganza virtual, que Jairo y Sonia se enamoraran y se casaran, con la madre de Jairo luciendo una pamela del tamaño de los anillos de Saturno, y que los dos procrearan una pléyade de niños apellidados Marqués Cortés, para que las ínfulas de la señora Marqués se inflaran un poco más de lo que ya estaban.
Sí, me dije, ojalá que les vaya bien, porque a mí se me pasará este latido de menos que siento ahora en el corazón y que podría confundirse con los celos. Pero podía imaginar la flamante vida de Jairo y Sonia con Esperanza y la idea me hizo sonreír como la bruja de Blancanieves mientras le ofrece la manzana envenenada. Sonia era la eficiente secretaria de mi director, una mujer curvilínea, de exuberante melena dorada alisada al dedillo y unos ojos grises cuyas largas pestañas sabía mover con coquetería mientras fingía colocar un peinado del que no osaba escaparse ni un pelo. Pero era también controladora, rígida y fría, de las que hacían deporte tres días por semana, ni uno más ni uno menos, comía fruta a las horas estipuladas por su gurú nutricionista y masticaba treinta veces cada bocado. Cuando me miraba, aunque lo hiciera con una radiante sonrisa en los labios, me hacía sentir que las cucarachas eran más valiosas en el ecosistema que yo. Sin duda, Sonia estaría a la altura de Jairo y su madre, y los superaría tanto que acabaría por merendárselos como una cobra reina a otras serpientes más pequeñas.
Me lavé las manos y sumergí el rostro en el agua fría. En realidad, lo de Sonia me importaba un ardite. Lo que de verdad había molestado a mi horda de hormonas enfurecidas era aquella compañera uniformada, la pelirroja guapa y altiva que se colocaba la gorra bajo el brazo con estudiada dignidad y que se derretía cada vez que Jairo abría la boca, aunque solo fuera para decirle que el meadero era la puerta a la derecha según salías. Aquello sí que había dolido, casi tanto como el inmarcesible sentimiento de culpa que arrastré con la maleta mientras las puertas tras de mí se cerraban para siempre. Por suerte la pelirroja duró poco y ahora Jairo tenía un compañero que me resultaba hasta simpático, lo que no evitaba que cada vez que Jairo venía a Swiss&Co se me revolviera una nostalgia amarga como la bilis.
En algún momento, me dije para darme ánimos, acabará lo que sea que esté haciendo aquí y se largará. Jairo era ahora inspector jefe de un grupo de la UDEF, la Unidad de Delitos Económicos y Financieros, que, entre otros temas, llevaba todo lo relacionado con el fraude en las aseguradoras cuando los hechos podían constituir un delito, o eso al menos había dejado caer en alguna de nuestras breves y cortantes conversaciones de ascensor. Procuraba no mostrar mucho interés por su vida. Delitos Económicos no hubiera sido, ni muerta, una de mis primeras opciones como policía, pero tuve que reconocer que en él la elección no me había sorprendido. Era un puesto cómodo, vistoso y limpio, nada de llamadas intempestivas, de horarios dilatados, de niños muertos o de mujeres maltratadas. No podía imaginarme a Jairo sorteando charcos de sangre en la escena de un crimen ni corriendo detrás de un sospechoso. Este destino le iba bien, pero no creía que sus ambiciones se detuvieran allí; tarde o temprano buscaría un puesto cerca del poder, aunque fuera rozando el bajo de sus pantalones para dar la falsa sensación de que comenzaba desde lo más bajo.
Meneé la cabeza para despejarla de pensamientos indeseables que ya no llevaban a ninguna parte, caminos sin salida en un laberinto eterno, y las puntas de mi nuevo corte de pelo me acariciaron el mentón devolviéndome a la realidad y disolviendo aquellos fantasmas que, a mi pesar, se habían instalado entre Jairo y yo para siempre. Bajo la apariencia de una lejana cordialidad, pervivía la insidia de un pasado compartido y un rencor subyacente, oscuro, intenso, que a veces me impedía respirar como si me estuviera bañando en un charco de chapapote.
Pero ya me había demorado todo lo que la decencia me permitía en aquel baño silencioso. Miré por la ventana el trasegar de coches, el movimiento lejano de gentes que tenían la suerte de no estar en mi piel.
–Ojalá te murieras, Jairo –musité mientras salía del baño, sintiéndome la persona más miserable sobre la faz de la Tierra. Eso incluso antes de que mis deseos se hicieran realidad, cuando todavía no podía ni intuir lo miserable que podía llegar a sentirme.
En aquel momento hubiera deseado lo contrario: no tener que vivir para ver morir a Jairo.
La parte de mi cerebro que había sido entrenada para aquella situación me instó a centrarme en mi realidad más inmediata en lugar de andar fustigándome por unas palabras mezquinas dichas sin pensar. Respiré hondo varias veces, en silencio, reconectándome con todo mi ser, y volví a escudriñar hacia el lugar donde Jairo seguía abatido, lívido, con la mano sujetándose una oquedad en el costado por donde la vida fluía en forma de líquido pardusco y viscoso. Tragué saliva, y en el mismo momento en que el encapuchado apuntaba a la cabeza de Jairo para rematarle y los ojos del inspector se alzaban hacia los de su verdugo, me incorporé con la rapidez de una serpiente y apreté una sola vez el gatillo, un impacto que resonó como el restallido de un trueno en la tormenta. El asaltante ni siquiera se volvió. Cayó de rodillas frente a Jairo a cámara lenta, la pistola resbaló de su mano con un golpe hueco y luego se desplomó, atrapando con su brazo la pierna del inspector, que ahogó un nuevo gemido de dolor.
Ignoré la respiración agitada que trataba de recuperar el aire que había dejado de inspirar, el olor intenso del humo que se me pegaba en los pulmones y el pellizco del retroceso en mi mano, de donde sentí brotar la sangre en un reguero tibio. Retiré la cajonera para deslizarme de canto entre el mueble y la mesa y, aunque lo que me pedía el cuerpo era correr hacia Jairo e inspeccionar aquella herida de entrada, oteé con prudencia el pasillo antes de salir. Luego golpeé con la puntera de mi bota el arma del suelo para alejarla del hombre y comprobé que de todas formas no iba a tener ocasión de utilizarla porque estaba muerto; seguramente mi disparo le había partido en dos la columna vertebral. Me arrodillé junto a Jairo, todavía sintiendo en mi mano el reconfortante peso de la pistola y sin perder de vista, como si tuviera un sexto sentido en el cogote, todas las vías. Apreté con fuerza la culata cuando me incliné brevemente sobre la herida. Dios, cómo había extrañado sin saberlo aquel contacto, la sensación de poder que me ascendía desde la mano hasta el cerebro. Y qué mal aspecto tenía aquella herida. Un reguero de sangre se deslizaba entre los dedos de Jairo con aniquiladora lentitud.
–¿Qué está pasando? –pregunté en un susurro mientras me quitaba el pañuelo del cuello y retiraba su mano ensangrentada de la herida para taponarla lo mejor que pude, apretando hasta que el rostro de Jairo, tan desvaído que había adquirido un sutil tono azulado, se contrajo con el sufrimiento.
–Escuché los disparos y salí del office. Y entonces apareció este tipo… Casi había olvidado lo buena tiradora que eras –dijo poniendo su mano sobre la mía y entrelazando los dedos un momento.
Mi vanidad sonrió. Habría sido la primera de la promoción si no me hubieran expulsado de la academia. Pero también fue mi vanidad la que me recordó que aquellos tiempos y su promesa de futuro no volverían, y me desinflé mientras recorría de nuevo con la vista, a izquierda y a derecha, todo el pasillo. Un silencio opresivo había vuelto a deslizarse sobre la planta, podía escuchar incluso el crepitar de las hojas del ficus bajo el chorro de la calefacción. A lo lejos empezaron a ulular las sirenas de las ambulancias y los coches de policía. Supuse que a Jairo le había dado tiempo a pedir refuerzos tras oír los disparos, aunque me preguntaba dónde estaría su compañero.
–Sonia… Tal vez también esté herida –jadeó mientras yo me afanaba en contener la hemorragia. –Estaba conmigo en el office y fue un momento a ver si había venido Emma.
–Aguanta –susurré–. Voy a echar un vistazo.
Jairo me apretó aún más la mano moviendo la cabeza a un lado y a otro. Supe que se debatía entre el miedo a quedarse solo mientras se desangraba, el temor de dejarme marchar sin saber qué estaba pasando y la necesidad de saber que Sonia estaba bien. Me aseguré de que su herida estaba fuertemente taponada y luego me desasí de su mano con cuidado y me arrastré al amparo de las plantas a las que hasta ese momento no había encontrado más utilidad que la de que algunas compañeras perdieran el tiempo ocupadas en riegos, podas y cambios de tierra.
Mi zona estaba despejada, pero la prudencia me impidió seguir más allá de la mampara que distribuía el espacio entre la zona destinada a las mesas de los investigadores y la de dirección. La ausencia de movimiento y el silencio no presagiaban nada bueno. Asomé la cabeza para vislumbrar las puertas de los despachos. La de Solí, el director general, permanecía cerrada. Solí casi nunca llegaba a la oficina antes de las diez, y accedía directamente desde el garaje a su despacho, así que muy mala suerte tendría que ser que aquel día hubiese decidido venir temprano.
Pero Emma Navea, la jefa del departamento de investigación, sí madrugaba. Y aunque su puerta estaba cerrada, podía ver a través de los paneles de cristal de la parte superior que la luz de su despacho estaba encendida. La que sí estaba abierta era la puerta de emergencia que daba acceso a la escalera de incendios, y que golpeó suavemente contra el muro, agitada por una repentina corriente de aire que me erizó los pelos de la nuca.
No vi a nadie. En aquella zona solo trabajaban Solí, Sonia, Emma y dos asesores suizos que iban y venían, y cuya función en la empresa escapaba a mi conocimiento. Volví junto a Jairo, deslizándome tan agazapada como pude y preguntándome qué habría tras la puerta cerrada, aunque sabía que no era pertinente iniciar ninguna acción ofensiva ni permitir que Jairo muriera mientras yo fisgaba. Fuera lo que fuera estaba más allá de mis posibilidades. Cuando volví junto a Jairo, comprobé que respiraba con dificultad y que su pulso se ralentizaba por momentos. El ulular de las ambulancias, aunque sonaba cada vez más cerca, en mi cabeza trastornada me parecía que se alejaban en lugar de venir a socorrerme.
–No he visto a nadie –dije con ánimo de tranquilizarle cuando me miró inquisitivo–. Tal vez fuera antes al baño –añadí, sin mencionar que no había abierto la puerta del despacho de Navea.
Dejé la pistola en el suelo, pero a mano. Tampoco era buena idea andar por ahí con una pistola cuando llegaran sus compañeros: fuego amigo o enemigo tenías muchas papeletas de recibir un tiro.
–Lucecita…
–No me llames Lucecita –le recriminé. Una cosa es que estuviera herido y otra que se pusiera sentimental.
Retiré un poco la tela empapada en sangre para echar un vistazo a la herida y no me gustó nada lo que vi. Estaba empezando a preocuparme de verdad, porque no podía discernir si había agujero de salida y no quería moverle, pero sí que podía ver la carne grisácea de sus intestinos, apenas contenidos por mi terquedad.
–¿Dónde está Jon? ¿Abajo? –pregunté.
–No –jadeó con un siseo de dolor–. Jon no venía esta mañana. Escucha, Lucía, quiero que sepas que lo siento mucho, muchísimo. Debería…
–Calla –chisté. No soportaba aquellas disculpas con sabor a muerte y que llegaban a destiempo. Apreté aún más la herida.
–Tienes que perdonarme…
No, pensé, horrorizada. No podía recordar aquel momento en el que perdí toda mi carrera, en la manera en la que nos distanciamos y seguimos caminos diferentes. Lo había apostado todo al mismo número, no va más al rojo. Y luego todo se volvió negro, como la visión de túnel que ahora me asaltaba y que no me permitía tener consciencia de nada más que de aquella herida que no dejaba de sangrar. ¿Cuánta sangre hay en el cuerpo humano, por Dios?, me gritó una voz en el túnel haciendo eco.
Sentí que Jairo recogía su pistola del suelo. “No”, quise decir, “necesito esa pistola, aún no estoy preparada para devolverla”. Pero Jairo sostenía ya el arma con su mano ensangrentada, asegurándose de que la sangre de su herida empapara bien la culata. Parpadeé muy deprisa para contener las lágrimas. Jairo estaba borrando con las suyas mis huellas dactilares y mezclando nuestra sangre para que cualquier prueba de laboratorio no resultara concluyente. Sentí una opresión en la garganta, como si estuviera tragándome todo el orgullo y la mala baba de golpe y se me hubiera hecho una bola intragable.
–Te perdoné hace mucho tiempo –susurré.
A mi pesar, era cierto. Una parte de mí hubiera querido seguir odiándole hasta la muerte, pero la parte más razonable, la que me hacía más humana y tolerante y menos capulla, no quería que la muerte la sorprendiera mientras odiaba a Jairo Marqués y a toda su descendencia. Tenía que aspirar a algo más.
Posé una mano en su mejilla, agradecida. Jairo estaba creando una cortina de humo para que yo no tuviera problemas: una civil disparando la pistola de un policía no era buena cosa, y la frontera entre la defensa propia o de otro, y el homicidio, era apenas una línea que cualquier fiscal un poco listo y ambicioso no tardaría en mover a su favor. Jairo podría ser mi testigo, pero sin su testimonio y con la impronta de mis huellas en la pistola que sería requerida por los de la Científica, podrían acusarme de homicidio sin ningún miramiento, incluso de cómplice o participación en banda armada. Me alegré de que Jairo hubiera pensado en mí por una vez, hasta que un destello de luz se abrió paso en mi mente cubriendo mi conocimiento de espanto. “No, no, no”, repitió una voz en mi cabeza cuando fui consciente de que Jairo estaba convencido de que iba a morir.
–¡¿Dónde coño están las malditas ambulancias?! –grité a pleno pulmón, tan fuerte que incluso el ficus dejó de moverse–. ¡Que venga un médico ya!
Luego las puertas de cristal se abrieron y se desató el caos.
Diez años atrás yo también tenía un uniforme, pensé sentada en las escaleras de piedra de la entrada mientras miraba a los agentes uniformados moverse como abejitas atareadas en un panal. No era un uniforme de verdad, nunca llegué a tener un uniforme de verdad, era solo el uniforme de alumno, pero fue lo más cerca que estuve nunca de poseer uno. Me hubiera quedado bien.
Seguía teniendo las manos manchadas de sangre seca, y un tizón rojizo en la cara cenicienta que se reflejaba en el cristal frío en el que había apoyado la cabeza. Ya había despachado a dos solícitos sanitarios diciéndoles que no estaba herida, y la segunda vez ni siquiera había sido muy amable. Había sido desalojada del edificio al tiempo que la policía aseguraba las plantas y los sanitarios se hacían cargo de la situación.
Luego Jon Nielfa, el compañero de Jairo, me había llevado a aquel rincón y había depositado entre mis dedos un vaso de poliuretano con un brebaje caliente y azucarado al que apenas había dado un par de sorbos. Me había pedido encarecidamente que le esperara allí sentada y le había perdido de vista hasta el momento en el que se dejó caer, contrito, a mi lado. Di un sorbo a la bebida que tan solícitamente me había traído, pero ya estaba fría y empalagosa y tuve que reprimir el impulso de escupirla. Jon y yo guardamos un tenso e incómodo silencio.
El subinspector Nielfa era un tipo de mediana edad, no demasiado alto, pero con la complexión ágil y la nariz un poco desviada de un boxeador retirado. Tenía los ojos juntos, las cejas espesas y despeinadas, y las mejillas mal rasuradas y enrojecidas por el frío. Igual que un viejo halcón, pensé. Acompañaba a Jairo en sus visitas como la sombra silenciosa de un buen perro, siempre ataviado con unos vaqueros descoloridos y un grueso chaquetón de cazador. Pero aquella mañana había llegado cuando a Jairo se lo tragaba la ambulancia y un sanitario muy borde trataba de obligarme a quedarme en tierra mientras yo seguía repitiendo como una letanía la ristra de agravios por los que Jairo me debía una vida. “No te mueras, no te mueras, no te mueras, me lo debes”. Pero Jairo, entubado, ya no me oía y al final Jon tuvo que arrastrarme en volandas mientras yo pataleaba en el aire y gritaba como si me estuvieran desollando.
Ahora ese recuerdo me provocaba una vergüenza terrible, pero no podía borrarlo de mi memoria, de hecho podía describir cada milímetro de la camilla y de la ambulancia, el instrumental, las texturas y los olores, el perfilador turquesa de los ojos de la doctora que se había ocupado de Jairo, cada matiz del aire estático, de la sangre que se iba volviendo negra en los regueros. Y me veía a mí misma como una mujer histérica a la que hubieran acabado poniendo un sedante con una jeringuilla enorme de no ser por Jon, que me había hecho sentar en la escalera de piedra con la severa admonición de que no me moviera de allí mientras él trataba de averiguar qué había pasado y cómo se encontraba Jairo. “Y sobre todo”, me dijo poniéndome las manos sobre los hombros, “no hables con nadie, Lucía. Sea lo que sea di que ya has hablado conmigo, que te he tomado declaración y que volveré en seguida. Te prometo que regresaré en cuanto sepa algo, ¿lo has entendido?”. Había asentido por inercia, porque la verdad era que no entendía nada.
–Está en quirófano –dijo Nielfa al tiempo que empezaba a liar un cigarrillo sin filtro con sus enormes manos cubiertas de durezas. Resultaba hipnotizador ver aquel proceso. Ninguno dijimos nada más hasta que terminó y encendió el cigarrillo, dando una calada tan intensa que sus labios resecos y agrietados emitieron un chasquido que sonó como un beso. El humo me hizo parpadear–. Casi he tenido que currar a uno de esos cretinos para sacarle las sandeces de siempre. Que está en buenas manos y todo eso. No han querido darme un pronóstico. Reservado, me ha dicho el gilipollas. A saber.
El hospital de las Trinitarias estaba apenas a un par de calles y Nielfa había seguido a la ambulancia en un coche patrulla. Me dolía el culo de estar sentada en la piedra y tenía las extremidades entumecidas por el frío seco del mes de enero, pero no me había movido, como Jon me dijo, y tampoco había hablado con nadie porque nadie había reparado en mi presencia. Me dolía la cabeza de volver una y otra vez al tiempo en el que Jairo y yo éramos más jóvenes, más insensatos y más felices. O por el frío que me había acorchado la frente hasta dejármela insensible.
Nielfa miró con desgana el líquido inclasificable de mi vaso, me lo quitó de las manos y me ayudó a incorporarme. Volvió a sorprenderme su agilidad, el olor acre de sus cigarrillos sin filtro y de la colonia Varón Dandy de toda la vida, la misma que usaba mi padre. Tenía los dedos amarillentos de décadas enganchado al cigarrillo y las uñas mordisqueadas hasta dejar algunas zonas en carne viva. Desvié la mirada de aquellas manos. Nielfa era sin duda un hombre nervioso con un temple apenas controlado a base de esfuerzo.
–Vamos, Lucía. Los de la Científica aún tardarán y hace un frío del carajo. Tomemos algo caliente y me cuentas qué ha pasado ahí dentro.
Jon echó un vistazo disimulado a mi mano y yo tiré de la manga del jersey para tapar la mordida del retroceso que, al menos, había dejado de sangrar. Hasta entonces no había reparado en el escozor punzante de la herida. Sentí que enrojecía bajo la mirada condescendiente de Jon y sonreí a duras penas cruzando las manos sobre el pecho y escondiéndolas bajo los brazos, como si tuviera un frío incapaz de ser contenido. La vida me había enseñado a ser precavida y no tenía ninguna intención de contarle lo que había pasado allí dentro, en especial cuando apenas podía ver más futuro que el de una puerta de barrotes cerrándose a mis espaldas y el sonido de la llave al caer al río.
Miré al subinspector con toda la candidez que fui capaz de arañar de mi corazón helado.
–Prefiero irme a casa, si no te importa. Estoy agotada. Pero avísame si hay cualquier cambio. Por cierto, ¿qué hacía Jairo hoy aquí solo tan temprano, Jon?
El subinspector suspiró ruidosamente mientras tiraba los restos de su cigarrillo apurado.
–Lo de siempre, supongo –dijo encogiéndose de hombros–. Emma pasaba trimestralmente un informe, aunque ahora que lo pienso era pronto para eso y tampoco había ninguna reunión programada. El caso es que esta mañana me pidió que fuera a Instituciones Penitenciarias mientras él hacía otra gestión y dijo que ya nos veríamos en la oficina. –Se calló de pronto sacudiendo la cabeza para desterrar alguna idea peregrina–. Igual vino solo para pelar la pava con esa secretaria guapa.
El recuerdo de los zapatos rojos de Sonia asomando por debajo de la sábana blanca de la camilla me provocó un escalofrío. Habían sacado dos cadáveres: uno el de Sonia, que reconocí por aquellos zapatos que tantas veces había visto taconear por el pasillo despertándome una punzada de envidia; luego vi salir un segundo cuerpo, pulcramente tapado. No hizo falta que Jon me confirmara quién era. En mi fuero interno sabía que no podía ser otra que Emma Navea, y no quería ni pensar en la posibilidad de que alguna de ellas siguiera viva mientras yo decidía no cruzar la puerta cerrada de su oficina.
–¿Seguro que estás bien, Lucía? –preguntó solícito.
Asentí para disipar sus dudas y las mías. Me quedaban muchas preguntas, pero no quería forzar la situación.
–Tal vez no haya tenido nada que ver con Jairo, ni con la empresa… –aventuré.
Se me ocurrían multitud de variantes, desde el robo hasta la violencia de género llevada al extremo. Al fin y al cabo, ¿qué sabía yo de la vida de mis compañeros? ¿Sería todo tan perfecto como la gente da a entender en las conversaciones triviales de oficina? Seguro que no. La gente no suele airear sus miserias, yo misma no lo hacía. Nielfa se encogió de hombros.
–El mundo está lleno de pirados –dijo al final el subinspector–. Ya sabes que todo esto lo llevaban entre Jairo y Emma Navea. Yo solo era el recadero y nunca entendí muy bien sus tejemanejes. La verdad es que era un trabajo de mierda, nada que ver con los viejos buenos tiempos, Asentí comprensiva, aunque no sabía a qué buenos tiempos se refería. Siempre me había preguntado qué pintaba un tipo como Nielfa en un trabajo como aquel y con un inspector como Jairo. Su unión parecía un castigo para ambos, más para Nielfa que para Jairo, que todavía realizaba un trabajo que a todas luces le gustaba y con el que el inspector, que no daba puntada sin hilo, pretendería impulsar su carrera a medio plazo.
Me constaba que había sido Emma quien contactó con la policía por un fraude haría un año más o menos, y que desde entonces se habían mantenido contactos periódicos en los que colaboraban varias aseguradoras, pero, al igual que Nielfa, yo ni siquiera estaba invitada a la fiesta.
–¿Viste a alguien más? –preguntó Nielfa–. Lo digo porque no parece un golpe para un solo tipo armado.
–No, no vi a nadie más. Si había alguien tuvo que salir por la ventana que da a la escalera de incendios, que estaba abierta.
Al girarme para recoger el bolso del suelo comprobé que el hombre de la zona reservada a las ambulancias y al personal sanitario seguía allí. Le había visto llegar y no se había movido del sitio. Los forenses ya se habían ido con su macabra carga después de que el juez autorizara los levantamientos, y ahora apenas quedaba gente en aquella zona. La policía local había vuelto a habilitar el tráfico, el personal del juzgado recogía sus cosas y los periodistas que se habían mantenido tras la línea amarilla empezaban a dispersarse en busca de declaraciones jugosas. Jon y yo nos apresuramos a escabullirnos hacia una zona discreta. Ya había tenido bastantes emociones por aquel día, incluyendo el rostro distorsionado de Jairo mientras se lo llevaban, los gritos, la sangre desperdigada, los sanitarios dando órdenes y los policías tratando de que nadie saliera y nadie entrara.
El hombre nos siguió con la mirada. Al principio lo había confundido con un curioso, tal vez un periodista con una buena recomendación en su haber para estar en primera fila, pero estaba demasiado cerca incluso para eso. Reparé, en uno de nuestros fugaces y subrepticios cruces de miradas, en el bulto de su cadera, y supe que era policía igual que supe que me traería problemas. De hecho era difícil apartar de él la mirada, el único ser calmado en medio del caos, como si todos los demás se movieran a cámara rápida mientras él lo hacía al ritmo normal, pausado, con movimientos suaves y comedidos, escuchando, con gesto serio pero sin alterarse, a los policías uniformados y a la sanitaria con el chaleco rotulado como “Médico”, la misma que había tratado de colocarme sin éxito un tranquilizante. Era un tipo alto, afilado, de facciones cinceladas y mirada impertérrita. Tenía el pelo de color castaño cobrizo, un poco largo, y en la cabeza se había colocado las gafas de aviador que lanzaban rayos reflectantes cuando un tímido rayo de sol los rozaba.
–Lucía –oí que Nielfa me llamaba–, ¿quieres que te lleve a casa?
Di un respingo al tiempo que negaba con la cabeza. Me acerqué a Jon discretamente, desviando la mirada. No quería que el hombre pensara que hablaba de él.
–¿Quién es el tipo de la cazadora de cuero y las gafas de aviador que está junto a las ambulancias? No ha dejado de mirarme en todo este tiempo –susurré tan suavemente que Nielfa tuvo que inclinar la cabeza, aunque era obvio que el hombre debería de tener poderes especiales para poder oírnos desde aquella distancia.
Nielfa no necesitó ni mirarle para saber a quién me refería, y una sombra se deslizó por su rostro, un poco blando en los laterales, oscureciendo el azul desvaído de sus ojos y haciéndole apretar la mandíbula con desdén.
–Régimen Disciplinario –dijo volviendo la cabeza–. Se llama Larraz. Martín Larraz. Es inspector de Régimen Disciplinario desde que entró en la policía. No ha hecho otra cosa. Martillo Larraz, le llaman, y según dicen, se ha ganado el mote. Cabrón…
Nielfa escupió la última palabra al tiempo que tiraba la colilla consumida, y yo revolví distraída en el interior de mi bolso, hasta que recordé, contrita, que era inútil buscar las llaves de un coche que agonizaba en el taller a la espera de que me decidiera a aceptar un presupuesto desorbitado. Parecía que habían pasado mil años, pero apenas doce horas antes mi vida me había parecido asquerosa sin saber lo mucho que podía llegar a empeorar. Suspiré cerrando el bolso y dando carpetazo a mis pensamientos.
–¿De verdad que no quieres que te lleve a casa? –volvió a preguntar–. Tienes mala cara.
Jon Nielfa me miraba fijamente. Me sentí en el incómodo epicentro de aquellos dos pares de ojos. Los dos policías parecían tener demasiado interés en mí y un silbato silencioso, como los que se usan con los perros, vibró en mi instinto en una frecuencia que el resto de los humanos no podía oír.
–Tengo el coche cerca –mentí–, pero gracias igualmente. Y por favor, llámame en cuanto sepas algo, a cualquier hora.
Le anoté mi número en la libreta que me tendió evitando mirar sus dedos. Jon dudó al guardarla. En el fondo comprendía que no me descartara como sospechosa o algo peor, pero ya me habían tomado una declaración preliminar y no había razón alguna para retenerme más de lo que se había retenido al resto de los ocupantes del edificio.
–Oye, Lucía… –Esperé pacientemente, volviendo a fijar mis ojos en su cara de pájaro viejo–. Ten cuidado, ¿quieres? Lo digo por si Larraz se pone en contacto contigo… Es un mal bicho. Y por lo demás no te preocupes, yo me encargaré de todo.
No había motivos para que Régimen Disciplinario se pusiera en contacto con alguien que no era policía, ni tampoco podía imaginarme de qué habría de encargarse Nielfa en mi nombre, pero asentí para complacerle mientras bajaba las escaleras y me alejaba del edificio, sintiendo todavía en la boca el olor ferruginoso de la sangre y la quemazón de la mano. ¿Y quién no tiene rincones llenos de sombras?, pensé dirigiendo una mirada fugaz hacia aquel Larraz adusto, reconcentrado e intenso, un hombre que parecía acostumbrado a salirse siempre con la suya y que parecía moverse en el ojo calmado de un huracán mientras a su alrededor el mundo se sumía en el caos. Un guerrero cuyas sombras eran, quizá, tan alargadas como las mías propias.
Me alejé, consciente de los ojos fríos e incisivos del inspector Larraz sobre mí, inmóviles y plomizos como las aguas de un lago invernal, que siguieron mis pasos con la pesadez de una sierpe merodeando entre mis pies cansados.