Читать книгу El juicio de Miracle Creek (versión latinoamericana) - Angie Kim - Страница 16

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YOUNG

LA CASA NO ERA EXACTAMENTE una casa. Más bien, una choza. Si uno la miraba con determinados ojos, podía parecer pintoresca. Como una cabañita de troncos o una casita en un árbol, de esas que un adolescente puede llegar a armar con un padre no muy habilidoso y que hace comentar a la madre: “¡Muy buen trabajo! ¡Y pensar que nunca tomaste una clase de carpintería!”.

La primera vez que la vio, Young le dijo a Mary:

—No importa qué aspecto tiene. Nos mantendrá seguros, eso es lo importante.

Era difícil sentirse seguros, a decir verdad, en una choza que crujía y estaba vencida hacia un lado, como si toda la estructura se estuviese hundiendo lentamente. (El terreno era blando y fangoso, lo que lo tornaba posible). La puerta y la única “ventana” (plástico transparente pegado con cinta a un agujero en la pared) estaban torcidas y los tablones del suelo no coincidían. Claramente, quien había construido esta choza no sabía nada de niveles ni de ángulos rectos.

Pero ahora, al abrir la puerta torcida y pasar al suelo irregular, Young se sintió completamente segura. A salvo para poder entregarse a lo que había estado deseando hacer desde que el juez golpeó el martillo para dar fin al primer día del juicio: reír a carcajadas, con la boca abierta, y gritar que adoraba los juicios estadounidenses, que adoraba a Abe, al juez y más que todo, a los miembros del jurado. Le encantaba cómo habían hecho caso omiso de las instrucciones del juez en cuanto a que no hablaran del caso con nadie, ni siquiera entre ellos, y en cuanto él se había puesto de pie (lo que más le gustó a Young fue eso, que ni siquiera esperaron a que se retirara) se habían puesto a hablar de Elizabeth, de lo desagradable y rara que era, del descaro que había mostrado al aparecerse allí delante de las personas a las que les había arruinado la vida. Le encantaba cómo la habían mirado con desdén, todos al mismo tiempo, como si fueran una pandilla, con la misma expresión de desagrado en los rostros. Qué bella había sido esa uniformidad; parecía coreografiada.

Young era plenamente consciente de que no estaba bien pensar así, menos después del atroz testimonio de Matt sobre las muertes de Henry y Kitt, las quemaduras que había sufrido, la amputación de sus dedos, lo difícil que había sido aprender a hacer todo con la mano izquierda. Pero ella había vivido el último año sumida en una tristeza constante, recordando todo el tiempo los gritos de Pak en la unidad de quemados del hospital e imaginando un futuro sin extremidades que funcionaran, por lo que escuchar hablar de eso ya no la afectaba. Como esas ranas que se acostumbran al agua caliente y se quedan dentro de la olla hirviente, se había acostumbrado a la tragedia hasta volverse insensible a ella.

Pero el júbilo y el alivio… esos sí que eran reliquias; los había enterrado y olvidado, pero ahora que habían visto la luz, ya no había manera de contenerlos. Cuando Matt narró los minutos previos a la explosión y no hubo preguntas ni indicio alguno de que Pak pudiera no haber estado presente en el granero, ella sintió como si hubiera tenido lodo en las venas, cortándole la irrigación de los órganos y de pronto, se hubiera roto el dique y todo hubiera fluido en un torrente. El relato que Pak había inventado para protegerlos se había vuelto verdadero —a fuerza de tiempo y repetición— y la única persona que podía cuestionarlo lo había reafirmado.

Young se volvió para ayudar a Pak a entrar.

—Hoy fue un buen día —dijo él cuando ella se acercó, y le sonrió. Parecía un chico, con esa sonrisa ladeada, con una comisura más alta que la otra y un hoyuelo en una sola mejilla—. Esperé hasta que estuviéramos solos para contarte las buenas noticias —prosiguió, ensanchando la sonrisa, que se ladeó aún más. Young experimentó una deliciosa sensación de unión conspiratoria con su esposo—. El investigador del seguro estaba en la sala. Estuvimos hablando cuando fuiste al baño. Presentará el informe en cuanto se anuncie el veredicto. Dijo que en unas pocas semanas nos darán el dinero.

Young echó la cabeza hacia atrás, unió las manos y elevó los ojos cerrados al cielo, como hacía siempre su madre para alabar a Dios por las buenas noticias. Pak rio, y ella también.

—¿Mary lo sabe? —preguntó Young.

—No. ¿Quieres decírselo? —respondió Pak. La sorprendió que él le preguntara sus preferencias en lugar de indicar que se hiciera de un modo específico.

Ella asintió y sonrió; se sentía algo desconcertada, pero feliz como una novia en vísperas de la boda.

—Tú, descansa. Yo iré a contárselo —le dijo, y al pasar junto a él le puso una mano sobre el hombro. En lugar de apartarse, Pak se la cubrió con su mano y sonrió. Las manos unidas: un equipo, una unidad.

Young saboreó la euforia que cosquilleaba en su interior como burbujas de helio, y ni siquiera la tristeza de Mary —evidente en la forma en que estaba de pie delante del granero, con los hombros caídos, mirando las ruinas y llorando en silencio— pudo apagarla. Por el contrario, sus lágrimas la animaron más aún. Desde la explosión, Mary había mutado: de ser una chica conversadora y de temperamento fogoso había pasado a ser un facsímil distante y callado de su hija. Los médicos le habían diagnosticado trastorno por estrés postraumático (TEPT, lo llamaban: los estadounidenses tenían pasión por reducir frases a siglas; ahorrarse segundos era de suma importancia para ellos) y dijeron que su negativa de hablar de lo ocurrido aquel día era el “TEPT clásico”. Mary no había querido asistir al juicio, pero los médicos dijeron que los relatos de otras personas podrían activarle los recuerdos. Y Young tenía que admitir que estaban en lo cierto: hoy se había soltado algo en ella, decididamente. Mary se había concentrado fuertemente en el testimonio de Matt, decidida a enterarse de todos los detalles de aquel día: las manifestantes, los retrasos, el apagón eléctrico y todo lo que se había perdido por estar en las clases de preparación de exámenes preuniversitarios todo el día. Y ahora, lloraba. Manifestaba una emoción real; la primera reacción verdadera desde la explosión.

Al acercarse más a su hija, Young notó que movía los labios y murmuraba casi inaudiblemente: “Tanto silencio… tanto silencio…”, pero de manera etérea, hipnótica, como un mantra de meditación. Cuando Mary despertó del coma después de la explosión, había repetido mucho esas palabras, tanto en inglés como en coreano, refiriéndose a la quietud anterior a la explosión. El médico explicó que las víctimas de trauma muchas veces se concentran intensamente en un elemento sensorial del suceso, reviviéndolo una y otra vez en sus mentes.

—Las víctimas de explosiones muchas veces quedan traumatizadas por el ruido de la explosión —amplió—. Es natural que ella esté obsesionada por el contraste auditivo de ese momento: el silencio anterior a la explosión.

Young se acercó a Mary hasta quedar junto a ella. Mary no se movió; mantuvo la mirada sobre el submarino chamuscado, sin dejar de llorar.

—Sé que hoy fue difícil, pero me alegra que finalmente puedas llorar —le dijo en coreano y apoyó una mano sobre el hombro de Mary.

La joven se apartó con violencia.

—¡No sabes nada! —exclamó en inglés y corrió hacia la casa.

El rechazo hirió a Young, pero el dolor fue momentáneo y se apaciguó cuando comprendió que lo que acababa de suceder —sollozos, gritos, alejarse corriendo, todo eso— era típico de la Mary anterior a la explosión. Qué curioso, siempre había detestado la tendencia al melodrama adolescente de su hija, pero cuando desapareció la había echado de menos y ahora la aliviaba que hubiera regresado.

Siguió a Mary y abrió la cortina de baño negra que delimitaba el rincón donde ella dormía. Era demasiado delgada como para darle a Mary (o a Pak y ella, del otro lado) algún tipo de privacidad, y servía principalmente como símbolo, como una declaración visual de la necesidad de una adolescente de que la dejaran en paz.

Mary estaba acostada sobre la colchoneta donde dormía, con la cara hundida en la almohada. Young se sentó y le acarició el pelo largo y negro.

—Tengo buenas noticias —dijo con suavidad—. El seguro nos va a pagar cuando termine el juicio. Pronto podremos mudarnos. Siempre quisiste conocer California. Puedes postularte para ir a la universidad allí y olvidaremos todo esto.

Mary levantó apenas la cabeza, como un bebé al que le cuesta todavía erguirla, y se volvió hacia Young. Tenía marcas de la almohada en la cara y los ojos hinchados.

—¿Cómo puedes estar pensando en eso? ¿Cómo puedes hablar de la universidad y de California con Kitt y Henry muertos? —le espetó con tono acusatorio, aunque sus ojos estaban muy abiertos, como si admirara la habilidad de su madre para concentrarse en cosas no trágicas y quisiera aprender a hacer lo mismo.

—Lo que sucedió es terrible, lo sé. Pero tenemos que seguir adelante. Pensar en nuestra familia, en tu futuro —respondió Young y le acarició la frente con suavidad, como si estuviera planchando seda.

Mary bajó la cabeza.

—No sabía cómo había muerto Henry. No sabía que su cara… —Cerró los ojos y las lágrimas cayeron sobre la funda de la almohada.

Young se recostó junto a su hija.

—Shhh… ya está, ya pasó.

Le quitó el pelo de los ojos y se lo peinó con los dedos, como había hecho todas las noches en Corea. Cuánto había echado de menos esto. Young detestaba muchas cosas de sus vidas estadounidenses: haber sido una familia-ganso separada durante cuatro años; descubrir (después de instalarse en Baltimore) que la familia que los alojaba pretendía que trabajara desde las seis de la mañana hasta la medianoche, siete días por semana; convertirse en prisionera, encerrada y aislada. Pero lo que más lamentaba era haber perdido la relación de cercanía con su hija. Durante cuatro años, no la había visto nunca. Mary estaba dormida cuando Young regresaba a casa y seguía durmiendo cuando ella volvía a irse. Al principio, Mary había ido a la tienda los fines de semana, pero pasaba todo el tiempo llorando porque aborrecía la escuela, por lo crueles que eran los estudiantes, porque no entendía nada de lo que decían, porque echaba de menos a su padre, a sus amigos, etcétera, etcétera. Después vino la ira: gritarle a Young que la había abandonado, que la había dejado huérfana en un país desconocido. Más tarde, finalmente, lo peor de todo: el silencio y la distancia: ni gritos, ni súplicas, ni miradas furiosas.

Lo que Young nunca comprendió fue por qué su hija descargaba su enojo solamente sobre ella. Que Pak se quedara en Corea, el arreglo con la familia alojadora… todo había sido idea de él. Mary lo sabía, lo había visto dando órdenes y silenciando las objeciones de Young, pero de algún modo, la culpaba a ella. Era como si Mary asociara todo el dolor de la transición y la inmigración —separación, soledad, hostigamiento— con Young (porque Young estaba en Estados Unidos), mientras que a Pak, debido a su ubicación, lo relacionaba con sus cálidos recuerdos de Corea: la familia unida, la pertenencia. La familia alojadora le había dicho a Young que esperara, que Mary seguiría el típico recorrido de los chicos inmigrantes que se integran demasiado pronto y vuelven locos a sus padres prefiriendo hablar inglés que coreano y comer hamburguesas en lugar de kimchi. Sin embargo, Mary nunca se ablandó ni con Young ni con Estados Unidos, ni siquiera cuando comenzó a hacerse amigos. A Young le hablaba solo en inglés las pocas veces en que se dignaba a dirigirle la palabra, hasta que con el tiempo esas primeras asociaciones se convirtieron en una verdad matemática, una eterna constante.

(Pak = Corea = felicidad) > (Young = Estados Unidos = sufrimiento)

¿Habría terminado eso? Porque aquí estaba su hija ahora, permitiendo que le pasara los dedos por el cabello mientras lloraba, sintiéndose reconfortada por ese gesto de intimidad. Transcurridos unos cinco minutos, tal vez diez, la respiración de Mary se tornó pareja y rítmica y Young contempló su rostro dormido. Cuando estaba despierta, su cara tenía ángulos filosos: nariz fina, pómulos altos, líneas en el entrecejo que parecían vías de ferrocarril. Pero al dormir, todo se le suavizaba como cera caliente, y los ángulos cedían lugar a curvas suaves. Hasta la cicatriz en la mejilla se veía delicada, como si pudiera ser borrada con un movimiento de la mano.

Young cerró los ojos y al sincronizar la respiración con la de su hija, sintió un leve mareo, una sensación de extrañeza. ¿Cuántas veces se había acostado junto a ella y la había abrazado? ¿Cientos, miles? Pero hacía tantos años. En la última década, la única vez que Mary había dejado que Young la tocara por largos períodos había sido en el hospital. La gente habla tanto sobre la pérdida de intimidad entre parejas casadas con el transcurso de los años, hay tantos estudios sobre cuántas veces una pareja tiene relaciones sexuales durante el primer año de casados y los años subsiguientes, pero nadie mide las horas que pasas con tu bebé en brazos en los primeros años de vida comparadas con los años posteriores, nadie piensa en cómo se pierde la cercanía con los hijos, el modo en que uno los abraza al amamantarlos o consolarlos cuando van pasando de la primera a la segunda infancia y luego a la adolescencia. Se vive en la misma casa, pero la cercanía desaparece, reemplazada por una distancia salpicada de fastidio. Como si se tratara de una adicción a alguna sustancia, puede pasarse años sin ella, pero nunca se la olvida, nunca se deja de echarla de menos y cuando se consume una dosis, como Young había hecho ahora, se desea más intensamente hundirse en ella.

Abrió los ojos. Acercó el rostro y juntó su nariz con la de Mary, como solía hacer en el pasado. Sintió el aliento cálido de su hija sobre los labios, como besos suaves.

*

Para la cena, Young preparó el plato que Pak fingía que era su preferido: sopa de tofu y cebolla en una gruesa pasta de soja. Su verdadero plato preferido era galbi, costillitas marinadas... su favorito desde que se habían conocido en la universidad. Pero las costillas, aun las de peor calidad, costaban más de ocho dólares por kilo. La caja de tofu costaba dos dólares, que les resultaba accesible si se arreglaban comiendo arroz, kimchi y el ramen de un dólar por docena el resto de la semana. La noche que regresaron del hospital, Young había preparado esa sopa y Pak había inspirado profundamente, llenándose los pulmones con el aroma intenso de la pasta de soja y las cebollas dulces. Cerró los ojos después del primer bocado, dijo que cuatro meses de comida de hospital insulsa lo habían dejado hambriento de sabores fuertes, y manifestó que la sopa de Young era su nuevo plato preferido. Ella se dio cuenta de que estaba protegiendo su honor —Pak se avergonzaba de su situación financiera y se negaba a hablar de ella— pero de todos modos, su evidente júbilo ante cada bocado la había complacido y la había vuelto a preparar con la mayor frecuencia posible.

De pie ante la olla llena, mientras revolvía la pasta y observaba cómo el agua se tornaba oscura, Young rio por lo contenta que se sentía, por el hecho de que nunca se había sentido tan feliz desde que había llegado a Estados Unidos. Para ser objetiva, estaba en el peor momento de su vida en Estados Unidos… no, en realidad, de toda su vida. Tenía un esposo paralizado, una hija cuasi catatónica, con el rostro marcado de cicatrices y la psiquis destrozada; la situación económica de la familia era desastrosa. Debería de estar al borde de la desesperación, oprimida por la crudeza de su situación y por la lástima que sentían los demás, que era algo que no soportaba.

Sin embargo, aquí estaba. Disfrutando de la sensación en la mano de la cuchara de madera, del movimiento de revolver la cebolla trozada dentro del líquido, de inspirar el aroma penetrante que le entibiaba el rostro. Pensó en las palabras de Pak sobre el dinero del seguro y en el modo en que le había cubierto la mano con la suya y le había sonreído. Pak y ella habían reído juntos hoy… ¿hacía cuánto tiempo que eso no sucedía? Era como si haberse visto privada de alegría durante tanto tiempo la hubiera vuelto más sensible que nunca, por lo que apenas un atisbo de placer —ese placer cotidiano que era habitual en una vida normal y por lo tanto pasaba inadvertido— la sumía ahora en un estado celebratorio asociado con sucesos de la magnitud de compromisos matrimoniales y graduaciones.

—La felicidad es relativa —le había dicho Teresa unos días antes de la explosión. Teresa había llegado temprano para la inmersión matutina, por lo que Young la invitó a aguardar en la casa mientras Pak preparaba el granero.

Mary había saludado antes de irse a sus clases.

—Qué bueno volver a verla, señora Santiago. Hola, Rosa —dijo inclinándose para poner su rostro al nivel de la joven. A Young le sorprendía lo amistosa y amable que podía ser Mary con todos menos con ella. Hasta Rosa había reaccionado ante la voz alegre de Mary. Sonrió y pareció esforzarse por decir algo, que terminó en una mezcla de gruñido y gárgara que le brotó de la garganta.

—Miren eso —se entusiasmó Teresa—. Está tratando de hablar. Toda esta semana ha estado haciendo muchísimos sonidos. La oxigenoterapia le está haciendo muy bien —dijo y apoyó la frente contra la de su hija, le revolvió el pelo y rio. Rosa cerró los labios y emitió sonidos guturales, luego los abrió y balbuceó algo parecido a “maa”.

Teresa contuvo la respiración.

—¿Escucharon eso? ¡Dijo “Ma”!

—¡Es cierto! ¡Dijo “Ma”! —corroboró Mary, y Young sintió un cosquilleó de emoción.

Teresa se inclinó hacia el rostro de Rosa.

—¿Puedes decirlo otra vez, mi amor? Ma. Mamá.

La joven volvió a emitir un zumbido y luego dijo:

—Ma. —Un instante después, lo repitió—: ¡Ma!

—¡Dios mío! —Teresa le cubrió el rostro de besos livianos, lo que hizo reír a Rosa. Young y Mary también rieron, sintiendo cómo lo maravilloso de ese momento las recorría como una ola y las unía en asombro compartido. Teresa echó la cabeza hacia atrás, como orando o agradeciendo a Dios y entonces Young vio que le corrían lágrimas por las mejillas. Tenía los ojos cerrados y una expresión de júbilo tan completa e incontenible, que no pudo impedir que se le distendieran los labios en una sonrisa ancha, que le dejaba al descubierto las muelas. Besó a Rosa en la frente, esta vez saboreando la piel de la niña contra los labios.

Young sintió una oleada de envidia. Era absurdo sentir celos de una mujer con una hija que no hablaba ni caminaba, una hija cuyo futuro no incluía universidad, esposo ni hijos. Debería sentir lástima por ella, no envidia, se dijo. ¿Sin embargo, cuándo había sentido alegría pura como la que irradiaba el rostro de Teresa? Por cierto, no en los últimos tiempos, en los que todo lo que decía hacía que Mary frunciera el entrecejo, le gritara o —peor aún— la ignorara y fingiera no conocerla.

Para Teresa, que Rosa dijera “Mamá” era un logro milagroso, algo que le daba más felicidad que… ¿qué? ¿Qué había hecho Mary, qué podía llegar a hacer en el futuro que pudiera provocarle ese asombro y júbilo a Young? ¿Ingresar en Harvard o Yale?

Como para remarcar este punto, Mary se había despedido cálidamente de Teresa y de Rosa y luego había dado media vuelta para marcharse sin decirle una palabra a su madre.

Young sintió las mejillas ardientes y se preguntó si Teresa lo habría notado.

—Conduce con cuidado, Mary —le recomendó Young con fingida ligereza en la voz—. Cenaremos a las ocho y media —dijo en inglés, para no ser descortés con Teresa por hablar en coreano, aunque se sentía extraña usando el inglés delante de Mary; sabía que su acento, como todo lo demás, avergonzaba a su hija.

Young se volvió hacia Teresa y emitió una risita forzada.

—Está tan ocupada. Clases de preparación para los exámenes preuniversitarios SAT, tenis, violín. ¿Puedes creer que ya está investigando universidades? Supongo que eso es lo que hacen los jóvenes de dieciséis años —comentó y aun antes de que brotaran esas palabras, quiso frenarlas. Pero fue como ver una película, no había manera de detener lo que venía. La verdad era que por un instante —un breve instante, pero lo suficientemente largo como para herir— quiso lastimar a Teresa. Quiso inyectar una dosis de oscura realidad en su alegría y hacerla despertar con un chasquido de los dedos. Quiso recordarle todas las cosas que Rosa debería estar haciendo pero no haría nunca.

El rostro de Teresa perdió forma y expresión; los extremos de los ojos y de los labios se le desmoronaron en forma teatral, como si se hubiera cortado el hilo invisible que los sostenía. Era exactamente la reacción que había buscado Young, pero en cuanto la vio, sintió desprecio por sí misma.

—Te pido disculpas. No sé por qué dije eso. —Extendió el brazo para tocarle la mano—. Fue muy insensible de mi parte.

Teresa levantó la vista.

—No pasa nada —dijo. Debió de ver que Young no le creía del todo, porque sonrió y le tomó la mano—. De verdad, Young, está todo bien. Cuando Rosa se enfermó, al principio fue duro. Cada vez que veía a una chica de su edad, pensaba: “Esa debería ser Rosa. Debería estar jugando fútbol e invitando a amigas a dormir”. Pero en algún momento —acarició el cabello de Rosa—, lo acepté. Aprendí a no esperar que fuera como los demás chicos y ahora soy como cualquier madre. Tengo días buenos y malos y a veces siento mucha impotencia, pero en otras ocasiones hace algo que me causa risa o que nunca hizo antes, como ahora, y de pronto la vida es linda, ¿comprendes?

Young había asentido, pero sin comprender realmente cómo Teresa podía verse feliz, estar feliz cuando su vida —según cualquier medida objetiva— era tan difícil y trágica. Pero ahora, al besar a Pak en la mejilla para despertarlo para cenar y verlo sonreír mientras decía “Hiciste mi plato preferido, qué bien huele”, comprendió. Ahí estaba el motivo por el que todas las investigaciones demostraban que las personas ricas y exitosas que deberían ser más felices —ejecutivos poderosos, ganadores de la lotería, campeones olímpicos— no eran, de hecho, los más felices y por el que los pobres y desvalidos no eran necesariamente los más infelices: uno se acostumbra a su vida, a los logros y problemas que contiene y reacomoda sus expectativas en consecuencia.

Después de despertar a Pak, Young fue hasta el rincón de Mary y golpeó el suelo con el pie dos veces —los golpes a la puerta falsos que usaban para aumentar la ilusión de privacidad— y corrió la cortina de ducha. Mary seguía dormida con el pelo desordenado y la boca abierta, como la de un bebé que espera que lo alimenten. Qué vulnerable se la veía, como después de la explosión, cuando se había desmoronado en el suelo con sangre corriéndole por las mejillas. Young parpadeó para alejar esa imagen y se arrodilló junto a Mary. Apoyó los labios sobre su sien, cerró los ojos y estiró el beso, saboreando la piel de su hija contra los labios y sintiendo el ritmo pulsante de su sangre por debajo. Se preguntó cuánto tiempo podría permanecer así, unida a su hija, piel contra piel.

El juicio de Miracle Creek (versión latinoamericana)

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