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Capítulo II
Superación

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Fue mi amor de la universidad y él decía que yo era el suyo y que, ni en el mejor de sus sueños, hubiera pensado que aquella chica a la que ponía ojitos al entrar y salir de clase acabaría siendo su novia. Decía que al principio del curso no aspiraba sino a un amor platónico que se diluiría en la nostalgia mientras nos mirábamos, arrebatados, de soslayo. A mí me parecía mucha modestia por su parte, porque, aunque por aquella época no era ni la sombra del hombre que llegaría a ser, yo podía discernir a aquel hombre por debajo de muchos, y ya sabía que no era de los que se limitaban a mirar. Pero entonces Jairo era un chico tímido, dulce, un poco avergonzado por el estatus de su familia y, sobre todo, era el chico guapo al que no podías quitar los ojos de encima, con su pelo rubio y sus ojos verdes, su cuerpo de jugador de rugby y su ropa de diseño. No era cuestión de resistirse y, para desesperación del resto de mis compañeras, comenzamos a salir juntos a finales del primer año de Derecho. Tuvimos un largo verano para añorarnos que no hizo sino reforzar nuestro entusiasmo juvenil y nuestra fogosidad sexual. Y así nos convertimos en la pareja estrella de la clase.

Antes de acabar la carrera ya opositábamos juntos para inspectores de policía. Yo quería ser policía por mera vocación, sentía el pálpito silencioso de aquella vida que me atraía poderosamente, no tenía explicación lógica, simplemente era así desde niña, cuando jugaba a ser policía con los niños del barrio y llevaba siempre un bolso con una pistola de juguete. Pero Jairo provenía de una familia de policías: su abuelo y su padre habían sido comisarios y, además, su padre había ocupado diversos cargos políticos dentro del cuerpo. Jairo habría podido ocupar el puesto directivo que hubiera querido en cualquiera de las empresas de la rama materna, pero tenía muy claro que sería inspector, y tampoco albergaba ninguna duda de que con el tiempo iría subiendo puestos en el escalafón hasta entrar en política. Durante dos años corrimos juntos por la Ciudad Universitaria, a grados bajo cero en invierno y a cuarenta a la sombra en verano, compaginando temas y exámenes, saliendo poco y devorándonos mucho. Éramos un equipo, competíamos en todo, en las notas, en las marcas de las carreras, en las flexiones de barra y hasta en el sexo. Fueron buenos tiempos.

Ambos aprobamos la oposición a la primera, si bien yo fui la segunda de la promoción (maldito inspector Morales) y Jairo quedó en un puesto bastante más discreto –siempre sospeché que había recurrido a algunas influencias de su padre para no quedarse en el banquillo y tener que repetir el examen en otra convocatoria pero ninguno habló nunca de aquel tema–. Y allí estábamos, la parejita de la facultad, el chico guapote y la empollona mona, en la academia de policía. Habíamos pensado en todo. Queríamos un destino, en algún lugar paradisíaco, para vivir juntos en un apartamento mientras hacíamos las prácticas. Las posibilidades eran infinitas y todos los sueños estaban al alcance de mi mano, junto con Jairo, del que estaba perdida, absoluta, tontamente enamorada y que, como todo lo demás, estaba en la órbita de mis objetivos. Entonces era, me sentía, la rutilante estrella de un sistema que no tardaría en desintegrarse.

Cuando aquella rutilante estrella explosionó como una supernova en mitad de la galaxia, estuve varios años dando bandazos de un trabajo a otro, cada cual más cutre que el anterior: no era más que otra brillante licenciada universitaria que la había pifiado estrepitosamente por un amor mal entendido. Hubiera querido que la tierra me tragara, pero al final, resignada a que no sería así, tuve que asumir la realidad y empezar a estudiar otra vez para coger carrerilla hacia mi propia vida. Me hice un máster de Detective Privado, me saqué la licencia y encontré algunos trabajos en el sector, pero al final las que mejor pagaban eran las aseguradoras, a las que les salía más barato contratar sus propios investigadores, mucho más versátiles, que contar con los servicios de despachos externos. Así había acabado en Swiss&Co investigando los accidentes de tráfico que a los tramitadores de seguros les parecían sospechosos, a veces incluso en otras provincias, y, en los últimos tiempos me pasaban algún caso de laboral, cuando había que abonar indemnizaciones cuantiosas. Un ángel con las alas rotas. Pero estaba tan acostumbrada a perder que aunque bajara más escalones del pozo ni siquiera tenía la sensación de ir descendiendo, y al menos pagaba, unas veces mejor y otras peor, las facturas de mi vida. O casi. La del coche no había podido hacerlo.

–Lucía, compañera, ¿cómo estás?

Di un respingo en la silla. Frente a mí tenía al último tipo que hubiera pensado que me dirigiría la palabra y que se había tomado la licencia de sentarse en mi confidente con un vaso de café que me ofrecía torpemente. Debía de ser alguna convención social que se me escapaba, la de dar café a los conmocionados.

–Bien, gracias. –Acepté el café de buen grado. Era como si nunca más fuera a entrar en calor–. Mejor al menos.

Marcial Molina me miraba con sus ojos atrofiados de topillo. Era un gestor de la vieja escuela, un vendedor de humo que llevaba en la empresa desde que se abrió la primera sucursal en el país. Apenas nos tratábamos, y cuando lo hacíamos por motivos laborales lo hacíamos con la natural reticencia de una gacela y una leona que se cruzaran por la sabana. Marcial era machista, grasiento, romo y triste, e incluso físicamente me provocaba una reticencia innata: cargado de hombros, caminaba con las piernas arqueadas y abiertas, como un vaquero venido a menos, y se peinaba el pelo ralo y fino con un rulo para disimular la creciente tonsura de su coronilla.

Como los electrones, a Marcial Molina le precedía una carga de rencorosa negatividad contra el resto del mundo, siempre injusto con su persona. Sobre él corrían, raudos, rumores de lo más variopinto. Se decía que había sido policía y que lo había dejado para montar una de las primeras agencias de detectives, que había llevado él solito al fracaso. Y que luego, en lugar de volver a la policía, había acabado trabajando en la compañía de seguros, con un buen sueldo, por recomendación de un alto cargo de la central que era su cuñado o su primo. A saber. El caso es que no me gustaba mucho Molina, pero tampoco me daba guerra, ni a mí ni a nadie, porque mantenía siempre una relación profesional que te eximía de afectos innecesarios y porque nuestras vidas laborales apenas se cruzaban.

–¿Se sabe algo de tu amigo?

–No. –Tragué saliva a la par que el café ardiendo–. Sigue en coma inducido.

Molina chasqueó la lengua y se la pasó por los dientes. Tenía fundas amarillentas, tan grandes que la mandíbula le sobresalía hacia delante. La verdad era que Jon me llamaba cada día para contarme cómo estaba, los pequeños avances y los grandes retrocesos. Me sentía culpable por no ir al hospital, deseaba hacerlo. Pero había demasiadas variables que me ataban a la cobardía.

–Menuda se está liando –Molina bajó la voz acercándose a mí como si hacernos coincidencias fuera un hábito asentado entre nosotros–. Se dice que va a haber una reunión de jefazos y que tendrán que nombrar a un nuevo jefe de investigadores. Algo se está cociendo, porque va a venir hasta el mandamás de Suiza.

Basculé la silla, incómoda. Justo cuando empezaba a hacerme un nuevo agujero un poco más grande y ya me había habituado a la gente, mi mundo empezaba de nuevo a temblar. Como si no tuviera bastante con Jairo, que seguía en estado crítico después de casi un mes. Me callé con la esperanza de que Marcial se fuera con la música a otra parte. Como yo no era muy popular entre mis compañeros no estaba acostumbrada al despliegue de cortesías de los últimos días, y me perturbaba tanta atención inmerecida. No hubo suerte.

–Y adivina quién está ya buscando cajas para trasladarse el despacho de Navea. –Molina enarcó una ceja como si realmente la pregunta entablara alguna duda. Duda que yo al menos no albergaba–. Tu amiga Noelia está convencida de que obtendrá el puesto porque dice que lleva toda la vida en la empresa, como si eso contara, teniendo en cuenta que últimamente no ha aparecido mucho por aquí. Menuda caradura…

Noelia no era santo de mi devoción, pero el comentario me desagradó y tuve que contener el impulso de soltar un improperio. Tras dos bajas por maternidad muy seguidas, Noelia había pedido una reducción de jornada, lo que, según el criterio de Molina, debería descartarla para cualquier puesto de responsabilidad. Y no era un secreto que Marcial se sentía infravalorado en muchos aspectos y que el sueldo de jefe de investigación le vendría de perlas. Siempre estaba hablando de sus problemas financieros y del coste de la carrera de Medicina de su hijo. Molina tenía mellizos, un chico y una chica, que vivía en Londres o en Dublín, nunca presté mucha atención, y de la que no hablaba tanto como del futuro oncólogo. Me encogí de hombros con la esperanza de que se fuera y me dejara tranquila. Me dolía la cabeza y no me gustaba hablar de la sucesión de Emma. Lo sentía como una traición a su memoria.

–Ya se verá –dije lacónicamente mientras cogía un expediente para dar a entender lo ocupada que estaba.

–Menos mal que la sangre ha salido.

Mi mirada se dirigió automáticamente hacia el lugar donde los dos hombres se habían desangrado. La sangre no sale, imbécil, quise decirle, lo que pasa es que se han dado prisa en cambiar el suelo. Pero me callé. En Swiss&Co se había hecho todo lo posible para recuperar la normalidad cuanto antes porque los jefes no querían que la compañía entrara en barrena a raíz de los acontecimientos. Habían emitido un comunicado manifestando sus condolencias a las familias de sus empleadas y deseando la pronta recuperación del inspector Jairo Marqués. Por su parte, el gabinete de prensa de la policía había emitido un único comunicado en el que, como siempre, se hablaba de la apertura de varias vías de investigación y del heroico comportamiento de nuestras fuerzas de seguridad. Por fortuna yo había quedado relegada a daño colateral sin nombre.

Y luego las noticias pasaron a otra cosa y la oficina recuperó su pulso, se retiraron las bandas amarillas y, tras los funerales de Emma y Sonia, los trabajadores de Swiss&Co dejamos de caminar por los pasillos como espectros, de hablar en voz baja y de evitar las miradas de los otros como si nos avergonzáramos de seguir vivos por haber llegado a nuestro trabajo a una hora distinta. A lo mejor ya habíamos superado el estrés postraumático.

Convencido al fin de que no iba a sacarme ni un solo comentario más, Molina se fue a regañadientes a su mesa a perder la mañana y yo traté de mostrar una impavidez que estaba muy lejos de sentir. Las desgracias, pensé, nunca vienen solas. Molina sería un jefe negligente, poco exigente con sus trabajadores, una mala apuesta para la empresa aunque no para nuestros intereses como trabajadores, que seguiríamos a lo nuestro. Pero si Noelia Perea acababa como jefa de investigación, yo podía ir buscándome otro trabajo. Lo de “amiga” había sido un eufemismo.

Noelia y yo habíamos coincidido en el máster de detective privado y entonces Noelia ya trabajaba en Swiss&Co como recepcionista. Lo tenía todo previsto: en cuanto acabara el máster ascendería en la empresa a investigadora, se casaría con su novio del instituto y se iría de luna de miel a Cancún. Transitaba por la vida con la seguridad de quien lo tiene todo previsto y cree que todo le va a salir bien. Éramos la cara y la cruz de una moneda trucada: yo detestaba haber sido la perdedora y me daba envidia que ella pensara que nunca se perdía. Cuando me llamaron para trabajar en Swiss&Co Noelia me había mirado con suficiencia. Me la imaginaba llamando a sus catorce amigas de la cohorte para contarles que su empresa había contratado a la chica rarita de la clase. “Adiviiiina”, podía escuchar en mi imaginación, “¿te acuerdas de la chica que se sentaba en la última fila, la flaca de los ojos azules que no hablaba con nadie? Pues aquí la tengo, hija, en la empresa. No me puedo creer que no te seleccionaran a ti”. El caso era que no seleccionaron a sus amigas, y que tampoco ella logró ascender a investigadora y aquello no había contribuido a mejorar nuestras relaciones.

Traté de concentrarme en el expediente que tenía delante, pero las líneas se mezclaban en mi cabeza, donde sentía la pulsión de la inminente jaqueca. A primera hora de la mañana había llamado a Jon para preguntar por Jairo porque me inquietaba cada vez más su situación estancada en la UCI, pero las noticias seguían siendo las mismas: que Jairo estaba en coma, con respiración asistida, que no había indicio alguno de recuperación y que sus padres habían solicitado segundas y terceras opiniones médicas, recurriendo a amigos y conocidos para asegurarse los mejores diagnósticos y los tratamientos más elitistas. Pero al final iba a ser cierto que el dinero no lo compra todo.

Yo no quería aparecer por el hospital por temor a encontrarme con sus padres o su ejército de familiares, sobre todo no quería encontrarme con su madre. Todavía recordaba la cara de espanto de Esperanza cuando, al poco de conocernos, me encontró por casualidad en la fiesta que daba una íntima, la mujer de un fiscal del Supremo. Yo portaba una bandeja de canapés ataviada con un uniforme de camarera que no me quedaba muy bien. Ambas fingimos educadamente no conocernos, ella por vergüenza, yo por no perder el trabajo que me permitía seguir estudiando con un poco de holgura porque la economía familiar no daba para más. Esperanza siempre me vio así, como la chica sonrojada que le ofrecía, con la mirada al frente, un canapé de caviar fino.

Me froté la frente, justo en el punto donde el dolor comenzaba a expandirse en ondas concéntricas. Nielfa me había preguntado si Martín Larraz me había llamado. No veía motivos para que Larraz me llamara, pero tampoco podía quitármelo de la cabeza. Su imagen revoloteaba en mis recuerdos con la impresión perezosa de un sueño que no podemos recordar. Había en Larraz un aura inquietante, tan gris y fría como la mirada que había sentido sobre mí y cuyo peso no me resultaba ajeno, y por las noches me despertaba rumiando aquel rostro con una inquietud tan desoladora como imposible de concretar.

Acababa de tomarme una aspirina caducada con la esperanza de que aún conservara alguna de sus propiedades cuando Marta, la nueva secretaria de Solí, me llamó para convocarme a una reunión en el despacho del director.

–¿Llevo algún expediente? –pregunté controlando el temblor nervioso de mi voz, por si así Marta se soltaba la lengua sobre el motivo de la convocatoria.

Odiaba este tipo de reuniones improvisadas y sentía ya el estómago revuelto. El café de Molina subía y bajaba por mi esófago como una atracción de feria.

–Bastará con que te lleves a ti misma –dijo colgándome el teléfono mientras yo daba un respingo.

La tal Marta era perro viejo en las secretarías. Parecía que a Solí le gustaba el tipo de secretaria aguerrida que detendría a una manada de tanques en la puerta de su despacho, aunque Marta, curtida como un general cartaginés, carecía del glacial tacto de la difunta Sonia. Había trabajado para Solí hacía años, en Italia, donde se casó con un italiano que ya había pasado a la historia. Ahora que había regresado a la tierra patria, Solí le había ofrecido el puesto y llevaba el despacho y los asuntos del director con la mano férrea de una gobernanta en un internado femenino. De mediana edad, pelo corto, gafas de pasta con cordoncillo y mirada penetrante, Marta parecía lo que era: una mujer directa y eficaz que sabía lo que hacía.

Estaba siendo una mañana particularmente extraña. Primero Molina y ahora el director en persona. Dos hombres que jamás me dirigían la palabra. Caminé hacia mi destino como un cerdo a la matanza. Marta ni se dignó a mirarme cuando me presenté en la secretaría, se limitó a indicarme con la cabeza que pasara. Todavía podía ver el grotesco guiño de los zapatos de tacón acharolado asomando bajo aquella mesa, y apenas pude reprimir un escalofrío de remordimiento. Me mordí la cara interior de la mejilla para conjurar los espectros, sin mucho éxito.

Al entrar en el santuario de Vittorio Solí, me sentí, como siempre, trasportada al siglo XIX. El despacho resultaba inquietante y opresivo, con aquellos muebles oscuros que habían pertenecido a un bisabuelo, gerente de una naviera italiana. Era como si el tiempo se hubiera quedado anclado entre aquellas paredes, con las acuarelas de barcos y las lámparas de pantalla acristalada, donde la única concesión a la modernidad era un ordenador portátil cromado en una esquina de la mesa.

Solí me indicó que me sentara con un gesto de la mano, sin levantar los ojos del ordenador. Marta y él debían de entenderse así, por señas. Me senté intentando controlar el temblor de mis rodillas con un cruce de piernas. Solí era un hombre bajito cuyo torso, razonablemente grueso, quedaba muy por debajo de la altura de la mesa. Tenía la cabeza tan brillante como una bola de billar, manos de cerdito vietnamita y unos ojos perspicaces de color avellana. Cuando separó la mirada del ordenador empezó a hablar con tantos rodeos sobre la importancia de seguir trabajando para mantener el rumbo de la empresa y honrar la memoria de los que, literalmente, se habían dejado allí la vida, que la mente se me nubló con la perorata.

–En fin, que creo que le vendría bien un tiempo libre, Lucía.

Le miré incrédula. Había perdido el hilo de la conversación y aquella invitación a abandonar el trabajo me había pillado por sorpresa. Vittorio Solí permanecía impasible, recostado en el sillón de cuero repujado en el que se balanceaba, ligeramente encantado de haberse conocido. Ante mi silencio, Vittorio se inclinó hacia delante con aire contrito y unió ambas manos sobre la mesa lustrosa.

–¿Estoy despedida? –pregunté titubeante.

Solí se echó a reír.

–¿Despedida? ¿Pero qué dice? ¿Por qué íbamos a despedir a nadie? –Lo dijo de tal forma que quedó patente, flotando entre nosotros, la idea de que ya bastantes pérdidas habíamos sufrido–. Lo que le sugiero –dijo al fin– es que se vaya a algún sitio bonito y descanse. Porque cuando vuelva yo necesitaré una nueva jefa de investigación y tengo intención de que sea usted, pero no quiero que más adelante me salte por los aires como una bomba de relojería. Aunque, por si acaso, ya hemos contratado los servicios de una psicóloga especializada en casos de estrés postraumático que estará a su disposición. Y de toda la empresa, claro.

–Pero yo no sé si estoy preparada… –balbuceé como una niña de cinco años.

Intenté buscar la voz en alguna parte de mi cuerpo pero no la encontré. Vitorrio Solí me miró con sorna.

–Lo estará. No me cabe la menor duda. Y entre nosotros, esto era algo que ya había hablado con la pobre Emma, que en paz descanse. Habrá cambios en la empresa, ahora más que nunca y con más motivos. Lamentablemente.

–¿Y no sería más útil que siguiera con mi trabajo en lugar de irme justo ahora? Dadas las circunstancias, quiero decir. –Me sentía desbordada por momentos.

–Tal vez. De hecho, seguro que lo sería. Pero preferimos tener atados algunos cabos sueltos antes de que se sepa que usted sustituirá a Emma Navea. Es un tema delicado y todos estamos de acuerdo en que sería mejor mantener la confidencialidad durante algún tiempo.

Asentí comprensiva, aunque no sabía a quién se refería con aquel todos y me sentía ligeramente mareada. Tenía el estómago igual de comprimido que la primera vez que me monté en una montaña rusa.

–Por supuesto que puede usted pensarse lo del puesto, pero supongo que le gustará saber que Emma iba a pedir un traslado a nuestra central de Zúrich y estaba interesada en que usted la sustituyera. Le digo esto porque no quiero que se sienta obligada a renunciar al cargo por una lealtad o una culpabilidad mal entendidas.

Apenas pude abrir la boca para hacer más preguntas. Solí ya se había levantado y me instaba a hacer lo mismo dando por concluida nuestra reunión. Un gesto universal en todo jefe que se precie.

–Emma la tenía en gran estima, señorita Íscar –concluyó pensativo antes de abrir la puerta–, y yo creo que hará usted un buen trabajo. De hecho, ya hace un buen trabajo.

–No sé qué decir…

–Pues yo espero que diga que sí. Nos veremos en quince días. Para entonces ya tendré todo el papeleo listo y tendremos seleccionados algunos candidatos para cubrir varios puestos de investigadores. Emma consideraba oportuno ampliar el departamento y usted se encargará de la selección, junto con el responsable de Recursos Humanos, claro está. Coja ahora las vacaciones. –Vittorio me guiñó un ojo, cómplice–. Créame si le digo que si acepta el cargo no disfrutará de mucho tiempo libre en los próximos años. Tengo grandes planes.

Vittorio Solí me franqueó cortésmente el paso antes de cerrar la puerta a mis espaldas y yo me quedé allí plantada sin saber qué hacer. A mi espalda Marta tecleaba con furia en el ordenador, aunque creí advertir, por el rabillo del ojo, una media sonrisa de complicidad. No había nada lo suficientemente confidencial en aquella empresa que escapara a la fiscalización de aquella mujer.

Fue entonces cuando vi a Jon Nielfa parado ante mi mesa.

Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VII Premio Internacional HQÑ)

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