Читать книгу Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano - Andrea Laurence - Страница 6

Capítulo Dos

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Annie se arrepintió de sus palabras en cuanto salieron de su boca, pero no podía echarse atrás.

Nate la observó con incredulidad. Se enderezó, mientras digería su victoria.

–Bien –dijo él al fin–. Me alegro de que seas razonable –añadió, dejando el vaso sobre la mesa–. ¿Te has registrado en el hotel?

Annie no se había molestado en hacerlo. Sabía que él enviaría a sus agentes de seguridad a echarla en cuanto fuera a entrar en su habitación.

–No, aún, no. Quería jugar un poco primero.

–De acuerdo. Llamaré para que traigan tu equipaje. Lo has dejado en recepción, ¿verdad?

Annie abrió la boca para protestar, aunque él ya había empezado a dar órdenes por teléfono.

A pesar de que tenía su casa en Henderson, Nate solía quedarse a dormir en el Sapphire cuando estaba trabajando, lo que ocurría siempre. Tal y como ella recordaba, su suite tenía cocina, salón y comedor… pero solo una cama.

Frunciendo el ceño, se reprendió a sí misma por no haber hablado de todos los detalles antes de cerrar el trato.

–¿Dónde voy a dormir?

–En el dormitorio –contestó él.

–¿Y tú? –insistió ella, incómoda. Debía dejar ese punto claro cuanto antes.

–No duermo nunca, ¿recuerdas? –replicó con una sonrisa.

Eso era casi verdad. Nate tenía la habilidad de sobrevivir con solo tres o cuatro horas de sueño al día.

–Necesitas una cama, de todas maneras.

–Nos preocuparemos por eso cuando llegue el momento –señaló con una sonrisa todavía más radiante.

Sin embargo, su sonrisa no bastaba para engatusarla. Él estaba evadiéndose del tema a propósito, adivinó Annie, y miró el reloj. Eran más de las siete. Aunque se acostara tarde, el momento llegaría antes o después.

–He aceptado tu plan porque no me has dado elección. Pero no voy a acostarme contigo.

–No había planeado seducirte –repuso él, arqueando las cejas. Entonces, se acercó a ella y la rodeó con los brazos.

Annie se echó hacia atrás en el sofá, incapaz de escapar. Mientras su aroma la envolvía, recordó que ese mismo olor había impregnado sus almohadas en esa misma suite. En aquel tiempo, Nate había tenido la habilidad de tocar su cuerpo como un experto músico tocaba un instrumento. Ningún hombre le había dado nunca tanto placer. La química entre ellos había sido explosiva.

Cuanto más cerca estaba Nate, más dudaba ella que esa misma química se hubiera desvanecido con los años.

–Pero, si lo hiciera… –susurró él, mirándola de arriba abajo–. ¿Qué tendría de malo? No es un crimen acostarte con tu marido, Annie.

Al escucharle susurrar su nombre, Annie se sintió recorrida por una corriente eléctrica. Lo había dicho en el mismo tono bajo y sensual con el que solía decírselo al oído cuando hacían hecho el amor.

–Además, no recuerdo que tuvieras ninguna queja a ese respecto –continuó él.

Annie se pasó la lengua por el labio inferior. Después de todo ese tiempo, seguía deseando a Nate. No había duda.

–Eso fue hace mucho –consiguió decir ella, casi sin aliento.

–Ya veremos –repuso él, y se incorporó, rompiendo el hechizo de inmediato. Apartándose, le dio un último trago a su vaso y lo dejó sobre la mesa, dándole la espalda a Annie.

Parecía tan calmado y frío como si estuviera cerrando un trato de negocios, observó Annie. Entonces, lo comprendió. El objetivo de Nate no era solo capturar a los tramposos, había otras formas de lograr eso sin que tuvieran que fingir estar casados. Y sin que fuera necesario que él la tocara.

No, Nate quería hacerle pagar, adivinó ella. Estaba dispuesto a usar todas las armas de su arsenal, desde la seducción a la indiferencia, para asegurarse de que se sintiera incómoda y fuera de juego. Conseguiría el divorcio, pero la próxima semana sería un infierno. Además, sus probabilidades de ganar el torneo acababan de esfumarse, pues su concentración se había hecho pedazos antes de empezar.

El sonido de la puerta del ascensor la sorprendió. Al levantar la vista, vio entrar a Gabe, el jefe de seguridad, que llevaba su equipaje.

Annie se levantó para acercarse a saludarlo, pero la mirada de Gabe la detuvo en seco. Aunque siempre había tenido una sonrisa y buenas palabras para ella, sus ojos se le clavaron como cuchillos acusadores. Tenía la mandíbula y el cuello tensos. Gabe parecía guardarle más rencor que el mismo Nate.

Sin decir palabra, el jefe de seguridad dejó caer el equipaje de ella junto a la mesa del comedor.

–Llámame si me necesitas, señor –le dijo a su jefe, sin dejar de mirar a Annie con dureza. Acto seguido, salió de la suite.

Annie nunca se había dado cuenta de lo protector que era Gabe con Nate. Aunque tenía razones para estar enfadado con ella, caviló, mordiéndose el labio.

Como amigo y jefe de seguridad, estaba claro que Gabe no aprobaba el plan de Nate de usarla para su operación encubierta. Sobre todo, desaprobaría el que vivieran juntos. Si era sincera, Annie tampoco estaba muy satisfecha con esa parte del plan.

Cuando giró la cabeza, se encontró con Nate sonriendo. Era la primera sonrisa sincera que esbozaba desde que lo había visto. Y se debía, por supuesto, a la incomodidad de ella.

–No es uno de tus fans.

–Me he dado cuenta. Esperaba que no le hubieras hablado a nadie de nosotros. ¿Quién más lo sabe? ¿Debo tener cuidado por si las criadas me tiran flechas envenenadas?

Nate rio, meneando la cabeza.

–No, solo lo sabe Gabe. No iba a decírselo, pero encontró tu alianza.

La alianza. Annie lo había olvidado. La había dejado en la mesilla de noche antes de irse, pues no le había parecido bien llevársela.

Perpleja, vio que Nate se sacaba el anillo del dedo meñique y se lo tendía.

–Lo vas a necesitar. Para hacer tu papel.

Annie lo tomó de su mano y observó la joya. Era un anillo sencillo de platino, sin nada especial. Lo cierto era que los habían elegido con mucha prisa. En ese tiempo, lo único que ella quería había sido convertirse en la señora de Nathan Reed. ¿En qué diablos había estado pensando?

–¿Por qué lo llevabas puesto?

–Como recordatorio.

Annie comprendió que no se refería a nada sentimental. Más bien, debía de ser un recordatorio de lo mucho que la haría sufrir si ella volvía a caer en sus manos.

–¿Dónde está tu anillo?

–Guardado. No podía llevarlo y mantener, al mismo tiempo, mi reputación como el soltero más codiciado de Las Vegas –repuso él con gesto de disgusto. Entonces, se acercó a un cajón y sacó una cajita de terciopelo.

–Ya. Estar casado podría interferir con tu vida social.

Nate levantó la vista, observándola un momento antes de ponerse su anillo en el dedo.

–No tengo vida social –admitió él, frunciendo el ceño–. Pensé que esa era una de las razones por las que me habías dejado.

–No, yo… –balbució ella. No quería hablar de por qué se había ido. Eso no cambiaría nada. Era agua pasada y, pronto, podrían seguir con sus vidas y dejar el pasado atrás. Bajando la vista, cerró la mano sobre la alianza que sujetaba en la palma.

–Ponte el anillo –ordenó él.

Con el pecho encogido, Annie pensó que prefería ponerse una soga alrededor del cuello. Al menos, eso mismo había sentido cuando se había despertado a la mañana siguiente de su boda. Entonces, había creído que habían sido los nervios típicos de una recién casada, pero se había equivocado. Enseguida, había comprendido que había cometido un gran error.

Annie intentó encontrar alguna excusa para no obedecer.

–Prefiero esperar a que lo limpien. Haz que lo pulan un poco.

Era una excusa tonta y ella lo sabía. ¿Qué más le daba ponerse un estúpido anillo? Sin embargo, cada vez se sentía con menos aire en los pulmones, más asfixiada.

Nate frunció el ceño y se acercó ella. Sin decir palabra, la agarró de la mano y, uno por uno, le fue separando los dedos que se cerraban sobre el anillo. Con firmeza, tomó la alianza y se dispuso a colocársela.

–¿Me permite, señora Reed?

Annie se quedó paralizada al escuchar su nombre de casada y ver cómo él le deslizaba el anillo en el dedo. El contacto cálido de su mano contrastaba con la frialdad de la joya. Aunque era de su tamaño, le apretaba demasiado. De pronto, sintió que la ropa también le apretaba. La habitación parecía estar quedándose sin aire…

Comenzó a darle vueltas la cabeza, mientras la visión se le nublaba. Quiso decirle a Nate que necesitaba sentarse, pero fue demasiado tarde.

Nate disfrutó al ver cómo Annie sufría hasta que se le quedaron los ojos en blanco. Al instante, él la recogió en sus brazos, impidiendo que cayera al suelo. La llevó al dormitorio y la dejó en la cama, con la cabeza en la almohada. Y se sentó a su lado.

No había podido quitarse a Annie de la cabeza desde el día en que lo había dejado. Si conseguía doblegarla antes de darle el divorcio, tal vez, podría sacarla de sus pensamientos para siempre. Si también lo ayudaba a capturar a los tramposos y catapultar el buen nombre del hotel, mejor que mejor. Además, resultaba tan fácil hacerla sufrir… Él sabía bien cuáles eran sus puntos débiles y había disfrutado presionándolos.

Al menos, hasta que se había desmayado.

Nate se inclinó para comprobar que respiraba con normalidad. Tenía los labios entreabiertos y su expresión de ansiedad se había relajado.

Sin poder evitarlo, le recorrió la mejilla con la punta del dedo. Su piel era tan suave como la recordaba, igual que la seda. Ella suspiró mientras la acariciaba.

Annie siempre daba una imagen fría ante el público. Ante los demás, parecía inmutable, muy distinta de la mujer apasionada que había compartido su cama, y de la que acababa de desmayarse solo por tener que ponerse el anillo.

Por otra parte, ella era capaz de despertar todo tipo de sentimientos en Nate. Rabia, celos, excitación, resentimiento, ansiedad… Estar con ella era como subirse a una montaña rusa emocional. Ninguna mujer le había afectado nunca tanto. Solo esperaba poder ocultar sus sentimientos delante de ella.

Cuando Annie lo dejó, su primera reacción fue sentirse confuso y furioso. Sus peores miedos se habían hecho realidad. Fue como si su madre hubiera vuelto a abandonarlo. Él había sido testigo de cómo su padre se había hundido por el dolor. Para no dejar que Annie hiciera lo mismo con él, había canalizado su rabia en construir el mejor casino de Las Vegas y en diseñar un plan maestro para vengarse.

Sí, tal vez, se habían casado de forma apresurada. Sí, quizá solo habían tenido una química fabulosa en común. Pero su matrimonio terminaría cuando él lo decidiera y no antes. Ella había violado sus votos cuando lo había abandonado. Y, ya que la tenía bajo su poder, le haría pagar por ello.

Sin embargo, cuando Nate posó los ojos en aquella mujer hermosa y excitante… su mujer, empezó a preguntarse si su plan había sido un error. Su deseo de venganza había cedido, dejando paso a otro deseo mayor, el de poseerla.

Con un gemido, Annie abrió los ojos poco a poco. Miró a su alrededor con gesto confuso, antes de cruzar su mirada con la de él.

–¿Qué ha pasado?

–Te has desmayado. Parece que solo pensar en que la gente sepa que estás casada conmigo te resulta insoportable –comentó él.

–¿Qué estoy…? –balbució ella, mirando de nuevo a su alrededor con el ceño fruncido–. ¿Por qué estoy tumbada en tu dormitorio?

Nate sonrió.

–Nuestro dormitorio, cariño. Como un caballero, te he traído aquí cuando te has desmayado.

Annie se incorporó. Despacio, se sentó y sacó los pies de la cama. Se puso la falda y la blusa. En cuestión de segundos, recuperó la fachada impasible y la mirada dura, adoptando su pose de jugadora de póquer.

Acto seguido, salió del dormitorio y regresó con sus dos maletas.

–¿Dónde pongo mis cosas?

–Puedes colgarlas aquí –indicó él, abriendo la puerta del armario. Si necesitas más sitio, aparta mis cosas a un lado.

Tensa, Annie pasó de largo hacia el armario. Abrió las maletas y fue sacando sus prendas una por una con movimientos metódicos.

–Si no te hace falta nada más, estaré abajo. Nos vemos para cenar en el Carolina a las ocho y media. Prepárate para nuestra primera aparición pública como marido y mujer.

Una vez abajo, se dirigió a uno de los salones del casino, donde había quedado con Gabe y Jerry Moore, el encargado de la sala de juegos, para que le informaran de las actividades del día.

Cuando llegó, sus empleados lo estaban esperando. Gabe le informó de todos los incidentes que debía conocer, le dio los últimos códigos de seguridad y la llave para Annie. Jerry se tomó su tiempo en contarle los últimos preparativos del torneo.

El torneo de póquer no era un evento fácil de organizar. Agradecido por tener en qué entretenerse, Nate se concentró en los detalles, mientras le daba un trago a su gin tonic. Una parte del casino ya estaba lista con las mesas para las partidas. El cóctel de bienvenida también estaba bajo control. Patricia, la encargada de relaciones públicas, estaba en contacto con los patrocinadores. Todo parecía en orden.

Sus esfuerzos estaban dando fruto, pensó Nate, satisfecho. Había luchado mucho para sacar el hotel adelante y los empleados que había contratado parecían inspirados para hacer del Desert Sapphire el hotel y casino de más éxito de Las Vegas. Su abuelo estaría orgulloso de lo que había logrado.

–¿Qué tal va el acuerdo con Annie? –preguntó Gabe, sacando a Nate de sus pensamientos. Por su tono de voz, era obvio que no aprobaba el plan.

–Creo que, con su ayuda, tenemos muchas probabilidades de cazar a los tramposos y asegurarnos el torneo durante diez años.

Jerry asintió con aprobación. Llevaba treinta años trabajando en el casino, desde que el abuelo de Nate lo había fundado. Después de haber sufrido un ataque al corazón y haberse pasado diez años de baja, había regresado para ayudar al nieto de su mejor amigo.

–Recuérdame otra vez la historia que vamos a contar –pidió Jerry, pasándose una mano arrugada por la coronilla–. Cuando la gente me pregunte, quiero estar seguro de qué responder.

–Annie y yo nos casamos hace un par de años, pero no funcionó. Ella ha vuelto para el torneo y nos hemos reconciliado. Yo lo dejaría así. Si damos demasiados detalles, podemos meter la pata.

Entonces, llamaron a Jerry por radio.

–Me necesitan en la sala de juegos –dijo.

Nate lo despidió y, después, posó la vista en Gabe. Era obvio que su jefe de seguridad se estaba mordiendo la lengua mientras miraba la alianza de platino que él acababa de ponerse.

–Dilo, Gabe.

–Esto no me gusta –admitió, meneando la cabeza–. No confío en ella. ¿Cómo sabes que no es amiga de alguno de los tramposos? Igual los pones sobre aviso. No tenemos ni idea de dónde reside su lealtad. Diablos, podría ser una de ellos.

Nate lo dudaba.

–Quiere el divorcio. Su lealtad hacia sí misma estará por encima de todo lo demás.

–Entiendo por qué esto es importante para el hotel. Pero ¿por qué ella?

–¿Por qué no utilizar a Annie? Me debe mucho. Si puedo hacerla sufrir y darle una lección, mucho mejor. Una vez que termine el torneo, la dejaré irse y no volveré a pensar en ella.

–Dices que esa mujer no te importa, entonces… ¿por qué estás poniendo tanto esfuerzo y tiempo en esto?

–Me merezco el derecho a resarcirme, ¿no?

–Claro. Ella se merece todo el sufrimiento que quieras causarle. Lo que me preocupa es que esto no acabe bien.

Nate apreciaba la preocupación de Gabe, aunque le gustaría que su amigo tuviera más fe en él.

–Todo irá según lo planeado. Cazaremos a esos tramposos, Annie pagará por sus irresponsabilidad y, al fin, quedaremos en paz.

–He visto cómo la miras, Nate. Sigues sintiéndote atraído por ella. Puede que no sea amor, pero lo que hay entre vosotros es lo bastante fuerte como para que, tras unos pocos días, volváis a escaparos juntos –opinó Gabe, y se inclinó hacia él–. Ella es tu talón de Aquiles, ¿qué crees que pasará cuando viváis tan cerca durante una semana?

–No va a pasar nada. He aprendido la lección. Te lo aseguro.

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