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Capítulo Tres

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Después de que Nate se hubo ido, Annie terminó de deshacer la maleta y se quedó sin saber qué hacer. Su día había tomado un giro inesperado y estaba demasiado nerviosa para descansar. Por no hablar de su libido que, como siempre, se había despertado al estar con él.

Faltaba una hora para la cena, así que decidió darse una ducha caliente y cambiarse de ropa.

Cuando entró en el restaurante eran las ocho en punto. El romántico asador era la joya de los restaurantes del hotel. Siempre tenía una larga lista de espera para parejas que querían celebrar aniversarios. Nate y ella había comido allí solo una vez antes. Había sido allí, bajo la luz de las velas y con la música lenta y sensual, donde les había surgido la idea de casarse.

Nate, siempre puntual, estaba esperándola en una mesa. Estaba ocupado con su agenda electrónica, escribiendo algo con la punta del dedo. Annie se quedó un momento observándolo mientras estaba distraído. Él rio mirando la pantalla.

Annie nunca le había contado la verdad a Nate, pero se había sentido consumida por completo por su atracción hacia él. En parte, seguía queriéndolo. Sin embargo, eso no cambiaba su decisión. Habían pasado demasiadas cosas.

Quizá era su sangre de gitana errante la que no le dejaba sentar la cabeza. Tal vez era por su carácter independiente, que le impedía dejar que un hombre la controlara. No lo sabía, pero la primera vez que Nate había puesto reparos a que viajara a un campeonato, la relación le había empezado a parecer asfixiante.

Nate se metió el teléfono en el bolsillo y se miró el reloj con gesto impaciente. En esa ocasión, no podía huir si quería recuperar su libertad para siempre, pensó Annie. Era hora de comportarse como su mujer ante la multitud, se dijo, y tomó aliento, preparándose para la actuación.

–Hola, guapo –saludó ella en voz alta para que la gente que había a su alrededor la oyera. Antes de que él pudiera reaccionar, le posó una mano en la nuca y le dio un beso en la boca.

Aunque había tenido la intención de darle un suave y fugaz beso nada más, cuando sus labios se tocaron, algo más fuerte tomó el control de sus actos. Era la misma sensación que, en el pasado, había sido su perdición. Una poderosa corriente sexual la recorrió, despertando sus sentidos tras haberse pasado años dormidos.

En cuanto a Nate, cuando la sorpresa inicial cedió, hizo también su parte, abrazándola con fuerza. Su boca se adaptaba a la perfección a la de ella, igual que sus cuerpos habían encajado como si hubieran estado hechos el uno para el otro…

Ese pensamiento hizo que Annie se apartara de golpe, empujándolo con suavidad de las solapas de su traje de Armani. No estaban hechos el uno para el otro. Lo suyo era mera atracción física, nada más, se recordó a sí misma.

–Hola –saludó él, sin soltarla del todo, mirándola con curiosidad.

–Hola –respondió ella en un jadeante susurro. Por nada del mundo quería que él supiera cuánto la afectaba, por eso, recuperó la compostura al instante para convencerle de que era solo una farsa–. ¿He sido lo bastante convincente?

Frunciendo el ceño, Nate la observó un momento, antes de soltarla.

–Sí. Veo que te has tomado en serio tu papel.

–Me muero de hambre –dijo ella con una sonrisa, cambiando de tema.

–Me alegro. Le he dicho a Leo que nos prepare una mesa muy romántica y muy visible –indicó él, mientras pasaban por delante de los clientes que esperaban ser sentados.

–Buenas noches, señor Reed. La señora Reed y usted tienen su mesa preparada –señaló Leo, el maître, al acercarse a ellos.

Acto seguido, Leo los acompañó a una mesa para dos iluminada con velas en el centro del comedor.

–Disfruten de su cena y felicidades a ambos –dijo el maître, les entregó las cartas y los dejó solos.

De pronto, Annie sintió el peso repentino de estar a solas con Nate en un escenario tan romántico. Además, al parecer, él había hecho correr la noticia de que estaban casados. Leo lo sabía y, pronto, se esparciría a los cuatro vientos.

Nate le tomó la mano sobre la mesa. Esforzándose para no apartarse de un respingo, ella se inclinó hacia él.

–¿Sabes? Lo has hecho muy bien. Hasta me has engañado a mí por un momento –comenzó a decir él con voz suave como terciopelo–. Así no me siento tan mal por haberte creído hace años. A veces, olvido que eres una mentirosa profesional.

Annie intentó zafarse de su mano, pero la estaba agarrando con demasiada fuerza.

–Necesitas hacerte la manicura –le susurró él al oído, ignorando su protesta.

Ella fingió una sonrisa.

–Bueno, es difícil llevar al día esos detalles, cuando siempre estás de un lado para otro, como yo.

–Ya lo creo –afirmó él, clavándole su mirada heladora. Al mismo tiempo, con el resto de su lenguaje corporal, seguía fingiendo ser un enamorado. Ella no era la única buena en fingir–. Esta noche haré que Julia vaya a la suite. Trabaja en el salón de belleza del hotel.

–No será necesario. Iré yo a verla. Cuanto menos tiempo pase en la suite, mejor.

–Tendrás que dormir en esa cama antes o después –observó él con una sonrisa.

–No, si tú estás en ella.

La camarera los interrumpió en ese momento, colocando una cesta con pan caliente y mantequilla sobre la mesa.

–Buenas noches, señor y señora Reed –saludó la joven con una sonrisa.

Al parecer, todo el mundo estaba muy contento con la noticia, pensó Annie, sin prestar mucha atención a los platos del día. Nate no le había quitado los ojos de encima y, aunque en el pasado su mirada la había hecho estremecer de deseo, en ese momento, no le producía más que escalofríos. Él la estudiaba como si fuera otro jugador en una mesa de póquer: analizaba sus debilidades, juzgaba sus reacciones.

Y a ella no le gustaba.

–Champán. Esta noche estamos de celebración.

–¿Champán? –repitió Annie cuando la camarera se hubo ido–. Sabes que no bebo.

Nate respiró hondo, esforzándose por no dejar de fingir adoración.

–Sonríe, cariño. Esta noche, sí beberás. Tenemos que celebrar nuestra reconciliación. La gente normal pide champán en estas ocasiones.

–No bebía champán cuando estábamos casados. ¿Por qué voy a hacerlo ahora?

–Porque quieres el divorcio –repuso él en voz baja–. ¿O no?

–Más que nada –admitió con una falsa sonrisa.

La camarera regresó con una botella de champán y dos copas de cristal. Se las lleno y dejó la botella enfriándose en un cubo con hielo.

–Por nuestro matrimonio –brindó él, chocando su copa con la de ella.

–Y por su pronta disolución –añadió ella, llevándose el vaso a los labios. El líquido dorado le inundó la boca de un sabor dulce y agradable. Le cayó en el estómago vacío y comenzó a extendérsele por el cuerpo–. Mmm… –dijo, tomando otro trago.

Nate la observó con desconfianza, su copa intacta en la mano.

–¿Te gusta?

–Sí –afirmó Annie con una sonrisa que apenas tuvo que forzar. Llevaba todo el día muy tensa pero, de pronto, estaba empezándose a sentir relajada, como un gato tumbado al sol.

Annie pidió más comida que de costumbre, pues estaba muy hambrienta. Encargó un filete envuelto en beicon y gambas con patatas al ajillo, mientras Nate la miraba con atención. De postre, encargó crema brûlée, una famosa especialidad del Carolina.

La camarera le ofreció rellenarle la copa después de tomar los pedidos y Annie aceptó encantada.

–¿Qué clase de champán es? Sabe mejor de lo que esperaba.

–Francés. Muy caro –contestó Nate con el ceño fruncido. Lo cierto era que estaba molesto porque su demostración de poder al pedir alcohol no estuviera saliendo como había previsto.

–Bien –señaló ella con una risita, y le dio otro trago a las burbujitas francesas.

En una ocasión, ella le había contado a Nate que no le gustaba beber porque se le subía a la cabeza con facilidad. Además, no había comido desde que había hecho escala en Dallas.

Annie pensó en comer un pedazo de pan para suavizar el efecto del champán, pero se contuvo. No le importaba estar borracha. Quería que él comprobara el gran error que había cometido al insistir en que bebiera.

Estuvieron unos minutos en silencio, mientras ella comía con apetito, apuraba una segunda copa y se servía una tercera.

Annie sabía que debería parar, pero no quería hacerlo. No podía simular ser feliz mientras se le encogía el corazón cada vez que él la miraba. Era demasiado doloroso. Las cosas no había terminado bien entre ellos y ella lo sentía, pero no podía cambiar el pasado. Había tenido una buena razón para abandonarlo y haberse mantenido alejada tantos años.

Aun así, Annie tenía una responsabilidad que cumplir, así que se quitó una sandalia y acarició la pierna de su acompañante con el pie desnudo.

Nate dio un salto en su asiento y se golpeó las rodillas en la mesa, haciendo que temblaran las copas. Eso hizo que varias personas se volvieran a mirarlos.

Ignorando su mirada asesina, Annie tomó otro trago de champán.

–Dijiste que teníamos que ser convincentes, cariño –comentó ella con una sonrisa, acariciándole las pantorrillas con los dedos de los pies–. Además, los dos sabemos que siempre pierdo la compostura cuando estoy a tu lado.

Nate no podía quejarse. Al menos, ella había cumplido su parte del trato. Durante la cena, lo había mirado con adoración, le había metido trocitos de comida en la boca y lo había besado en más de una ocasión. Cualquiera que los hubiera estado observando pensaría que estaban enamorados.

La verdad era que ella estaba borracha. Él miró debajo de la mesa para confirmar sus temores. Annie se había puesto tacones altísimos de aguja. No iba a poder salir andando del restaurante con ese calzado de ninguna de las maneras.

Nate echó un rápido vistazo a la sala. Se habían quedado hasta tarde y la mayoría de los comensales se había ido ya. Además, era jueves, un día en que el Sapphire no tenía tanto público como los fines de semana. Si ella había decidido dejarlo en ridículo, había elegido el día equivocado.

Después de pagar y dejar una generosa propina, Nate suspiró, mirando a Annie.

–¿Has terminado?

–Sí. Aunque no sé si voy a poder andar.

Nate se levantó de inmediato para ayudarla. Ella se puso en pie demasiado deprisa y casi perdió el equilibrio, si no fuera porque se agarró al brazo de él como a un salvavidas.

–¿Por qué no…?

–No. Puedo sola –aseguró ella, concentrándose en no caerse. Con paso inseguro, caminó hacia la salida, hasta que tropezó y acabó encima del maître.

–Vaya –dijo ella, riendo, y se quitó los zapatos–. Así mucho mejor –añadió, posando los pies en la alfombra.

–¿Qué haces? No puedes ir por ahí descalza.

Annie rio, empezando a caminar.

–Conozco al dueño. A él no le importa.

–Pero no es seguro. Puedes clavarte algo. Además, el suelo podría estar sucio.

–Eres un refunfuñón, Nathan –le espetó ella, poniéndose en jarras. Arrugando la nariz, le sacó la lengua.

Nate se quedó perplejo. Nadie podría creer que la mujer de hielo del póquer estuviera borracha y comportándose como una tonta, aunque fuera muy hermosa. Era algo sin precedentes.

Sin poder contenerse, rompió a reír. La mezcla de frustración, confusión y decepción que había estado acumulando en los últimos tres años tomó forma en su pecho en forma de carcajadas. Rio y rio, hasta saltársele las lágrimas.

Al mirar a Annie, se dio cuenta de que su reacción la irritaba, pero la expresión de ella no hacía más que alimentar su risa. Limpiándose los ojos con la mano, se dijo que aquello era lo más terapéutico que había hecho en mucho tiempo.

Si ella quería hacer una escena en el casino, de acuerdo, pero él no pensaba convertirse en el hazmerreír de todo el mundo al día siguiente. En un rápido movimiento, se agachó y tomó a Annie en sus brazos para echársela al hombro como un saco de patatas.

–¿Qué…? –gritó ella, sorprendida.

Nate atravesó de esa guisa el casino, agarrándole con fuerza las piernas para contener sus patadas. Con los puños, Annie le daba golpes en la espalda, pero no tenía suficiente fuerza para hacerle daño.

–¡Bájame, Nathan Reed! Bájame de inmediato.

Nate rio, ignorándola, y siguió atravesando el casino, como si llevara una alfombra al hombro y no a su mujer.

–¡Nathan!

–Solo consigues llamar más la atención con tus gritos, Annie.

Entonces, ella se calló de golpe, aunque continuó intentando darle patadas. Nate miró hacia una de las cámaras que había en el techo. Sin duda, Gabe los estaría viendo y estaría partiéndose de risa. Tenía que guardar aquella cinta para la posteridad. O para hacerle chantaje a Annie.

Cuando llegaron a la zona de acceso restringido, ella aprovechó para volver a gritar.

–¡Bájame!

–No –negó él, agarrándole las piernas con más fuerza, y llamó al ascensor. Le gustaba la sensación de tenerla entre sus brazos, aunque no fuera en las mejores circunstancias. El cálido aroma de su perfume pronto le impregnó las venas y no pudo resistir la tentación de acariciarle los muslos con suavidad.

Una vez dentro del ascensor, Nate la soltó despacio. Ella se agarró a su cuello para no caerse, mientras sus cuerpos se pegaran uno al otro con una deliciosa fricción.

Cuando, al fin, Annie se puso de pie en el suelo, lo miró a los ojos, furiosa.

–Cerdo –le espetó ella, y levantó la mano con su bolso para golpearlo. Cuando él la agarró de la muñeca para impedírselo, su irritación no hizo más que crecer–. ¿Cómo te atreves a tratarme así? Yo… yo… no soy una de tus empleadas. ¡A mí no puedes traerme y llevarme a voluntad! Yo…

Nate la interrumpió con un beso. No quería dejar que sus palabras furiosas echaran a perder el momento. Annie se resistió solo unos segundos, antes de sucumbir agarrarse a su cuello. Fue un beso intenso, casi desesperado. El primer beso real que ambos experimentaban en tres años.

Él la sujetó en sus brazos, apoyándola en la pared del ascensor. Su excitación no hacía más que crecer, mientras ambos se recorrían frenéticamente con las manos, devorándose las bocas.

Nate había esperado tres años para tocar el cuerpo de Annie y, al fin, lo estaba haciendo.

Cuando él le acarició los pechos por encima del tejido de seda del vestido, ella gimió, arqueándose hacia él.

–Oh, Nate.

El ascensor paró y las puertas se abrieron. Nate sabía que debía soltarla. Pero no pudo. Le acarició la mandíbula con suavidad, disfrutando de su suavidad. Ella tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Su cuerpo estaba relajado, entregado.

Entonces, Annie lo miró. En sus ojos azules brillaba una invitación. A pesar de sus anteriores protestas, el champán parecía haberle hecho cambiar de idea.

También Nate había cambiado de idea. Al margen de lo que hubiera pasado en su matrimonio, los momentos que habían pasado en la cama siempre habían sido excelentes. Y él ansiaba repetirlo.

Pero, si salía del ascensor con ella, acabarían ambos desnudos en su cama. Y eso era justo lo que le había dicho a Gabe que nunca haría.

¿En qué diablos estaba pensando?, se reprendió a sí mismo.

–Buenas noches, Annie –se despidió él, la soltó y le dio un suave y firme empujón para que entrara en la suite. Acto seguido, apretó el botón del cierre del ascensor y regresó al casino.

De esa manera, los dos se quedaron excitados y solos.

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