Читать книгу Acción para la conciencia colectiva - Anderson Manuel Vargas Coronel - Страница 13

Оглавление

Capítulo 1

Configuración de demandas e identidad


Figura 1. Relación entre represión y demandas (1970-1991)

Fuente: Elaboración propia.

La década de 1970 representó, para las élites latinoamericanas, la necesidad de hacer frente al avance de las ideas socialistas y de la lucha armada como expresión de la inconformidad social que avanzaba en el continente. Este fenómeno se manifestó con fuerza en Colombia, claro está, en medio de las particularidades de su historia social y política, que para estos años habían desembocado en el establecimiento del último Gobierno del Frente Nacional. Las denuncias sobre el fraude en las elecciones que otorgaron la victoria a Misael Pastrana sobre el exdictador, ahora candidato por la Alianza Nacional Popular —Anapo—, Gustavo Rojas Pinilla, ponían en evidencia la debilidad con que terminaba el pacto entre los partidos Liberal y Conservador1. Un Gobierno deslegitimado, la sociedad civil agitada y la lucha armada abriéndose camino, son elementos determinantes para la configuración de las políticas sobre justicia adoptadas por el Gobierno Pastrana para garantizar su permanencia en el poder.

La acción estatal desplegada en materia de justicia se desarrolló como una estrategia de largo aliento que pretendía asegurar el control institucional y el orden público. En este contexto, la idea misma de lo justo y su definición se trasladó a las autoridades militares en una clara muestra de que, si bien el Estado colombiano mantenía su imagen civilista, el poder de facto, por lo menos en lo jurídico penal, lo ejercieron las FF. AA. El establecimiento constante del estado de sitio, por medio del cual le fueron entregados los asuntos judiciales a los cuerpos de seguridad del Estado y el consecuente despojo de tales atribuciones a la justicia ordinaria no solamente condujo a un claro desequilibrio de los poderes públicos, sino que caracterizan el protagonismo social y político ejercido por los militares durante estos años. Tales condiciones conmocionaron el orden constitucional, pero también incentivaron la movilización social, convirtieron a la justicia en bandera de las luchas populares y llevaron al Estado colombiano a pasar del reconocimiento internacional a su ‘condena’, al evidenciarse la forma en que sus políticas de seguridad y de orden público se transformaron en vías para la represión, la tortura y el abuso de autoridad en general.

Entre 1978 y 1982 la denuncia contra la represión estatal creció, en un escenario que coincidió con el viraje de la política internacional norteamericana hacia la promoción de los DD. HH. en los países bajo su influencia. La actividad de los defensores y la presión norteamericana resultaron fundamentales para los cambios impulsados desde la posesión de Belisario Betancur en 1982 y su apuesta por alcanzar la paz. Y es que, si bien desde 1981 el país experimentaba un cierto coqueteo con la idea de dialogar con las guerrillas, solo fue tras la llegada al poder de Betancur que los acercamientos se convirtieron en diálogos. Aun así, las buenas intenciones contrastaron con el desplazamiento del militarismo hacia formas de represión civil estimuladas por la reaparición del paramilitarismo, configurándose así un modelo de seguridad y orden que libraba a las autoridades estatales de la responsabilidad institucional en la violación a los DD. HH. que tan grande factura le había traído al Gobierno Turbay2.

El tránsito de la represión oficial hacía la no oficial fue tan solo un cambio en la manifestación de la cultura jurídico política para la represión característica del periodo analizado; ante lo cual, el naciente movimiento social en defensa de los DD. HH. fue moldeando una propuesta contracultural con fundamento en la necesidad de una renovación de la justicia y de la democracia, ampliando su ámbito de acción de la resistencia contra la represión a la búsqueda de la paz y la realización de la democracia, en un proceso que, aunque se presume materializado con la Constitución de 1991, continúa hasta nuestros días. Las páginas siguientes están dedicadas a estudiar el contexto en el que el Estado colombiano elaboró su modelo de represión y la forma en que este fue contrarrestado por el embrión de una contracultura fundamentada en la garantía de los DD. HH. y la democratización de las relaciones políticas. Para ello, se analizarán tres momentos, más o menos diferenciables, en los que se evidencian las transformaciones del modelo de represión estatal y su reflejo en la construcción de las demandas que terminaron por dotar de identidad a la acción colectiva alrededor de estos derechos:

• Primero, apropiación del concepto de DD. HH. que ocurre entre 1970 y 1981, como reacción de la sociedad civil, pero también como medio de oposición al desarrollo de la DSN y su apogeo en Colombia, a través del militarismo y la represión por vía judicial.

• Segundo, crisis y transición entre modelos represivos, generados por el auge de la movilización alrededor de los DD. HH. y por los cambios en la política norteamericana frente a los mismos. Este momento abarca entre 1978 y 1982 aproximadamente.

• Y tercero, la adaptación del modelo represivo a los dictados de la guerra de baja intensidad —GBI— y su camuflaje entre el paramilitarismo y el narcotráfico, pero también la respuesta de la sociedad civil impulsando la búsqueda de la paz por vía de una negociación y la constitucionalización de los DD. HH.

Esta forma de abordar el problema permite exponer los factores ideológicos y jurídicos que posibilitaron una cierta unidad de acción entre los defensores y la elaboración de una contra cultura jurídico-política en torno a la movilización social, que trasegó de un uso instrumental de los DD. HH. (en los juicios), a su apropiación (como sustento de la democracia)3. Así las cosas, este capítulo aborda, en perspectiva multiescalar4, las formas represivas imperantes en América Latina durante el periodo estudiado, su reflejo en las políticas de seguridad y control adoptadas en Colombia, y la manera en que la oposición a estos fenómenos dio lugar a las demandas de un vasto sector de la sociedad, permitiéndole ingresar a la disputa por configuraciones alternativas de la justicia. El análisis aquí propuesto oscila entre la exposición de las condiciones que hicieron posible una cultura jurídico-política para la represión y la forma en que a estas se les opuso una plataforma contra cultural fundamentada en el uso de los DD. HH.

De conformidad con lo anterior, este capítulo podría sintetizarse de dos formas: la primera de ellas desde un punto de vista contextual, puesto que presenta el escenario sobre el cual se desarrollaron las luchas del movimiento de DD. HH. durante el periodo estudiado, en tres momentos: militarización de la justicia, crisis y paramilitarización. La segunda de carácter sustancial, en la medida en que presenta las tres materias fundamentales que sirvieron como contenido de las demandas promovidas por este sector: represión, paz y democratización. En ese sentido, lo que se pretende es recrear el escenario en el que tuvieron lugar las disputas por la configuración de ideas sobre la justicia, entre su humanización y la represión, en un acercamiento que permite reconocer la marginalidad de la materia hasta 1975 y las circunstancias que ubicaron a los DD. HH. al centro de la disputa cultural.

1.1. La militarización de la justicia

En 1970, según un informe oficial:

La asistencia Militar norteamericana llega al total de 92.000.000 de dólares. 425 miembros de las fuerzas armadas fueron entrenados este año por los Estados Unidos, llegando a la cifra total de 3.894. “Para abastecer las fuerzas armadas de Colombia cuyo número aproximadamente es de 55.000 hombres (ejercito 43.000, marina 5.000, fuerzas aéreas 6.400) los Estados Unidos mantienen una misión Militar de 27 oficiales y 21 suboficiales de las tres armas (…) este país paga parte del costo de administración de la Misión (…) nuestros militares se consideran teóricamente miembros de las Fuerzas Armadas de Colombia (…) el entrenamiento es una de las tres metas primordiales del personal de la misión Militar, las otras dos consisten en controlar la entrega de los equipos, asesorar y ayudar a los oficiales colombianos (…) Muchos oficiales de este país han tenido la oportunidad de recibir entrenamiento formal en los EEUU, incluyendo al comandante general de las fuerzas Armadas, Mayor General Currea Cubides (…) Igual que el Brasil, Colombia ofrece incentivos económicos a los oficiales que se entrenan en el exterior (…) Colombia ayuda a sufragar los gastos del entrenamiento dado por los EEUU (…) Los EEUU instruyen al ejército de Colombia en tácticas antiguerrilleras a través de unidades móviles de entrenamiento en la zona del canal (…) La doctrina norteamericana de la “acción militar” también ha sido aceptada por el ejército colombiano (…) nuestros programas han ayudado al país a establecer sus propias escuelas de entrenamiento militar (…) la misión cree que el entrenamiento del general Currea dentro del Programa de Ayuda Militar (PAM) contribuyó a darle esa perspectiva (…) Colombia puede ser el mejor ejemplo de los beneficios que pueden resultar del entrenamiento dentro de nuestro Programa de Ayuda Militar (…) los años de 1970 a 1975 serán cruciales para determinar la viabilidad del actual sistema (…) el contacto permanente y estrecho entre las fuerzas militares colombianas y el ejército norteamericano será ventajoso5.

Uno de los principales efectos del aumento de la ayuda militar de los EE. UU. en Colombia fue la consagración de la justicia como un asunto de seguridad, que fue puesta en manos de las FF. AA., llegando estas a adquirir un amplio margen de acción que les permitía incidir en las ideas sobre lo justo en materia criminal, casi a título definitorio. La anterior afirmación solo es comprobable al estudiar la acción estatal entre 1970 y 1982 que, caracterizada por la búsqueda incesante de un aseguramiento del control institucional, llevó al Estado a adquirir un carácter militarista tras la adaptación de sus instituciones a los dictados de la DSN. En ese sentido, el aparato estatal conservaba su apariencia civilista y, sin embargo, recurría con una frecuencia cada vez mayor al uso de las prácticas represivas que distinguían a las dictaduras del Cono Sur. ¿Cuáles fueron las condiciones internas que se entretejieron para la adopción de políticas de seguridad y orden que terminaron por entregar a las FF. AA. y de seguridad del Estado la definición sobre las ideas de lo justo y su administración? ¿Cuáles sus consecuencias sociales?

1.1.1. ¿Democracia civilista o dictadura disfrazada?

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, los EE. UU. y la URSS quedaron enfrentados por el dominio político, militar, ideológico y económico global, en el marco de la denominada guerra fría. Sus ideas de expansión se desarrollaron en una abierta competencia que implicaba la conformación de bloques de poder dirigidos a asegurar la dependencia de los países subdesarrollados con respecto a estos. Los EE. UU. lograron cohesionar, entre otros, a la mayoría de los Gobiernos latinoamericanos bajo la consigna de la Seguridad Nacional, ubicándola al centro del desarrollo de sus relaciones6. En Colombia, dicha doctrina inspiró, por lo menos, tres elementos que marcan el establecimiento de una cultura jurídico-política para la represión entre 1970 y 1982: i) la seguridad como necesidad inaplazable; ii) la elaboración de un enemigo común en el orden interno y iii) la implantación del concepto de guerra total y permanente.

La seguridad como necesidad inaplazable

El arraigo y la fertilidad de la DSN en América Latina se relacionan con la existencia de una amenaza latente para los intereses norteamericanos y, residualmente, para los de las élites económicas y políticas locales7. La DSN promovió una inescindible relación entre seguridad y amenazas como motor de la actividad estatal, fundamentada en la existencia de condiciones de probabilidad, no de certeza, sobre la ocurrencia futura de revoluciones que dañarían la seguridad nacional. En ese sentido, los riesgos de la guerra fría fueron transmitidos a la sociedad en general, para justificar: la intervención militar directa representada en el establecimiento de regímenes dictatoriales abiertos; o el endurecimiento de las medidas jurídico-políticas de carácter represivo adoptadas por los Gobiernos civiles8. Al ubicar la seguridad al centro de los debates públicos como necesidad inaplazable, los EE. UU. lograron confirmar la virtual fusión entre seguridad y Estado. Lo que se traducía en la idea de que para enfrentar las amenazas era necesario contar con una institucionalidad lo suficientemente fuerte para anular el riesgo.

La elaboración de un enemigo común en el orden interno

El enemigo fue fácilmente elaborado con base en la imagen de la URSS, como encarnación del comunismo internacional y rival, no de los EE. UU., no del capitalismo, sino de la civilización occidental. El comunismo como enemigo se convirtió en abstracción de todas las enemistades posibles; lo que justificó que todo aquello que se pareciera al comunismo, a la inconformidad social con el sistema político y económico, o a crítica contra el Estado fuera considerado como amenaza nacional. El concepto mismo de ciudadanía quedó diluido en la búsqueda de la seguridad nacional, endureciendo la relación de subordinación entre los Estados y las personas. Impulsadas por la desconfianza de los EE. UU. en la estabilidad política y económica de los países de la región, proliferaron entonces las dictaduras militares. Pobreza, comunismo y liberación nacional se convirtieron en fantasmas; el enemigo ya no era una abstracta, y cuando mucho lejana y fría, URSS, ahora estaba encarnado en la oposición política y en la actividad social contraria al modelo económico, social y político; la sospecha cubría a la generalidad de la población civil, devolviendo al enemigo su abstracción natural9.

La implantación del concepto de guerra total y permanente10

Este concepto, favorecido por el aumento de la capacidad militar de las potencias mundiales, ha mantenido en estado de alerta a la comunidad mundial desde entonces y, más allá del riesgo nuclear, logró desarrollarse en los países periféricos, a propósito de la penetración ideológica que podría desembocar en la generación de condiciones para una revolución. El concepto de guerra total se desarrollaría bajo la influencia de la denominada doctrina francesa de la contrainsurgencia o lucha contrainsurgente, cuya elaboración fue recogida por el coronel Roger Trinquier, tras las experiencias militares de Francia en Argelia e Indochina11.

Estos tres elementos encontraron en Colombia un escenario ideal para su desarrollo, pues los evidentes brotes de inconformidad social que amenazaban con la expansión de las ideas socialistas o de liberación nacional en el país generaban un ambiente de agitación social cada vez más radicalizado. Un antecedente muy ilustrativo del interés norteamericano por expandir su capacidad de control militar en Colombia es la visita del Centro de Guerra especial, de Fort Brag (Carolina del Norte), desarrollada en febrero de 1962.

El director de investigaciones de dicho Centro, el General Yarbo-rough, redactó un suplemento Secreto al Informe sobre dicha visita. Uno de los párrafos de ese suplemento dice: “Debe crearse ahora mismo un equipo en el país acordado, para seleccionar personal civil y militar con miras a un entrenamiento clandestino operaciones de represión, por si se necesitaren después. Esto debe hacerse con miras a desarrollar una estructura cívico militar que se explote en la eventualidad de que el sistema de seguridad interna de Colombia se deteriore más. Esta estructura se usará para presionar los cambios que sabemos, que se van a necesitar para poner en acción funciones de contra agentes y contra propaganda y, en la medida en que sea necesario, impulsar sabotajes y/o actividades paramilitares contra los conocidos partidarios del comunismo. Los Estados Unidos deben apoyar esto12.

Otro antecedente del interés norteamericano se encuentra en la expedición del denominado Manual FM-31-15 Operaciones contra Fuerzas Irregulares de 1962, por medio del cual, el ejército colombiano adoptaba los lineamientos norteamericanos de combate a las guerrillas que apenas se encontraban en formación. No sorprende, entonces, que la ejecución de las prácticas militares, dirigidas según los lineamientos estadounidenses, combinaran una suerte de conservación de la apariencia civilista, como rasgo característico de la tradición política colombiana, y el desarrollo de una escalada represiva cuyo eje era el fortalecimiento de la capacidad de operación de las FF. AA. De fondo estaba la criminalización de la protesta social y de la oposición política como amenazas directas para los intereses norteamericanos y de las élites colombianas; el enemigo real no eran los alzados en armas, eran los civiles…

El General Francisco Landazábal explicitaba con franqueza, en uno de sus libros, la tesis fundamental: “No menos importante que la localización de la subversión es la localización de la dirección política de la misma […]. La dirección política no puede interesarnos menos que la militar y, una vez reconocida y determinada la tendencia, hay necesidad de ubicar la ideología que la anima, plena y cabalmente, para combatirla con efectividad. Nada más nocivo para el curso de las operaciones contrarrevolucionarias que dedicar todo el esfuerzo al combate y represión de las organizaciones armadas del enemigo, dejando en plena capacidad de ejercicio libre de su acción la dirección política del movimiento”13.

El resultado de tal apuesta es una fluctuación entre la necesidad de mantener la apariencia civilista, facilitando un amplio margen de acción a las fuerzas de seguridad en contra de la oposición política; este es el rasgo característico de la vida político-militar colombiana en las décadas de 1960 y 1970. Durante estos años se desarrolló una estrategia de control social y político en la que, bajo la justificación de enfrentar la amenaza revolucionaria, las FF. AA. adquirieron autonomía e independencia respecto del Gobierno, bajo el amparo de la permanente declaración de estados de sitio que le fueron otorgando a los militares la capacidad y el margen de impunidad necesarios para detener la oleada de movilizaciones sociales, que, aun así, se desarrollaron durante este periodo. Pese a ello, tal y como lo reconoce el Centro Nacional de Memoria Histórica —CNMH—, esta práctica no era novedosa,

Se trataba de un hábito de vieja data. Pese a que el Frente Nacional se planteó como un acuerdo paritario para el ejercicio del poder, capaz de garantizar el retorno a los cauces institucionales quebrantados por la dictadura de Rojas Pinilla, lo cierto es que nunca pudo escapar de la excepcionalidad característica de la dictadura y, en vez de salir definitivamente de ella, optó por institucionalizar algunos de sus mecanismos. Esa excepcionalidad, sin embargo, no se aplicaba ya para afrontar los resentimientos de la violencia partidaria, sino que fue la base de una intensa violencia de carácter clasista, contrainsurgente y anticomunista, atizadas por las tensiones geopolíticas de la guerra fría14.

Para Gustavo Gallón, defensor de DD. HH. desde la época, la herencia de la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla fue el posicionamiento de los militares en los asuntos políticos relativos al orden público; lo que se refleja en la posibilidad de juzgar civiles, aun en contra de la Constitución15. Bastó una decisión de la Corte Suprema de Justicia —CSJ—, luego de los acontecimientos del 9 de abril de 1948, para que la prohibición contenida en el artículo 170 constitucional —que limitaba la competencia de los tribunales marciales al juzgamiento de los delitos cometidos por los militares— quedara en desuso, y se abrieran las puertas para el juzgamiento de civiles por parte de las FF. AA., por vía de los Consejos Verbales de Guerra —CVG—16. La decisión temporal de la Corte fue ganando terreno, hasta convertirse en la medida tipo que contenía cada uno de los estados de sitio decretados desde 1965, cuando así lo hiciera el presidente conservador Guillermo León Valencia17.

Cada uno de los Gobiernos del Frente Nacional desarrolló la medida ampliando las atribuciones a las FF. AA. en materia de justicia. La complicidad entre élite política y cúpula militar solo podría explicarse como una reasignación de tareas que terminó por desconfigurar la división tripartita de poderes. La nueva composición quedaría determinada por la capacidad jurisdiccional adquirida por las FF. AA., la conservación del control administrativo del Estado por parte de las élites en el poder y la dirección económica del país a cargo de los gremios empresariales. Esta sería la estructura del Estado colombiano, cuya estabilidad se prolongó por lo menos hasta entrada la década de 198018. Como señala Jorge Villegas Arango en el Libro negro de la represión, el rostro democrático de Colombia ocultaba el uso recurrente de los estados de sitio como figura por excelencia en un círculo compuesto por tres pasos: 1) hostigamiento del Estado al movimiento social; 2) reacción violenta del movimiento social; 3) decreto de estado de sitio.

Para decretarlo se busca siempre el expedito recurso de provocar la violencia. Se presiona cualquier sector (campesinos, obreros, estudiantes) y lo reprimen hasta la exacerbación. Cuando finalmente viene la respuesta violenta del sector provocado, los asesinan. Tomando como pretexto esta violencia buscada, implantan el Estado de Sitio. Lo mantienen durante el tiempo que consideren necesario, y a su amparo, asesinan, reprimen y elaboran toda clase de “decretosleyes”. Algunas coyunturas (proximidad de elecciones, necesidad de reforzar la imagen democrática en el exterior, etc.), crean la necesidad de levantarlo temporalmente, entonces llevan toda la legislación de hecho al Congreso, integrado por los mismos grupos de la oligarquía gobernante y este los refrenda en su conjunto. Así se convierten en “leyes de la nación” todos los exabruptos anteriores. La prensa y todos los medios de comunicación, que se hallan también en manos de los mismos grupos oligárquicos (en realidad, de las mismas familias) controlan, desfiguran y falsean todos los hechos y se encargan de completar la faena19.

1.1.2. Cuando lo normal es la excepción

Los postulados de la DSN fueron introducidos en el país con gran intensidad desde la década de 1960; sin embargo, es suficiente con exponer las formas en que dicha doctrina se consagró en la legislación colombiana como legado del Frente Nacional. En ese sentido, es necesario señalar los principales desarrollos jurídicos adoptados en virtud de la DSN por parte de los presidentes Misael Pastrana, último de los mandatarios relacionados directamente con el Frente Nacional, y Alfonso López Michelsen, quien en medio de fuertes vacilaciones se decantó por reproducir el legado represivo en materia jurídica y militar que ya caracterizaba al Estado colombiano.

Misael Pastrana y la herencia del Frente Nacional

Pastrana asciende al poder heredando de su antecesor, Carlos Lleras Restrepo, un marco jurídico de excepcionalidad en el que fueron promulgadas diferentes normas en materia de seguridad y orden público —a su vez, reencauchadas tanto del Frente Nacional como de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla—. El primer estado de sitio decretado durante la década de 1970 llega tras el Decreto 1128 del 19 de julio de 1970 y aunque su vigencia fue corta, en este periodo fueron promulgadas varias normas claves en materia de seguridad y orden público (el Anexo B presenta una cronología del desarrollo de la legislación de emergencia entre 1970 y 1991)20. Luego de ello, tras un periodo de tres meses de normalidad, con la expedición del Decreto presidencial 250 del 26 de febrero de 1971, nuevamente se declaró turbado el orden público y el estado de sitio en todo el territorio nacional; esta medida se extendió durante casi todo el mandato de Pastrana. Más que enfrentar las efectivas alteraciones al orden público, lo que se perseguía era concentrar el poder en el ejecutivo para actuar en un marco de legalidad flexible que permitía reprimir las manifestaciones de inconformidad social. Dicha concentración se manifestó en el fortalecimiento del gasto para defensa y seguridad y, paralelamente, en la disminución de las garantías de los acusados, sometidos a procedimientos sumarios de investigación y juicio (característicos de los CVG)21.

Lo que aquí ha sido denominado marco de legalidad flexible sirvió como catapulta para la política de seguridad de Pastrana, quien acto seguido a la instauración del estado de sitio, anunció la entrada en vigor del Decreto 254 del 27 de febrero de 1971. Esta norma develó que la intención detrás de la declaratoria de excepción era el fortalecimiento de las FF. AA. por medio del reconocimiento de atribuciones que de otra forma jamás se le hubiesen concedido, tales como el robustecimiento de la jurisdicción penal militar o la competencia para juzgar a los civiles por diferentes delitos22. Adicionalmente, tras la expedición del Decreto 1988 de 1971, que agravó las penas para el delito de secuestro, quedó de manifiesto que la limitación de las garantías procesales estuvo acompañada de un sucesivo aumento y endurecimiento de las penas como herramienta para intimidar a la población23.

En 1973 las normas adoptadas incluyeron la expedición del Decreto 133 del 26 de enero24, por medio del cual se dispuso el traslado de los condenados por los delitos de secuestro, extorsión y conexos a estos (todos de competencia de la justicia penal) a la isla prisión Gorgona, en donde pagarían la pena impuesta y se suspendieron las rebajas de pena para los condenados por los delitos señalados25. Incluso para la época, estas medidas ya representaban una abierta, pero silenciosa, y no muy advertida contradicción frente a los compromisos internacionales asumidos por el Estado en materia de DD. HH.; lo que alimentaba la tensión entre dos asuntos que se desarrollaban de forma paralela: primero, el derecho penal interno simplemente atendía al afán de hacer frente a los desórdenes sociales que podrían desembocar en una insurrección generalizada, ofreciendo límites legales flexibles dentro de los cuales la Fuerza Pública actuaba de forma holgada; y segundo, los compromisos cada vez más fuertes que adquirió el Estado colombiano, en cumplimiento de los dictados norteamericanos para promover los DD. HH. como modelo de acción moral durante la Guerra Fría.

Mantener el dominio del tercer mundo, con sus agitaciones y problemáticas sociales, era un reto que fue afrontado por vía de la represión, lo cual contrastaba con el interés por posicionar el discurso de los DD. HH. como imperativo moral. Pese a ello, los dos años y casi diez meses de desarrollo normativo del primer estado de sitio del periodo, terminan en el mes de diciembre de 1973, cuando el general del Ejército y ministro de la Defensa, Hernando Currea Cubides celebraba “…la operación contra guerrillera en el país que ha conducido prácticamente a la aniquilación de los grupos sediciosos y a la captura o muerte de sus principales cabecillas”26. El saldo de este estado de excepción dejó profundas huellas en la población civil, pero a la vez, razones para impulsar la acción colectiva hasta llevarla a nuevas orillas. La arbitrariedad y los continuos abusos de poder en que incurrieron los agentes del orden provocaron airadas reacciones en el sentir ciudadano y así, la oposición al uso permanente de los estados de excepción terminó por convertirse en materia que alimentó la movilización colectiva en el país.

Entre la indecisión y la excepción

Lejos de la derrota anunciada por el ministro de Defensa, la movilización social y el ambiente sedicioso continuaron siendo el rasgo distintivo que alteró el orden público. Sin embargo, durante el cambio de Gobierno entre Pastrana y López, dos fenómenos contrarios tendrían lugar, las promesas del presidente electo sobre el respeto a la opinión política y la necesidad manifiesta de los Gobiernos locales de recurrir a medidas represivas, aunque, al menos por unos meses, sin el amparo del estado de sitio. Así, ante las manifestaciones estudiantiles y sindicales que no cesaban, los Gobiernos locales no dudaron en declarar el reforzamiento de las medidas de seguridad para reprimirlas, llegando incluso a su prohibición27, lo que acontecía mientras el ejecutivo nacional emitía mensajes contradictorios que hablaban de descartar el estado de sitio y se manifestaba dispuesto a aplicar “…mano fuerte para garantizar los derechos legítimos de la ciudadanía”28.

La voluntad de López para proteger la opinión y el respeto de las garantías individuales estuvo cerca de durar un año; sin embargo, recurriendo a justificaciones similares a las de su antecesor, dictó el estado de sitio por vía del Decreto 1136 de 197529. Lapidaria resuena la frase de López justificando su decisión “…los gobiernos se caen por débiles y no por malos…”30. López amplió la posibilidad de ejecutar allanamientos sin previa orden judicial a altas horas de la noche, los términos para que las autoridades interrogaran a los procesados sin presentarlos ante un juez y limitó el derecho a la huelga y de reunión. Medidas que fueron objeto de álgidos debates entre quienes las apoyaban irrestrictamente (el expresidente Pastrana y el líder liberal Julio César Turbay, el gremio ganadero, la Central de Trabajadores de Colombia —CTC—) y las voces que advertían el peligro que estas medidas representaban para las libertades ciudadanas (como la Confederación Sindical de Trabajadores de Colombia —CSTC—, los líderes de los movimientos de oposición y algunos reconocidos juristas). La evidente cohesión de los altos mandos del Estado alrededor del estado de sitio se manifestaba incluso en la voz del procurador general Jaime Serrano Rueda, quien declaraba esperanzado ante los medios su expectativa de que las investigaciones penales avanzaran con mayor eficacia y celeridad que en la justicia ordinaria, ante lo que se preguntó su entrevistador: “¿acaso la justicia ordinaria es ineficaz?”31.

Más allá de los debates, los primeros meses de vigencia de las medidas avanzaban sin mayores efectos; de hecho, durante la instalación del Senado de la República el ministro de Gobierno anunció que en breve podría ser levantado el estado de sitio, pues de los 270 procesos adelantados ante la justicia penal militar —JPM— solo dos correspondían a delitos contra la seguridad del Estado y los demás a delitos comunes32. Pese a ello, la medida terminó por extenderse hasta el 23 de junio de 1976, cuando más de 1500 procesos tramitados ante la JPM fueron trasladados a la jurisdicción ordinaria. Determinación que fue el resultado de, por lo menos, dos situaciones: primero, la percepción negativa de la JPM en la opinión pública, que la consideraba como algo que solo beneficiaba a los militares, pues al prestar sus servicios allí podían llegar a doblar el tiempo de servicio a efectos prestacionales; y, segundo, las constantes quejas de los militares que consideraban al régimen de excepcionalidad como causa de la congestión que amenazaba a la JPM con su colapso33.

Tan solo cuatro meses después de que fuera levantada la excepción, el Gobierno recurrió nuevamente a esta figura en octubre de 1976. Las razones, el orden público alterado por la ola de secuestros y amenazas en contra del régimen constitucional, el sabotaje a las comunicaciones oficiales por parte de los trabajadores de Telecom, las inconformidades del gremio de los médicos que se encontraban en paro y, curiosamente, la visita de los reyes de España prevista para la segunda semana de octubre34. En menos de 15 días se dictaron alrededor de seis Decretos presidenciales (bajo los números 2132, 2133, 2189, 2193, 2194 y 2195) por medio de los cuales se reestablecían algunas medidas represivas que habían sido desechadas en junio y se adoptaron otras nuevas, todas dirigidas a reprimir la huelga de la salud y la inconformidad estudiantil que se encontraba en franco aumento.

La indecisión de López quedó definida a favor del estado de sitio, que se extendió desde 1976 hasta 1982, periodo durante el cual se registra un aumento en las denuncias referidas al impacto de su prolongación indefinida, considerando que el régimen de emergencia profundizaba las situaciones de violencia y de alteración del orden, en lugar de aliviarlas35. Lo que desde las toldas del Gobierno de López —por ejemplo— se presentaba como medida necesaria para la estabilidad, fue recibido por los sectores populares como una amenaza, pero también como una oportunidad de acción. Amenaza a la creciente movilización social que, precisamente por su vivacidad, era duramente golpeada, pero también oportunidad, ya que cada aberración derivaba en manifestaciones de rechazo y alimentaba el nacimiento de una nueva identidad en torno a las ideas de justicia. A su vez, el cubrimiento de prensa a las denuncias sobre torturas y a los CVG privilegió el análisis de los alcances de la legislación de emergencia y de los costos humanos de la seguridad nacional, no obstante que los debates políticos para 1978 aún se inclinaban a favor de la militarización de la justicia.

1.1.3. Las luchas contra el militarismo

El incremento de las ayudas militares por parte de los EE. UU. le otorgó al Estado colombiano los medios económicos, armamentísticos y sobre todo ideológicos para arremeter en contra de la movilización social en el orden interno36. En consecuencia, el destino de la nación quedaría ligado a los intereses estadounidenses, siendo este un factor determinante para la elaboración de las políticas de seguridad derivadas de la DSN. Esta situación generó las condiciones de posibilidad para que diversos sectores de la población colombiana asumieran la denuncia contra el militarismo judicial y la exigencia de su desmonte como factor de movilización social y política. Campesinos de diferentes lugares de la geografía nacional denunciaron la combinación entre la expedición de salvoconductos por parte de las FF. AA. y la entrega de la administración municipal a los militares en territorios como Yacopí (Cundinamarca). Pese a las denuncias, el uso desmedido de la fuerza terminaba siendo justificado como una forma de control social que en el fondo promovía el copamiento de la vida social y política en los territorios donde las organizaciones sociales y políticas de oposición al Gobierno gozaban de mayor fortaleza37.

El terrorismo sistemático del ejército, unas veces de civil y otras veces uniformado, antes que garantizar la vida y bienes del campesinado, ha creado una verdadera inseguridad que impone el éxodo de familias enteras que abandonan sus pertenencias con la esperanza de prolongar sus vidas y emigran hacia las ciudades, con las graves consecuencias que tal situación crea para la economía nacional…38.

Esta política de persecución, confinamiento y abuso de autoridad se replica en cada uno de los sectores sociales y tales prácticas fueron recurrentes para neutralizar las manifestaciones de protesta asociadas a la exigencia de mejoras en las condiciones de vida de los sectores populares. Regularmente, las marchas organizadas por campesinos, estudiantes y trabajadores terminaban con la captura y judicialización de los manifestantes.

Continúan marchas de los campesinos del Huila, Caquetá y Putumayo. Denuncian intimidaciones por parte del ejército y la policía que pasan a los lados de los caminos gritando, “¡queremos sangre, queremos guerra!”. Detenidos un sacerdote y quince personas más que llevaban alimentos y medicinas a los integrantes de la marcha. Refiriéndose al sacerdote Munar, los militares dicen “a ese cura H. P. hay que quemarlo” y al solicitar uno de los detenidos que se les dé un trato humano, un militar contesta: “No estamos interesados en perseguir criminales, pues ahora podemos implicar a cualquier persona como integrante de la red subversiva”39.

Las posibilidades de las que hacían alardes los militares se tradujeron en efectos reales relacionados con la práctica de montajes judiciales en contra de líderes estudiantiles, campesinos y sindicales. En esa medida, los militares practicaban detenciones sin orden judicial previa, elaboraban las pruebas, las presentaban como fiscales y juzgaban40. El procedimiento penal se convirtió, como se verá más adelante, en un monólogo en el que las FF. AA. todopoderosas contaron con las herramientas para definir el bien y el mal. Así lo denunciaron organizaciones como la Asociación Internacional de Juristas —AIJ— que solicitó eliminar las facultades judiciales con que contaban los militares por considerar que “La justicia castrense debe servir para juzgar únicamente a los militares”41.

La reforma constitucional de 1968 fue usada como patente de corso, incluso para que los agentes de Estado, tal y como lo denunciaron diferentes sectores sociales, retuvieran indefinidamente a sus víctimas y las sometieran a torturas o desapariciones, anulando cualquier posibilidad de que se practicara un juicio en el que se debatiera la culpabilidad o inocencia en igualdad de armas42. La declaración final del primer foro colombiano por los DD. HH. de 1979 fue explícita en denunciar: “El Estatuto de Seguridad infringe la Constitución al modificar los códigos en cuanto a las penas, creación de nuevos delitos y reforma de los procedimientos asignando competencia a la jurisdicción penal militar en sustitución de los jueces ordinarios y al desconocer las facultades soberanas del Congreso para la reforma de los códigos de la nación”43.

Así mismo, las víctimas directas de la militarización de la justicia elevaron su voz para exigir el desmonte de este modelo judicial. Álvaro Vásquez del Real, líder del Partido Comunista Colombiano —PCC—, fue detenido durante más de siete meses, bajo la sospecha de ser ideólogo y jefe militar de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia —FARC—, sospecha que jamás se tradujo en la formulación de una acusación formal o en la celebración de un juicio, pero que le mantuvo preso y alejado de su actividad política durante este tiempo. Su libertad no se produciría, sin embargo, por decisión de los militares, sino que fue el resultado de la gestión de su abogado, Humberto Criales de la Rosa, quien acudió ante el Tribunal Superior para que este definiera la situación de su defendido, estrategia que fue catalogada por el propio Vásquez como, “…un valioso aporte a la lucha que estamos librando contra la militarización de la justicia, ya que la doctrina sentada, al disponer el traslado del negocio en mi contra a un Juez superior, beneficiará a muchas personas que están presas a órdenes de las autoridades castrenses”44.

El precedente sentado por el Tribunal contribuyó a generar una advertencia sobre la prolongación indefinida de las detenciones, pero la verdadera batalla aun estaría por librarse. El objeto central de la misma no era tanto la multiplicidad de violaciones a las garantías procesales, como sí la desnaturalización de la administración de justicia al otorgar a los militares la posibilidad de juzgar a los civiles, lo que representaba su imposición sobre la jurisdicción ordinaria45. Si los fallos de la justicia militar en contra de los civiles carecían de objetividad, no podría decirse otra cosa cuando los juzgados en esta jurisdicción eran militares. El juzgamiento de once policías adscritos al F-2 lo ilustra, estos agentes se encontraban vinculados a una investigación penal por considerárseles responsables de la masacre del barrio El Contador de Bogotá, durante una diligencia de allanamiento a una residencia en la que fueron asesinadas siete personas. El caso no hubiera llegado a primera instancia si no fuese por la intervención del superior que declaró nulo el proceso y ordenó, no la condena, pero al menos sí la celebración del consejo verbal de guerra considerando:

Que las versiones de los sindicados en el sentido de que habían actuado en legítima defensa al ser atacados por los ocupantes no podían ser aceptadas por cuanto reñían con la evidencia de los hechos y con los dictámenes rendidos por los peritos del Instituto de Medicina Legal. Tales peritos, en efecto, dictaminaron que según el resultado de la prueba del guantelete de parafina que les fue tomado a las víctimas, ninguna de ellas hizo uso de armas de fuego y que además recibieron los balazos cuando se hallaban en actitud de ponerse a salvo, la mayoría de ellos por la espalda y en la cabeza y a muy corta distancia46.

El rechazo a la militarización de la justicia como elemento articulador de la defensa de los DD. HH. conservaba en el fondo una denuncia mayor: que este fenómeno no era más que el ajuste de la DSN a la realidad colombiana. De esta manera, la actividad social de denuncia advierte la politización de las FF. AA. y de policía como un fenómeno de asimilación del modelo norteamericano que tanto éxito había tenido en los países del Cono Sur47. Claro está, en Colombia este modelo resultaría menos abierto, pero no menos absorbido culturalmente, pues para la mayoría, la ampliación de las potestades a los militares era vista como un mal necesario o simplemente como un fenómeno natural.

1.2. Crisis del modelo represivo jurídico-militar

La transición entre las décadas de 1970 y 1980 estuvo marcado por el desarrollo de dos fenómenos particulares, por un lado, el auge de la denuncia social contra las arbitrariedades cometidas por el Estado colombiano y, por el otro, el giro de los EE. UU. en su política internacional sobre DD. HH. La conjugación de estos dos fenómenos llevó a una profunda crisis del modelo represivo jurídico-militar en Colombia y, de ahí, a un tránsito hacia el uso de métodos de control social no oficiales, vinculados con la guerra sucia. Para explicar lo anterior, se presentarán brevemente las condiciones que favorecieron el posicionamiento de los DD. HH. a nivel internacional, lo que, en contraste con el férreo marco jurídico desarrollado en el Gobierno Turbay, derivó en la condena internacional del Estado colombiano por sus políticas que resultaban violatorias de los DD. HH.

1.2.1. El declive de las competencias desmedidas de las fuerzas de seguridad

Estimulado por las cada vez más recientes denuncias de la sociedad civil, el interés internacional por conocer lo que estaba sucediendo en Colombia en materia de DD. HH. hacía parte de un proceso más amplio en el que la materia se abría camino en occidente48. De acuerdo con Samuel Moyn, este proceso comenzó a consolidarse cuando el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger —presionado por el ala izquierda del Partido Demócrata que vio en el escándalo del Watergate la oportunidad para exigir el respeto por los DD. HH. al interior de las fronteras de los EE. UU.—, impulsó la creación de la Oficina de los Derechos Humanos en 1975. Dicha oficina se encargó de monitorear el respeto gubernamental por estos derechos y de canalizar la ayuda económica estadounidense al respecto. Pese a ello, tanto Kissinger como el presidente Ford no prestaron mayor atención a la oficina y solo fue hasta la campaña presidencial de 1976 que los DD. HH. se convirtieron en objeto de debates y que terminaron por definir en ellos el objeto de una moralidad que se expandiría a todos los países del bloque occidental49.

El triunfo de Jimmy Carter en 1977 marcó el redireccionamiento de la política estadounidense hacia la promoción de los DD. HH., tal como quedó de manifiesto durante su discurso de posesión,

Porque somos libres, no podemos ser nunca indiferentes al destino de la libertad en cualquier lugar del mundo. Nuestro sentido moral nos dicta una clara preferencia hacia aquellas sociedades que mantienen, como nosotros el respeto por los DDHH de la persona. No buscamos intimidar, pero es evidente que un mundo que otros pueden dominar impunemente sería inhabitable para la decencia y una amenaza para el bienestar de todos los pueblos…50

Con Jimmy Carter a la cabeza, la intervención norteamericana en sus países aliados se dirigió a la implantación del discurso de los DD. HH. como encíclica de obligatorio cumplimiento, pues de ello dependía la asignación de recursos económicos. En ese sentido, la visita de Rossalyn Carter, primera dama de los EE. UU., a Colombia, en el marco de una gira por América Latina en junio de 1977, es clara muestra del interés norteamericano por alinear a sus países aliados alrededor en su nueva apuesta por estos derechos. Según los medios que cubrieron el acontecimiento, el propósito de la visita de la primera dama atendía al interés: “…por colocarse al lado de los países que defienden los DD. HH. y comparten y promueven los valores democráticos…”, y por supuesto, por cooperar con Colombia para fortalecer el marco de protección de los DD. HH.51.


Figura 2. Caricatura 1

Fuente: Citada en Forsythe, David, Derechos Humanos y política mundial (Buenos Aires: Eudeba, 1988) 96.

El mensaje norteamericano surtió efectos casi que inmediatos en el Gobierno colombiano. Siete días después, el 17 de junio de 1977, ante la Asamblea General de la OEA, Colombia presentó un proyecto modificatorio de los órganos, sistemas y métodos para investigar las violaciones a los DD. HH. En una actitud que los medios consideraron como una clara alusión a los EE. UU., el delegado colombiano declaró durante el acto de presentación: “…la tarea de hacer respetar los DD. HH. no ha sido delegada […] a un estado en particular […] sino a los organismos especiales creados por la autoridad hemisférica”. En esa misma dirección, durante el evento el Gobierno nacional reclamó: “…la ausencia de una efectiva colaboración financiera internacional crea grandes tensiones y un clima político impropio para el necesario respeto y protección de los DD. HH.”52.

De las declaraciones del Gobierno López se evidencian las tensiones derivadas de la nueva imposición estadounidense a las élites políticas y militares colombianas; lo que advierte que los nuevos requerimientos sobre el respeto a los DD. HH. no fueron de buen recibo en el país. Pese a ello, la imagen internacional del Estado colombiano continuaba siendo promovida por los EE. UU.53, que en 1978 en su informe sobre la situación de DD. HH. en la región, afirmó que Colombia seguía siendo uno de los países latinoamericanos más respetuosos de sus obligaciones internacionales en la materia: “…está claro que la política del Gobierno colombiano es contraria a la práctica de la tortura […] no ha habido informes de trato cruel, inhumano o degradante en Colombia durante 1977”54; afirmación que contrastaba con las frecuentes denuncias contra agentes de Estado comprometidos en la violación a los DD. HH. de los colombianos55.

El giro en la orientación política de los EE. UU. sobre los países de la región durante el Gobierno Carter, a diferencia de Nixon y Ford, se manifestó en la crítica a las dictaduras del sur, pero manteniendo la actitud cómplice frente a lo que sucedía en países como Colombia, que aparentaban cierta estabilidad democrática y, por tanto, eran incluidos dentro de lo que Carter denominó “el movimiento por los derechos humanos y la democracia”56. Pese al romance diplomático que vivía el Gobierno colombiano con los EE. UU., las denuncias de las organizaciones sociales develaron la distancia entre los discursos garantistas del Estado y sus acciones criminales, a tal punto que la imagen internacional del Estado comenzó a resquebrajarse de manera estrepitosa. Situación que, para ser comprendida, requiere de una reflexión previa sobre el marco jurídico que desembocó en la crisis del modelo represivo en Colombia.

1.2.2. El Estatuto de Seguridad

El segundo estado de sitio formulado durante el Gobierno López favoreció el nacimiento del gran hito de la legislación de emergencia en el país, el Decreto 1923 de 1978, mejor conocido como el Estatuto de Seguridad57. Este estatuto emerge cuando el recién posesionado presidente, Julio César Turbay, lejos de pensar en derogar el marco de excepción heredado de López, abrió su Gobierno con la adopción de esta controversial norma. El Estatuto de Seguridad estuvo vigente hasta 1982 y hacía parte de un sistema de medidas que agravaban la situación de los detenidos por móviles políticos, restringiendo sus posibilidades de defensa. Además de confirmar el poder de los militares para el juzgamiento de civiles, amplió las posibilidades de acción de las fuerzas de seguridad, llegando incluso a crear nuevos delitos en virtud de los cuales les estaba permitido proceder al arresto, sin previa orden judicial, de individuos que amenazaran las instituciones. Su establecimiento generó prontas reacciones entre la oposición política. Al respecto el semanario Voz decía:

…podemos señalar como se dota a la llamada “justicia” militar de más poderes, como se elevan en flecha las penas para la denominada “asociación para delinquir” y para la rebelión y como a quienes se sindique de la simple “perturbación del orden público” podrá sancionárselos con penas de uno a cinco años de prisión. Acciones como la ocupación de predios, a través de los cuales los destechados y los campesinos sin tierra reivindican sus elementales derechos, a la ocupación de vías como es de frecuente ocurrencia en los paros cívicos, quedarían erigidas en delitos acreedores a penas de cárcel de 10 a 15 años, siendo sometidos los detenidos al arbitrio de las fuerzas armadas y de la policía. Todo esto revela el sentido clasista del decreto y justifica nuestra aseveración de que es un estatuto contra el pueblo58.

El Estatuto reanimó los debates en torno a la pertinencia de la prolongación indefinida de los estados de sitio, pero sobre todo alrededor de sus efectos. Manifestaciones a favor y en contra del Estatuto coparon los titulares de prensa, desde los más radicales defensores de la medida —como Álvaro Gómez Hurtado, que señalaba la necesidad de ir más allá y de fijar como ley los preceptos contenidos en el Estatuto— pasando por la indeterminación de miembros de la Iglesia católica y de los liberales que, aún divididos, dejaban entrever cierto hálito de rechazo —como el manifestado por el representante a la Cámara Luis Villar, quien lo señaló como un “peligroso decreto” que asestaba un duro golpe a las libertades constitucionales—59. Hasta posiciones radicalmente opuestas a la medida, como las de la Coalición Popular60 que, en carta dirigida al presidente, manifestó: “…nos vemos obligados a exigir de su gobierno, garantías para la oposición, el cese de la militarización de las zonas agrarias y el restablecimiento de plenas libertades democráticas. Para que lo anterior sea posible demandamos la derogatoria del estatuto de seguridad y el levantamiento del Estado de Sitio”61.

La consigna para quienes se oponían de manera abierta al Estatuto de Seguridad y al estado de sitio era clara y constituía un llamamiento directo para la movilización en su contra. Las razones para ello convergían en la denuncia sobre las intenciones del Gobierno que, tras la lucha contra la insurgencia, utilizaba las medidas como plataforma para silenciar las demandas sociales y anular la protesta social. El presidente de la Federación Nacional Agraria —FANAL— señaló la forma como dicho estatuto hizo parte de una estrategia gubernamental para golpear a los sectores populares y, especialmente, al campesinado, en un intento por erradicar los sindicatos agrarios. En ese mismo sentido, Alfredo Vásquez Carrizosa denunciaba la cacería de brujas en que se convirtió el estatuto:

El desquiciamiento del orden constitucional producido por el estado de sitio indefinido que soporta el país, sumado a la implementación del estatuto de seguridad que de manera tan notoria ha comprometido los derechos humanos con la falta de garantías en los procesos penales militares, asume caracteres de mayor perturbación institucional con ese precedente de la intervención de uno de los ministros del despacho ejecutivo en situaciones individuales que deben ser objeto de sentencias definitivas pasadas a la categoría de cosa juzgada, sin la intromisión del gobierno62.

Ante las acusaciones, el presidente utilizaba sus pronunciamientos públicos y giras internacionales para desmentirlas: “En Colombia no existe un silencio impuesto por las bayonetas, sino una fecunda paz con libertades”63. Dichas declaraciones contrastaban con el aumento de penas y con los procedimientos que desnaturalizaban las labores de la defensa y, con ello, de la administración de justicia64. Estas circunstancias, sumadas a la presión nacional e internacional, llevaron a un punto de inflexión sobre el carácter militarista adquirido por el Estado y con el pasar de los días, el asunto se convirtió en un verdadero escándalo. Uno de los acontecimientos más representativos, se desarrolló en el Congreso de la República durante un debate sobre las ‘bondades del Estatuto de Seguridad’ que terminó convertido en un acto de confrontación directa al Gobierno:

…el ministro Felio Andrade informó a los legisladores que hoy día existen 28.680 reclusos en los 181 establecimientos carcelarios que tiene el país, de los cuales 1.829 se encuentran condenados en primera instancia 5.744 en segunda y, curiosamente, la gran mayoría el 73,59 % se hallan privados de la libertad por un simple auto de detención.

…el hecho de tener recluidos a más de 20.000 ciudadanos merced a una medida precautelativa es a todas luces una flagrante violación a los derechos humanos y una muestra palpable del desbarajuste en que se encuentra el sistema inquisitivo colombiano65.

1.2.3. Del reconocimiento a la condena internacional

La desmesurada reacción de la fuerza pública luego del robo de armas del Cantón Norte generó una voz de alarma que se expandió alrededor del mundo, las agencias internacionales de noticias no solamente siguieron la espectacularidad del operativo insurgente, sino que transmitieron los abusos cometidos por el Estado colombiano en contra de los ciudadanos. Ante la situación, la Secretaría de Información y Prensa de la Presidencia de la República reaccionó por medio de un comunicado en el que señalaba:

…el día de hoy se han hecho conocer cables provenientes de agencias internacionales en los cuales un supuesto organismo defensor de los derechos humanos, con sede en Nueva York, afirma dentro de la estrategia puesta en marcha por los enemigos del Estado y de sus fuerzas armadas que se ha institucionalizado en el país el régimen de torturas […] El gobierno tiene suficiente autoridad moral para defender en los foros nacionales y extranjeros los derechos humanos que la legislación colombiana protege y que las autoridades legítimamente constituidas respetan y preservan66.

La reacción del Estado para limpiar su imagen contó nuevamente con el apoyo de los EE. UU. que, en informe del Departamento de Estado, señaló a naciones como Nicaragua o El Salvador como los países que más presentaban violaciones a los DD. HH., aclaró que el estudio no incluyó a Argentina, Chile o Brasil cuyos Gobiernos estaban siendo acusados reiterativamente de violar los DD. HH., mientras de Colombia apenas contenía una incipiente referencia en la que afirmaba: “…la situación mejoró el año pasado”67. Pese al beneplácito norteamericano, la situación se hacía inocultable y forzaba al Gobierno de Turbay a generar informes institucionales en los que, por regla general, los jefes de cartera negaban la violación a los DD. HH. como política de Estado.


Figura 3. Caricatura “Cuanta ‘democracia’”

Fuente: Voz Proletaria [Bogotá], enero 11, 1979: 2.

En medio de estas condiciones, en marzo de 1979 se celebró en Bogotá el Primer Seminario Latinoamericano de Derecho Internacional Humanitario, organizado por el Comité Internacional de la Cruz Roja —CICR— y al que asistieron varios miembros del gabinete ministerial. Los asistentes a este evento, lejos de satisfacer las pretensiones gubernamentales, debatieron sobre las debilidades institucionales que favorecían la violación estatal de los DD. HH.:

Desconocimiento de las normas que regulan el Derecho Internacional Humanitario, falta de la firma y ratificación de los dos protocolos adicionales a los convenios de Ginebra del año 1949 y que hablan de nuevas formas de lucha como las guerras de liberación y los grupos alzados por parte de numerosos gobiernos entre ellos Colombia, además de las continuas violaciones de derechos humanos, fueron algunos de los puntos señalados por dos de los voceros de la Cruz Roja Internacional68.

Seis días más tarde, las denuncias llevaron al secretario general de la Presidencia de la República a manifestarse; el pronunciamiento oficial se dio durante las sesiones del Consejo de Asuntos Hemisféricos en Washington. La respuesta del secretario Álvaro Pérez Vives se centró en la acusación contra los defensores de DD. HH. en el país, siendo sus dos caras más visibles el escritor Gabriel García Márquez y el excanciller Alfredo Vásquez Carrizosa, a quienes acusó de pertenecer al PCC y de estar en abierta oposición al Gobierno69. Durante una entrevista, al ser interrogado sobre los puntos en los que consideraba que había variación en la política de DD. HH. respecto de otros Gobiernos, el secretario contestó: “No creo que difieran… Lo que ocurre es que no se puede permitir que secuestradores, extorsionistas, chantajistas, asesinos y narcotraficantes invoquen los derechos humanos para obtener la impunidad […] que se nos presenten pruebas pero que no hagan esta clase de defensa de los delincuentes para obtener su impunidad”70.

En medio de las tensiones entre las organizaciones sociales y el Gobierno nacional, las miradas de la comunidad internacional comenzaron a dirigirse hacia el país71 y, no obstante, en vísperas del inicio del foro sobre DD. HH. de 1979, el presidente insistía en que su Gobierno no había violado las garantías de los ciudadanos a la par que concentraba sus esfuerzos en atacar el foro y deslegitimarlo.

…los derechos humanos, una de las bases para la paz y el progreso social y económico de la nación, están siendo conculcados, vejados y desconocidos sistemáticamente por los grupos subversivos para quienes muchos despistados comentaristas nacionales y extranjeros reclaman de un gobierno fiel a la constitución, a las leyes y al respeto de la persona humana, unos derechos que no se les han desconocido nunca y que tienen una plena vigencia respaldada por todos los ciudadanos en un país democrático fiel a su tradición civilista y humanitaria72.

Más allá de la oposición y de los señalamientos gubernamentales, el foro se desarrolló con éxito, tanto que sus resultados alimentaron la exposición internacional de lo que estaba sucediendo en Colombia con los DD. HH., encendiendo las alarmas en el Gobierno de Turbay al ver cómo su imagen ante el mundo se desmoronaba73. Los efectos se sintieron en la cumbre de Cartagena realizada en junio de 1979, pues allí los continuos señalamientos en contra de la política de seguridad y orden público llegaron a tal grado de presión, que generaron una airada reacción del presidente. En alocución transmitida por la televisión nacional, este se despachó nuevamente en contra de los defensores, señalándolos como miembros de organizaciones enemigas que actuaban de manera coordinada contra el Estado,

…para tratar de asestar un golpe mortal a las instituciones democráticas. Afirmó que en desarrollo de esa estrategia se fue movilizando todo un equipo político de defensores de los derechos humanos […] Los supuestos o reales defensores de los derechos humanos han hablado de ellos, en muchos casos, con el interés de hacer oposición al gobierno, y han establecido una confrontación entre los términos y voces de la constitución y la Declaración de los derechos humanos, en abstracto, y sin referirse a la situación que se presentaba en Colombia y que aún continúa, después de haber develado una revuelta organizada cuyas proporciones han podido ver, con espanto, los colombianos de buena fe, como intento más grave para quebrantar el estado de derecho74.

Las acaloradas manifestaciones presidenciales generaron la enfática reacción de organizaciones internacionales que, como Amnistía Internacional —AI—, se mantenían al tanto de las denuncias formulas en contra del Gobierno. Así, Eduardo Mariño, oficial de AI para América Latina, emitió una declaración tras el discurso televisado de Turbay, en la que aclaró que AI es una organización independiente.

Nuestra organización actúa sobre la base de algunos artículos de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y de otros instrumentos internacionales derivados de esta en el curso de los últimos 30 años, que han sido acogidos oficialmente como reglas de conducta por parte de todos los estados miembros de las Naciones Unidas […] Amnistía Internacional no establece relaciones de solidaridad con gobierno alguno frente a la oposición, ni con la oposición en país alguno frente al gobierno. La solidaridad es con las víctimas de injusticia o de violación de sus derechos fundamentales como personas humanas; no con sus ideas o su política, sean estas cuales fueren75.

La vertiginosa sucesión de acontecimientos que expusieron la responsabilidad del Estado en la represión violenta desembocó en dos momentos clave que permiten comprender el giro que le llevó del reconocimiento a la condena internacional: las visitas de AI y, posteriormente, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos —CIDH— al país. A manera de preámbulo, es necesario advertir que tales visitas fueron producto, en gran parte, de la incidencia internacional de los defensores y sus críticas a la política estatal de seguridad heredada del Frente Nacional. Ejemplo de ello fue lo ocurrido durante el Consejo de Asuntos Hemisféricos de Washington en 1979, cuando Gabriel García Márquez y Alfredo Vásquez Carrizosa denunciaron las violaciones a los DD. HH. en Colombia. Podría afirmarse que la ira de los altos mandos políticos y militares fue directamente proporcional al éxito de las labores de denuncia internacional emprendidas por los defensores de DD. HH. La incidencia se extendió a diferentes organismos multilaterales que, como la Organización Internacional del Trabajo —OIT—, fueron receptores de las denuncias. En 1980 Colombia recibió la visita de AI, por invitación de Julio César Turbay en respuesta a los cuestionamientos que periodistas lanzaron en su contra durante una visita a Londres. La respuesta oficial de AI al presidente tardó un par de meses, y estuvo precedida de la publicación de su informe anual de 1979 en el que daba cuenta de las violaciones a los DD. HH. alrededor del mundo76.

Pocos días después, AI anuncia su visita al país entre el 16 y el 30 de enero de 1980 con el interés de investigar las denuncias recibidas sobre violaciones a los DD. HH. La delegación estuvo encabezada por el sociólogo filipino, Edmundo García y el abogado y juez español, Carretero Pérez; quienes a su llegada sostuvieron varias reuniones, primero, con el presidente Turbay, en medio de pomposos protocolos de bienvenida, y luego con organizaciones defensoras que facilitaron un completo listado de personas desparecidas y asesinadas por motivos políticos77. La amabilidad y las solemnidades con que fue recibida la delegación no duraron mucho, pues a los dos días de haber pisado suelo colombiano la delegación pasó de recibir denuncias a formularlas. Esto sucedió cuando los delegados denunciaron haber sufrido hostigamientos y acoso por parte de militares colombianos que penetraron en su hospedaje y les pidieron documentos, eso sí, luego de manifestarles que se trataba de una visita de cortesía. Adicionalmente, el acoso se manifestó en la interceptación de sus teléfonos y, sorprendentemente, según lo denunció uno de los delegados, en la irrupción que hiciera una persona desconocida en su habitación.

Pese al asedio denunciado, la delegación visitó cárceles e intentó, sin mucho éxito, asistir a los CVG, pues esto les fue restringido por los militares, argumentando que los procesos se hallaban en etapas privadas. En medio de las contradicciones entre el discurso y la acción de los funcionarios colombianos, la visita de AI finalizó en el mismo momento en que el departamento de Estado norteamericano presentó su informe sobre la situación de DD. HH. en América Latina, resaltando la delicada situación de países como Argentina o Chile, mientras que sobre Colombia afirmaba: “…es una sociedad abierta donde todos los asuntos políticos, incluso los derechos humanos, son debatidos libremente”78.

El segundo acontecimiento que marcó el declive del Estado militarizado coincide con la crisis diplomática derivada de la toma a la Embajada de la República Dominicana por parte de un comando del Movimiento 19 de Abril —M-19—. La condena lanzada por la OEA en contra de la acción subversiva79 ilusionaba al Gobierno, afanoso de encontrar un contrapeso internacional que desmintiera la inminente condena que AI estaba pronta a emitir80. Así, en abril de 1980 el Gobierno invita a la CIDH a visitar el país, el comunicado de prensa mediante el cual se oficializó la invitación señalaba:

Ha sido una antigua aspiración del Gobierno Colombiano invitar a esa comisión, cuya honestidad y rectitud son internacionalmente reconocidas, a visitar a nuestro país con el objeto de examinar la situación general de los derechos humanos, lo mismo que a presenciar la parte pública de los juicios que por el procedimiento de los consejos verbales de guerra se tramitan en la actualidad, dentro del marco de la constitución y de las leyes de la República y para informarse del desarrollo de tales juicios81.

La afirmativa respuesta de la CIDH fue recibida con esperanza por el Gobierno, más aún, ante las amables palabras del presidente del organismo multilateral que prometían un espaldarazo a la política de seguridad y de orden público de Turbay.

Todos los que contemplamos con serenidad esta situación y admiramos la forma como el gobierno actual de Colombia está procurando resolver este problema evitando mayores dolores y sufrimientos y manteniendo siempre el prestigio de la juridicidad que es característica de esta gran nación y que constituye el ideal de todos los hombres que en el derecho vemos la mejor fuerza para mantener la paz de las naciones y de las sociedades en general82.

En medio de la ilusión, organizaciones como la Comisión Internacional de Juristas —CIJ— continuaban denunciando las evidentes atrocidades cometidas por el Estado,

Personalmente o a través de sus abogados, los detenidos han hecho numerosas denuncias de torturas. Las denuncias incluyen golpes, plantones prolongados, colgamientos, choques eléctricos, inmersión en agua, torturas sicológicas tales como ser forzado a presenciar la tortura de otros, maltratos de palabra y vendas en los ojos […] Las medidas que se han tomado para contrarrestar la amenaza a la seguridad causada por las operaciones de las guerrillas urbanas y rurales, implican suspensiones de muchos de los derechos y libertades proclamados en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y políticos, del cual Colombia es parte83.

Aún a la espera de la visita de la CIDH, el 13 de abril de 1980 AI publicó su informe correspondiente a la visita efectuada en enero al país, cuyo contenido, pese a tener un ‘embargo para su difusión’, fue filtrado por los medios de comunicación antes de su publicación y reproducción en los principales medios escritos del país. En el informe de 44 páginas, AI concluyó la veracidad de las denuncias sobre arrestos arbitrarios y torturas sistemáticas cometidas en contra de los presos políticos por parte de miembros de las fuerzas de seguridad del Estado. La misión identificó 33 centros, con predominancia de unidades militares, en los que se practicaban alrededor de 50 formas diferentes de tortura que iban desde métodos psicológicos, hasta mutilaciones, choques eléctricos y golpizas84. Las recomendaciones efectuadas al Gobierno colombiano fueron resumidas por El Siglo así:

El levantamiento del Estado de sitio, la derogatoria del Estatuto de Seguridad, las reformas al nuevo Código Penal, el traslado de los juicios de la justicia castrense a la ordinaria, la visión de la Reforma Constitucional, sobre la administración de justicia, la limitación de las atribuciones del personal militar y el establecimiento de determinadas garantías para quienes son detenidos en aplicación del Artículo 28 de la Constitución85.

La crudeza de los resultados obtenidos respecto de la situación de DD. HH., copó los titulares de los medios de comunicación, “…hasta el hermano bobo de Sherlock Holmes podría deducir que el reporte de Amnistía contiene una severa condena al gobierno por las torturas, militarización de la justicia y demás irregularidades ya denunciadas por la Comisión Internacional de Juristas”86. Pero también provocó una fuerte reacción del Gobierno:

Es un organismo gaseoso, que aparece y desaparece como por arte de magia y se presenta con halos de sensibilidad social para responder a los llamados de los extremistas, pero se oculta cuando esos extremistas son señalados como violadores […] Nada de lo sufrido por inocentes ciudadanos constituye para ellos violación de unos derechos que dicen defender; según parece, Amnistía Internacional está más interesada en desfigurar la imagen de los países que se rigen por cánones democráticos que en desenmascarar a quienes pretenden con su acción criminal [desestabilizar el orden constitucional vigente]87.

Las reacciones ante el informe de AI sirvieron como antesala a la visita de la CIDH que se desarrolló entre el 21 y el 27 de abril de 1980, en lo que parecía una segunda instancia que dirimiría el asunto sobre la responsabilidad del Estado a pedido del presidente. La inspección inició con una serie de reuniones en las cuales la delegación (integrada por Tom Farer —presidente—, Francisco Bertrand, Andrés Aguilar, Francisco Dusheer, Luis Tinoco, César Sepúlveda y Edmundo Vargas) se entrevistó con los altos mandos del Gobierno y miembros de las otras ramas del poder público, pero también con organizaciones, presos y defensores. Pese a la poca expectativa que los sectores populares le otorgaban, estas reuniones permitieron a la CIDH documentar las denuncias recibidas.


Figura 4. Caricatura “Para eso la llaman”

Fuente: Voz Proletaria [Bogotá], abril 10, 1980: 1.

A pocos días de iniciada la visita, las autoridades militares dejaban entrever la razón que le asistía a AI en su informe. El coronel Faruk Yanine, fiscal en el consejo verbal de guerra adelantado en contra de más de 70 personas acusadas de pertenecer a las FARC, señaló durante la etapa de juicio, en abril de 1980, que los casos de tortura deberían ser sancionados e investigados y que en su labor no tendría en cuenta las declaraciones obtenidas por estos medios. Las declaraciones de Yanine fueron celebradas por algunos abogados, sin embargo, muchos otros las consideraron como una actuación hecha para agradar a la CIDH, cuyos miembros estaban presentes en las diligencias88. En paralelo con las controversias suscitadas por las declaraciones del fiscal militar, el Gobierno nacional anunció la suspensión de las capturas.

La lucha frontal desatada contra los grupos insurgentes provocó severas censuras contra el gobierno del presidente Turbay Ayala, no solo en Colombia, sino en el exterior, conforme pudo comprobarse durante la gira mundial que él realizó. El nombre de Colombia, por carambola, se ha visto seriamente afectado, especialmente por los constantes despachos de prensa hacia el exterior dando cuenta de los sucesos que de cuando en cuando suceden en el país89.

El ambiente que rodeó las visitas, el informe negativo de la primera y los constantes titubeos del Gobierno y de las autoridades militares para hacer frente a las denuncias, tuvo efectos directos en mayo de 1980. Durante la reunión del Consejo Económico y Social de la ONU se decidía la posibilidad de que Colombia continuara integrando el Consejo de DD. HH., sin embargo, los recientes ‘descubrimientos’ llevaron a que, durante la elección de los dos representantes por América Latina, su postulación fuera derrotada.

En el momento en que el informe sobre violaciones a los derechos humanos en el país, emitido por Amnistía Internacional, organización ganadora del premio Nobel de la paz, circula profusamente en los medios diplomáticos del mundo y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA escudriña los casos de tortura en Colombia y vigila la celebración de los Consejos a los presos políticos, el Consejo Económico y Social (ECOSOC) de las Naciones Unidas rechazó tajantemente las aspiraciones de Colombia a ser reelegida en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, con sede en Ginebra90.

La derrota de Colombia en el Consejo de DD. HH. de la ONU, justo en momentos en que avanzaba la visita de la CIDH, puso en el ojo del huracán a las autoridades civiles y militares del país e incentivó a los defensores para denunciar e impugnar la validez de los juicios, mientras, los organismos disciplinarios del Estado anunciaban la apertura de investigaciones en contra de mandos medios y bajos91. Una vez terminada la visita, la espera por el informe de la CIDH se prolongó durante más de un año, pero tan solo con anunciarse su publicación, en abril de 1981, se desató una profunda crisis en la imagen del país. Crisis que terminaría por detonar las prácticas oficiales de represión derivadas de la política de seguridad y orden público en Colombia.

Los días previos a la publicación fueron ambientados por los altos mandos de Gobierno que, como el canciller Carlos Lemos Simmonds, se manifestaron para restar credibilidad al documento. Simmonds anunció ante los medios que el informe de la CIDH no era un documento oficial y que el Gobierno se abstenía de manifestarse hasta que lo fuera. De esta manera, el Estado aplazó su pronunciamiento, pese a conocer previamente los descubrimientos de la CIDH sobre la utilización de métodos de tortura por parte de las autoridades colombianas92 y, sin embargo, el poder de facto que los militares ostentaban comenzaba a verse debilitado, entre otras cosas, por la aplicación de sanciones en contra de los presidentes de los CVG, la declaración de nulidad de los procesos en los que habían sido condenadas varias personas con base en acusaciones falsas93 o la intervención directa de los órganos de control ante los abusos cometidos por las autoridades militares y civiles en el país. El 27 de abril de 1981, el procurador general, Guillermo González Charry, manifestó:

No tengo porque ocultar que me ha causado una gran extrañeza el desorden y la falta de severidad con que se ha conducido el Consejo Verbal de Guerra que está funcionando en Bogotá contra los miembros del M-19, en donde eso se ha vuelto un verdadero relajo, entre irrespeto y manifestaciones públicas, falta de autoridad interna y todo lo que es completamente contrario a la severidad con que se debe manejar un tribunal de justicia […] En realidad hay entidades y personas para los cuales los derechos humanos no son sino los de los gobernados, es decir los de las personas que están al frente del gobierno. En cambio, para otros, los derechos humanos son los de toda persona como lo dicen las convenciones internacionales y las leyes de Colombia que han aprobado esas convenciones94.

El esperado informe de la CIDH finalmente fue publicado el 30 de junio de 1980, generando sendas recomendaciones al Estado colombiano, dirigidas a: el levantamiento del estado de sitio permanente; restringir la potestad de los militares para juzgar civiles; derogar el Estatuto de Seguridad y, en caso de no ser posible, modificarlo para volverlo compatible con el Código Penal; que se adopten medidas efectivas para garantizar el derecho a la vida de los ciudadanos y para castigar a los responsables de violarlo; garantizar el debido proceso y el derecho a la libertad personal de los capturados, retenidos o aprehendidos; que el ministerio público agilice las investigaciones sobre abuso de autoridad; dotar a la procuraduría de herramientas eficaces para perseguir y castigar a los responsables de violar los DD. HH.; que los interrogatorios de las personas procesadas se realicen con presencia de un abogado defensor y que no se oculte la identidad de quien interroga; prohibir y cumplir con la prohibición de vendar a los detenidos en las guarniciones militares, más aún durante la práctica de interrogatorios; adecuar los lugares de detención, con el fin de garantizar asistencia médica, educativa y, en general de bienestar, para los detenidos; eliminar las condiciones de hacinamiento; tomar medidas para la protección de la población civil durante las operaciones militares en las zonas rurales95.

La intervención de estamentos y organizaciones internacionales vigilantes de los DD. HH. produjo una fuerte desestabilización en el Estado militarizado, que se manifestó de tres formas: i) la activación de los órganos de control por impulsar los procesos de investigación en contra de los efectivos de la Fuerza Pública que habían sido acusados de violar los DD. HH., aunque, pocas veces los procesos se traducían en condenas y, por el contrario, imperaban las absoluciones, las dilaciones injustificadas, las nulidades y las amenazas en contra de los jueces; ii) un giro en las políticas gubernamentales de seguridad y de orden público, que se refleja en el inicio de un proceso de institucionalización del discurso de los DD. HH.; y, iii) al ser limitado el accionar de la fuerza pública, se da lugar a la reaparición y auge de agrupaciones de extrema derecha organizadas para cometer, en la ilegalidad, los crímenes que a la Fuerza Pública ya no le eran permitidos o que, simplemente, no eran bien vistos por la comunidad internacional96.

1.3. La guerra de baja intensidad

Se calcula que en los años 70 la JPM llevó a prisión a más de 50 000 personas como fórmula para detener el avance de la movilización social en el país; sin embargo, durante la transición de las décadas del 70 y del 80, la capacidad estatal para reprimir por vía militar a los ciudadanos entró en franca deslegitimación, a la par que la defensa de los DD. HH. ganaba terreno. Sin menospreciar el lugar que conservó la denuncia en contra de la arbitrariedad militar en la agenda de los defensores, podría afirmarse que se inicia entonces una nueva etapa, caracterizada por el desarrollo de tres fenómenos sucesivos que transformaron el carácter de las demandas relacionadas con la defensa de los DD. HH.: i) la lucha contra la guerra sucia y por develar las relaciones entre paramilitarismo, narcotráfico y Estado97; ii) la búsqueda por una salida negociada al conflicto y la construcción de paz; y iii) la convocatoria y participación de la sociedad civil en la Asamblea Nacional Constituyente. Adicionalmente, se presenta una breve reflexión sobre las razones que, a la luz de las fuentes consultadas, llevaron al movimiento de DD. HH. a no manifestarse con la misma vehemencia en contra de la violencia desplegada por las agrupaciones insurgentes, a pesar de que para este momento algunos sectores ya insistían en denominar dicha violencia como violaciones a los DD. HH.

1.3.1. Contra la guerra de baja intensidad: revelar a los enemigos invisibles

Como ha quedado de manifiesto, durante la presidencia de Jimmy Carter (1977-1981) los DD. HH. fueron proyectados como base de las relaciones internacionales norteamericanas, lo que contribuyó a la pérdida del poder político por parte de los militares en América Latina. Los continuos escándalos sobre los efectos nocivos de la desmedida autoridad de las FF. AA. para controlar a la población, obligó a los Estados latinoamericanos a adoptar cambios en sus políticas de seguridad interna, para ponerse a tono con las directrices estadounidenses. Estos acontecimientos marcaron la declinación de la DSN y su reformulación como estrategia para enfrentar fenómenos como la victoria sandinista en Nicaragua, la guerra civil en El Salvador y lo que sería la recta final de la guerra fría98.

A inicios de la década de 1980, mientras una salida bélica a la confrontación entre las potencias parecía descartada, aumentaban las manifestaciones de violencia política alrededor del mundo subdesarrollado99. Como consecuencia de ello, la DSN fue reformulada por los EE. UU. para adoptar una modalidad específica en las áreas conflictivas del continente, la guerra de baja intensidad —GBI—. Esta nueva fórmula de intervención militar marcó el fin del militarismo en Centroamérica y el Caribe, y abrió las puertas para el desarrollo de un nuevo plan contrainsurgente de aplicación local, diseñado con el objetivo de combatir los intentos revolucionarios de los movimientos de liberación, insertos en conflictos sociales, económicos y políticos (pero también de incentivarlos dependiendo del interés).

Aunque el concepto de baja intensidad solamente fue desarrollado a profundidad hasta la publicación en 1992 del manual de operaciones Military Operations in Low Intensity Conflicts100, la aplicación real de esta modalidad de guerra se venía gestando desde el Gobierno de Richard Nixon (1969-1974) como parte de la experiencia de su derrota en Vietnam (la superioridad de las fuerzas convencionales nada podría conseguir contra fuerzas no convencionales) y tuvo como punto intermedio de evaluación el manual de operaciones militares del ejército de los EE. UU. de 1986, denominado Contraguerrilla Operations101. El alcance de la estrategia se relaciona con la discriminación de los conflictos internos de acuerdo con su intensidad y, a partir de allí, limitar el uso de la fuerza según la capacidad del adversario. Lo que se procuraba no era únicamente la victoria militar, sino un fin integral a largo plazo: destruir la fuerza política, moral e ideológica de la oposición insurgente, la guerra se consolidó como un asunto más allá de lo estrictamente militar.

En términos de contrainsurgencia, la estrategia fue comúnmente desplegada en tres fases: i) estabilización militar y política; ii) manutención de la presión militar, psicológica y política, de forma sostenida y gradualmente intensificada con el objetivo de presionar la entrega de los enemigos; y iii) agudización de la ofensiva militar, psicológica y política, contra la insurrección102. La ejecución de cada una de las fases otorgó gran centralidad a las operaciones psicológicas como factor determinante para el posicionamiento de una imagen protectora o liberadora frente a las masas, lo que se refleja en el emprendimiento de vastas campañas de desprestigio en contra del adversario. Dada la magnitud de la tarea, este tipo de conflictos obtuvo un carácter global y prolongado, que al combinar la ayuda social con acciones militares y paramilitares apuntaba a romper las bases sociales del movimiento revolucionario para detectarlo, infiltrarlo y eliminarlo103.

La GBI se desarrolló en Colombia de forma particular ante la emergencia de nuevos actores fortalecidos por el narcotráfico. Las acciones de grupos como el MAS a inicios de los años 80 ejemplifican lo anterior, en actos que marcaron la reaparición del paramilitarismo como producto de la combinación del interés de las élites por reprimir la protesta social y de los grupos narcotraficantes por afianzar su poder104. En este contexto, la denuncia sobre las diferentes relaciones ‘invisibles’ creadas entre narcotráfico, paramilitarismo y Estado se convirtió en un factor estimulante para la acción colectiva por la defensa de los DD. HH., que se desarrolló en tres momentos: primero, la reaparición de los grupos paramilitares; segundo, la guerra contra el narcotráfico; y tercero, la prohibición temporal del paramilitarismo mientras se desarrollaba la constituyente105.

La reactivación del paramilitarismo

Como se ha reiterado, al finalizar el Gobierno Turbay, la presión nacional e internacional por limitar las facultades de las FF. AA. llevó a un desmonte gradual de las atribuciones a los militares y a la exploración de nuevos tratamientos al conflicto106, oscilando entre los acercamientos de paz, la oposición de los militares (reacios a reconocer el carácter político de la subversión) y la revitalización del paramilitarismo. La voluntad de paz se vería trastocada por oleadas de violencia que incluían, por un lado, la ejecución de masacres en lugares de influencia guerrillera, a manos de civiles encubiertos por la fuerza pública; y por el otro, una seguidilla de secuestros y la detonación de bombas en Bogotá y otras ciudades del país por parte de la insurgencia107.

En este contexto, organizaciones defensoras de los DD. HH. presentaron sus primeros balances sobre las consecuencias de la reactivación del paramilitarismo y, específicamente, sobre las actividades del MAS. El 25 de noviembre de 1982 el CPDH dio a conocer su informe al respecto, dando cuenta de que, tras 11 meses de seguimiento a la actividad paramilitar, tan solo a esta agrupación le fueron atribuidos 96 asesinatos y 65 secuestros108. Este informe estuvo secundado por la American Watch Reporter y el Comité de Abogados de los Derechos del Hombre, organizaciones que, el 5 de diciembre de 1982, lanzaron en Nueva York su informe titulado “Los derechos humanos en las dos colombias”, del cual se destaca:

…a pesar de hallarse comprometido en varios cientos de muertes, de gentes desaparecidas, de secuestros temporales, de torturas durante el último año, las autoridades no han tomado acción alguna contra el MAS … Los informes presentados por el Departamento de Estado ante el Congreso sobre los Derechos Humanos en Colombia deben ser revisados pues no corresponden a la realidad. Los Estados Unidos deben cesar toda ayuda militar a Colombia, mientras encuentran mecanismos para fortalecer la organización democrática109.

En un primer momento, las investigaciones en contra del MAS parecieron ofrecer algunos resultados, inclusive se profirieron varios autos de detención en contra de sus miembros110. Sin embargo, debido a los pobres efectos de estas medidas, el grupo continuó su expansión y afianzamiento en lugares como el Magdalena Medio. Allí, los defensores de los DD. HH. habían efectuado una fuerte labor de denuncia sobre la violencia practicada por el Ejército, desarrollando grandes manifestaciones como la Marcha de la paz, realizada el 9 de octubre de 1982. Estas acciones desataron una violenta reacción que derivó, entre otros muchos casos, en el asesinato del concejal liberal de Puerto Berrio y defensor de DD. HH., Fernando Vélez111.

Para este momento, las sospechas sobre las relaciones del MAS con las autoridades locales y las fuerzas de seguridad eran cada vez más frecuentes y las capturas se encontraban en aumento. Así sucedió el 12 de enero de 1983 cuando fueron capturados los paramilitares del MAS, Pedro Ortiz y los hermanos Manuel y Clodomiro Niño, quienes señalaron al coronel del Ejército Gil Bermúdez, y a otros oficiales, como sus instructores militares y proveedores de armamentos y equipos de guerra “…para dar muerte a presuntos dirigentes de las agrupaciones guerrilleras que operan en Colombia, en un esfuerzo por erradicar el comunismo”112. El compromiso de los organismos de seguridad estatal en la conformación y operaciones de grupos de justicia privada corresponde con la aplicación en Colombia de un modelo de confrontación inspirado en la GBI. Si bien la característica inicial de dicho modelo en el país fue la pacificación a través del terror paramilitar, el contenido más sustancial de las acciones estaba dirigido a generar el rechazo de la opinión pública contra la insurgencia. Así lo sugirió el general Landazábal en su editorial del periódico de las FF. AA. en julio de 1983, “Puede asegurarse, sin temor de errar, que en el nuevo sistema de lucha que hoy se esparce por todos los campos del planeta, no podrá existir un triunfo definitivo de la libertad si la victoria de las armas, en el campo estricto de la confrontación militar, no está secundada y respaldada por la victoria ideológica…”113.

La determinación de los altos mandos militares por extender la guerra al campo ideológico estuvo reforzada por la expansión de las ideas anticomunistas haciendo uso del terror, tarea que fue ejecutada tanto por las élites regionales como por los grupos paramilitares con la colaboración de las FF. AA. Así fue confirmado el 19 de febrero de 1983, cuando por petición presidencial, el procurador general entregó los primeros resultados de las investigaciones sobre el MAS, que incluían una lista de 163 personas vinculadas a este grupo, 60 de las cuales eran militares114. La reacción del ministro de la Defensa, Fernando Landazábal Reyes, fue de negación sobre las acusaciones, acentuando las divisiones entre los militares, los órganos disciplinarios y las autoridades políticas; que ya no solo se reflejaban en las contradicciones entre las manifestaciones de paz del Gobierno y el actuar ilegal de sus fuerzas de seguridad, sino en la censura que los militares trataron de imponer a las autoridades judiciales y disciplinarias115.

La guerra contra el narcotráfico

La tormenta entre el narco paramilitarismo y el Gobierno Betancur se desató tras el curioso enfrentamiento suscitado el 17 de agosto de 1983, cuando el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, acusó al entonces representante a la Cámara, Pablo Escobar Gaviria, como miembro del MAS y este le respondió con una amenaza de denuncia ante la CSJ116. Seis meses después, el ministro fue asesinado por el MAS y el Gobierno reaccionó con la captura de los narcotraficantes de Medellín, Fabio Ochoa y Evaristo Porras. Estos incidentes, sumados a la pérdida del poder de los militares durante el Gobierno Betancur, arrojaron a la guerra a un Estado que no solo no contaba con la capacidad para enfrentar a los narcotraficantes, sino que veía impotente cómo las FF. AA. le daban la espalda a la institucionalidad y estrechaban sus lazos con estos grupos. Dichas relaciones fueron denunciadas en múltiples oportunidades por los defensores de los DD. HH., tal como ocurrió el 16 de julio de 1985, cuando en su columna semanal Alfredo Vásquez denunciaba:

En el aviso de la existencia de un grupo con armas en la mano, de frente o en clandestinidad, que tiene al parecer una consigna: “policía de Colombia en pie de lucha”. Si esto se realizara, el orden público del país se le habría salido de las manos al gobierno. Porque no hay norma que permita semejante enormidad, ni precedente que lo autorice. Sería un grupo insurgente dentro del cuerpo policial que, sin atenerse a las órdenes de los superiores, adoptaría decisiones de retaliación que comprometerían la vida de personas, porque “la paz se hace iniciando la guerra117.

En medio de este panorama, el 6 de noviembre de 1985 un grupo de hombres y mujeres pertenecientes al M-19 desplegaron la operación Antonio Nariño. Aunque este evento será analizado más adelante, lo importante por ahora es señalar la forma en que la toma y retoma del Palacio de Justicia representaron la oportunidad para que los militares recuperaran temporalmente el control de las riendas del Estado118. Luego de estos sucesos, la imagen de Betancur como hombre de paz cedió definitivamente a las pretensiones del militarismo, sin que ello afectara el actuar de los narcotraficantes que extendieron sus operaciones a una persecución implacable en contra de funcionarios públicos y especialmente de la rama judicial119. La situación fue tan delicada que incluso, el 23 de abril de 1986, el ministro de Defensa Miguel Vega Uribe tuvo que salir a desmentir públicamente los rumores promovidos por la revista norteamericana Newsweek que advertían sobre la posibilidad de un golpe militar fraguado al seno de las FF. AA. en contra del presidente Betancur120.

Ya con Virgilio Barco ocupando la silla presidencial, las acciones de terror de los extraditables parecieron tomar un nuevo aliento, combinando la detonación de bombas en lugares neurálgicos de las principales capitales del país, con la persecución a funcionarios y a miembros de la oposición política121. Sin embargo, mientras el país se estremecía con la escalada de las acciones terroristas de los extraditables, habitantes de las diferentes veredas de Puerto Boyacá marchaban exigiendo la reinstalación de bases militares en la región. El grupo de manifestantes, liderado por Pablo Emilio Guarín, reconocido promotor del paramilitarismo en la región arengaba: “Antes luchábamos contra el Gobierno, pero ahora los soldados nos convencieron ¡vivan las gloriosas fuerzas militares del país!”122. Las consignas de los manifestantes en Puerto Boyacá dejan al descubierto la forma en que, para inicios de 1987, la guerra contra el narcotráfico la había ganado, y de forma contundente, el narco-paramilitarismo. La aplicación de la GBI no solamente había permitido retomar el control del territorio a militares, paramilitares y narcotraficantes, sino que sus ideas de animadversión frente al comunismo, la izquierda y la oposición política habían calado de forma profunda en algunos de sus habitantes, fuera por temor o por convicción123.

Entre tanto, las actividades de defensa de los DD. HH. persistían en alcanzar tres objetivos: 1) exigir el nombramiento de un civil para dirigir la cartera de Defensa; 2) desenmascarar lo que consideraban como la aplicación de dos políticas paralelas por parte del Gobierno Barco, una de reconciliación y rehabilitación y otra de guerra; y 3) la derogación de los manuales de contraguerrilla, fundamentados en documentos tácticos norteamericanos, por considerarlos como estimulantes de la creación de más de 120 grupos paramilitares124. Asimismo, la agenda de la defensa de los DD. HH. estuvo dirigida a revelar los diferentes planes de exterminio en contra de la oposición política, y estuvieron cerca de logarlo cuando el 16 de septiembre de 1987 se anunció la apertura de investigaciones judiciales en contra de 12 integrantes de las FF. MM., acusados de asesinar a Pedro Nel Jiménez, miembro del CPDH y de la Unión Patriótica —UP—125.

La prohibición temporal del paramilitarismo

Para el mes de octubre de 1987 había pocas dudas sobre la sospechosa relación entre grupos paramilitares, Estado y narcotráfico, así como de su responsabilidad en el exterminio de la izquierda política en el país. No obstante, los funcionarios mantenían sus esfuerzos por ocultarlo,

…El ministro de Defensa en su último debate en el Senado, nos cuenta a los colombianos que los únicos grupos de autodefensa son los paraguerrilleros. Sin necesidad de hilar muy delgado, sutilmente los militares están esclareciendo el misterio de los asesinatos de la UP. Según ellos, estos han sido perpetrados por grupos de extrema izquierda. Caso cerrado… Más tarde el ministro de Gobierno contradice a su colega y saca una lista de 120 grupos paramilitares que el DAS tiene detectados en el país. Primera conclusión: el Gobierno acepta que hay grupos paramilitares de extrema derecha. Pero al hacerlo queda en evidencia una realidad aún más macabra: saben en dónde están, como se llaman, pero ninguno de los 120 grupos mencionados ha podido ser capturado126.

Las actividades del narco-paramilitarismo contaban cada vez con más fuerza y se manifestaban por lo menos en tres flancos, en la ya señalada lucha contra la extradición, en la guerra sucia dirigida contra la izquierda colombiana y en una sutil pero muy fructífera proyección de cuadros políticos propios y afines127. Sería solo ante la denunciada acumulación de masacres en la región del Urabá, que el ministerio público, en cabeza de Horacio Serpa, propuso la creación de una central investigativa para la región en abril de 1988, cuyos primeros resultados fueron anunciados el 3 de mayo de 1988. El informe de la mencionada comisión se fundamentó en no menos de 50 testimonios que identificaron al Batallón Voltigeros como lugar de operaciones para la ejecución de las masacres. Descubrimientos como estos se convirtieron en el pan de cada día durante 1988, a tal punto que el 5 de septiembre la situación comenzó a dar un giro inesperado cuando los capos de la droga, Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y Fidel Castaño, fueron sindicados como responsables por las masacres ejecutadas en Antioquia128.

En fallo del 25 de mayo de 1989 la CSJ declaró la ilegalidad de los grupos paramilitares en una decisión que podría ser considerada como el coletazo por la masacre de la Rochela y producto de la cual, la legalización del paramilitarismo, que se encontraba vigente por vía del artículo 33 del Decreto 3398 de 1965 y de la Ley 48 de 1968, quedó suspendida129. Aquí, a modo de paréntesis, es preferible aclarar que se habla de suspensión por una razón fundamental y es que por vía de la expedición del Decreto 356 de 1994, el entonces presidente, César Gaviria dio un nuevo impulso al paramilitarismo encarnado en la figura de las ‘Convivir’. Pese a ello, no podría hablarse de efectos reales de la suspensión, más aún al considerar que esta decisión fue simplemente una antesala para los asesinatos de los candidatos presidenciales Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo Ossa a manos de los grupos narco paramilitares.

Las investigaciones por el asesinato de Luis Carlos Galán, candidato a la presidencia por el partido Liberal, derivaron en el descubrimiento de que las armas utilizadas habían llegado de Israel, vendidas por la empresa Isrex al Gobierno de Antigua. Tan pronto como se conoció la noticia, el mercenario israelí Jair Klein —a pesar de estar sometido a vigilancia por las autoridades colombianas dada su responsabilidad en el entrenamiento de grupos paramilitares en el Magdalena Medio— huyó del país de manera ilegal, para evitar la justicia130. De esta forma, las investigaciones por el homicidio permitieron concluir que, en las haciendas de los narcotraficantes fueron entrenados en tácticas contrainsurgentes cientos de hombres bajo la orientación de mercenarios británicos e israelíes. Hombres que operaron con la ayuda de miembros de las FF. AA., como Carlos Arturo Casadiego, y batallones del Ejército, como Bárbula en Puerto Boyacá y Bomboná en Puerto Berrio131.

Por otra parte, el 23 de marzo de 1990, el candidato por la UP, Bernardo Jaramillo Ossa, fue asesinado en el aeropuerto El Dorado de Bogotá, cuando se disponía a viajar hacia Santa Marta, a manos de sicarios paramilitares contratados por el narcotráfico. Jaramillo, quien se convirtió en el militante de la UP número 1285 en ser asesinado, quince días atrás había denunciado la relación entre el presidente Barco y grupos narcotraficantes. En entrevista al periódico español Vanguardia, el candidato respondió al presidente Barco, quien había asegurado que la matanza de seis dirigentes de la UP obedeció a una táctica electoral del partido de izquierda, dejando entre ver las razones de la sospechosa actitud del presidente frente al combate a la delincuencia organizada. Bernardo Jaramillo criticó la actitud del presidente, al señalar:

O Barco es un imbécil, y realmente no sabe lo que está pasando en el país, o es cómplice directo de todo lo que ha ocurrido en Colombia en los últimos cuatro años… Tras su careta de viejo bueno y de luchador contra el narcotráfico, con la que se presenta en el exterior, oculta que en los primeros tres años de su gobierno estuvo recibiendo dinero a través de la llamada “ventanilla siniestra” del Banco de la República, sin molestarse por preguntar de dónde venían los dólares… Barco se hizo el de la vista gorda ante el vínculo abierto de militares con narcotraficantes para sostener e impulsar a grupos paramilitares… Este gobierno, que se dice campeón de la paz, tiene sobre sus espaldas más de 5.000 asesinatos políticos132.

El movimiento de DD. HH. ante la violencia insurgente

Finalmente, es necesario señalar que, hacia finales de los ochenta e inicios de los noventa, se advierte la emergencia de un nuevo debate sobre la exigibilidad de los DD. HH. a la insurgencia. De acuerdo con las fuentes estudiadas no es posible advertir a ciencia cierta la configuración de un debate al seno de las organizaciones defensoras sobre la responsabilidad de la insurgencia en la violación de los DD. HH. Para llegar a ello es necesario recurrir a fuentes secundarias que dan cuenta de la posición asumida por organizaciones como la CAJ, sobre todo, a propósito de los debates presentados alrededor de la Asamblea Nacional Constituyente y en sus primeros años de aplicación. De lo anterior se puede concluir que las primeras manifestaciones de denuncia en contra de la violación a los DD. HH. por parte de la insurgencia se encuentran articuladas al plan de institucionalización de los DD. HH. y que tales hipótesis no lograron mayor arraigo entre los defensores. Anecdóticamente, una de las primeras organizaciones construida para denunciar este tipo de violencias fue País Libre, fundada el 28 de agosto de 1991 por Francisco Santos Calderón tras su secuestro a manos del Cartel de Medellín y que estuvo dedicada durante más de 20 años a denunciar los delitos cometidos por la insurgencia, tales como el secuestro, la extorsión, la desaparición forzada y otras privaciones ilegales de la libertad en Colombia.

Pero entonces, ¿qué hay en el fondo de la invisibilidad que las organizaciones defensoras le dieron a la violencia desplegada por la insurgencia? Para responder a esta pregunta es necesario repasar el debate jurídico que se desarrolló en un periodo que excede la cronología seleccionada, pero que es de vital importancia. En los últimos años los organismos internacionales responsables de la vigilancia de los DD. HH. coinciden en señalar que no solo las acciones u omisiones de los Estados pueden llegar a configurarse como violaciones a los DD. HH. Esto ha derivado en que, actualmente, las acciones de grupos no estatales también pueden configurarse como violatorias. Pese a ello, para el periodo estudiado, el panorama al respecto era diferente y, salvo las declaraciones de los altos mandos del Estado y de las FF. MM., no era común entre las organizaciones defensoras que se cuestionara si los DD. HH. estaban exclusivamente vinculados a la acción o la omisión de los Estados.

Tomando como fuente de los DD. HH. la Declaración Universal de 1948, es necesario señalar que, por tratarse de una declaración y no de un tratado, se consideraba que su fuerza vinculante reposaba en los convenios y pactos que los Estados habían asumido (por ejemplo, el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos de 1966 o la Convención contra la Tortura de 1984) más que en la declaración misma. Esa situación fue asumida en Colombia, hasta los primeros años de la década de 1990, como una prueba de que quienes tenían la obligación de cumplir con los tratados internacionales eran los Estados que los habían ratificado y no las personas ni las organizaciones privadas. Para ejemplificar esto se recurría frecuentemente a considerar que el derecho internacional, por su misma naturaleza, era un derecho de Estados y que eran estos los que tenían la obligación de adecuar su sistema legal y de actuar de conformidad con sus compromisos.

Hasta la década de 1990 y, más aún, hasta la expedición del Estatuto de Roma de 1998, era común considerar que el Estado, único legítimo representante del bien común, era a su vez el único garante de los DD. HH., y por lo tanto, el único que podía ser requerido en caso de violación a estos derechos. Así las cosas, a lo largo del periodo estudiado, las organizaciones defensoras asumieron que la diferencia entre delitos y violaciones a los DD. HH. era que los primeros eran cometidos por personas particulares, mientras que las segundas eran cometidas por la acción o la omisión del Estado. Al respecto vale la pena referir lo señalado por la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz en el volumen N°4 de Justicia y Paz, publicado a finales de 1991:

En todo este tratamiento del delito, el Estado conserva su carácter de único garante de los derechos humanos (es decir, de los derechos iguales de todos los asociados, referidos a una misma estructura jurídica), principio en el que se funda su más radical legitimidad. Por ello mismo, el Estado es el único eventual veedor de tales derechos. Las demás transgresiones a las normas necesarias de convivencia ciudadana, que pueden ser consideradas en el lenguaje común como violaciones de los derechos humanos, ya en el campo jurídico tienen que tipificarse con otras categorías, con el fin de evitar la confusión sobre quién es el responsable de garantizarlos, y con el fin, también, de evitar consagrar la desigualdad en dicha garantía133.

1.3.2. La apertura democrática y la búsqueda de la paz


Figura 5. “Belisario Betancur, fotografías de una vida”

Fuente: Semana, “Belisario Betancur, fotografías de una vida”, Semana [Bogotá], diciembre 7, 2018.

La segunda variación de las demandas promovidas por los defensores de DD. HH. a lo largo de la década de 1980 se encuentra en el interés por posicionar la apertura democrática como una necesidad. A raíz de la lucha por tal apertura, el movimiento de DD. HH. efectuó constantes llamados para garantizar espacios de participación política a todos los sectores de la vida nacional, incluidas las guerrillas. Por esta razón, apertura democrática y paz se convirtieron en asuntos de interés que, de forma paralela, fueron jalonados por los defensores, tornándose en factores de identidad para las luchas relacionadas. Hacia 1981 la escena política colombiana se batía entre la desestabilización del Gobierno Turbay, como resultado de las continuas acusaciones por la violación a los DD. HH. y la esperanza de alcanzar un acuerdo amplio de paz, retomando la experiencia de negociación que había permitido resolver la toma de la embajada de la República Dominicana en 1980. Estas condiciones impulsaron la elaboración de un marco jurídico para amnistiar a los insurrectos que, a pesar de no producir mayores resultados, sirvió como antesala para que la negociación fuera uno de los temas álgidos durante la campaña presidencial de 1982, en medio del debilitamiento del poder de los militares, el levantamiento del estado de sitio y el desmantelamiento del Estatuto de Seguridad134.

Tan pronto alcanzó la victoria, Belisario Betancur se dio a la tarea de materializar sus propuestas de paz y apertura democrática, integrando a diferentes actores de la sociedad civil. De hecho, sus primeras palabras como presidente fueron: “Levanto una bandera de paz para ofrecerla a todos mis compatriotas. Tiendo mi mano a los alzados en armas para que se incorporen al ejercicio pleno de sus derechos…”135. Esta apuesta, junto con la promesa de que durante su Gobierno no se derramaría ni una sola gota de sangre, llevaron al nuevo mandatario a hacerse merecedor de tempranos reconocimientos y elogios por parte de la comunidad internacional. Una de las primeras manifestaciones de apoyo recibidas provino de la CIDH, presidida por el jurista colombiano Gerardo Monroy Cabra, que el 16 de noviembre de 1982 lanzó un informe positivo sobre la situación de los DD. HH. en el país, resaltando los esfuerzos del presidente Betancur y de los grupos guerrilleros por alcanzar la paz.

Colombia se constituyó en uno de los pocos países del continente que obtuvieron avances notables en la protección y promoción de los Derechos Humanos, en los últimos doce meses, y la conducta que adoptó el Gobierno frente a las recomendaciones formuladas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos fue altamente elogiada por ese organismo. La comisión reconoció que el país adoptó medidas legislativas en los últimos meses que constituyen progreso en materia de Derechos Humanos136.

Aunque para 1982 podría considerarse la existencia de un común acuerdo sobre la necesidad de alcanzar la paz, pronto comenzaron a evidenciarse diferentes interpretaciones sobre las formas para llegar a ella. Por un lado, se encontraban quienes reconocían la imposibilidad de obtener una victoria militar por cualquiera de las partes y hacían énfasis en el diálogo. Por el otro, quienes proponían el desarrollo de un plan estratégico que combinara el tratamiento de las causas sociales, económicas y políticas del conflicto con la recuperación del poder para los militares137. Más allá de las diferencias, como lo señalaba Enrique Santos Calderón en una de sus columnas para El Tiempo, los primeros meses de Betancur estuvieron ambientados por la esperanza, “Uno se da cuenta de que algo ha cambiado en el país cuando el partido liberal, que tenía un proyecto parcial y condicionado, anuncia su apoyo a una amnistía amplia y total; cuando El Siglo, que tantas zancadillas le puso al proceso, decide que ha llegado la hora de respaldarla…”138.

Pese al optimismo, pronto la imposibilidad de conciliar entre las múltiples visiones sobre la paz, sumada a los intereses de las partes por obtener ventajas militares se convirtieron en obstáculos al proceso de negociación, fenómeno que ha sido analizado por Fernán González, así:

…el fracaso de este proceso mostraba que era imposible lograr la paz cuando los actores involucrados buscaban conseguir ventajas militares y políticas: las FARC inscribían las negociaciones en su proyecto de expansión territorial y de consolidación de un ejército popular para una guerra prolongada, mientras el M-19 buscaba conseguir mayor protagonismo político privilegiando la presión militar. Por otra parte, los gremios reducían la paz al desarme y desmovilización de la guerrilla, sin pensar en la necesidad de reformas económicas y sociales, en tanto que los partidos políticos utilizaban la paz como bandera electoral, sin considerar las necesarias reformas del régimen político. Y amplios sectores de los mandos militares, como el general Landazábal, consideraban al proceso de paz como parte de una estrategia continental de gobiernos pro-izquierdistas, como el de España (¿?), destinada a abrirle paso a la revolución comunista mediante la paralización de la respuesta armada del Ejército139.

Lejos de consolidarse, las negociaciones oscilaron entre profundas manifestaciones de voluntad y precarias condiciones para materializar los acuerdos parciales a los que eventualmente llegaban las partes140. Aun así, en medio de este panorama, los defensores de DD. HH. fortalecieron su rol como promotores del diálogo, jugando un papel central al interior de la Comisión de Paz141, lo que explica, en parte, la generación de intensas discordias entre la Comisión y el ministro de la Defensa y la intervención presidencial para llamar al orden a los militares. El 18 de enero de 1984, durante un discurso frente a su consejo de ministros, el presidente intentaba mitigar la aversión de los militares al proceso de paz, señalando: “…las Fuerzas Armadas no pueden ser deliberantes ni participar en política, porque ello afecta su unidad, su disciplina interna y su tarea profesional”142.

En este punto de las conversaciones, diferentes críticas al proceso de paz iban ganado cada vez más fuerza. De un lado, el hecho de no haber pactado la dejación de armas por las FARC y su lanzamiento como partido político, lo que fue considerado por los opositores al proceso como el inicio de un proselitismo político armado. Por el otro, las advertencias de diferentes sectores sociales independientes que consideraban que los pactos no contemplaban condiciones mínimas para frenar los secuestros y los atentados a la propiedad, acabar con el MAS y desarrollar la reforma agraria143. De la mano de estas críticas, no puede perderse de vista que la crisis del proceso de paz fue causa, pero también el resultado, de que tanto la insurgencia apostara por aumentar sus actividades militares, como de que el Ejército diera rienda suelta a una fuerte arremetida en los territorios de mayor arraigo subversivo.

De esta forma, departamentos como Caquetá, Huila, Cauca o Meta se convirtieron en el escenario de una guerra indiscriminada que afectó profundamente a la población civil, generando un ambiente de violencia que derivó en un nuevo Decreto de estado de sitio el 14 de marzo de 1984, con la expedición del Decreto 615 de 1984144. Si bien la justificación para decretar la excepción fue la lucha contra la insurgencia y contra los carteles del narcotráfico, los verdaderos efectos de su desarrollo se reflejaron en la restricción de los derechos a la protesta social y a la participación democrática145. Al tiempo que eso sucedía, la represión normativa fue combinada con el proceso de exterminio que sufrió la UP; lo que llevó a la ruptura de las negociaciones con las FARC y determinó la apuesta de esta guerrilla por lo militar en desmedro de lo político146. La crisis de las negociaciones derivó en la renuncia de los comisionados de paz; sin embargo, este hecho pasaría inadvertido, pues, luego de las tensiones presentadas entre el M-19 y el Gobierno nacional en el departamento del Cauca, la situación tomó un nuevo rumbo.

Los hechos que rodearon la toma del Palacio de Justicia en 1985 permiten explicar el cambio de rumbo que tomaron las expectativas de paz. El 6 de noviembre de 1985 a las 11:40 a. m., un grupo de guerrilleros pertenecientes al M-19 ingresaron al Palacio de Justicia en el marco de la operación “Antonio Nariño por los DD. HH.”, con el fin de someter a juicio al presidente Betancur, a quien acusaban de haber incumplido los compromisos adquiridos durante las conversaciones de paz. Para ello, los insurrectos tomaron como rehenes a los ocupantes del edificio, entre quienes se encontraban varios magistrados de la CSJ. Las horas siguientes a la toma transcurrieron entre la desinformación y una violenta arremetida de las FF. AA., de tal forma que a las 3:00 p. m. ya había comenzado la evacuación de los sobrevivientes con destino a la Casa Museo del 20 de julio (o Casa del Florero). El uso de armas de largo alcance por parte de las FF. AA. desató un fuerte incendio que calcinó los archivos judiciales que reposaban en el lugar, de los aproximadamente 6000 expedientes tramitados por la CSJ, solo quedaron 30. Y mientras todo sucedía, el presidente se mantuvo en reunión por 13 horas con sus ministros y asesores de seguridad, tiempo durante el cual no se manifestó públicamente, en una actitud que despertó serias sospechas sobre la existencia de un golpe de estado transitorio147.

Entre las voces que se pronunciaron, las de los defensores de los DD. HH. llevaban un tinte de dura crítica al tratamiento militar desmedido que se evidencia, tanto en el uso de tanques de guerra, como en la pérdida de 500 vidas que se hubiese podido evitar otorgándole un tratamiento político al asunto148. Así, la toma y la retoma del Palacio de Justicia derivó en una de las más profundas crisis institucionales que vivió el Estado colombiano durante la segunda mitad del siglo XX y, no obstante, sirvió como aliciente para consolidar la apuesta de los defensores por generar caminos de diálogo como alternativa a la barbarie.

El Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos expresa su consternación y profundo dolor con motivo de la tragedia nacional ocurrida en el Palacio de Justicia de Bogotá, en los días 6 y 7 de noviembre, en la cual perdieron la vida, dentro de una verdadera masacre, más de un centenar de personas, incluyendo al presidente de la Corte Suprema de Justicia y al esclarecido jurista Alfonso Reyes Echandía, el magistrado y distinguido catedrático Manuel Gaona Cruz, ambos pertenecientes a este Comité Permanente…

Al condenar de manera enfática el acto de inaudita irresponsabilidad del grupo M-19 que asaltó la sede de los dos más altos tribunales del país, baluartes de la democracia y del Estado de Derecho, el Comité Permanente encuentra inexplicable que el presidente de la República no hubiera atendido el angustioso llamado que le fue hecho por el presidente de la Corte Suprema de Justicia, doctor Alfonso Reyes Echandía, para que ordenara un cese al fuego. Era también indispensable pensar en la vida de las numerosas personas que se encontraban en el Palacio de Justicia en un acto de humanidad para ahorrarle al país este holocausto…149


Figura 6. Caricatura “Al habla”

Fuente: El Espectador, “Al habla”, El Espectador [Bogotá], noviembre 11, 1985. 3A.

1.3.3. La reconstitución de un Estado inviable

Los trágicos eventos que rodearon la toma y retoma del Palacio de Justicia le entregaron un nuevo aire a las FF. AA. para reafirmar su posición frente al Ejecutivo; así lo demuestra la expedición de numerosos Decretos de corte represivo que se sucedieron desde noviembre de 1985. Desvanecida la imagen sobre la capacidad conciliadora de Betancur y en pleno auge de las acciones de terror impulsadas por los carteles de la droga y el paramilitarismo, proliferan los atentados dirigidos a aterrorizar a la población y numerosos asesinatos de policías, funcionarios, políticos, sindicalistas, activistas sociales, funcionarios judiciales y periodistas150. Este es el escenario en el que se inaugura la presidencia de Virgilio Barco.

Apoyado en los generosos resultados electorales que le llevaron al poder, el Gobierno de Barco intentó una repolitización de la sociedad; sin embargo, su modelo oficialismo-oposición se vio prontamente truncado. Más allá de la agudización de la violencia y el terror, las causas que obstaculizaron la pretensión política de Barco podrían resumirse así: las divisiones internas de los partidos Liberal y Conservador; las dificultades por consolidar la paz con las guerrillas; y la guerra sucia que diezmó considerablemente la fuerza inicial de la UP y de otras organizaciones políticas que, como A Luchar, el Frente Popular o el Nuevo Liberalismo, se perfilaban como alternativa al bipartidismo151. A la par del desarrollo de estos fenómenos, el quiebre de la estructura misma del Estado parecía inminente y los problemas heredados de los otros Gobiernos continuaban en crecimiento, por lo que la refundación del Estado en el marco de una Constituyente aparecía como la única salvación posible.

En medio de estas circunstancias, la movilización social experimenta la pérdida cada vez más frecuente de sus más visibles representantes, la guerra sucia en su máxima expresión amenazaba con el exterminio de la oposición política y, por supuesto, de cualquier posibilidad de alcanzar la paz por la vía del diálogo. Si bien las tareas de persistir en la necesidad de la paz y en la denuncia al exterminio por causas políticas continuaron copando la agenda de los defensores de los DD. HH., la grave crisis institucional que atravesaba el país para finales de los años 80 terminó por perfilar un nuevo campo de acción, la constitucionalización de los DD. HH. De esta manera, las demandas promovidas en relación con estos derechos durante el Gobierno Barco se desarrollaron principalmente en tres vías: i) la denuncia del exterminio a la oposición política; ii) el nuevo modelo de negociación de la paz; y iii) la constitucionalización de los DD. HH.

La denuncia del exterminio a la oposición política

Este complejo fenómeno, copó gran parte de la actividad de los defensores de DD. HH. durante la presidencia de Barco, pero también marcó su trayectoria de ahí en adelante. Figuras como la de Luis Carlos Galán, Leonardo Posada o Pedro Nel Jiménez, vinculados con el CPDH, encabezaron las protestas en contra de los sangrientos hechos que estremecían al país, circunstancia que los convirtió en objeto de señalamientos, amenazas y persecución. No obstante que para 1986 decenas de militantes de oposición y excombatientes de las FARC ya habían sido asesinados, podría considerarse que una de las primeras denuncias sobre el exterminio fue lanzada por la coordinadora nacional de la UP en una reunión con el ministro de Gobierno Fernando Cepeda Ulloa, luego del asesinato del representante a la Cámara por esta colectividad, Leonardo Posada152.

La violencia ejercida en contra de la UP alcanzó a un número aproximado de 3000 víctimas directas, de acuerdo con las cifras oficiales establecidas por el DANE, publicadas por el Observatorio de DD. HH. de la Presidencia de la República en 2008 y utilizadas como fundamento de las sentencias penales producidas por la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, tan solo entre 1984 y 1993 fueron asesinados alrededor de 540 militantes de este partido, lo que representó el 40 % de las víctimas de la violencia política reportadas en el país durante este periodo (sin mencionar que entre 1986 y 1987 la cifra ascendió al 60 % de los casos reportados)153. Más allá del subregistro que seguramente contienen las anteriores cifras, lo cierto es que durante los primeros cinco años del genocidio (1985-1989), la persecución se caracterizó por una violencia selectiva que se desplegó, principalmente, en los territorios en los que la agrupación había obtenido mayor acogida popular y resultados favorables en materia electoral. Familiares y víctimas sobrevivientes de la UP han sido enfáticos en afirmar que la aniquilación de su colectividad no corresponde a una sucesión de hechos aislados y desde la década de 1980 han denunciado la existencia de diferentes planes de exterminio ejecutados sistemáticamente con el fin de borrar una opción política alternativa a los partidos tradicionales. Fue así como, en medio del desconcierto originado por el asesinato de varios de sus compañeros de la UP, Gabriel Jaime Santamaría denunciaba durante su exilio en Berlín:

Ahora la nueva administración norteamericana presidida por el antiguo director de la CIA, el señor BUSH, trabaja con las recomendaciones elaboradas por el Documento de Santa Fe 11, en las cuales hay todo un señalamiento hacia Colombia y se trazan planes tendientes a evitar que continúe el proceso de crecimiento del conjunto del movimiento popular y democrático en nuestra Patria. […] Los manuales de la Guerra de Baja Intensidad, muestran claramente las directrices de lo que ha venido ocurriendo en mi Patria: la eliminación mediante un plan fríamente calculado de los dirigentes nacionales, medios y de base de la UNIÓN PATRIÓTICA, así como el exterminio de sus “potenciales aliados”. Así pues, los 1.000 muertos de la UP. encabezados por su inolvidable Presidente JAIME PARDO LEAL, los centenares de dirigentes de otras fuerzas de izquierda, el asesinato de demócratas liberales como el doctor HECTOR ABAD GOMEZ, las masacres de modestos y humildes campesinos y trabajadores, entre las cuales destaca por su masividad, el asesinato de 43 habitantes ocurrido en plena plaza pública del centro minero antioqueño de Segovia, todo hace parte de un plan, organizado y fríamente ejecutado, financiado por el narcotráfico, pero de acuerdo a numerosas investigaciones, en lo cual hay la abierta participación de unidades medias y superiores de la oficialidad del Ejército154.

Más allá de la negación gubernamental sobre la existencia del “Baile Rojo”155 y de otros planes de exterminio que fueron denunciados, personajes como el general (r) Fernando Landazábal alimentaban el ambiente de estigmatización señalando a los militantes de la UP como guerrilleros. Así, los primeros años del Gobierno Barco transcurrieron en medio de una oleada de violencia que afectó a casi todos los sectores políticos, en diferentes lugares de la geografía colombiana, y la reacción de las guerrillas en lugares como el Magdalena Medio y Antioquia, afectando principalmente a hacendados y miembros de la fuerza pública156. Ante esta situación, solo faltaba un detonante para echar por la borda los esfuerzos de paz con las FARC, y este detonante lo generó la toma de Mutatá (Antioquia) producida el 27 de enero de 1987. Cuando 170 guerrilleros de las FARC ingresaron al pueblo y una vez allí, hostigaron durante 7 horas el puesto de policía, asesinaron a un funcionario judicial, liberaron a 3 personas que estaban recluidas en la cárcel y despojaron a los uniformados de sus armas y pertrechos157.

El nuevo modelo de negociación de la paz

Ante la ruptura de la tregua, el presidente Barco se vio obligado a encabezar personalmente los diálogos, no sin antes lanzar un mensaje contundente: “…en cualquier parte donde la fuerza pública sea atacada, el gobierno entenderá que en esa zona ha terminado el cese al fuego”158. Estas declaraciones cayeron como un baldado de agua fría entre los defensores de DD. HH., quienes exigían claridad al Gobierno sobre el proceso de paz, pues consideraban que esta afirmación no era menos que extraña y desafortunada, más aún, cuando a lo largo del país perseveraba la existencia de grupos paramilitares y escuadrones de la muerte, cuya investigación por vía judicial había resultado inútil159. Lejos de encontrar una solución a estas demandas y tratando de ocultar la debilidad del Estado, el Gobierno recurrió a la creación de un Tribunal Especial para la Inspección de los delitos que causaran conmoción. Sin embargo, esta medida en nada contribuyó a enfrentar la fuerte oleada de asesinatos con móviles políticos que azotaba al país160.

Entre tanto, los diálogos con las guerrillas sufrieron cambios notorios, al concentrar la representación del Estado en una Alta Consejería para la Paz y al limitar la participación de la sociedad civil en los procesos. De esta manera, el 8 de enero de 1989 los nuevos acercamientos entre el Gobierno y el M-19 rendían sus primeros frutos, cuando en zona montañosa del departamento del Tolima se reunieron el delegado del M-19, Carlos Pizarro, y el consejero presidencial para la rehabilitación, Rafael Pardo. Este encuentro marcó el inicio de nuevos diálogos que se materializaron rápidamente con la expedición de un marco jurídico para la desmovilización, la amnistía y la reintegración a la vida civil de los excombatientes y la suscripción de una declaración conjunta, firmada el 17 de marzo de 1989 en Toribío (Cauca).

Las manifestaciones de paz entre el M-19 y el Gobierno fueron recibidas con interés por un vasto sector de la sociedad colombiana; fue así como el 23 de abril de 1989 una multitud se volcó a las calles en una conmovedora Jornada Nacional por la Paz161. Entre tanto, diferentes actores armados se fueron sumando a los acercamientos de paz, tal es el caso del Ejército Popular de Liberación —EPL—, que el 2 de mayo de 1989 anunció su vinculación al proceso, pero también del Quintín Lame o el Partido Revolucionario de los Trabajadores —PRT—. El 17 de julio de 1989 se anuncia el pacto entre el Gobierno y el M-19 para iniciar un proceso de desmovilización gradual que se prolongó por 6 meses162. A pesar de lograr la desmovilización del M-19 y de sentar las bases para la posterior dejación de armas de otros grupos guerrilleros, durante este periodo se evidencia un fuerte aumento de la violencia, pues aún en medio de los avances de paz, fueron torturados y asesinados decenas de guerrilleros y líderes sociales que desarrollaban trabajo pedagógico sobre los acuerdos. Quizá el caso más emblemático ocurrió el 26 de abril de 1990, cuando Carlos Pizarro máximo jefe del M-19 fue asesinado en pleno vuelo de la aerolínea Avianca, por un sicario de 21 años, que le propinó trece disparos al precandidato presidencial163.

En este punto, la expedición de los Decretos 2790 de 1990 y 099 de 1991 merece un paréntesis, pues con la pretensión de organizar la administración de justicia, el Gobierno abrió las puertas para que, por vía de la reserva de la identidad de los funcionarios judiciales, se pasaran por alto las mínimas garantías procesales a los detenidos. Serían estos, los últimos mecanismos represivos que se expidieron en virtud del estado de sitio decretado por Betancur y que utilizó estratégicamente Barco. Inaugurada la justicia regional, también llamada justicia sin rostro, el Gobierno Barco cubrió el vacío que había dejado la prohibición efectuada por la CSJ respecto al juzgamiento de civiles por parte de personal militar. De hecho, este modelo de enjuiciamiento se encargó de la investigación y juicio de los delitos previstos en los decretos de los estados de excepción, utilizando para ello medidas como: la reserva de identidad de fiscales, jueces, peritos y testigos, lo que sirvió como medio para realizar acusaciones temerarias y tomar decisiones arbitrarias, en desconocimiento de principios como la presunción de inocencia y la publicidad del juicio y la reutilización de medidas como la tortura o la ubicación de los despachos de la fiscalía en instalaciones militares ya entrados los años 90.

La constitucionalización de los DD. HH.

De forma paralela al proceso de desmovilización del M-19 avanzaba la idea de modificar la Constitución Política de 1886 como un intento por salvar al Estado de su colapso. Si bien el interés por cambiar la Constitución atendía más a un afán por modificar la estructura del Estado y adaptarla a las condiciones de seguridad interna y de apertura económica internacional, las posibilidades de cambiar la Constitución abrieron la puerta a otros debates. Para David Rodríguez, por tratarse de uno de los momentos de quiebre en la historia colombiana, este proceso de transición constitucional ha sido objeto de numerosos ejercicios “memorialísticos, apologéticos y moralistas”, que realzan el papel de los protagonistas de aquellos años, lo que se evidencia en la sobrevaloración del papel de los estudiantes en la literatura relacionada164.

En ese sentido, en medio de la multiplicidad de intereses políticos, económicos, sociales e incluso militares, que incidieron determinantemente en la redacción del nuevo texto constitucional, es preciso señalar el papel de los defensores de los DD. HH. en su apuesta por sintonizar la nueva Constitución con los compromisos internacionales asumidos por el Estado en materia de protección de tales derechos165. Lo que comenzó como una manifestación en contra de la participación de los militares en el Gobierno, se convirtió el 6 de junio de 1989, durante el Encuentro Distrital por la Vida convocado por diferentes organizaciones sociales, en una suerte de reclamo sobre la efectividad de los DD. HH., a los que señalaron como una “simple teoría abstracta” que no tenía aplicación en medio de la doble constitucionalidad imperante, la de 1886 y la que resultó de la prolongación de los Estados de sitio. Los vientos de transformación fueron avivados en 1989 por la ya referida decisión de la CSJ de suspender el marco de legalidad que cubría a los grupos paramilitares, el asesinato del candidato liberal a la presidencia de la República, Luis Carlos Galán, y la oposición al terrorismo empleado por los grupos de narcotraficantes166.

Ya para marzo de 1990, como preámbulo de las elecciones parlamentarias, líderes y candidatos de todos los partidos políticos anunciaron su respaldo a la Constituyente, con lo que las expectativas —aunque de muy diversa índole— sobre una reforma constitucional eran irreversibles. De hecho, ante la ausencia de un piso jurídico que permitiera convocar la Constituyente, personas de todas las tendencias coincidieron en generar la siguiente solución: en las elecciones parlamentarias de marzo de 1990, se prepararon 6 papeletas legales, una para Cámara de representantes, una para Senado, una para Asambleas departamentales, una para concejos municipales, una para alcalde, una de la consulta interna del Partido Liberal y una séptima papeleta, con la cual se le consultaría al pueblo sobre su voluntad de convocar a una Constituyente167. Ante esta inédita medida, el 5 de marzo de 1990 los periódicos El Siglo y El Espectador publican el artículo “Salvemos la Séptima Papeleta” escrito por Álvaro Gómez, del cual se resalta lo siguiente:

Acción para la conciencia colectiva

Подняться наверх