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Capítulo Seis

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Annie no estaba segura de cómo iría el primer día del campeonato. Estaba acostumbrada a concentrarse en su ritual personal cada vez que jugaba. El lío en el que se había metido era todo lo opuesto.

Para empezar, apenas había dormido. Nate y ella habían hecho el amor hasta que sus músculos no habían podido más. Y, al poco tiempo de quedarse dormida, él la había llamado para decirle que era hora de levantarse.

Era extraño despertar con él a su lado. Era una sensación familiar y agradable que no recordaba haber tenido nunca antes. En el pasado, solo había sentido pánico por saber que estaba casada.

Tras incorporarse en la cama, lo había visto irse al baño, vestido solo con los pantalones del pijama. De inmediato, el deseo había vuelto a apoderarse de ella, pero se había contenido. Tenía un gran día por delante.

Antes de bajar, había quedado con Gabe para que le pusiera el micrófono y los cables. El jefe de seguridad le había dado algunas indicaciones importantes, aunque lo único en lo que podía pensar ella era en lo incómodo que era tener los cables pegados al cuerpo. Además, no se había hecho a la idea de que Gabe estuviera todo el día escuchando sus conversaciones.

Por todo eso, además de que tenía que espiar a sus colegas jugadores, no se sentía preparada para jugar al póquer. Si perdía y la eliminaban del campeonato, por otra parte, no podría cumplir su trato con Nate. ¿Qué precio pondría él entonces al divorcio?

Annie tomó asiento y miró a Gordon Barker. Gabe lo había arreglado para que jugara con él ese día porque estaba en su lista de sospechosos. Ella había oído algún que otro rumor acerca de Barker a lo largo de los años, aunque no tenían comparación con lo que se decía de Eddie Walker.

Personalmente, Annie no había tenido mucha experiencia en jugar con él, por lo que tampoco podía estar segura. Al comienzo de la partida, de todos modos, decidió concentrarse en sus cartas y su jugada antes de hacer nada más. Cuando tuviera una cómoda ventaja frente a sus oponentes, podría centrarse mejor en Gordon Barker, pensó.

Cerca de la hora del descanso para comer, Annie estaba satisfecha con cómo había ido la mañana. Algunos jugadores habían sido eliminados. Gordon seguía jugando, pero no parecía estar haciendo nada sospechoso. Pronto, podrían borrarlo de la lista. Si todo marchaba según ella esperaba, al final, el único sospechoso sería Eddie Walker. Eso podía ser peligroso por varias razones. Para empezar, a Tessa no le iba a gustar nada descubrir que su hermana había enviado a su novio a la cárcel.

En el bufé del restaurante, Annie llenó su bandeja y fue a sentarse junto al Capitán. No era un hombre muy amante de los rumores así que, con un poco de suerte, lo único que Gabe oiría sería una de sus largas y famosas historias de marinos.

–Buenas tardes, señora Reed. ¿Qué tal va tu juego hoy?

–Es temprano para decirlo –contestó ella con una sonrisa.

–No te dejes distraer por ese guapo marido tuyo. Los dos parecéis estar disfrutando mucho de vuestra segunda luna de miel, pero eso puede entorpecer el juego. Yo solo he ganado campeonatos cuando no estaba casado.

Annie sonrió. El Capitán se había casado, al menos, seis veces. Sin embargo, ella había tenido más que de sobra con una sola vez.

–Lo intentaré. Aunque me preocupa Gordon Barker. He oído rumores de que juega sucio. Odiaría que me eliminara haciendo trampas.

–No tienes de qué preocuparte –aseguró el Capitán, meneando la cabeza–. Hace muchos años que no se mete en líos. Tuvo un encontronazo con la ley en el pasado, pero es un tipo completamente legal.

–Ah –dijo ella. Bueno, al menos, la conversación estaba yendo a alguna parte y Gabe no podría acusarla de no hacer su trabajo. Además, así, no tendría que vigilar a Gordon y podría concentrarse en jugar–. Es un alivio.

–Aunque deberías estar atenta con Eddie Walker.

Annie se quedó parada con al botella de agua en la mano. No se había esperado ese comentario, aunque tampoco le extrañaba que el Capitán intentara cuidar de ella. Ese viejo jugador era lo más parecido que había tenido a un padre en su vida.

–No está en mi mesa hoy.

–El problema de Eddie es que trabaja con un círculo de jugadores. Es mejor que esté en tu mesa, porque no suele hacer trampas en persona. Es un tramposo odioso. Me gustaría lo atraparan, así los demás podríamos jugar tranquilos sin tener a tantos vigilantes de seguridad observándonos.

Annie se sintió culpable por estar hablando con él mientras llevaba el micrófono.

–Me sorprende que nadie lo haya pillado todavía, ya que todo el mundo sabe lo que hace.

–Es muy cuidadoso. Y listo. Elige a un jugador principal para llevarlo a la mesa de la final y, luego, hay otros diez cómplices metidos en el campeonato. Nunca sabes quién está en ello. He oído que, este año, tiene una nueva socia trabajando para él. Yo no la he visto –continuó el Capitán–. Pero he oído que…

¿Socia? Annie se atragantó con el agua. El Capitán dejó de hablar y le dio una palmadita en la espalda, preocupado.

–¿Estás bien? –preguntó el viejo jugador.

–Sí, lo siento. Si me disculpas, tengo que ir al baño.

–Claro.

Entonces, Annie se refugió en el baño, esperando que Gabe tuviera la decencia de dejar de escuchar.

Annie había jugado el sábado y tenía el domingo libre.

Nate lo había pasado fatal. Había estado observándola en la mesa durante toda la tarde, ansiando tocarla. Había tenido que apretar las manos dentro de los bolsillos durante horas, fingiendo sonreír a pesar de su agonía.

Cuando Annie había terminado, victoriosa, la había llevado de inmediato a su suite. En un instante, la había desnudado y la había atrapado entre sus brazos. Se habían pasado toda la noche encerrados, habían pedido que les subieran la cena y habían hecho el amor hasta caer rendidos.

Cuando empezó a amanecer el domingo, Nate se incorporó en la cama para contemplarla. Parecía agotada. Tenía el pelo largo y moreno enredado en la almohada y se le movían los ojos bajo los párpados, como si estuviera soñando.

Sin hacer ruido, se levantó y se acercó a su despacho. Al momento, recibió una llamada de Gabe. No había hablado con él desde el final de la sesión de campeonato del día anterior.

–Hola.

–Buenos días –repuso Gabe con tono seco–. Tenemos que hablar de algo que pasó ayer.

–¿Qué? –preguntó Nate, frunciendo el ceño.

–Cuando yo estaba abajo, vigilando a Eddie como me habías pedido, uno de mis hombres estaba escuchando las conversaciones de Annie.

En realidad, Nate no quería saber lo que su amigo estaba a punto de decirle. Podría echar a perder su entusiasmo sexual en un momento.

–¿Y? –inquirió Nate con reticencia.

–Estaba hablando con el Capitán, sobre Walker. El Capitán dijo que había oído que Walker había reclutado a una nueva mujer que trabaja para él. Y, justo cuando iba a continuar con los detalles, Annie se atragantó, empezó a toser y se excusó para ir al baño.

No era una buena noticia. Saber que su cómplice era una mujer reducía la lista de sospechosos drásticamente. Y que Annie no hubiera continuado la conversación, ni le hubiera hablado de ello, le reducía a una sola persona. ¿Era posible que Tessa fuera algo más que la novia de Walker?

–Creo que voy a llevar a Annie a mi casa hoy. Los dos sabemos que Eddie trama algo, es posible que Tessa esté implicada también, pero ignoramos qué sabe Annie. Estaba pensando que podía obtener más información de ella si nos vamos del casino.

–Asegúrate de que no te engañe. No sabes si está implicada. Podría ser la jefa de la banda y estar usando su conexión contigo para distraer nuestra atención.

–Supongo que lo averiguaremos antes o después –repuso Nate, y colgó. Se negaba a pensar mal de Annie.

Acto seguido, marcó el número de su ama de llaves, Ella. La mujer, de unos sesenta años, vivía en casa de Nate y la mantenía limpia y organizada.

Nate le explicó los planes para que Ella lo preparara todo para su llegada. Lo cierto era que él llevaba más de un mes sin pasarse por su casa. La pobre mujer debía de haber estado muy aburrida, pues parecía deseosa de ponerse manos a la obra.

–¿Nate? –llamó Annie con voz somnolienta desde el dormitorio.

–¿Te has despertado? –repuso él, volviendo a su lado–. Vístete.

–¿No vas a impedirme que me ponga la ropa?

Nate la miró un momento. Tenía el pelo revuelto con un aspecto muy sexy, una larga pierna asomaba por debajo del edredón y podían adivinarse sus turgentes pechos bajo la sábana. Consideró hacerle el amor en ese mismo momento, pero decidió que prefería hacerlo en un sitio nuevo.

–Solo si no te das prisa –contestó él, sonrió y se fue al armario para vestirse.

Se arreglaron a toda velocidad y, en cuestión de minutos, estaban en el Mercedes descapotable de Nate, rumbo a las afueras. Él solo le había dicho que se pusiera ropa cómoda y que llevara un bañador y ella había obedecido.

Tardaron unos veinte minutos en llegar. Era una casa de dos pisos con paredes color arena y tejado de teja roja. Nate pulsó el mando a distancia para abrir la puerta del garaje y aparcó. Para compensar a su ama de llaves por haberla avisado con tan poca antelación, le había ofrecido una tarde de spa en el Sapphire. Ella se lo merecía y, por otra parte, así estarían solos.

–Te haría una visita guiada de la casa, pero ni yo mismo la conozco muy bien –reconoció él cuando salieron del coche.

Annie rio.

–Deberías trabajar un poco menos, Nate.

–Bueno, aquí estoy, ¿no es así? –replicó él, extendiendo los brazos–. Además, no pienso aceptar críticas de una mujer que vive con una maleta a cuestas.

–Touché –dijo ella, sonriendo.

Nada más entrar en la casa, se dirigieron al dormitorio principal, bautizaron la cama y se pusieron el bañador para ir a la piscina. Como niños, se salpicaron y jugaron en el agua. Luego, se tumbaron a descansar en las hamacas, hasta que tuvieron hambre.

Entonces, se fueron a la cocina para ver qué había preparado Ella. Había una nota encima de la mesa informándolos de que tenían listos los ingredientes para una pizza casera en el frigorífico.

–¿Crees que podremos hacerla? –preguntó Annie, mirando la bola de masa de pizza preparada sobre la encimera.

–Vamos, claro que podemos hacer una pizza –contestó él, tomando los ingredientes–. Ella ha hecho casi todo el trabajo. Al menos, será divertido intentarlo. Si nos sale mal, podemos pedir algo. Toma –indicó, tendiéndole unos tomates y un poco de albahaca–. Prepara lo que le vamos a poner por encima mientras yo me pongo con la masa.

Nate aplastó la masa, le colocó la salsa casera de Ella y pedazos de mozzarella, mientras Annie cortaba los tomates. Estaba muy hermosa. El baño en la piscina le había quitado todo el maquillaje. Su largo pelo moreno seguía húmedo, con mechones cayéndole por la espalda. Su piel dorada parecía más oscura en contraste con el biquini blanco que llevaba debajo de un fino pareo anudado a la cintura.

Annie le sorprendió mirándola y sonrió, soltando una risita infantil. Al estar lejos del casino, Annie era una persona diferente. También actuaba de forma distinta, más relajada. A él le gustaba más esa Annie que la mujer segura de sí misma y fría que jugaba al póquer.

Pero eso no era todo. Había algo familiar y muy agradable en realizar juntos esas pequeñas actividades cotidianas. Era más significativo de lo que Nate había esperado.

Sí, hacer el amor con ella era genial, sin embargo, la experiencia de compartir la hora de cocina también era importante, de una manera diferente. Hasta ese momento, nunca habían tenido una vida doméstica en pareja. Hacía tres años, su matrimonio había sido una especie de interminable noche de bodas confinada a las paredes del hotel. Hacer la comida, ver la tele, incluso ir de compras, eran cosas que nunca habían hecho juntos, y eso era algo que lo entristecía. Quizá, su relación hubiera funcionado si lo hubieran intentado en el pasado.

Se suponía que, durante esa semana, tenía que hacer sufrir a Annie y sacársela de la cabeza para siempre, pero las cosas no estaban yendo como Nate había planeado.

–Tienes salsa en la mejilla –dijo ella, sacándolo de sus pensamientos.

–¿Qué?

Annie alargó la mano y le limpió la cara. Luego, se chupó el dedo y sonrió.

–Hace una salsa de tomate riquísima.

–Sí. Me dan ganas de pasar más tiempo en casa para que cocine para mí.

–¿Y por qué no lo haces?

Nate se encogió de hombros mientras tomaba unas rodajas de tomate y las colocaba en la pizza. La respuesta era que no tenía nada que lo esperara en casa. El trabajo siempre lo necesitaba. Su casa vacía, no tanto. Si hubiera tenido una familia, las cosas habrían sido diferentes.

–No hay ninguna razón, supongo.

–¿Entonces para qué tienes una casa?

–La compré cuando era una buena inversión. Así tengo un sitio adonde ir cuando no estoy en el trabajo. Y… –respondió él, y titubeó un momento–. Esperaba casarme algún día y tener hijos –reconoció, mirándola con una amarga sonrisa–. Pero las cosas no han salido como pensaba.

Annie esbozó una sonrisa forzada, antes de darle la espalda para seguir cortando el último tomate y la albahaca.

–Si nunca vienes aquí, ¿por qué me has traído hoy?

Nate se quedó paralizado. Había estado retrasando el momento para hablarle de ello, temiendo que lo estropearía todo. Pero la hora había llegado.

–Quería traerte aquí para preguntarte algo.

–¿Qué? –dijo ella, frunciendo el ceño.

–Quería alejarte del casino, del campeonato y del micrófono que registra todas tus palabras, con la esperanza de poder obtener una respuesta sincera por tu parte –confesó él, y colocó la última rodaja de tomate sobre la pizza–. Me preocupa la conversación que tuviste con el Capitán acerca de Eddie. Si Eddie está trabajando con una mujer, la lista de sospechosas es muy pequeña –señaló e hizo una pausa, observando cómo ella apartaba la mirada–. Pásame la albahaca.

Annie colocó las hojitas cortadas sobre la pizza con expresión neutral y se limpió las manos.

–¿Crees que Tessa es algo más que su amante?

–Tenemos que considerar esa posibilidad. Está apuntada al campeonato.

–Y te preocupa que yo no colabore para encarcelar a mi propia hermana.

–Espero que no lleguemos a ese punto, pero sí –afirmó él–. Gabe piensa que no vas a darnos información que pueda afectarla. O que igual uses nuestra relación como una treta para proteger a Tessa.

–¿Y tú? ¿También sospechas de mí?

Nate la miró a los ojos.

–Sí. Sería un tonto si no pensara que es una posibilidad –admitió él.

El rostro de Annie se contrajo una milésima de segundo, pero volvió a ocultar sus emociones enseguida, demasiado pronto como para que Nate detectara si lo que ella sentía era culpa, dolor o irritación.

–Deja que te tranquilice. Primero, fuiste tú quien me propuso este trato, así que no creo que puedas acusarme de usar nuestra relación para proteger a Tessa –señaló ella–. En segundo lugar, mi hermana y yo no estamos muy unidas. Ella no confía en mí, así que si crees que sé lo que está haciendo, te equivocas. Si tuviera alguna prueba de que ella u otra persona hacen trampas, lo diría para poder concentrarme en mi juego y dejar de llevar el maldito micrófono. Y, por último, me acuesto contigo porque quiero –aseguró, mirándolo a los ojos–. Eres el hombre más sexy que he conocido y no puedo evitar desearte.

A Nate se le hinchó el pecho de deseo. No sabía si era por la brutal honestidad de ella o por la forma en que lo miraba.

Antes de que él pudiera decir o hacer nada, Annie metió la pizza en el horno.

–¿Cuánto tiempo necesita para hornearse?

Nate examinó la nota de Ella.

–Dice que unos quince o veinte minutos, pero que debemos vigilarla y sacarla cuando la base esté dorada.

–De acuerdo –dijo Annie, y programó el horno–. Voy a darme una ducha rápida.

Acto seguido, se dio media vuelta y salió de la cocina, dejando que el pareo resbalara por sus caderas y se le cayera al suelo.

A Annie no le habían sorprendido las preguntas de Nate. Las palabras del Capitán la habían tomado desprevenida el día anterior, por eso se había atragantado. No había continuado la conversación después porque había tenido miedo de que fuera verdad. No quería dejar en evidencia a su hermana. Por otra parte, en ese momento, el único hecho que conocía con seguridad era que Tessa siempre había tenido muy mal ojo para elegir a los hombres. Y eso le había dicho a Nate.

Por el momento, su respuesta parecía haberlo satisfecho.

Cuando salió de la ducha, Nate había sacado la pizza y una jarra de té helado a la mesa del jardín. Después de comer, se tumbaron junto a la piscina y, cuando Annie estaba a punto de quedarse dormida, notó que él la estaba mirando. Al abrir un ojo, lo sorprendió contemplándola.

–Deberías estar desnuda bajo el sol más a menudo –dijo él con una sonrisa–. Te sentarían mejor las playas del Caribe que un casino lleno de humo.

Annie se imaginó en la playa con él. Sería toda una experiencia, pensó. Por el momento, había sido una experiencia pasar juntos unas horas en su casa, lejos del casino. Le había permitido intuir cómo podía ser la vida con él.

Annie había esperado que esa semana fuera una tortura. Nate le había dejado claro que quería hacerla sufrir. Sin embargo, en ese momento, se imaginaba a sí misma tumbada en una hamaca en la playa. Con él. Y, al imaginárselo, no se sentía agobiada, ni atada, ni le daban ganas de huir. Solo se sentía… genial. Y eso no era bueno.

–No se puede hacer dinero en la playa –comentó ella, sonriéndole–. Yo voy donde hay campeonatos. Si no hay un casino en la playa, no tengo nada que hacer allí.

Nate frunció el ceño.

–¿Nunca te tomas vacaciones?

–No –confesó ella, encogiéndose de hombros–. No me cuadra la idea de viajar para gastar dinero en vez de para ganarlo.

–¿Y de niña? ¿No fuiste con tu familia de viaja a Florida o al Gran Cañón?

–De niña viajé a todos los rincones del país, pero no de vacaciones. Nos mudábamos todo el rato. Mi madre estaba buscando algo que todavía no ha encontrado. Hasta la fecha, desconozco qué es.

–¿Y tu padre?

Annie intentó fingir indiferencia sin conseguirlo.

–Ella lo dejó. Y, al parecer, yo no le importaba a él lo bastante como para que viniera tras de mí. De todas maneras, mi madre no se lo hubiera permitido, pues estaba cambiando de lugar continuamente.

–¿De ahí lo has heredado?

–Supongo –admitió ella. Cuando había llegado a la mayoría de edad, se había convertido en una nómada sin remedio, igual que su madre. Había intentado resistirse, por eso se había comprado una casa en Miami y había encontrado una profesión que era la excusa perfecta para viajar. Aunque había otra diferencia importante con su madre. Ella estaba sola y podía hacer lo que quisiera. Nunca sometería a un niño a esa forma de vida.

–¿Por qué tuve que casarme con una mujer con una larga tradición de abandono a la pareja en su familia?

–Nunca deberías haberte enamorado en una gitana errante, Nate.

–Lo pensaré. Aunque te sugiero que no les digas eso a los hombres en tu primera cita.

Annie miró al cielo con una mueca.

–Creo que eres tú quien necesita vacaciones. Llevas matándote a trabajar desde hace años.

–Eso estaba pensando. Mi familia tiene una casa en Saint Thomas. No voy desde que era niño, pero igual es el momento. ¿Adónde irás después de aquí?

–Tengo otro campeonato dentro de unas semanas. Iré a Vancouver y a Montecarlo un mes después. No son vacaciones en el sentido estricto, pero tengo ganas de conocer Mónaco.

Nate se incorporó en su hamaca.

–¿Montecarlo? Siempre he querido ver la carrera de Fórmula Uno. Es a primeros de mayo, cerca de la fecha en que tú vas.

Nate no había dicho que quería ir con ella, pero había mostrado interés. Annie nunca había soñado con que él la siguiera a ninguna parte y, menos, a un campeonato de póquer. Siempre había imaginado su matrimonio confinado al Sapphire y así había sido. Él no había querido irse a ninguna parte ni había querido dejar que ella se fuera sola.

Suspirando, Annie se preguntó si Nate estaría cambiando de parecer.

–No quiero volver al hotel –dijo ella, relajándose bajo el sol–. ¿Podemos quedarnos aquí?

–Suena tentador, pero no vas a poder ganar el campeonato así –contestó él, riendo–. A pesar de todo tu talento, es imposible.

Annie rio.

–Qué aguafiestas.

Allí, alejados de los problemas que les rodeaban, una vida perfecta con vacaciones bajo el sol parecía posible. Pero, una vez que regresaran al Sapphire, Annie estaba segura de que la ilusión se desvanecería. Si Nate tenía razón y su hermana estaba implicada, su relación no era más que una bomba a punto de explotar. Y, si ella no se iba primero, intuía que sería él quien acabaría echándola.

Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano

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