Читать книгу Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano - Andrea Laurence - Страница 9

Capítulo Cinco

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La suite estaba silenciosa cuando Annie entró. Había esperado que Nate estuviera allí, pero no había señales de él. Mucho mejor. Necesitaba vestirse sin distracciones. Ya había perdido demasiado tiempo abajo, esperando que Nate terminara de ducharse y arreglarse.

Su beso en el casino había sido una excusa para que nadie descubriera lo que estaban haciendo. Sin embargo, cuando él la había tocado, el mundo había desaparecido a su alrededor. Estaba claro que la poderosa atracción que los unía era más fuerte que los miedos de ella o que el rencor de él. Nada de eso importaba cuando se tocaban.

Pronto, acabaría acostándose con él, reconoció para sus adentros. Y lo haría encantada. Pero no debía ir más lejos. No podía soñar con la reconciliación, ni con tener un futuro juntos. Ahí era donde se había equivocado la última vez.

Al entrar en el dormitorio, Annie vio el traje de Nate sobre la silla. El espejo del baño seguía empañado. Él acababa de estar allí.

Con aire ausente, comenzó a vestirse. Sacó un par de medias de encaje del cajón y unas braguitas de seda. No podía llevar sujetador con ese atuendo, así que tampoco podría llevar el micrófono. Se quitó la batería que llevaba pegada a la espalda y la dejó en la mesilla.

Cuando iba a sacar el vestido del armario, oyó un suave gemido a su espalda.

–Maldición.

Girándose, vio que Nate estaba en la puerta. Ella llevaba solo las braguitas y las medias puestas, pero no se preocupó en cubrirse. No era una persona vergonzosa. Además, él ya había visto y tocado cada centímetro de su cuerpo. Por otra parte, al dejar que viera lo que iba a llevar debajo del vestido, la desearía todavía más durante la noche.

Aunque ella también iba a sufrir lo suyo, porque Nate tenía un aspecto increíble con su esmoquin. En vez de corbata, se había puesto una camisa color marfil sin cuello con un botón negro en la parte superior. Llevaba un pañuelo a juego en el bolsillo de la solapa. Por supuesto, era un traje hecho a medida, que le quedaba como un guante.

Annie ansió apretarse contra esa camisa y enredar los dedos en su pelo rizado. Se le endurecieron los pezones solo de pensarlo. Sin embargo, no podía hacerlo. Nate debía asistir a la fiesta. Él era el anfitrión.

Fingiendo desinterés, se dio media vuelta y se dirigió al armario.

–¿No sabes llamar a la puerta?

–Es mi casa. No tengo por qué llamar.

Annie se agachó para recoger los tacones, sacó el vestido del armario y se volvió hacia él.

–¿Te gusta? –preguntó mostrándole el vestido. Era un traje corto, de color azul, con un cuello de brillantes plateados. La espalda estaba abierta y terminaba justo encima del trasero.

–Mucho –respondió él con voz tensa–. Va a juego con tus ojos.

–¿Vas a quedarte ahí mirando cómo me visto?

Nate lo pensó un momento, sin dejar de contemplarla con intensidad.

–No… Solo quería decirte que te espero abajo. Quiero asegurarme de que está todo preparado.

Annie asintió.

–Nos vemos dentro de un rato.

–¿Te pido algo de beber?

–Un refresco sin azúcar –respondió ella con una sonrisa. Lo último que necesitaba era repetir la escena de la noche anterior con el champán–. Gracias.

Nate sonrió también, tal vez pensando lo mismo que ella. La recorrió con la mirada una vez más, antes de desaparecer por la puerta.

Media hora después, bajó a la sala de baile donde iba a celebrarse la fiesta. Esa noche, estaba reservada a las personas inscritas en el campeonato. La mayoría de los asistentes iba acompañado de su pareja. Eso disminuiría el número de invitaciones a bailar que solía recibir, se dijo, aliviada.

Era un deporte dominado por los hombres y no siempre había lugar para sus mujeres en los torneos. En esa ocasión, Nate se había molestado en disponerlo todo para incluirlas. Esa noche, estaban invitadas a la fiesta, por supuesto, y los días siguientes había excursiones a la presa Hoover y al Gran Cañón. Nate era un hombre muy detallista.

En cuanto Annie entró, varios amigos se acercaron para saludarla.

–¡La Barracuda! –exclamó Benny el Tiburón, contento de verla.

El Capitán le dio un gran abrazo de oso, mientras Eli le ofrecía invitarle a tomar algo.

Annie declinó su ofrecimiento, aunque la apresaron unos momentos con su charla. Eran hombres muy ruidosos y parecían tener muchas cosas que contar, como si no se hubieran visto en Atlantic City hacía un mes. El Capitán se había puesto su mejor camisa hawaiana y los demás habían optado por trajes de chaqueta en vez de los vaqueros y camisetas que solían llevar.

La mayoría había oído los rumores de lo suyo con Nate y todos querían conocer los detalles. Aquella era la gente que mejor la conocía y, por eso, a todos les sorprendía ver una alianza en su dedo.

Annie tomó la copa que Eli le tendió para brindar por su matrimonio y charló un rato con ellos antes de excusarse e ir a buscar a Nate.

Annie vio a Tessa. Su hermana estaba muy guapa con un vestido verde de satén, sin tirantes. Llevaba el pelo suelo sobre los hombros, como una cascada de fuego. Ella siempre había tenido celos del cabello pelirrojo de Tessa. Además, con solo veintidós años, se había convertido en una mujer muy hermosa.

A su lado, un hombre la rodeaba de la cintura. Cuando el hombre giró el rostro, Annie se dio cuenta de que era Eddie Walker. Furiosa, se dijo que no podía dejar que ese bastardo tocara a su hermana.

Sin pensárselo, atravesó la pista de baile y tomó a Tessa de la muñeca.

–¡Eh! –protestó Tessa, sin moverse de su sitio, mientras Eddie seguía sujetándola de la cintura.

–Tessa, ven conmigo ahora mismo –ordenó Annie, reproduciendo sin querer el tono de su madre cuando las castigaba.

–No –negó Tessa, agarrándose con más fuerza a Eddie.

–No te pongas en evidencia, Annie. Esto es una fiesta –dijo Eddie con sonrisa de gallito–. Es mejor que no te metas.

–No me digas lo que tengo que hacer. Tessa es mi hermana y no voy a dejar que esté con un tipejo como tú –replicó Annie, lanzándole dardos con la mirada.

Entonces, Eddie soltó a Tessa y su hermana se la llevó a un rincón apartado.

–¿Qué te pasa? –se quejó Tessa, soltándose de su mano.

–¿A mí? ¿Qué te pasa a ti? ¿Qué haces con Eddie Walker?

–Mira quién habla, señora Reed –respondió Tessa con gesto desafiante.

–No me refiero a eso. Eddie es… –dijo Annie, sin poder encontrar las palabras.

–¿Maravilloso?

–No. Es un sucio y apestoso tramposo.

Tessa abrió mucho los ojos un momento, quedándose boquiabierta. Al parecer, le sorprendió que su hermana supiera lo que se traía entre manos en las mesas de juego. Quizá, él la había convencido de que su reputación estaba intacta.

–Por favor, no te mezcles con él.

–Es demasiado tarde, Annie. Llevo seis meses saliendo con él.

¿Seis meses? ¿Cómo podía haberlo ignorado durante tanto tiempo?, se preguntó Annie. Sin duda, su hermana debía de haber hecho lo imposible para ocultárselo.

–No es un buen tipo, Tessa.

–Venga ya. Lo que pasa es que estás celosa.

–¿Por qué iba a estar celosa? No es un buen partido, Tess. Tú lo conoces desde hace seis meses, yo desde hace seis años. Todo el mundo sabe que hace trampas a las cartas. Lo que pasa es que todavía no lo han pillado.

La expresión de Tessa brilló con orgullo. ¿En serio se enorgullecía de que su novio fuera tan listo que no lo hubieran pillado todavía? Eso cambiaría con Nate. Él no toleraría que hicieran trampas en el hotel. Y Annie estaba allí para ayudarle a detener a los tramposos.

–Sé lo que hago.

Annie suspiró. No tenía sentido seguir discutiendo. Tessa era muy obcecada y, si le decía que no podía hacer algo, solo serviría para animarle a hacerlo. Además, si la presionaba, su hermana se cerraría en banda y ella necesitaba estar a su lado, sobre todo en esos momentos.

Tessa estaba jugando con fuego. ¿Cuánto tiempo tardaría en quemarse?

Annie sabía que era su última oportunidad de advertir a su hermana antes de que Gabe pudiera escuchar todas sus conversaciones.

–Ten cuidado. No te involucres demasiado con él.

Tessa exhaló con fuerza y asintió, aliviada porque su hermana dejara el tema.

–No me involucro demasiado con ningún hombre –aseguró la hermana pequeña de Annie con una sonrisa–. Deberías saberlo. Tú tampoco solías hacerlo.

Nate se miró el reloj. La fiesta había empezado ya hacía una hora y Annie tenía que estar en alguna parte. Él había estado alerta por si la veía, pero no había señal de ella. Había creído que no podía pasarle desapercibido ese vestido azul, pero no había contado con que asistiera tanta gente.

Entonces, la vio.

Annie se alejaba de la puerta del baño, dejando a su hermana detrás de ella.

Nate se quedó sin respiración. El color azul de su vestido resaltaba su pelo negro azabache. Los pechos, firmes y altos, se movían de forma tentadora bajo la tela mientras caminaba, recordándole que no llevaba nada debajo. Corto por la rodilla, además, el atuendo dejaba ver unas pantorrillas perfectas y unas sandalias cubiertas de lentejuelas.

En ese instante, las resistencias de Nate se fueron al traste. Se acostaría con Annie esa noche, sin importarle las consecuencias. No podía seguir luchando contra el deseo que lo invadía.

Ella estaba preciosa… y parecía agitada. Tenía la piel sonrojada, el ceño fruncido, la mandíbula tensa. No era algo habitual en ella.

Tras hacer un gesto al camarero para que le rellenara la copa, Nate se acercó con las bebidas en la mano. Ella estaba apoyada en una de las barras, con la cabeza entre las manos.

–Aquí tienes tu refresco –le ofreció él–. Puedo pedirle a Mike que le añada un chorro de ron, si lo necesitas.

Annie se levantó de golpe y su rostro volvió a tornarse frío y distante.

–¡Ay! Me has asustado –dijo ella, y esbozó una sonrisa forzada, tomando el vaso que él le ofrecía–. Gracias. El ron no será necesario.

Nate la besó en la mejilla y la rodeó con un brazo por la cintura. Sorprendido, se dio cuenta de que el vestido estaba descubierto por detrás, al tocarle la piel sedosa y cálida. Le recorrió la espalda con suavidad, para comprobar hasta dónde llegaba la abertura, justo al comienzo del trasero.

–Deberías habérmelo dicho –le murmuró al oído.

–¿Decirte qué? –preguntó ella, mirándolo de pronto con pánico en los ojos.

–Que solo podías permitirte comprar medio vestido –repuso él–. Te habría comprado uno entero.

Annie suspiró y arrugó la nariz.

–¿No te gusta?

–Claro que me gusta –afirmó él, riendo–. El problema es que también les gusta a todos los demás hombres de la fiesta.

–Ahh –dijo ella con una sonrisa–. Estás celoso.

Nate tenía todo el derecho a estarlo. Todo el mundo sabía que Annie usaba su belleza para distraer a sus oponentes. Como resultado, tenía una larga lista de admiradores. Y, solo de pensar en que otro hombre la mirara, se sentía furioso.

–No estoy celoso. Es solo mi instinto territorial –reconoció él y le dio un trago a su copa.

–¿Vas a orinarme encima como los perros?

Nate estuvo a punto de atragantarse con su bebida. Annie era impredecible.

–No creo que sea necesario.

–Bien. Este vestido no se puede meter en la lavadora –dijo ella, sonriendo.

Era una experta en ocultar lo que le preocupaba hacía unos minutos, pensó él.

–¿Lo estás pasando bien?

–Es una fiesta muy agradable –contestó.

–Sí. Pero no me has respondido.

–Sí, lo estoy pasando bien –afirmó ella despacio, mirándolo a los ojos.

Nate le dio otro trago a su copa.

–Para ser jugadora de póquer, no mientes muy bien. ¿Qué te acaba de pasar con Tessa?

–Nada –respondió ella, demasiado deprisa, rompiendo el contacto ocular.

Nate miró hacia donde había visto a Tessa hacía unos momentos. Estaba sentada con un hombre despreciable. Si Tessa fuera su hermana, él también estaría disgustado, admitió.

–Está con Eddie Walker –observó él–. ¿Es por eso?

–Me acaba de decir que llevan varios meses saliendo –confesó ella, levantando la vista–. No sabía nada.

–Por la forma en que la toca, se ve que están muy unidos –comentó él.

Tessa y Eddie estaban hablando en una mesa en una esquina. Su lenguaje corporal irradiaba sexo. Tenían las piernas entrelazadas y se miraban a los ojos con intensidad. Eddie tenía una mano en la rodilla de Tessa y, con la otra, le estaba acariciando el pelo.

Cuando se giró hacia Annie, Nate la sorprendió otra vez frunciendo el ceño. Por muy acaramelados que parecieran los tortolitos, era obvio que ella no aprobaba su relación. Eddie tenía muy mala reputación y no era la clase de hombre que alguien querría para su hermana.

Por otra parte, Eddie era el sospechoso número uno en su caza de tramposos. Todo el mundo sabía que hacía trampas, lo que todavía no estaba claro era si formaba parte de una operación a gran escala.

Él sabía que ella haría lo que fuera para capturar a Eddie. Y, después de haber descubierto que salía con su hermana, ¿qué mejor forma de separarlos que enviar al criminal a la cárcel?

Hablaría de ello con Annie, se dijo Nate. Pero esa noche, no. Esa noche, tenía cosas mejores en las que pensar. Como llevar a su esposa a la cama.

Había intentado luchar contra sus instintos desde que la había visto. Sin embargo, los tres años que habían pasado separados no habían servido más que para aumentar la excitación que le bullía en las venas. No se enamoraría de nuevo. Pero podía saciarse de ella antes de que cada uno siguiera su camino.

Cuando Nate era niño, su abuelo le había dado en una ocasión una enorme bolsa de caramelos de cereza. Como sus padres no estaban en casa, se había sentado delante de la televisión una tarde y se había comido toda la bolsa. Nunca en su vida se había puesto tan enfermo. Y, hasta la fecha, no había podido volver a probar un caramelo ni nada que supiera a cereza.

Quizá le sucedería lo mismo con Annie. Necesitaba devorar su suave y sedoso cuerpo hasta hartarse. Así, cuando terminara la semana y el divorcio estuviera preparado, ya no tendría más interés en ella del que tenía en los caramelos.

–¿Tienes hambre? –preguntó él cuando se acercó un camarero con aperitivos.

Annie meneó al cabeza.

–No, ver a esos dos me ha quitado el apetito.

La música cesó un momento y la gente que había en la pista de baile regresó a sus mesas. La siguiente canción era lenta y romántica. Algunas parejas se acercaron a la pista.

–¿Quieres bailar? –ofreció él–. Sería una buena oportunidad para que todos nos vean juntos.

–De acuerdo. Pero bailo muy mal –repuso ella con ansiedad.

–Me cuesta creer que hagas algo mal, Annie –dijo él, riendo.

Ella le dio la mano, que estaba helada. Nate se la apretó para calentársela y la llevó al centro de la pista. A continuación, la rodeó por la cintura y le apoyó la palma de la otra mano en los lumbares.

–Se acabó –le susurró él con una sonrisa–. Voy a comprarte un vestido nuevo. Tienes las manos heladas.

–No es por el vestido –replicó ella–. Es por el baile. Me quedo fría cuando estoy nerviosa.

Nate arqueó las cejas, sorprendido.

–¿Tú, nerviosa?

Annie era una mujer dura. Podía jugar contra todos los hombres que había en la fiesta y vencerlos. Sin duda, lo haría con esos tacones altos y ese vestido corto. ¿Y la idea de bailar la hacía quedarse helada de miedo?

–No lo digas muy alto –pidió ella, arrugando la nariz–. Es uno de mis secretos. No me conviene que lo sepan los demás jugadores.

Nate rio, apretándola contra su cuerpo.

Poco a poco, Annie fue rindiéndose a la música. Tras unos momentos, apoyó la cabeza en el hombro de él. Nate cerró los ojos, apretándose más contra ella.

Era tan agradable abrazarla así…

Entonces, él posó un beso en su pelo e inhaló su familiar y seductor aroma. Era como un recuerdo lejano que no había conseguido olvidar.

Tenerla entre sus brazos era la sensación más cálida del mundo, como meterse en un baño caliente, se dijo él, sumergiéndose en aquella deliciosa experiencia.

Pronto, el resto de la gente desapareció a su alrededor. Era como si solo estuvieran los dos. ¿Por qué se sentía como si fuera la primera vez que estaba así con ella?, se preguntó Nate.

Quizá, porque nunca lo había hecho. Sí, se habían acostado juntos. Él había explorado cada centímetro de su cuerpo. Pero nunca la había sujetado de esa manera entre sus brazos. Annie era como un colibrí, siempre moviéndose de una flor a la siguiente. Era hermosa, pero era imposible sujetarla. Si alguien lo intentaba, ella huía. Y a él le había costado mucho sufrimiento aprender la lección.

Cuando Annie suspiró con la cabeza en el pecho de él, Nate apretó la mandíbula. Era el mismo sonido de satisfacción que ella hacía cuando dormía, recordó. Había pasado tanto tiempo desde la última ver que lo había oído y, a la vez, parecía que había hecho el amor con ella apenas el día anterior.

La última noche que habían estado juntos, Annie se había acurrucado sobre sí misma y se había quedado dormida mientras él estaba en la ducha. Cuando volvió, se quedó media hora observándola. La había contemplado hipnotizado por su belleza, despojada de todo escudo en su sueño. Sus pestañas negras descansaban, sus mejillas estaban sonrojadas y sus labios hinchados después de tantos besos.

A él casi le había estallado el corazón de orgullo al pensar que era suya.

Había estado a punto de despertarla para hacerle el amor de nuevo. Si hubiera sabido lo pronto que iba a perderla, lo habría hecho. Había creído, como un tonto, que tenía todo el tiempo del mundo para estar con ella.

Quizá, esa noche podía recuperar el tiempo perdido y retomarlo donde lo habían dejado. Solo de pensarlo, a Nate le subió la temperatura y se le puso el cuerpo tenso.

Annie percibió el súbito cambio y levantó los ojos hacia él con preocupación.

–¿Qué pasa?

La balada terminó y comenzó otra canción más movida. Pero, mientras la gente entraba y salía de la pista de baile, Nate no se movió. Solo apretó las caderas contra ella.

–Nada –dijo él con una sonrisa traviesa.

Annie abrió mucho los ojos y sonrió.

–Creo que deberíamos ir arriba y hacer algo con eso.

* * *

Annie tenía mucha prisa por llegar. No se molestaron en despedirse de nadie mientras salían de la fiesta. En cuanto se quedaron a solas en el ascensor que los conduciría a la suite, ella se giró hacia él, esperando que la devorara.

Sin embargo, Nate se quedó apoyado en la pared con las manos en los bolsillos. A pesar de su postura relajada, era obvio que su cuerpo estaba en tensión. La recorrió con la mirad de arriba abajo, aunque no hizo ningún movimiento, aparte de tragar saliva con dificultad.

Annie casi había olvidado que a él le gustaba tomarse su tiempo y disfrutar de cada segundo. Ella no podía entenderlo, pues ardía de ganas de poseerlo. Tenía los pezones endurecidos y la entrepierna ardiendo de deseo. Ansiaba con toda su alma que la tocara.

Todavía les quedaban quince pisos por subir. Annie no podía esperar tanto. En un rápido movimiento, apretó el botón de parada, haciendo que el ascensor de detuviera de golpe. Nate dio un pequeño traspié.

Mirándolo a los ojos, ella se llevó las manos a la nuca y se desabrochó el cuello del vestido. Era lo único que sujetaba aquel atuendo en su sitio, así que el suave tejido cayó a sus pies de inmediato.

–¿Nate? –sonó la voz de Gabe, desde el receptor de radio que Nate llevaba colgado a la cintura.

–¿Sí? –repuso Nate con los ojos clavados en Annie.

–Nos han informado de que tu ascensor privado se ha detenido entre el piso diez y el once.

–Correcto –contestó Nate al radio receptor, sonriendo.

Hubo un largo silencio antes de que Gabe volviera a hablar.

–De acuerdo. Avísame si necesitas ayuda.

–Eso haré –repuso Nate, y apagó el receptor, dejándolo caer al suelo.

Tras aquella pequeña interrupción, Annie se acercó a él con decisión y apretó los pezones endurecidos contra su pecho. Él la observaba con una mano en el bolsillo y la otra en la cadera, aunque su rostro delataba la creciente tensión sexual. Ella le recorrió la mandíbula con un dedo.

–Tócame, Nate. No me hagas esperar más.

Era lo único que Nate necesitaba escuchar. Acto seguido, la rodeó con sus brazos y posó un suave beso en sus labios, haciéndola estremecer.

–Te deseo –le susurró él.

Annie le respondió poniéndose de puntillas para darle un beso, tierno al principio, lleno de fuego a los pocos segundos.

Nate le deslizó las manos por la espalda, le palpó el trasero un momento e, inclinándose, le agarró un muslo con suavidad para ponérselo alrededor de la cintura.

Annie gimió al sentir que aquella nueva postura ponía la erección de él en contacto directo con su húmedo sexo. La sensación era abrumadora, mientras los dos se besaban con frenesí.

Pronto, la chaqueta de él cayó al suelo. Annie le desabotonó la camisa a toda velocidad y le recorrió el pecho desnudo con las manos, saboreando sus fuertes músculos. Las deslizó más abajo, hasta la cintura de sus pantalones y siguió bajando…

Con un gemido, Nate le sujetó la mano y se giró con ella, colocándola contra la pared. El ascensor estaba frío contra su espalda, pero no lo suficiente como para enfriar el fuego que la inundaba.

Nate trazó un camino de besos desde su oído hasta su cuello, mientras ella se estremecía de placer.

Entonces, Annie le quitó la camisa y la tiró al suelo. Aunque quería tener los ojos abiertos, para apreciar lo apuesto que era, no fue capaz. Él estaba besándole los pechos y, cuando se metió un pezón en la boca, ella echó la cabeza hacia atrás, cerrándolos.

–Ay, Nate –gimió ella, agarrándole de la cabeza para apretarlo contra su pecho.

Annie había intentado olvidar esa sensación durante todos esos años. Había tratado de olvidar que era adicta a él, a cómo le hacía sentir.

Nate se puso de rodillas, recorriéndole el vientre y el ombligo con labios y lengua. Cuando le acarició el borde de las braguitas, ella se agarró a la barandilla del ascensor.

Él le bajó las braguitas poco a poco, volviéndola loca de excitación, hasta que le levantó un pie y, luego, el otro, para quitárselas. Ya solo llevaba unas medias hasta los muslos y los tacones.

Temblando, Annie se dijo que era mejor que no abriera los ojos. Si lo miraba en ese momento, podía delatarse y dejar que él supiera lo mucho que ansiaba aquello…

Nate le deslizó las manos por las piernas, trazando un camino de fuego hasta llegar a sus muslos. Mientras, ella se agarró a la barandilla con todas sus fuerzas, con los ojos apretados, mordiéndose el labio.

Con un suave movimiento, él le abrió los muslos y acercó la boca a su entrepierna. Al mismo tiempo, le dibujaba círculos con los dedos en los muslos, hacia las caderas. Ella tragó saliva, sin respiración, expectante.

Nate no la decepcionó. La saboreó, haciéndola gritar de placer. Sus caricias estuvieron a punto de llevarla el clímax, hasta que hizo una pausa, dándole tiempo a recuperarse antes de continuar con su erótico asalto.

Annie gritó de nuevo, arqueando las caderas hacia él.

–Nathan, por favor –suplicó ella. Necesitaba que la poseyera. Después de haberse pasado tres años sin él, no podía esperar ni un segundo más.

–Por favor, ¿qué… Annie? –preguntó él, lamiéndola con cada palabra.

–Quiero tenerte dentro, Nate. Ahora, por favor.

De inmediato, Nate se apartó para quitarse los pantalones, sin quitarle a Annie los ojos de encima. Como un jugador de ajedrez, parecía estar planeando su próximo movimiento, sin dejar de devorarla con la mirada.

A Annie le daba igual lo que hiciera, con tal de tenerlo encima de ella. Era un hombre muy guapo. Su cuerpo era incluso mejor de lo que lo recordaba, como si se hubiera pasado largas noches en el gimnasio desde que lo había dejado. Poseía la clase de perfección masculina que los artistas del Renacimiento habían intentado plasmar.

En un momento, se quedó desnudo, apuntando hacia ella con su erección. A Annie se le quedó la boca seca al verlo.

Sin decir una palabra, se acercó, la agarró de la cintura y la levantó. Ella lo rodeó con las piernas y se sujetó de sus hombros. Despacio, él se agachó lo necesario y, con un gemido de placer, la penetró.

Se quedaron casi quietos unos instantes, mientras saboreaban la sensación. Había pasado mucho tiempo. Annie no podía explicárselo, pero aparte del contacto físico, había entre ellos una conexión intangible que los años no habían podido romper.

Agarrándola del trasero, Nate la empujó despacio hacia la pared. Despacio, entró y salió de ella, moviéndose rítmicamente.

Annie se aferró a él, con la cara enterrada en su cuello. Con cada arremetida, la penetraba con más profundidad, llevándola cada vez más cerca del orgasmo. El aliento de él le quemaba en el oído, mezclado con calientes susurros.

Ella apretó los dientes.

–Aun no –jadeó.

Al verse poseída por el mismo deseo arrebatador que la había consumido en el pasado, los miedos de Annie afloraron a la superficie. Esa era la razón por la que se había alejado de él hacía años. Sabía que no podía resistirse a él.

Ignorando su súplica, Nate se movió con rápidas arremetidas, hasta que la tensión estalló dentro de ella como una marea de placer.

–Sí –murmuró él en su oído, animándola en su orgasmo, mientras sentía cómo ella se apretaba a su alrededor.

Entonces, cuando ella se quedó quieta, exhausta de tanto gozo, él gritó su nombre y también llegó al éxtasis.

Los dos se quedaron jadeantes, apoyados en la pared fría del ascensor, él aún entre los muslos temblorosos de ella.

–Ha merecido la pena esperar… –dijo él, sin aliento–. Pero no dejemos pasar otros tres años antes de repetirlo.

Con Annie abrazada a él, Nate apretó el botón para que el ascensor siguiera subiendo.

Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano

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