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V La apuesta

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Matilde, la señora de la limpieza en la casona de los Ruiz Gascón, era una trabajadora prolija y metódica. Había sido testigo de incontables discusiones en torno a la mesa que reunía a la familia, mayormente durante los desayunos y las cenas. También había presenciado silencios, proyectos, había trabajado durante reuniones y fiestas de amigos.

Estaba guardando la vajilla en el cristalero cuando llegó Florencia de la práctica de vóley. Faltaba jugar la final del torneo de los colegios privados contra uno del pueblo vecino y la rivalidad era a cara de perro. Entró con sus pasos cortos y apurados, llevaba una botella de agua en la mano, saludó cortante. Matilde la notó nerviosa. Flor solía ser muy atenta, pero esta vez, subió la escalera sin decir palabra y se dirigió a su cuarto. En la casa estaban ellas dos. La madre de Flor había ido a Buenos Aires. Con la excusa de regalarle el mejor vestido para su fiesta de graduación, visitaría a Federico, el hijo mayor. Hacía tres años que se había mudado allá a estudiar abogacía.

Matilde terminó con el piso de la cocina dejándolo impecable y luego siguió por las habitaciones de la planta alta, mientras cantaba una canción romántica de Marco Antonio Solís y, cuando llegaba al estribillo parecía enajenarse. Florencia pedaleaba sin destino en la bicicleta fija, inclinaba la cabeza hacia atrás mientras tomaba sorbos de agua. Luego hacía abdominales a modo de un entrenamiento militar, desbastaba su cuerpo transpirado. Y otra vez volvía a empezar, un tiempo de bicicleta, luego más abdominales.

Más tarde bajó despacio las escaleras, abrió la alacena y se devoró un paquete de galletas de chocolate. Inmediatamente, corto una porción generosa de budín, empujando con sus dedos las migas que se desprendían de su boca. Y luego otra. Y otra más. Tragó como quien quisiera llenar un vacío infinito, sin registro de lo que comía. Corrió hasta el baño, con esos mismos dedos que hacía instantes empujaban ese manjar dulce hacia adentro de su boca, ahora quería vomitarlo todo. Abrió la ducha del baño para que el ruido del agua acallara sus arcadas. A Matilde le había parecido escuchar algo extraño, pero siguió con sus quehaceres.

Debajo del agua, Florencia lloró la soledad más desconsolada con un llanto de niña, soltó una congoja que venía de los lugares más recónditos de sus entrañas. El amor se había equivocado otra vez. Antes del maldito mensaje, tenía la gloria, después vino el entierro. Todo el colegio se burlaba de ella. Matilde al bajar, observó migajas de budín y galletas en el piso. Ya no tuvo dudas, Florencia había tenido una recaída.

Flor se sentía ahogada, quiso despejarse y decidió ir a la casa de Brenda. Tenía la curiosidad de saber cuál había sido la responsabilidad de Eugenia en seducir al profesor. Caminaba ensimismada por la plaza y un bullicio de gente la despabiló. Un grupo de periodistas de la National Geographic. Todos vestían las remeras con el mismo logo, mientras bajaban de los vehículos sus cámaras con lentes impresionantes y equipos espectaculares hacían un gran despliegue en la vereda del hotel más importante del pueblo.

Escuchó como la moza del restaurante de al lado le sacaba información a uno de los periodistas más jóvenes y apuestos intercambiando entre ambos un inglés y un castellano rudimentario. Así supo que se realizaría un documental sobre el zorro colorado. Sí, en un pueblo donde nunca pasa nada. O al menos eso era lo que se creía.

Cuando llegó a la casa de Brenda, ésta le explicó lo que había sucedido y negó toda responsabilidad de Eugenia. Florencia no le creyó.

Al día siguiente, el patio del recreo estaba repleto de testigos. Florencia cruzó las baldosas como una amoladora cortando la piedra y soltando chispas. El destino final era Eugenia. Con voz alta, el índice levantado la desafiaba a ver quién lo conquistaba primero. “Todo vale”, le dijo. Pero Eugenia, abrumada, no tenía intenciones de pelear con su amiga. Sabía lo que debería estar sufriendo. Evocó un recuerdo de cuando eran niñas, en la estancia La Cándida cuando se juraron lealtad y se convirtieron en hermanas de sangre. ¿Cómo iba a competir con su amiga para conquistar al profesor? Aunque… había una realidad…la caricia del pelo, la oportunidad en la materia, las miradas... Estaba un poco confundida. Pero además... ¿cómo ganarle a su amiga? Era la mejor en todo, en belleza, en promedio, la más inteligente, brillante deportista. Por un momento se desconoció a sí misma, otra Eugenia desde adentro, en lo más íntimo, le decía, ¿por qué perder antes de empezar? Sin darse cuenta le tendió la mano con mirada desafiante y dijo “Hecho, todo vale”. Y lo repitió, sin temblarle la voz.

No aclararon cuál era el riesgo en la apuesta. Pero, sin decirlo, sabían que estaban jugando por la dignidad.

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