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III El negocio

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(9 de Noviembre del 2012).

Ramírez, el subcomisario del pueblo, conocía el lado débil del profesor Patricio Odriozola. Lo había visto un par de veces babosearse con los uniformes cortos de algunas alumnas. Se tomó el trabajo de investigarlo con el único objetivo de saber si serviría para el negocio.

En Buenos Aires, Odriozola, apodado Pachu, apenas recibido en el profesorado de Historia, trabajó en una escuela secundaria de la zona Sur. Había tenido un problema de acoso hacia una alumna, y lo corrieron del puesto antes de que el padre de la chica fuera a hacer justicia por mano propia. El caso quedó en la nada, pero semejante curriculum podía ayudar…

En estos tiempos, el profesor estaba cerca de los cuarenta años, soltero, conservaba su buena forma de galán y no había perdido las mañas.

Dos semanas antes del trágico accidente, en un bar un poco retirado del centro, Ramírez y el profesor tomaban una cerveza mientras conversaban. El subcomisario le explicaba cómo era el trabajo, mientras jugaba con un sobrecito de azúcar entre sus dedos gordos: “Lo que tenés que hacer es llevar a la chica hasta el camino de tierra que sale apenas cruzas el arroyo y dejarla a unos mil metros de ahí. A la chica no le pasa nada, aparece en uno o dos días. El policía se estiró en el escaso respaldo de la silla para su cuerpo, mientras entrecerraba los ojos haciendo un estudio minucioso de los gestos del profesor acerca de cómo había tomado sus palabras. Después de una pausa le aseguró que no había riesgos y era muy buen dinero.

–¿Cómo es que no hay riesgos? ¿La chica no nos delata? -preguntó Pachu.

–Tenemos a un químico, le pone una dosis de burundanga, que le aniquila la voluntad y ejecuta las órdenes sin mostrar oposición. Además, le inyecta una droga que se utiliza en los anticonvulsivos, para afectar su memoria. No se acuerdan de nada, pero de nada. Usa la medida justa, sino puede provocar un paro cardíaco. Pero tranquilo, no es un improvisado .Y no creo que te puedas negar. Si tu prontuario en Buenos Aires llegara a oídos de las monjas, perderías el trabajo; y todo lo que seguiría después sería caída libre. ¿Y qué me decis? - le dijo y levantó abruptamente el mentón como apurándolo a definirse.

Pachu estaba abrumado con la propuesta. Rascaba su cabeza como un tic nervioso. Durante unos minutos se quedó en silencio, dentro de su propio laberinto, haciendo cuentas en su mente, o tal vez, pensando que había llegado hace unos años desde tan lejos para empezar de nuevo. Parecía que otra vez el demonio le convidaba un trago.

En la vereda de enfrente al bar, había una tienda de ropa femenina. Eugenia Gómez, de quinto año, entraba a comprar un vestido acompañada por una amiga. Ramírez la vio y se la señaló al profesor con el mentón, haciendo un movimiento delicado. Le dijo, “Ahí tenés, la piba de los Gómez, por ejemplo, es una linda morochita. Se la nota un tanto tímida, insegura, sin novio. Además los padres, gente ignorante, perfil bajo, no tienen ni un peso, lo que significa que no van a hacer quilombo. Mucho menos, no van a venir los medios a este pueblo. Es importante que no tenga novio, porque en el caso que se ponga pesado, hay que limpiarlo. Ah, por favor, carne fresca, pero que no sea un bagallo. Tenemos un encargo para dentro de dos semanas, así que ponete a trabajar cuanto antes”. El policía con sus últimas palabras soltó una risa burlona que hizo sacudir su vientre prominente. Se levantó de la silla y, asomándose por la puerta le gritó al mozo:

–Agradecele al dueño la invitación de la casa… el muchacho es un amigo” (señalando al profesor), dijo y se fue sin pagar.

El profesor desplomado en su silla, pidió otra cerveza fría.

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