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1. CRAI: MAÑANA, Y SIEMPRE (EL FUTURO)

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Maridito va a viajar una semana por trabajo. Si llega a tener wifi te va a mandar whatsapp. Pero: no te ilusionés: el hotel que le reservaron es de muerte mala y terror. Para ahorrar se va sin roaming. Estos siete días vas a tener que travestirte de madre y padre. Dejar en el cole a Pequeña Montaña por la mañana y buscarlo por lo de tu madre a la tarde, sumar llevadas y traídas a inglés, parkour, origami, maestra particular. Al súper todos los días: siempre falta sine qua non. Además, Pequeña Montaña quiere andar un rato en bicicleta. Tenés que bajar a relojear, menos confía dios y más yace. Cada noche un lavarropas y en seguida tender al aire del balcón para que no agarre tufo, ver película con él para compartir un momento, leerle capítulo de algún libro que te pida mientras pierde el combate con sopor, ganado por una especie de ronroneo gutural, música divina de las esferas. Que no te queden los platos para mañana ni la barrida tampoco, el repaso del baño: menos. Tanto desasosiego cabe, tras ocho horas de oficina ganapán.

Entonces, por eso: con Pequeña Montaña cautivo en el cole, Vikinga Bonsái o Bombay apresta su bici mientras el deseo le circula invitación de hace tanto que no nos vemos en el grupo de whatsapp: Apocalipsicadas. Boedo se despereza a manguerazos, si hay un gremio al que le importa un pito el blablá de los recursos naturales no renovables es el de los porteros. ¿Tendrá relación con su composición casi cien por cien masculona? Aporten bebestibles que tengo el presupuesto desalentado. Ipso facto queda organizada cenita fuera de lo común, tipo nueve de la noche para llegar bien, que la lengua no cuelgue afuera.

El retorno tras el arreglo orquestal laboral se adensa y llena de grumos, tal vez porque circula con el cerebro convertido en una lista de pendientes. Liberada a su albedrío, la visión decide tomarse descanso táctico: allá va Vikinga Bonsái o Bombay, muy apurada por volver, por llegar, de una vez, a chocar contra bloquecito divisorio (la bicisenda empieza acá) fuera de su lugar natural. Es un planear bajo, tipo ardilla voladora. Roto el manubrio, torcido el cuerno derecho a raíz de la caidita muy boluda tenés que mirar, en qué ibas pensando, se ve obligada a caminar de vuelta, y a ritmo, mientras invierte aliento último en mensaje de voz para Pequeña Montaña, todo bien, Gordito, estoy yendo, en media hora más o menos estoy por allá, todo bien, estoy yendo. El pantalón llega con boca a la altura de la rodilla, la camisa esa tan linda azul oscuro con avioncitos de papel, descosida del flanco derecho. La sorpresa del vuelo de repente opa sin querer fue demasiado para el hilo, que bajó los brazos con un crac. Sangre en un codo y palmas raspadas, chichón en la frente, un ojo medio en compota. Dos pisos por escalera con la bici al hombro para stockearla en el pasillo del consorcio hasta recobrar bríos y llevarla a arreglar. En caracol. La llave en la puerta es, esta vez, un triunfo.

–Maaaa, ¿me hacés una manzana? –apenas segundo de respirado el aire de la cocina-comedor. Olor a encierro.

Hacer una manzana implica varios pasos o movimientos. Abrir la heladera y agarrar una manzana, de preferencia roja. Las verdes son –desde hace años– papas disfrazadas. Lavarla. Trozarla en cuatro porciones, o más. Pelar cada una cuidando de no perder carne en el proceso. Distribuirla bellamente en un cuenco o recipiente de cerámica. Servir inmediatamente. Rémora de la época en que Pequeña Montaña no sabía cómo usar un cuchillo, convertida ahora en abuso permitido, capilar.

–¡No te hago nada! ¡¿No me ves cómo estoy, qué me pasó?! –tromba histérica Vikinga Bonsái o Bombay.

Convocado por un sacadismo atípico en su genitora, Pequeña Montaña se acerca a investigar. Torso desnudo té con leche, pies descalzos. Pelito corto bifronte, rojo el penacho, café el resto, en moda pájaro carpintero. Gran pecho, tanto que se le dificulta lo erguido, sentado semeja tortuga de caparazón abombado, panzota turgente presente, pletórica de potencia. Adolescencia se inicia. Los pantalones son modelo babucha, al verlos entró en trance si bien, activado su carácter opositivo por la mononez del nuevo localito de Ayelén, ahora sobre avenida Boedo, en un principio resiste el ingreso con gestos, voces y coces. No quiere entrar a lo que sindica como negocio “de nenas”. Arremete Vikinga Bonsái o Bombay con él y sus prejuicios, quejas, sin importársele un pepino reverendo.

La oferta de Ayelén es ecléctica o cachivache, heterogénea o variopinta, según el ojo y predisposición de quien se apersone. El desgano de Pequeña Montaña dura hasta que el vendedor desenrolla con parsimonia muy estudiada –madre de su efectividad– el primer modelo de tiro larguísimo, tres líneas en el flanco, made in La Salada. Ah sí sí sí, los había visto esos pantalones, sus compañeros los tenían.

–Ay, mami, ¿me podrás comprar dos? ¿Se podrá, tal vez, mami? Ay, ojalá, ay –minino amable por culpa del deseo.

¿Qué prefería mami a verlo así doblegado obediente seda de la China? Nada. Por supuesto que Vikinga Bonsái o Bombay compra par y agrega además –en el techo manteca– dos buzos para que tenga posibilidad combinatoria y equipitos. Pequeña Montaña se lleva uno de los conjuntos puesto, tras varios minutos plétora de admiración frente al espejo del cambiador, cortinita plegada a un costado.

–Mamá, tenés un hijo fotomodelo.

No conocen cajón esos pantalones. O puestos o en el canasto de la ropa sucia o colgados en el balcón, encadenan danza de uso continuo. Ahora, por ejemplo, están puestos. Pequeña Montaña se horroriza al ver a su macanuda madre machucada, hecha papilla, el casco a flores de colores raspado en el lugar del impacto. Intercambian pequeñeces, Vikinga Bonsái o Bombay se cambia, se organiza cómoda (o sea: pijama), Pervinox y hielo, ya no tiene ninguna gana de hacer cena ni ocho cuartos, déjenme de joder y encima de todo la bici rota. Con el rabillo: Pequeña Montaña busca remera y buzo, zoquetitos, zapatillas. Se viste en silencio y orden, como nunca. Pretende que lo lleve a parkour, como quedaron ayer cuando Vikinga Bonsái o Bombay se ocupaba de otra cosa, en Villa Crespo frontera con el indio, como decir: otro país, a campo traviesa.

–¿Pero qué es? –con inocencia Vikinga Bonsái o Bombay, distraída medio ida con la cabeza en otra, el cuerpo en el sillón.

Muy docto Pequeña Montaña vuelve a explicar –¿otrrrra vez, mamá?– que se trata de una disciplina acrobática en la que la seguridad es antes y primero. Si vos ponés en peligro tu cuerpo: eso no es parkour, eso es otra cosa. Repite la locución de videítos YouTube incorporados non stop en loop, ensalada de acentos le llena la boca. Ay la chingada cómo mola, güey es para Pequeña Montaña un sintagma del todo posible.

–Hablá como habla la gente de verdad, hijo, te pido por favor.

La fantasía de Pequeña Montaña acicateada, de pronto interpelada por saltos y bastante movimiento del coito entre actores y efectos 3D, todo muy (de) plástico: largometraje de acción yanqui (encontrado en las bambalinas de Internet, visto en streaming, ¿pero cómo, cómo era la pregunta, si nadie le había enseñado?). Adefesio musical orquestal de fondo, constante, para que les espectadores sepan lo que deben sentir a cada paso, báculo impedido (en el sentido de “no”), molestísimo. Del visionaje pasa al espionaje: remonta de YouTube el oleaje, su Wikipedia de cabecera, aleph, Alfa y Omega de los saberes de la Humanidad, para al cabo de breve teclear dar con institución que ofrece curso de eso, parkour, en Villa Crespo.

La Parroquia de San Bernardo presenta horizonte tomado por talleres mecánicos, chapistas y duchadores de coches, albo cielo bajo y añosas casas planta única, petisas reformuladas por deseos con poco estudio y mucho ímpetu, al compás del paso del tiempo, la composición familiar y las necesidades de la gente. Gauchitos adefesios arquitectónicos, con rincones húmedos a rolete, proliferantes pestilentes de vejez desastrada, uso y reuso. Bajan del bondi en la avenida con Metrobus, novedad total para Vikinga Bonsái o Bombay, no acostumbrada a la modernidad de algunos barrios “del Norte”, su trote habitual enhebra Boedo-San Cristóbal-Boedo, súper chino y cama. No sale, de común, la pobre. La culpa es de Maridito, aunque ella se la endilgue a Pequeña Montaña para no caer en la cuenta de que ser madre soltera es por ahí más sencillo. Menos negociación, menos necesidad de coordinación, más energía para llegar al fin de la noche.

El arrabal borgeano toma ladrillo en Villa Crespo. Donde hubo compadritos hay ahora cochecitos, en reparación. Entre todo, una puerta berretona, blanca sucia mal pintada, bastante usada, gastada. No engalana picaporte. Se abre desde adentro y amanece gran salón oficínico, ficheros altos tapizan las paredes, también parapetadas tras escritorios, cajoneras y algunas sillas. Travestido en antegimnasio, han agregado sillón ajetreado para la espera maternopaterna o de responsable a cargo. En la cartelera, indicaciones sobre el pago de la cuota y la aclaración: “Si ponés en riesgo tu vida, no es parkour”. Hay un profe y es simpático. Lo rodea ramillete de despuntes adolescentes, talón al culo en precalentamiento de las cuatro manzanas que van a trotar para entrar en calor. Queda con ellos Pequeña Montaña, de pronto entusiasmado, reconfirmado en lo acertado que estaba: el parkour es lo más. Quiero empezar, mamá, hoy.

El café la convoca con su trino de que sale dale sale, se quema, pero Vikinga Bonsái o Bombay, caída rota, raspada magullada, no puede desadherirse del sillón. Se activa Pequeña Montaña, se expele como trencito a todo vapor desde su habitación, ¡mamáááá, el café ya está!, gritón y ágil, lo apaga, lo sirve.

–¿Vamos a parkour, no? Yo estoy listo.

Intenta enciclopedia de bajezas Vikinga Bonsái o Bombay para cancelar rutina e instalar nueva lista de prioridades, preparativos de cena con amigas a la cabeza. Apela al costado barragán de Pequeña Montaña, es solo faltar hoy. Se arrepiente por completo de la convocatoria, ¡idiota!, impulsiva de esa mañana cuando todo estaba bien. Actúa desfallecimiento, imposibilidad por fuerza mayor. Intenta dormiteo efectista, derramada sobre el brazo del sillón, cabeza hacia atrás, boca abierta, hilo de baba. Nada podría interesarle menos a Pequeña Montaña.

–¡Es vergüenza faltar, mamá! –fastidiado con la cachivachez de su genitora.

Entonces: ya están en Villa Crespo, ides. Queda leer, encastrada incómoda en el sillón tapizado de jean descolorido por roce y uso extremos, vahos de transpiración y otros olores demasiadamente humanos le cachetean las narinas, qué peste, tufo denso de músculo en cantidad y movimiento. Esperar tiene sus aristas, se tropieza con el aburrimiento dos por tres. En el hombro izquierdo un cosquilleo la sobreviene por oleadas, micromarea de ires y venires con destino final en el codo. Lo atribuye a malasangre del hacer obligada, en contra de su voluntad. Ronca bronca le da que su hijo se imponga con argumentos de ella, dados en algún momento inespecífico del pasado. Atrasa la convocatoria mil disculpas para hacerse de los minutos imprescindibles de súper y cranear menú. Silencia el celular. Intenta dejar de lado todo pensamiento, dormitar (esta vez de verdad), recomponerse.

Por supuesto que no la acompaña: quedé muerto, mamá, andá vos que yo te espero acá tranquilo comodito. Típico. Deambula sola por la tristeza nocturnal del súper, en proa de changuito derrengado hecho papilla. Lo arrastra con tres dedos, la tela plástica cuarteada, o directamente agujereada, descosida en los vértices. Baraja genialidades culinarias de sencilla consecución, veloces antes que nada y por sobre todo: tortilla de papas (aunque: vez que la intenta, vez que la papa le queda cruda), milanesas al horno con papas (mala voluntad de la papa, siempre un poco dura), verduras al horno con palta pisada sal y limón (papa de mierda, no tiene gusto a nada), cappelletti con salsa de tomate (qué pocas ganas le pusiste). Para pizza casera no hay tiempo, algo rico y fácil, unos patycitos, salchichas con algo, arvejas. Agregar mayonesa y tragar sin pensar. Vikinga Bonsái o Bombay se rinde frente a la estantería de los huevos. Suspirazo muy audible la desinfla y yergue de odio a la vez: no le alcanza la sapiencia, la carnicería está cerrada, se va a tener que arreglar con la heladera de lácteos y pastas “frescas”.

–Quién me manda, quisiera saber, quién –mascullido.

Tarta de atún, ricota y queso, empanadas de jamón y queso. Gaseosa a base de limón, maní japonés, sopressata, mortadela y reggianito en cuadrados para el entre picoteado. Helado de postre. Dulce de leche en pote para subrayar la alegría obligatoria del juntarse. Lechuga, tomate, rúcula y pepino en caso de que alguien quiera darse corte de salubre.

–Está todo cultivado con pesticidas, igual, nena, por ahí te hace peor comer lechuga que entrarle a un paty.

Vino, cerveza fría. Un presupuesto al final.

Majo (prácticamente) desnudo relaja rollo alongado en el sillón, al ritmo de una deglución continua de frutas varias. Se acerca convocado por la novedad, husmea el contenido del changuito sin tocar ni guardar nada. Salvo pedido o recriminación puntual, se maneja con una política de ayuda cero que cumple a rajatabla. Batalla campal se descerraja no bien vislumbra la bolsa de maní japonés. Tomada por una histeria de tipo bastante final, Vikinga Bonsái o Bombay traza ahí la raya de lo soportable.

–¡¡Si tocás el maní, te mato!!

Se traban en un combate de sumo. Sin que medie palabra, ¡hop!, enganchan cornamentas hasta quedar inmovilizades en lados de un triángulo equilátero. Trabajan pantorrillas en el empuje sin cuartel, tracción trasera, muslos en gran tensión, rugen las nalgas en aguante. Momentos de indecisión, ningune resigna centímetro, hasta que la gran poderosidad de Pequeña Montaña se hace con las de ganar: comienza a resbalar Vikinga Bonsái o Bombay en dirección hacia su cama, doble, arena en la que terminan todos los combates. Levanta pierna de adelante en intento de desestabilización, prueba técnica de abeja vengadora con las manos: golpetea a su hijo a velocidad metal en pecho y cara, causándole gran molestia y pedido de revisión de estatutos y reglamento.

–¡Paráááá, mamááá, parááá! ¡Así no vale!

Sigue furioso desliz a pesar de sus esfuerzos e iniciativas. El borde de la cama es zancadilla de espaldas que la tira y habilita el comienzo del fin, supremacía indisputada del gordo mortal, que subyuga con saña. Vale (casi) todo y en especial aplastamiento a base de panzazo brutal, conseguido con un autolanzamiento tipo ardilla voladora sobre el general corporal de la pobre madre, temerosa del aguante de sus huesos. Claudica en seguida la contendienta, arguyendo que tiene que ponerse a cocinar. A Pequeña Montaña nada le interesa y solamente saber si está doblegada.

–¿Te rendís? ¿Estás rendida?

Desenrosca entonces toda su masividad en sentido vertical, pie derecho sobre el pecho de la yacente apapillada, altos los brazos, puños cerrados a la altura de las orejas, festeja la victoria, la boca convertida en vuvuzela.

–Ok, caramba –la burla, para concluir.

Ambes saben que por una cuestión de tamaños relativos nada existe en el mundo que Vikinga Bonsái o Bombay pueda hacer para obligar a Pequeña Montaña: la libertad.

–Célula generosa te di –entre dientes la vencida se recupera, odio le da el actual arreglo de las cosas, se organiza la ropa, planchita de carne y hueso en las manos.

Satisfecho de su fuerza todopoder, Pequeña Montaña pierde el interés, la deja hablando sola. Vuelve a repantigarse en el sillón, permite que la tarde lo envuelva en su capullo de aparente inmovilidad.

–¡¡Ni se te ocurra!! –ataja Vikinga Bonsái o Bombay renovadas intenciones non sanctas de Pequeña Montaña hacia el maní japonés.

Chilla el portero apenas pasadas las nueve. Dragona Fulgor engancha bici infantil (lo que su altura lilliput permite) en la reja del cantero, corroída por el óxido en la base y por lo tanto liberada al movimiento que pinte, miriñaque de ángulos rectos para árbol sin hojas ni flores ni brotes, pura primavera en espera. Muerde el tallo de rosa que aporta de regalo, papel metalizado en torno, se cuelga el bolso a través, le abren.

–Acá estoy, desamparada –Gregoria Portento deja botella de Malbec Colón sobre la mesada de la cocina, saluda a Pequeña Montaña apachurrando cachete para que la grasa se concite en un punctum mórbido insoportablemente invitante, que besa sin demora con sonoridad de chupetaje.

Les que fueron llegando enristran desgracia propia trabades en una justa por levantar prontissimo el ánimo a la preocupada desocupada, cada quien florea tragedia más ortopédica y particular. Orlanda Furia comparte su dolencia última reciente, en la rodilla derecha, impedimento fundamental para su práctica semanal de yoga, se me dificulta (un por ejemplo) hacer el árbol. Grafica el relato con exhibición de la extremidad aludida, que presenta en agitación descoordinada para que les presentes admiren y saquen sus propias conclusiones. En un continuum irreflexivo sin relación de continuidad, anacoluto conversacional, trasviste celular en cámara de fotos, retrata, sube a Instagram: #quégarchalarodilla #chauárbol. Costurón diagonal en la pantalla obliga a repetir varias veces la opción seleccionada por el índice y da pie al relato de tropezón que fue caída y en definitiva culpa del colectivero, que arrancó antes de que ella pudiera poner los pies en la tierra. Se indigna Pequeña Montaña contra la mala praxis de la bestia apurada y consulta si atinó Orlanda Furia a fotografiar con el celular la chapa del interno o memorizar su patente. Para ir al ente a radicar una queja, termina la madre el razonamiento del hijo. Golpecitos interrumpen. La puerta anuncia a Talmente Supernova, llegada con frasquito de curry madrás y porción de cazuela en un tupper para que vean lo estupenda que me salió, se van a rechupetear los bigotes. Cuenta mientras desensilla el fusilamiento, yo en bicicleta, esperando, yo de pronto escuchando, detonación, yo mirando, yo propia detonada, estrellada, estallada, la desgracia, el horror, pie seguramente de una serie de obras que, quién sabe, vendrán. En algún momento.

–Porque la cuestión es: ¿qué me pasa, a mí, con esto? ¿Qué siento yo que miro, que estoy ahí, inopinada? ¿Qué me genera lo que pasa? ¿Yo, a mí, qué es lo que me atraviesa en ese instante de fealdad total?

#quémepasa sube foto Orlanda Furia, en el fondo Vikinga Bonsái o Bombay relojea el horno contorneada por corro de picoteadores de salado y fondo (a su vez) musical de trompeta solitaria tranquila, cosa que –como es obvio– no entra en el encuadre por no ser artilugio visual. Se hace tiempo se conversa. Se ocupan los sillones del comedor en espera amable. Nerviosa solo la dueña de casa, muy pendiente del punto de cocción y por qué tardará tanto, pucha. #Hijo –sigue subiendo a Instagram Orlanda Furia– circula con platito de picoteables en las manos, hace sociales charleta y de paso embucha cosas ricas que su madre de común no permite. Olvidados sobre la cómoda sus celulares balan a intervalos irregulares, sonajeros epilépticos hacen saber que tienen el bombo lleno de mensajes. En varias conversaciones, plataformas distintas. Padre y marido envía florcitas y emoticones, avisa que en breve (mañana) dejará Asunción rumbo a la selva, ni señal ni wifi por un par de días. ¡Hasta la vuelta, muchos besos y les quiero! ¡Que duerman bien, dulces sueños! (¡Ja! Acá se traga y se charla y se aguardan novedades del horno que ya casi: se todo menos duerme.)

–Un brindis, ¡un brindis! –Gregoria Portento se incorpora tipo resorte en el culo pero luego pierde impulso.

Ahí se queda. Momento silente.

–¿Ya se mamó?

Llora. Goterones avanzan de a dos, alcanzan mentón tirita se agita tomado por un vahído emotivo. Se alarma Pequeña Montaña, se acerca, deja platito solo migas saladas en la mesa petisa, cariñitos en el antebrazo de la convulsionada, ¿estás bien, qué tenés?

–¡A comeeeeerrrrrr! –Vikinga Bonsái o Bombay convocada por el olor de la masa hojaldrada, lista al fin.

La saca del horno con la izquierda, malabar insospechadamente riesgoso por culpa del picor entre hombro y codo, que continúa, le complica la gestión.

–Nada, corazón, nada. Cosas –de sopetón medio vaso de Malbec adentro– de grandes. Estar sin trabajo me descompensa, me pone triste.

La falta de artística culinaria en la fechura de la tarta de atún se compensa con la generosidad en el uso del salero, de agitación continua irrestricta. Se chocan los vasos, se pide felicidad y plata, salud y plata, mayormente plata, en el formato que sea o al destino le parezca adecuado proveer: becas, premios, viajes, herencia, trabajo, changas. En breve pausa, Orlanda Furia se declara vegetariana desde hace “un tiempo”. Sube foto de la tarta a medio servir con el hashtag #laculpaesdeJapón.

–Por un tema que yo tengo que no sé bien cómo se llama, ni qué es, en definitiva, pero bueno, no puedo permitirme quesos ni harinas. No los digiero, así que decidí eliminarme también las carnes rojas, blancas y de pescado para no complicarme, si no tengo que estar todo el tiempo pensando qué puedo y qué no, bajón mal, el santo día pensando en comida al final.

A nadie le importa. Le alcanza la ensalada Vikinga Bonsái o Bombay, se autofelicita por haber pensado también en eso, tan marmota mamerta no era, al final, se come, se charla, se sigue brindando. Es felicidad, que adopta forma posible.

Arbolito junto a la heladera, Pequeña Montaña procede a externar los dos kilos de postre, de pronto portero eléctrico. Vikinga Bonsái o Bombay continúa con la recolección de cucharitas, somos les que estamos, la charla no se interrumpe. Cuatro gustos: dulce de leche brownie, chocolate Kainos, frutilla a la reina, banana split. Portero.

–¿Esperamos a alguien más?

–Para nada –la dueña de casa, sin detener el movimiento elástico de repartir tazón y cuchara alrededor de la mesa–, deben estar confundidos de departamento. Pasa mucho en este barrio.

Timbre otra vez agota la paciencia de Pequeña Montaña, que coloca tubo en la oreja e informa: una señora que llora.

–¿Y qué quiere? –quita Orlanda Furia las tapas de telgopor, huella la banana split con el índice y lo ingresa enseguidamente en el hangar de su boca–, ¿por qué nos viene a llorar a nosotres, no ve que estamos ocupades?

El improptu desorganiza por completo la actividad cerebral de Talmente Supernova, que deja la mesa con movimientos robóticos para encerrarse en el biorsi. Abandona con su accionar pequeño monte Fuji, base de dulce de leche, pico de frutilla a la reina. ¿Qué pienso yo de esto, qué me pasa a mí, a mi yo, con el llanto de señoras desconocidas a través de porteros eléctricos?

Expectación muerta de curiosidad toma la cenita con violencia atropellada a la vista de todes. Se presencia en silencio. Los ojos siguen de a pares el recorrido de Vikinga Bonsái o Bombay hasta el portero, no se extravía detalle. Se escucha respiración colectiva sobre la bossa nova, que es fondo. #ayquéansiedad muestra a Vikinga Bonsái o Bombay junto a su hijo junto a la pared blanca, en un rito de pasaje mínimo. Vapores de temor y descoloque atenazan esos pequeños momentos, sacan de las casillas a Dragona Fulgor que, resorte, arranca tubo de manos de la dueña de casa, se adueña de la escena, de su fragor.

–¡Pero por favor! ¿Qué es esto? –qué pesada es la gente, mete bocado Orlanda Furia–. ¡Hola! ¡Hola! ¿Quién es, quién habla, qué quiere?

–Qué sacada –la voz baja de Gregoria Portento, introito del mandaje por el garguero de manicito solitario, rémora de la previa, ensopado en helado, “para probar qué tul”.

Los hechos: la solicitante, nieta del constructor de este edificio en el que ahora nos encontramos, relata y denuncia la desposesión de su herencia (uno de los dos departamentos de planta baja) a manos de su hermano, en un juego de poder que le ha tocado perder, quedando en jefa de hogar, madre de una hija con retrasos (varios, aclara), madre a su vez de un neno, fruto de relación non sancta ni aprobada ni deseada o querida con psicótico joven y apuesto, escapado de instituciones oscuras, que no viene al caso mencionar (no las sabe o prefiere dejarlas incógnitas). Entonces, unos pesos estoy pidiendolé, señora, necesito para ir al hospital (no se entiende el vínculo con lo precedente), por mi hija, señora, se lo pido, por mi nietito. Dragona Fulgor transmite en directo.

–Dame un momento –con señas de chita la boca el rebaño se arrea hacia el balcón, segundo piso a la calle por escaleras, que habilita espectacular encuadre cenital de la que requiere.

Tirándose casi por encima de la baranda, logran ver: señora obesa mórbida, inmensidad de pelo largo furia caoba, planchado hasta lo que parece ser la cintura, flequillo Betty Page, aguarda con un movimiento rotatorio izquierda-derecha que transmite paz infantil, descolocada respecto del contexto, oscuro.

La colecta escala varias veces lo pedido, Pequeña Montaña se presta volentieri para la embajada: eso sí, con facultades plenipotenciarias, de hacer y decir lo que crea conveniente. Sus pelitos teñidos color-sobre-color son circulito mínimo al lado del de Gran Montaña. La transacción dura segundos y no comporta diálogo alguno, al final.

Desinteresada de la desgracia ajena, “bastante tengo con la propia”, Gregoria Portento pierde el interés, vuelve a entrar. Alongada en uno de los sillones, mira el techo. Piensa en su indemnización que se escurre sin remedio, arena de un reloj boca abajo, en la urgente necesidad de encontrar algo rentado para llegar a fin de mes, en su depto, de pronto lujo asiático. Aplastada por la angustia, lleva torso a muslos para liberar la espalda de tensiones y estirar la columna, como aprendió en la práctica semanal de yoga que, a pesar de ser gasto recortable, lucha por mantener #quéondaestoszoquetes. Orlanda Furia se acerca, masajea cuello, cervicales. Ella también sufre de la espalda, por el trabajo, muy sedentario, permanente expectación de monitor, sí o sí actividad física tres veces por semana para poder ser in santa pace. Caso contrario: dureza de monoblock, tiesura nivel inyección intramuscular. Suspira Gregoria Portento, lagrimea un poco haciendo esfuerzos para mantenerse a la altura del mandato cultural rioplatense: si hay malaria, que no se note. Para no arruinar el ambiente de blanda algarabía que sobrevive, de manera inexplicable, a pesar de todo.

Se propone ronda de té/café para ir cerrando. La concreción del bajativo queda en manos de Pequeña Montaña que se informa de las preferencias de cada una con solicitud impecable. Gordiflor hermoso, sonríe por adentro Vikinga Bonsái o Bombay, se desploma en el sillón con un grito araucano de placer. Se masajea un poco el hombro izquierdo, que tiene dormido, pide té de limón (el único que hay).

–¿Masitas no hay? –Orlanda Furia alarga la probóscide presintiendo desilusión en puerta.

#quévachaché presenta a les curioses pobladores de Instagram taza sopera con dos dedos de café, cuchara grande para revolver el azúcar. La conversación circula por el andarivel de la mesura, sin aspavientos ni grandes voces. Se charlan chiquiteces: problemas de a pie que saturan el cotidiano: médicos, boletas impagas o atrasadas, amenaza de corte de servicio, hastío de alquilar, les dueñes son lo peor (como la humedad). El té de Vikinga Bonsái o Bombay pierde calor sobre la mesa petisa, tapa de mármol reciclada de la antigua mesada original del departamento, monumental. La cabeza abandonada sobre el canto del sillón, piernas olvidadas a su suerte, brazos sin tono muscular, compone bodegón de lo que queda tras electrocución por fúlmine.

–Pobre santa –Gregoria Portento canaliza el rol de mami con naturalidad escandalosa–, a ver, la llevamos a la cama, que descanse, fundida quedó, pobre.

No reacciona Vikinga Bonsái o Bombay. Tampoco parece respirar. Intentan con perfume, con amorosas cachetadas, con gritos despavoridos junto a la oreja que quedó al aire libre. Pequeña Montaña audita con cara de sorpresa y una de pronto timidez. Se intenta conservar la calma.

–Alguna llame al SAME por favor chicas no se duerman –de un tirón, Dragona Fulgor activa plan de contención.

Se desconoce el número requerido.

–¿Alguien sabe la clave de la wifi?

Pequeña Montaña llama a su madre como si estuviera transgrediendo las reglas de un juego. Mamá, despertate, no es gracioso. Zarandea brazo, con sus manos construye un marco para su cara, besitos en las mejillas, frente con frente, le habla quedo de muy cerca para que despierte. Hasta que detona.

–¡¡MAMÁÁÁÁ!!

Se le sienta encima, llora, se desespera. De los hombros zamarrea a la muñeca de trapo. Llegan los mocos, pavor alucina su mirada, de desamparo. Nadie lo contiene porque nadie sabe qué hacer. De pronto: inexplicable calma, acomoda su cabeza sobre el pecho materno, que no late. Susurros en la oreja, que no oye. Abrazo, quietud.

Nada hay en el ancho mundo (y ajeno) que pueda devolver a la vida a Vikinga Bonsái o Bombay porque Vikinga Bonsái o Bombay está muerta. #divinotodo

Vikinga Bonsái

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