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Capítulo III
Huida

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Parpadeé confusa mientras trataba de zafarme de la opresión que sentía a lo largo del cuerpo, debatiéndome torpemente para emerger a la realidad. Me llegaba a vaharadas el olor a naftalina y a aire estancado, y me picaban las partes del cuerpo que no estaban cubiertas de ropa. Conseguí incorporarme a medias en aquella familiar cama con cabecero de latón y aparté de un empujón las pesadas mantas de lana. Sentada en el borde del colchón, contemplé la ropa arrugada que ni siquiera me había quitado antes de desplomarme. Había dormido lo que me parecía un siglo después de un largo viaje con un tiempo inclemente que me hacía cuestionarme mi cordura a cada kilómetro.

Cuando por fin alcancé mi destino estaba aterida y entumecida, y las pocas fuerzas que me quedaban las gasté forcejeando con la puerta en la oscuridad de la calle y buscando luego el maldito cuadro de luces de la casa. Me acerqué a la ventana del salón y contemplé, atónita, el patio de la casa, idéntico al de mis recuerdos infantiles solo que ahora cubierto de nieve. Faltaba solo el columpio de madera improvisado en el árbol. Mis amigas y yo solíamos pasar las largas tardes de verano turnándonos para columpiarnos como cafres, boca arriba, boca abajo, boca suelo. Del árbol ahora quedaba solo su fantasma y la añoranza del verano. Apoyé la cabeza sobre el cristal helado.

Mi mente fue recomponiendo los retazos de un camino que había recorrido como si flotara en un escenario de brumosa pesadilla. De adelante atrás. Había conducido durante horas por carreteras secundarias que cruzaban páramos desiertos, oprimidas por un cielo denso y oscuro que amenazaba nieves como las que se amontonaban en los arcenes. A veces me cruzaba con algún coche, un todoterreno me secundó guardando una distancia prudente durante un buen rato y luego desapareció por una salida de la autopista. Más allá de esporádicas señales de vida el mundo parecía empañado por una capa de ceniza que hubiera subsumido la luz del sol para siempre; a ambos lados de la carretera árboles esqueléticos elevaban al cielo sus ramas desnudas, suplicantes en vano, y solo el sonido del motor y el zumbido intermitente de los coches que se cruzaban en mi camino o me adelantaban, rompían el silencio en el que me sentía inmersa, igual que un buzo caminando por el fondo oceánico, insensible a todo, anestesiada, inmune al dolor que pugnaba por abrirse paso desde el fondo de mi alma.

Al salir de casa con cuatro cosas en una bolsa de viaje ni siquiera había tenido claro adónde iba. Me limité a cerrar la puerta sin mirar atrás y sin echar la llave, como si huyera de una guerra en ciernes. No recordaba sino imágenes aisladas de todo el proceso: yo llamando al ascensor, alquilando un coche pequeño en una agencia cercana a casa, conduciendo en mitad de un temporal, parando en un bar de carretera para tomar un café hirviendo. Y sin embargo me parecía que habían pasado siglos y que yo acababa de despertar en un castillo encantado en el que el hechizo había fallado dejándome despierta en un mundo dormido.

Cerré los ojos para contener las lágrimas: si no lo piensas, me repetía como un mantra, no ha pasado; si no lo dices, no ha pasado; si no lo sientes, no ha pasado. Pero había pasado. Cuando salí del despacho de Solí, Jon parecía el único superviviente de una batalla que fuera a comunicar la derrota a su señor. Tenía la cara desencajada y cerraba y abría los puños compulsivamente, como si necesitara pegar a alguien. Me miró de frente, movió la cabeza de un lado a otro y supe que Jairo había muerto. Hubiera deseado taparme los ojos y los oídos, esconderme para siempre bajo aquella misma mesa y no querer saberlo, que todo volviera a ser igual, pero el conocimiento nunca tiene marcha atrás y el dolor que me traspasó fue tan agudo, tan crudo, como si me clavaran agujas en el corazón.

Jon me abrazó torpemente mientras yo me dejaba hacer, boqueando como un pez fuera del agua. No podía llorar, no sentía ni los brazos de Jon. Mi alma parecía haber huido de mi cuerpo.

–Lo siento mucho, Lucía –dijo Jon–. Sé que estuvisteis muy unidos. Él siempre hablaba de ti.

Apenas escuchaba sus palabras, el relato entrecortado de sus últimas horas. Lo más sorprendente, pensaba, era no haberlo sabido, ni siquiera intuido. Siempre pensé que el vínculo con Jairo me haría presentir su muerte como un vacío en el corazón entre dos pulsaciones arrítmicas, un estremecimiento en mis recuerdos, un silencio en mi cabeza como la retirada del mar antes de un tsunami; siempre pensé que de alguna manera Dios me dejaría patente que no había aceptado el trato. Pero nada de eso había pasado.

Cuando Jon se fue, cediendo a una pulsión indescifrable y a la necesidad de un momento de soledad, me refugié en el despacho de Navea aprovechando que Marta había salido. No quería que nadie viniera a ofrecerme condolencias, ni a mostrar un interés que no sería sino curiosidad morbosa. Se había retirado piadosamente el cartel de la puerta con el nombre de Emma, pero dentro estaban todas sus cosas y todavía flotaba, insidioso y cruel, mucho después de que su cuerpo ya ni siquiera existiera, el persistente y dulce aroma de su perfume afrutado. Allí habían encontrado los cuerpos de Emma y Sonia, tras la puerta cerrada que no me había atrevido a franquear aquel día, como si un sexto sentido me hubiera avisado de que ya nada podría hacer tras aquella puerta. Al contrario que Jairo, la autopsia confirmó que Emma y Sonia habían muerto en el acto de sendos disparos en la cabeza, como en una ejecución. Una vez que las balas salieron de la pistola, nadie hubiera podido hacer nada para salvar sus vidas.

Me quedé apoyada contra la puerta un buen rato, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada.

–Lo siento de verás, Emma –musité–. Siento mucho que Sonia y tú murierais.

Cuando salí de aquel despacho sabía que tenía que hacer caso a Solí y marcharme, pero antes de irme cometí un error imperdonable: cogí algo que no me pertenecería nunca y algo que todavía no me pertenecía.

He vuelto al pueblo, pensé perpleja. He vuelto para llorar su muerte al sitio que Jairo más detestaba en el mundo. Qué irónico. Pero yo sabía, sentía, que no podía hacerlo en ningún otro sitio y tampoco habría sido apropiado acudir al tanatorio o a su incineración. Era como si su muerte me desconectara del mundo igual que sus padres le habían desconectado a él de la vida en la Unidad de Cuidados Intensivos cuando los médicos les dijeron que no había nada qué hacer. ¿Qué padres no habrían esperado más para alimentar su esperanza y la mía? Los padres de Jairo, claro. Empecé a reír mientras las lágrimas me rodaban por la cara. Me las sacudí de un manotazo.

La fortaleza que me había creado alrededor para frenar el ataque de los recuerdos insidiosos empezó a desmoronarse por flancos hasta entonces seguros y descubrí que estaba muy enfadada con el universo: ¿para esto había yo sacrificado mi carrera? ¿Para esto había disparado a un tipo a bocajarro? ¿Para que luego los padres de Jairo decidieran que había llegado el momento de desenchufar a su hijo porque sus posibilidades de sobrevivir eran inexistentes? Era una frivolidad, una injusticia, y yo no podía hacer nada, ni retroceder en el tiempo para evitar toda aquella sarta de despropósitos, ni tomar otras decisiones que nos condujeran a Jairo y a mí a un futuro diferente, uno en el que no tuviera que disparar a nadie o en el que aquel gesto desesperado hubiera servido para algo. Lo único que había podido hacer, y todavía no tenía claro por qué, era huir a aquel puñetero pueblo que llevaba sin pisar años, y de pronto hasta eso me pareció una estupidez. ¿Qué hacía yo allí? Lo más sensato, me dije, sería volver por donde había venido, regresar a casa, digerir lo ocurrido y reconducir mi vida, que falta me hacía. Para ello Solí me había abierto una puerta y sería inútil no cruzarla para quedarme mirando atrás. Fui a coger las llaves del coche y el abrigo para volver a casa.

–Quédate donde estás o te descerrajo un tiro.

El corazón se me paralizó antes de empezar a latir con tanta fuerza que pensé que me iba a dar un ataque. Subí las manos lentamente, alejándome un paso de la ventana a través de la cual un momento antes había estado contemplando los recuerdos de mi infancia. Comprendí que, vestida de oscuro, en la habitación apenas iluminada por la fría luz invernal y el gorro de lana negra con el que había dormido, era fácil confundirme con un ladrón.

–Voy a volverme –dije con lentitud–. Por favor, Mali, no dispares.

Cuando me di la vuelta miré fijamente a quien había sido mi mejor amiga de la infancia, plantada en mitad de la sala del comedor con la escopeta de caza Franchi de su padre firmemente asida y apoyada en su hombro. Cuando vi que aflojaba la tensión sobre la culata, me quité el gorro con esmerada morosidad y dejé que el pelo me cayera sobre los hombros mientras mantenía la mirada de sus ojos negros amarrada a los míos. Amalia no había cambiado desde la adolescencia, y deseé que a sus ojos el tiempo hubiera sido tan misericordioso conmigo. Llevaba años sin verla.

Comprobé con alivio que finalmente Amalia bajaba la escopeta y la dejaba sobre la chimenea con movimientos lentos y comedidos. Llevaba una parca de cazador verde oscuro, grande para su menuda figura, y un gorro también verde del que pendían dos coletas de rizado pelo rubio. Se había calzado unas botas de agua que le llegaban casi hasta las rodillas, y que se veían brillantes a la luz de la linterna que portaba, con trozos de nieve aún viva derritiéndose sobre el plástico y dejando charcos en el suelo. No hizo ningún ademán de acercarse a mí. Por el contrario, mi amiga imprescindible de otro tiempo se alejó con ostentosa hostilidad y se metió las manos cruzadas sobre el pecho bajo las axilas. Estaba claro que no pensaba ni ofrecerme la mano. Ni hablar de intentar dos besos.

–Vaya –dijo únicamente–. La hija pródiga. Pensé que eras un ladrón. Ha habido algunos allanamientos por la zona, ¿sabes? Y ya te digo que no es buena idea que vayas colándote por las casas, aunque sea la tuya. Ni que pasees por el pueblo, ya puestos.

–Lo siento. Debería haber llamado… –La voz se me estranguló en la garganta.

El padre de Amalia había muerto hacía dos años y yo ni siquiera había ido personalmente a expresar mis condolencias. Me había limitado a llamar una vez por teléfono, una conversación breve que se ahogó en silencios incómodos. Podía recordar a Miguel enseñándonos a coger moras sin pincharnos y a distinguir las setas buenas de las malas. Lamenté mucho su muerte, pero ni siquiera por esas había ido a ver a Amalia, convencida de que el tiempo había echado sobre nuestra amistad una capa de tierra inamovible que la había fosilizado para siempre, como un mosquito atrapado en una gota de ámbar.

–Sí, deberías haber llamado –dijo Amalia, aunque su expresión no dejó traslucir si aquellas palabras tenían el hiriente trasfondo que yo en mi culpabilidad las atribuía–. ¿Qué haces aquí? La casa está helada. Ni siquiera has encendido la estufa y afuera estamos en mitad de un temporal, por si no te has dado cuenta.

Abrí la boca para decir que todo había sido un error, que había llegado la noche anterior por casualidad, porque iba de paso a otro sitio y se me hizo tarde, pero que ya me iba. Porque en verdad sentí que todo aquello era una descomunal tontería que podía haber acabado con mi cabeza desparramada si Amalia hubiera sido una loca con el dedo flojo o yo no hubiera tenido la precaución de rendirme. Pero no fue eso lo que dije.

–Jairo ha muerto.

Y fue verbalizar un hecho tan simple con unas palabras tan simples que sentí que las piernas se me aflojaban y que el corazón se me expandía y el cuerpo se me sacudía en espasmos temblorosos.

Amalia se acercó hasta mí y me obligó a sentarme junto a ella en el sofá. Apoyé la cabeza sobre su hombro y me dejé arrastrar hacia aquel territorio conocido y acogedor, delimitado por las fronteras de los recuerdos compartidos, las fiestas del pueblo, los primeros cigarrillos a escondidas, las melopeas con cerveza Mahou en la plaza mientras nuestros padres nos hacían jugando a la comba, y las botellas de licores fuertes que escondíamos entre los escombros de una obra para hacer combinados exóticos que nos tomábamos calentorros porque no teníamos hielo y no nos atrevíamos a comprar en la gasolinera. Todo aquello volvió de pronto y me reconfortó como nada podía hacerlo ya.

–Lo siento mucho, cariño –susurró–. No sabía que seguías viéndole.

El cuerpo de Amalia me devolvió la memoria de una juventud que había pasado demasiado rápido y había terminado el día en que Jairo se convirtió en la piedra angular de mi existencia. Durante las vacaciones no dejaba de hablar de él mientras paseábamos por los montes devorando bolsas ingentes de pipas que nos dejaban la boca áspera y blanquecina y una sed que saciábamos en manantiales que nunca nos enfermaban. Fue Amalia la primera que supo cómo nos habíamos besado la noche en la que yo celebraba mi cumpleaños y el eje del mundo pareció deslizarse de su órbita para volcarme en sus brazos en el momento en que nos despedíamos en el portal de mi casa, al filo de la madrugada. Estuve castigada dos semanas sin salir, pero mereció la pena dejar que Jairo me rondara toda la noche para acabar enrollándonos, porque desde entonces nada fue igual.

Amalia me acunó en sus escuálidos brazos hasta que dejé de llorar. Desde que Jairo y yo nos separamos había estado tan ocupada lamiendo mis heridas que ni siquiera había pensado en Amalia, y ahora me sentía avergonzada por su generosidad. Me separé de ella torpemente mientras me enjugaba las lágrimas; sentía los ojos irritados y el rostro abotagado, y apenas distinguía las lágrimas de los mocos. Acepté agradecida un pañuelo de papel que Amalia me tendió y la vi dirigirse a la chimenea, meter la cabeza entre el hueco de la estufa y examinar con ojo experto su estado, dándome tiempo para recomponerme.

–Creo que el tiro estará un poco atascado, Lucía. Vendré luego y lo arreglaré, buscaremos leña y acondicionaremos esto para que estés cómoda. También habrá que hacer compra. –Por algún motivo Amalia había decidido que yo necesitaba un buen tiempo en aquella casa y, sin yo habérmelo ni siquiera propuesto de forma consciente, mi amiga acababa de hacer planes para una temporada de reposo y reflexión que incluiría, como poco, las dos semanas de vacaciones graciosamente concedidas por Solí. Y descubrí que no tenía fuerzas para oponerme–. Pero de momento te vienes conmigo a casa, a desayunar bien y a tomarnos un café bien cargado tranquilamente. Vamos.

Amalia se levantó y se echó la escopeta al hombro con un golpe seco y preciso que la devolvió en mis recuerdos a los quince años, cuando ambas habíamos aprendido a dispararla, y me precedió mientras salíamos de la casa al aire frío de una mañana de invierno en la que los campos aparecían cubiertos de una gruesa capa de nieve.

–No ha habido muchos cambios por aquí. Camina rápido y pegada a la pared, cariño. O el viento te arrastrará como una pluma.

–¿Cómo está Marcos? –pregunté mientras me abrochaba el abrigo. Debíamos de estar a varios grados bajo cero, pero con el viento la sensación térmica era más baja.

–Marcos ya no está –dijo simplemente mientras cerraba la puerta y comenzaba a caminar dando por sentado que la seguiría–. Igual sí que ha habido algunos cambios.

–Dios mío, ¿no habrá…?

Me pregunté hasta qué punto había estado desconectada si no sabía que mi amiga había enviudado, o por qué mis padres no se habían molestado en comentarlo en una de nuestras interminables y silenciosas comidas familiares. “Oye, cariño, ¿te acuerdas de Marcos, el marido de tu amiga Amalia? Pues la ha palmado en un accidente de tráfico o le han pegado un tiro en una cacería de jabalíes”.

–Oh, no, sigue vivito y coleando, seguramente pasándole la clamidia a otra imbécil. Un poco más de rapidez cariño, que está empezando a animarse otra vez.

Nuestro hálito helado dibujó espirales de escarcha en el aire mientras caminábamos en silencio, resollando por el frío, Amalia unos pasos por delante, yo siguiéndola como una perro rescatado en una gasolinera, perdida hasta que alguien me puso un collar al cuello y me obligó a seguir sus pasos. Era cierto que los copos de nieve caían ahora más rápidamente, creando una cortina blanca delante de mis ojos y enredándose en mis pestañas.

–Me gusta tu nuevo corte de pelo –dijo al fin Amalia cuando cruzamos la cancela de su casa, dejando atrás la hostilidad de una calle desierta donde las furias parecían haberse puesto de acuerdo para desatar una tormenta épica–. Pareces más joven. Por cierto, ahora está Alberto. Creo que te gustará más.

Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VII Premio Internacional HQÑ)

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