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PAK YOO

EL JUEZ LLAMÓ A RECESO al mediodía. Lo que menos deseaba Pak era que llegara la hora del almuerzo porque sabía que el doctor Cho —el padre de Janine, que se hacía llamar “doctor Cho” aunque era acupunturista, no médico— insistiría en pagarles la comida. Caridad forzada. No era que no le resultara tentadora la idea, pues no habían comido otra cosa que ramen, arroz y kimchi desde que habían comenzado a llegar los gastos del hospital; pero el doctor Cho ya les había dado demasiado: préstamos mensuales para gastos corrientes, se había hecho cargo de la hipoteca, les había dado una buena suma por el coche de Mary y les estaba pagando también los gastos de la luz. Pak no podía hacer otra cosa que aceptar todo, hasta la última idea del doctor Cho: un sitio web en inglés y en coreano para recolectar fondos. La proclamación internacional de Pak Yoo como un inválido indigente que pedía contribuciones. No. Basta. Pak le informó al padre de Janine que tenían otros planes y rogó que no los viera comiendo en el coche.

En camino hacia el automóvil, vio que una docena de gansos caminaban bamboleándose de lado a lado, directamente hacia ellos. Pensó que Young o Mary los espantarían, pero ellas siguieron caminando y empujando la silla de ruedas cada vez más cerca, como si fuera una bola apuntada directamente hacia los bolos. Los gansos no se daban por enterados, o quizás eran demasiado perezosos como para apartarse. No fue hasta que la silla de ruedas estuvo a centímetros de impactar contra uno de ellos y Pak de lanzar un grito, que toda la bandada levantó vuelo ruidosamente. Young y Mary siguieron avanzando al mismo ritmo, como si no hubiera sucedido nada. Pak sintió deseos de gritar ante su falta de sensibilidad.

Cerró los ojos y respiró hondo. Inspiración. Exhalación. Se estaba comportando de modo absurdo: enfadándose con su mujer y su hija porque no se habían percatado de unos gansos. Si esa hipersensibilidad hacia los gansos —por haber estado esos cuatro años solo— no fuera tan patética resultaría cómica.

Gui-ra-gui ap-ba. Padre ganso-silvestre. Así llamaban los coreanos al hombre que se quedaba trabajando en Corea mientras su mujer y sus hijos se mudaban al extranjero en busca de una mejor educación, y él volaba (o “migraba”) anualmente a visitarlos. (El año anterior, cuando los índices de alcoholismo y suicidios alcanzaron niveles alarmantes entre los cien mil padres-gansos de Seúl, la gente comenzó a llamar a los hombres como Pak, que no podían afrontar el gasto de visitar a sus familias —por lo que nunca volaban— padres pingüinos, pero a esa altura él ya se sentía completamente identificado con los gansos, y los pingüinos nunca lo afectaron del mismo modo.) Pak no había querido convertirse en padre-ganso; el plan había sido mudarse a Estados Unidos todos juntos. Pero mientras aguardaban la visa familiar, Pak oyó de una familia alojadora de Baltimore que estaba dispuesta a patrocinar a un hijo con la madre o el padre; ofrecían alojarlos sin costo y anotar al hijo en la escuela más cercana, a cambio de que el padre o la madre trabajara en su tienda de comestibles. Pak envió a Young y a Mary a Baltimore y les prometió que pronto se reuniría con ellas.

Al final, le tomó cuatro años conseguir la visa familiar. Cuatro años de ser un padre sin familia. Cuatro años de vivir solo en un apartamentito del tamaño de un armario en un edificio decrépito y triste, lleno de padres-ganso decrépitos y tristes. Cuatro años de trabajar en dos empleos, siete días por semana para ahorrar cada centavo. Tantos sacrificios para la educación de Mary, para su futuro y ahora aquí estaba ella, marcada para toda la vida y sin rumbo, sin una universidad en el horizonte, asistiendo a un juicio por homicidio y a terapia en lugar de a conferencias y fiestas.

—Mary —dijo Young en coreano—, tienes que comer. —Mary negó con la cabeza y miró por la ventanilla del coche, pero Young le puso el cuenco con arroz sobre el regazo—. Unos bocados, aunque sea.

Ella se mordió el labio y tomó los palillos con desconfianza, como si no se atreviera a probar una comida exótica. Levantó un grano de arroz y se lo puso apenas dentro de los labios. Pak recordó cuando Young le había enseñado a comer así en Corea.

—Cuando yo tenía tu edad —le había dicho Young—, tu abuela me hacía practicar comer el arroz grano por grano. Decía que de este modo, siempre tienes comida en la boca, así que nadie esperará que hables y tampoco parecerás un cerdo. Ningún hombre quiere una mujer que coma o hable demasiado.

Mary, riendo, se había dirigido a Pak:

—Apba, dime, ¿Umma comía así cuando ustedes estaban saliendo?

—Claro que no —respondió él—. Por suerte, a mí me gustan los cerdos.

Los tres habían reído y habían terminado el resto de la cena de la forma más ruidosa y desordenada posible, turnándose para gruñir como cerdos. ¿Tanto tiempo había pasado desde aquel momento?

Pak observó cómo su hija masticaba un grano de arroz después de otro; su esposa la miraba con arrugas de preocupación alrededor de los ojos. Se sirvió kimchi para obligarse a comer, pero el vaho del ajo fermentado en el calor del coche le formó como una máscara sobre el rostro y le resultó nauseabundo. Abrió la ventanilla y sacó la cabeza. En el cielo, a la distancia, los gansos se alejaban en una majestuosa formación en V. Pensó en lo injusto que era llamar a los padres como él “gansos silvestres”. Los gansos machos se apareaban de por vida, las familias de gansos se mantenían juntas. Buscaban comida, anidaban y migraban juntos.

De pronto, tuvo una visión: una viñeta con muchos gansos machos en una sala de tribunal, haciéndole juicio a los periódicos coreanos por difamación y exigiéndoles que se retractaran de todas sus referencias a los padres-ganso. Emitió una risita; Young y Mary lo miraron, confundidas y preocupadas. Pensó en explicarles, pero ¿qué iba a decir? Imaginen esto, unos gansos hacen juicio contra…

—Me vino a la mente algo cómico —explicó. No le preguntaron qué era. Mary siguió comiendo arroz bajo la mirada de su madre. Pak observó por la ventanilla cómo la cuña de gansos se alejaba cada vez más.

*

Cuando ingresaron de nuevo en el tribunal, al terminar el receso de mediodía, Pak reconoció a una mujer de cabello canoso en una de las últimas hileras de asientos. Una de las manifestantes, la que lo había amenazado aquella mañana, diciendo que no descansaría hasta exponerlo como el farsante que era y lograr que su emprendimiento cerrara para siempre. “Si no deja de operar ahora mismo, se arrepentirá, se lo prometo”, le había dicho. Y ahora que su promesa se había cumplido, aquí estaba ella, observando la sala como un director de teatro orgulloso en la noche de estreno. Pak se imaginó enfrentándola y diciéndole que revelaría todas sus mentiras de aquella noche, que le contaría a la policía lo que había visto. Qué bien se sentiría ver cómo la expresión arrogante desaparecía de sus ojos para dar lugar al temor. Pero no. Nadie podía enterarse de que él había estado afuera esa noche. Tenía que guardar silencio a cualquier costo.

Abe se puso de pie y algo cayó al suelo: el folleto que decía ¡43! En grandes letras rojas. Pak se quedó mirando ese papel que había iniciado todo. Si Elizabeth no lo hubiera visto ni se hubiera obsesionado con la idea de sabotaje, de encender fuego debajo del tubo de oxígeno, ahora mismo Pak estaría llevando a Mary a la universidad. Una oleada de intenso calor lo recorrió y le hizo temblar los músculos. Sintió deseos de recoger el folleto, hacer un bollo con él y arrojárselo a Elizabeth y a la manifestante, las dos mujeres que le habían arruinado la vida.

—Doctor Thompson —decía Abe—. Retomemos donde dejamos. Háblenos de la última inmersión, cuando se produjo la explosión.

—Comenzamos tarde —dijo Matt—. La inmersión anterior a la nuestra por lo general termina cerca de las seis y cuarto, pero estaban atrasados. Yo no lo sabía, de manera que llegué puntual, y el estacionamiento principal ya estaba lleno. Todos nosotros, los que hacemos inmersión doble, tuvimos que estacionar en el sitio alternativo que se encuentra calle abajo, igual que esa mañana. No empezamos hasta las siete y diez de la tarde.

—¿Por qué tanto retraso? ¿Las manifestantes seguían allí?

—No. La policía ya se las había llevado. Aparentemente, intentaron impedir las inmersiones soltando globos metalizados cerca de las líneas de electricidad, lo que causó un corte de luz —explicó Matt. Pak estuvo a punto de soltar una carcajada ante lo sucinto y eficiente de su descripción. Seis horas de caos (manifestantes enfrentadas con los pacientes, la policía diciendo que no podían impedir “protestas pacíficas”, el corte de luz y de aire acondicionado durante la inmersión de la tarde, el subsiguiente pánico entre los pacientes; la llegada de la policía, por fin; los gritos de: “¿Cuáles cables de luz?” y “¿Qué tienen que ver los globos con el corte de energía eléctrica?” de las manifestantes) reducidas a un resumen de diez segundos.

—¿Cómo pudieron seguir con las inmersiones si no había energía eléctrica? —quiso saber Abe.

—Hay un generador, es uno de los requisitos de seguridad. La presurización, el oxígeno, las comunicaciones… todo eso siguió funcionando. Lo secundario, como el aire acondicionado, las luces y el reproductor de DVD, se cortaron.

—¿Reproductor de DVD? El aire acondicionado lo comprendo, pero ¿por qué un DVD?

—Para los niños, para ayudarlos a estarse quietos. Pak instaló una pantalla por fuera de uno de los ojos de buey y puso un sistema de parlantes. A los niños les encantaba, se lo aseguro, y los adultos también lo valorábamos.

Abe rio por lo bajo.

—Sí, en mi casa, al menos, los niños se quedan mucho más tranquilos delante de un televisor.

—Así es —sonrió Matt—. En fin, Pak logró instalar un reproductor portátil de DVD afuera del ojo de buey posterior. Dijo que todo eso había causado retrasos. Ni qué hablar de varios pacientes del turno anterior que cancelaron la inmersión, lo que llevó más tiempo.

—¿Y la luz? ¿Usted mencionó que se cortó?

—Sí, en el granero. Comenzamos después de las siete, así que ya estaba oscureciendo, pero como era verano había suficiente luz.

—Bien, entonces no hay energía eléctrica y la inmersión se atrasa. ¿Hubo alguna otra cosa extraña esa tarde?

Matt asintió.

—Sí. Elizabeth.

Abe elevó las cejas.

—¿Qué sucedió con Elizabeth?

—No olvide que más temprano ese mismo día la vi marcharse ofuscada después de la discusión con Kitt, por lo que esperaba que siguiera enfadada. Pero cuando llegó, estaba de excelente humor. Inusualmente simpática, hasta con Kitt.

—¿Tal vez había hablado con Kitt y habían hecho las paces?

—No —negó Matt con la cabeza—. Antes de que Elizabeth llegara, Kitt dijo que había intentado hablar con ella pero que seguía muy enfadada. De todos modos, lo más extraño fue que Elizabeth dijo que se sentía mal. Recuerdo que pensé: qué extraño que esté tan animada si está a punto de caer con algo —agregó y tragó saliva—. En fin, dijo que quería quedarse afuera, o descansar en el coche durante la inmersión. Y después… —Los ojos de Matt se posaron sobre Elizabeth; se lo veía dolido, decepcionado, traicionado; era la mirada que le dirige un niño a su madre cuando descubre que Santa Claus no existe.

—¿Y después? —Abe puso una mano sobre el brazo de Matt, como para consolarlo.

—Le pidió a Kitt que se sentara junto a Henry y lo vigilara durante la inmersión, y a mí me pidió que me sentara del otro lado de Henry y ayudara, también.

—¿Entonces la acusada solicitó que Henry quedara sentado entre usted y Kitt?

—Así es.

—¿La acusada hizo alguna sugerencia más en relación a la ubicación de cada uno? —preguntó Abe, remarcando la palabra sugerencia de modo tal que sonó ominosa.

—Sí —respondió Matt y volvió a mirar a Elizabeth con la misma expresión dolida-decepcionada-traicionada—. Teresa se dispuso a ingresar primero, como siempre. Pero ella la detuvo. Le dijo que, como la pantalla de DVD estaba en la parte posterior y Rosa no miraba los programas, les permitiera a TJ y a Henry sentarse allí atrás.

—¿Suena razonable, no? —quiso saber Abe.

—No, en absoluto —replicó Matt—. Elizabeth era muy particular con los DVD que miraba Henry. —Su rostro se endureció, y Pak intuyó que estaba recordando la discusión sobre la selección de discos. Elizabeth había querido algo educativo, un documental de historia o de ciencia. Kitt quería Barney, el programa favorito de TJ. Elizabeth cedió, pero unos días después comentó:

—TJ ya tiene ocho años. ¿No crees que ya deberías hacerle ver algo más adecuado para su edad?

—Lo más importante es que TJ esté tranquilo, lo sabes bien —respondió Kitt—. Henry está bien, no se va a morir por ver una hora de Barney.

—TJ tampoco se va a morir por no ver una hora de Barney.

Kitt miró a Elizabeth por un largo instante y por fin esbozó una media sonrisa:

—De acuerdo. Lo haremos a tu manera —dijo, y dejó el DVD de Barney dentro de la casilla donde dejaba sus pertenencias.

Aquella inmersión había sido un desastre. TJ comenzó a gritar en cuanto pusieron el DVD.

—Mira, TJ, es de dinosaurios, como Barney —trató de persuadirlo Elizabeth por encima de los gritos. Pero el infierno se desató cuando TJ se arrancó el casco y comenzó a golpear la cabeza contra la pared. Henry lloraba diciendo que le dolían los oídos y Matt gritó por el intercomunicador a Pak que colocara el DVD de Barney inmediatamente.

Luego de resumir ese incidente, Matt prosiguió:

—Después de aquella vez, Pak siempre ponía Barney y Elizabeth sentaba a Henry lejos de la pantalla. Decía que ese programa era basura y que no quería que Henry lo viera. Por lo que resultó sumamente extraño que de pronto cambiara su modo de pensar y pidiera que Henry se sentara frente a la pantalla. Kitt hasta le preguntó si estaba segura, y ella respondió que le iba a dar un gusto especial a Henry.

—Entonces, doctor Thompson —lo alentó Abe—, ¿el modo de ubicarse sugerido por la acusada, afectó al grupo de alguna otra manera?

—Sí. Cambió el tanque de oxígeno al que cada uno estaba conectado.

—Disculpe, no comprendo bien —objetó Abe.

Matt miró a los miembros del jurado.

—Recordarán que expliqué que el casco se conecta a una válvula de oxígeno dentro de la cámara. Hay dos válvulas, una adelante y una atrás, y cada una de ellas se conecta a su vez con un tanque de oxígeno independiente, afuera. Dos personas se conectan a una válvula, y comparten un tanque de oxígeno —dijo y los miembros del jurado asintieron—. Debido a los cambios que realizó Elizabeth en el modo de sentarse, Henry conectó el tubo plástico de su casco a la válvula trasera, y no a la de adelante, como hacía siempre.

—¿Está diciendo que la acusada se aseguró de que Henry quedara conectado al tanque de oxígeno posterior?

—Sí. Y me indicó que me asegurara de conectarme al delantero y que Henry estuviera conectado al trasero. Yo le manifesté que lo haría, pero que no entendía qué importancia tenía.

—¿Y entonces?

—Me dijo que yo estaba más adelante y Henry más atrás, y que si no conectábamos nuestros tubos plásticos a las válvulas correspondientes, él podía manifestar su trastorno obsesivo-compulsivo.

—¿Henry ya había “manifestado” el TOC en alguna de las más de treinta inmersiones que habían realizado hasta el momento? —preguntó Abe, haciendo comillas en el aire con los dedos.

—No.

—¿Y luego?

—Dije que sí, que me aseguraría de que no nos entrecruzáramos los tubos plásticos, pero ella no se mostró satisfecha. Entró en la cámara y conectó ella misma el tubo del casco de Henry a la válvula posterior.

Abe se acercó hasta quedar directamente delante de Matt.

—Doctor Thompson —comenzó a decir y, como si le hubiera dado el pie, el aparato de aire acondicionado más cercano comenzó a chisporrotear—, ¿cuál fue el tanque de oxígeno que explotó?

Matt miró a Elizabeth y habló sin parpadear. Con lentitud y deliberación. Acentuando cada sílaba y cargándolas de veneno para que se clavaran en ella y la hicieran sangrar.

—Explotó el tanque de atrás. El que estaba conectado a la válvula posterior. El que esa mujer… —hizo una pausa, y Pak creyó que iba a levantar el brazo y señalarla con el dedo, pero en lugar de hacerlo, Matt parpadeó y desvió la mirada— se aseguró de que estuviera conectado a la cabeza de su hijo.

—¿Y qué hizo la acusada después de lograr que todos se sentaran como ella quería?

—Le dijo a Henry: “Te quiero mucho, mi amor”.

—Te quiero mucho, mi amor —repitió Abe, volviéndose hacia la fotografía de Henry. Pak vio que los miembros del jurado miraban a Elizabeth con expresión ceñuda; algunos sacudían la cabeza—. ¿Y después?

—Se marchó —respondió Matt en voz baja—. Sonrió y saludó con la mano, como si estuviéramos por comenzar una vuelta en una montaña rusa, y se alejó caminando.

El juicio de Miracle Creek (versión latinoamericana)

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