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EL INCIDENTE

Miracle Creek, Estado de Virginia

Martes 26 de agosto de 2008

MI ESPOSO ME PIDIÓ QUE mintiera. No era una gran mentira. Tal vez él ni siquiera la consideró una mentira; y yo tampoco, al principio. Era algo tan pequeño lo que él quería. La policía acababa de liberar a las manifestantes y él me pidió que, mientras salía a cerciorarse de que no volvieran, me sentara en su silla y lo cubriera, como hacen habitualmente los compañeros de trabajo, como solíamos hacer nosotros también en la tienda de comestibles, mientras yo comía o él fumaba. Pero cuando tomé su lugar, golpeé sin darme cuenta el escritorio, y el certificado que colgaba de la pared se torció un poco, como para recordarme que este no era un negocio habitual, que existía una razón por la que nunca antes me había dejado a cargo.

Pak extendió el brazo por encima de mí para enderezar el marco, con los ojos sobre las palabras en inglés: Pak Yoo, Miracle Submarine SRL, Técnico Hiperbárico Certificado. Y dijo, sin apartar la mirada, como si le hablara al certificado y no a mí:

—Está todo en marcha. Los pacientes están dentro y el oxígeno está abierto. Solo tienes que quedarte sentada aquí. —Me miró—: Nada más.

Observé los controles, perillas e interruptores misteriosos de la cámara que el mes pasado habíamos pintado de color celeste claro e instalado en el granero.

—¿Y si los pacientes hacen sonar el timbre? —pregunté—. Les diré que vuelves enseguida, pero si…

—No, no pueden enterarse de que me fui. Si alguien pregunta, estoy aquí, y estuve aquí todo el tiempo.

—Pero si hay algún problema…

—¿Qué problema podría haber? —exclamó Pak, con tono imperioso—. Regresaré enseguida y no van a accionar el intercomunicador. No sucederá nada. —Se alejó, como poniéndole fin al asunto. Pero en la puerta se volvió para mirarme—. No sucederá nada —repitió, con voz suave. Sonó como una súplica.

En cuanto se cerró la puerta del granero, sentí deseos de gritar que estaba loco si creía que no iba a haber ningún problema ese día, justamente ese día, en el que ya había sucedido de todo: las manifestantes y su plan de sabotaje, el apagón resultante, la policía. ¿Acaso pensaba que como ya habían ocurrido tantos problemas no podía haber más? La vida no funciona así. Las tragedias no inoculan contra más tragedias y la mala suerte no se reparte en proporciones justas; los problemas nos caen encima en tandas y lotes, inmanejables y caóticos. ¿Cómo podía Pak no saberlo, después de todo lo que habíamos pasado?

Desde las 20:02 hasta las 20:14 me quedé sentada en silencio, sin hacer nada, como él me había pedido. Tenía la cara húmeda de sudor; y al pensar en los seis pacientes encerrados herméticamente adentro sin aire acondicionado (el generador manejaba solamente los sistemas de presurización, oxígeno e intercomunicación) agradecí que tuviéramos el reproductor portátil de DVD para mantener tranquilos a los niños. Me dije una y otra vez que tenía que confiar en mi esposo y esperé, mirando el reloj, la puerta, el reloj de nuevo, rogando que volviera (¡tenía que volver!) antes de que el DVD del dinosaurio Barney terminara y los pacientes tocaran el timbre del intercomunicador para pedir otro. Justo cuando comenzaba la canción final del programa sonó mi teléfono. Era Pak.

—Están aquí —susurró—. Tengo que quedarme a vigilar que no vuelvan a intentar nada. Cuando termine la sesión, tienes que cerrar el oxígeno. ¿Ves la perilla?

—Sí, pero…

—Gírala en dirección contraria a las agujas del reloj, hasta el final. Ponte la alarma para no olvidarte. A las 20:20 en punto del reloj grande. —Cortó.

Toqué la perilla que decía oxígeno, de un color bronce desteñido similar al del grifo chirriante de nuestro antiguo apartamento en Seúl. Me sorprendió lo fría que estaba. Sincronicé mi reloj con el grande, puse la alarma a las 20:20 y justo cuando estaba por oprimir el botón para activarla, el reproductor se quedó sin baterías y dejé caer las manos, sobresaltada.

Pienso mucho en ese momento. Las muertes, la parálisis, el juicio… ¿Podría haberse evitado todo eso si hubiera oprimido el botón para fijar la alarma? Sé que es extraño cómo mi mente vuelve una y otra vez a ese instante en particular, cuando aquella noche fui culpable de errores mucho más serios. Tal vez sea precisamente su pequeñez, su aparente insignificancia, lo que le da tanto poder y alimenta las dudas y las preguntas. ¿Y si no me hubiera distraído con el reproductor de DVD? ¿Y si hubiera movido el dedo un microsegundo antes, fijando la alarma ANTES de que se apagara el reproductor, justo en la mitad de la canción? Te quiero yo, y tú a mí, somos una familia…

El vacío de ese momento, la categórica ausencia de sonido, densa y opresiva, me comprimió desde todos los ángulos, aplastándome. Cuando finalmente llegó un sonido —el golpeteo de nudillos contra el ojo de buey desde el interior de la cámara— casi sentí alivio. Pero el golpeteo se intensificó hasta convertirse en golpes de puño en secuencias de cuatro, como gritando: ¡Quie-ro sa-lir! en código, luego en golpes potentes. Comprendí que tenía que ser TJ golpeándose la cabeza. TJ, el niño autista que adora a Barney el dinosaurio violeta, el niño que corrió hacia mí la primera vez que nos vimos y me abrazó con fuerza. Su madre se sorprendió, dijo que nunca abrazaba a nadie (detesta tocar a la gente); tal vez fue por mi camiseta, del mismo color violeta que Barney. Desde aquel día la usé siempre: la lavo a mano por las noches, me la pongo para las sesiones de TJ y él me abraza todos los días. Todos piensan que lo hago para ser amable, pero en realidad lo hago por mí, porque adoro la manera en que me rodea con los brazos y me aprieta, como solía hacer mi hija, antes de comenzar a dejar los brazos inmóviles y apartarse de mí cuando la abrazo. Me encanta besarle la cabeza a TJ y que su cepillo de pelo rojizo me haga cosquillas en los labios. Y ahora, el niño cuyos abrazos saboreo a diario se estaba golpeando la cabeza contra una pared de acero.

No estaba loco. Su madre me había explicado que TJ sufría de dolor crónico causado por inflamación intestinal, pero no podía hablar, de modo que cuando el dolor se tornaba demasiado intenso, hacía lo único que podía hacer para obtener alivio: se golpeaba la cabeza y utilizaba ese dolor nuevo e intenso para desalojar al otro. Era como sentir una picazón insoportable y rascarse hasta sangrar; qué bien se siente ese dolor, excepto que es mil veces peor que el anterior. Me contó que una vez TJ rompió el cristal de una ventana con la cara. La idea de que este niño de ocho años tuviera tanto dolor que necesitaba estrellar la cabeza contra una pared de acero me atormentaba.

Y el ruido de ese dolor… Los golpes, una y otra vez. La persistencia, el aumento de intensidad. Cada golpe desataba vibraciones que reverberaban y se convertían en algo corpóreo, con forma y masa, que viajaba a través de mí. Lo sentía resonar contra mi piel, sacudirme las entrañas y exigir que mi corazón latiera a su ritmo, más rápido, más fuerte.

Tenía que detenerlo. Esa es mi excusa por haber salido corriendo del granero y haber dejado a seis personas atrapadas en una cámara sellada. Quería despresurizarla y abrirla para sacar de allí a TJ, pero no sabía cómo hacerlo. Además, cuando sonó el intercomunicador, la madre de TJ me suplicó (o mejor dicho, a Pak) que no detuviera la sesión, que ella lo calmaría, pero que por favor, por el amor de Dios, le cambiara las baterías al reproductor y continuara con el DVD de Barney… ¡ya mismo! En algún lugar de nuestra casa, al lado del granero, a veinte segundos de carrera, había baterías de repuesto y todavía me quedaban cinco minutos antes de apagar el oxígeno. Así que me fui. Me cubrí la boca para distorsionar la voz y dije con la voz grave y el acento marcado de Pak: “Las cambiaremos. Aguarde unos instantes”. Y salí corriendo.

La puerta de casa estaba entreabierta y tuve la esperanza de que Mary estuviera allí, limpiando como le había pedido y de que algo, por fin, saliera bien en ese día. Pero entré y ella no estaba. No había nadie, no tenía idea de dónde estaban las baterías y nadie me iba a ayudar. Era lo que había supuesto desde el principio, pero esos segundos de esperanza me habían impulsado la ilusión hasta el cielo para después dejarla estrellarse. Mantén la calma, me dije y comencé la búsqueda en el armario de acero que utilizábamos para guardar cosas. Abrigos. Manuales. Cables. No había baterías. Cerré la puerta con fuerza y el armario se sacudió; el temblor metálico me pareció un eco de los golpes de TJ. Imaginé su cabeza martillando el acero, abriéndose como una sandía madura.

Sacudí la cabeza para expulsar ese pensamiento.

—¡Mei-ya! —grité el nombre coreano de Mary, que ella detestaba. Silencio. Sabía que no obtendría respuesta, pero me fastidié igual—. ¡Mei-ya! —volví a gritar más fuerte, estirando las sílabas para que me rasparan la garganta. Necesitaba sentir dolor para poder acallar los ecos tétricos de los golpes de TJ que retumbaban en mis oídos.

Busqué por toda la casa, caja por caja. Cada segundo que pasaba sin que encontrara las baterías, me enojaba más. Pensé en nuestra pelea de esa mañana, cuando le había dicho que tenía que ayudar más en la casa —¡tenía diecisiete años!— y ella se había marchado sin pronunciar palabra. Pensé en cómo Pak se había puesto de su lado, como siempre. (“No renunciamos a todo y vinimos a los Estados Unidos solo para que cocine y limpie”, dice siempre. “No, ese es mi trabajo”, quiero responder. Pero nunca lo hago). Pensé en cómo Mary revolea los ojos con gesto irritado, cómo se tapa las orejas con los auriculares y finge no escucharme. Todo me servía para mantener la indignación activada, ocupar la mente y alejar los golpes de cabeza de TJ. La rabia contra mi hija me resultaba conocida y cómoda, como una vieja manta. Calmaba el pánico y lo convertía en un temor sin filo.

Cuando llegué a la caja que estaba en el rincón donde dormía Mary, abrí la tapa y arrojé todo al suelo. Basura adolescente: boletos rotos de películas que yo nunca había visto, fotografías de amigas a las que yo no conocía, notas manuscritas. La que estaba encima de todo decía: Te estuve esperando. ¿Mañana, quizá?

Sentí deseos de gritar. ¿Dónde estaban las baterías? (Y en algún sitio de mi mente: ¿Quién había escrito esa nota? ¿Un chico? ¿Esperándola para qué?) En ese instante sonó el teléfono —era Pak, de nuevo— y vi 20:22 en la pantalla y recordé: la alarma que no había activado. El oxígeno.

Al responder, quise explicar que no había apagado el oxígeno pero que lo haría en unos minutos, que no era un problema porque él a veces lo dejaba correr más de una hora, ¿no? Pero mis palabras salieron de un modo diferente, como una catarata de vómito incontrolable:

—Mary no está —me quejé—. Hacemos todo esto por ella y nunca está. La necesito para que me ayude a encontrar baterías nuevas para el DVD antes de que TJ se haga estallar la cabeza a golpes.

—Siempre te imaginas lo peor de ella. Está aquí, ayudándome —respondió Pak—. Y las baterías están debajo del fregadero de la cocina, pero no dejes solos a los pacientes. Enviaré a Mary a buscarlas. Mary, ve ahora mismo, lleva cuatro baterías al granero. Yo iré en un minu…

Corté. A veces es mejor no decir nada.

Corrí al fregadero de la cocina. Las baterías estaban allí como él había dicho, en una bolsa que yo había confundido con residuos, debajo de guantes de trabajo sucios de tierra y hollín. Ayer mismo estaban limpios. ¿Qué había estado haciendo Pak?

Sacudí la cabeza. Tenía que regresar rápido con TJ.

Cuando corrí afuera, un olor desconocido en el aire —como madera húmeda quemada— me invadió la nariz. Oscurecía y no se veía bien, pero a la distancia reconocí a Pak, corriendo hacia el galpón.

Mary iba delante de él, a toda velocidad.

—¡Mary, ya está, encontré las baterías! —grité, pero ella siguió corriendo, no en dirección a la casa, sino hacia el granero—. ¡Mary, detente! —volví a gritar, pero ella siguió corriendo y pasó delante de la puerta del granero en dirección a la parte trasera. No sé por qué, pero me asustó verla ahí, y grité de nuevo, esta vez su nombre en coreano, más suave—: ¡Mei-ya! —Corrí hacia ella. Mary se volvió. Algo en su rostro me detuvo; parecía brillar, de algún modo. Una luz anaranjada le iluminaba la piel y resplandecía, como si estuviera delante del sol poniente. Sentí deseos de acariciarle el rostro y decirle: “Eres hermosa”.

Oí un ruido desde la dirección en que iba ella. Como un crujido, pero más apagado, como si una bandada de gansos levantara vuelo de pronto, cientos de aleteos al mismo tiempo para elevarse al cielo. Me pareció verlos, una cortina gris recortando el viento y elevándose cada vez más hacia el cielo violáceo, pero parpadeé, y el cielo estaba vacío. Corrí hacia el sonido y entonces lo vi. Vi lo que había visto Mary, lo que la había hecho correr hacia allí a toda velocidad.

Llamas.

Fuego.

La pared trasera del granero… en llamas.

No sé por qué no corrí ni grité. Mary tampoco lo hizo. Yo quise correr, pero solo pude caminar despacio, con cuidado, de a un paso por vez en esa dirección, con los ojos fijos en las llamas anaranjadas y rojas que revoloteaban, saltaban y cambiaban de lugar como compañeros de baile en plena danza.

Cuando sonó la explosión, se me doblaron las rodillas y caí. Pero en ningún momento le quité los ojos de encima a mi hija. Todas las noches, cuando apago la luz y cierro los ojos para dormir, la veo, veo a mi Mei en ese momento. Su cuerpo se eleva y se arquea por el aire como el de una muñeca de trapo. Con gracia. Con delicadeza. Justo antes de que aterrice en el suelo con un golpe suave, veo cómo le rebota la cola de caballo. Como lo hacía cuando era niñita y saltaba a la cuerda.

El juicio de Miracle Creek (versión latinoamericana)

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