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ELIZABETH WARD

LA PRIMERA VEZ QUE LASTIMÓ a su hijo adrede había sido hacía seis años, cuando Henry tenía tres. Estaban recién mudados a la casa nueva en las afueras de la ciudad de Washington. Una típica casona imponente, linda para verla en soledad, pero absurda en ese apretujamiento de mansiones idénticas, construidas demasiado cerca unas de las otras sobre terrenos pequeños separados por franjas de césped. A Elizabeth no le gustaban demasiado los suburbios, pero su esposo de aquel entonces, Victor, no quería vivir en la ciudad (“¡Demasiado ruido!”) ni en el campo (“¡Demasiado lejos!”) y declaró que esa casa (cerca de dos aeropuertos y también de tres buenos institutos de educación infantil) era ideal.

La primera semana después de la mudanza, su vecina llamada Sheryl organizó una fiesta para todos los niños de su calle. Cuando Elizabeth entró con Henry, los niños, montados sobre palos de escoba con cabezas de caballos, locomotoras y autos como los de la película Cars, corrían como bólidos por el cavernoso subsuelo a los gritos (¿de júbilo, miedo, dolor? No podía saberlo). Los padres se amontonaban junto a una barra de tragos en una esquina, separados de los niños por cercas movibles; parecían animales encerrados en un zoológico, todos con copas de vino en la mano, inclinados hacia adelante para hacerse oír por encima del barullo.

Henry dio unos pasos dentro del recinto, se llevó las palmas de las manos a los oídos y emitió un grito estridente y agudo que cortó como una navaja el pandemonio. Todos los ojos se volvieron hacia él primero, y luego hacia ella, su madre.

Elizabeth se volvió para abrazarlo con fuerza, sujetándolo contra su regazo para ahogar el grito.

—Shhh —lo calmó, una y otra vez, acariciándole el cabello, hasta que él dejó de gritar. Luego se volvió hacia los demás—. Disculpen. Es muy sensible a los ruidos. Y todo esto de mudarnos y desempacar… lo tiene abrumado.

Los adultos sonrieron y se deshicieron en frases hechas: “Por supuesto”, “No te preocupes”, “A todos nos ha pasado”.

—Hace una hora que quiero gritar así; gracias por hacerlo por mí, amiguito —le dijo un hombre a Herny, y rio con tanta amabilidad que Elizabeth sintió deseos de abrazarlo por distender la atmósfera.

Sheryl abrió la cerca para dejar salir a los adultos y anunció con voz cantarina:

—Niños, tenemos un amiguito nuevo. Vamos a presentarnos todos, ¿qué les parece?

Uno por uno, los niños —todos de entre uno y cinco años— respondieron cuando Sheryl les pidió nombres y edades. Aun la más pequeña, Beth, que pronunció su nombre “Best” y levantó un dedito meñique para indicar la edad. Sheryl se volvió hacia Henry.

—¿Y este caballero tan apuesto? —preguntó, haciendo reír a los niños—. ¿Cómo te llamas?

Elizabeth deseó con todas sus fuerzas que Henry respondiera: “Henry. Tengo tres”, o al menos ocultara el rostro contra la falda de ella, permitiéndole poner una excusa y decir que era tímido cuando estaba entre desconocidos, lo que lograría que las otras mamás corearan “Ay, qué dulce”. Pero nada de eso sucedió. El rostro de Henry estaba en blanco. Miraba la nada, con los ojos hacia arriba y la boca entreabierta. Parecía la cáscara de un niño: sin personalidad, sin inteligencia, sin emociones.

Elizabeth carraspeó y explicó:

—Se llama Henry. Tiene tres años —logró hablar con tono ligero, sin que se trasluciera el espesor de la vergüenza que amenazaba con provocarle arcadas.

Cuando la pequeña Beth se acercó con pasos inciertos y dijo: “Hola, Hen-wy”, los adultos emitieron sonidos tiernos y diversas variantes de “Ay, qué adorable!” antes de volver a su esquina, conversando y ofreciéndole bebidas a Elizabeth, mientras ella se preguntaba si era posible que nadie más hubiera vivido el momento con extrema incomodidad.

Durante los siguientes cinco minutos, mientras ella conversaba con el resto, Henry se quedó callado y quieto. No jugaba con los niños, no parecía estar divirtiéndose, pero al menos no se hacía notar, que era lo importante. Elizabeth bebió su vino, y la fresca acidez le entibió la garganta y el estómago. Sentía que estaba dentro de una campana de cristal; los niños le parecían distantes e irreales, como si estuvieran en una película, y la cacofonía de ruidos se había convertido en un zumbido agradable.

El momento se quebró cuando Sheryl dijo:

—Pobrecito, Henry, no está jugando con nadie.

Más tarde esa noche, mientras aguardaba la llamada de Victor (estaba en una conferencia en Los Ángeles, la tercera de ese mes), imaginaría las diversas formas en que podría haber manejado ese momento. Podría haber dicho: “Está cansado, necesita una siesta” y haberse ido, o podría haber dado a Henry uno de esos juguetitos musicales que lo obsesionaban, para que pareciera que estaba jugando cerca de los otros niños, aunque no exactamente con ellos. Ciertamente, debió de haber intervenido cuando Sheryl inició un juego para incluir a Henry.

En los días subsiguientes, Elizabeth le echaría la culpa de su omisión al vino, que la había envuelto en una nebulosa burbujeante. Siguió tomando mientras Sheryl y su esposo se sentaban a un metro y medio de distancia entre sí y levantaban los brazos para formar un portón. Nadie explicó las reglas, pero parecía muy simple: cada vez que decían bip-bip y levantaban los brazos, los niños corrían tratando de pasar antes de que bajaran los brazos. Elizabeth no comprendía qué tenía de gracioso, pero todos reían, hasta los adultos.

Después de varios ciclos de abrir y cerrar el portón, Sheryl preguntó:

—¿Henry, quieres jugar? ¡Es divertido!

Uno de los niños de tres años, como Henry, extendió la mano:

—Ven, pasaremos juntos.

Henry se quedó donde estaba, sin reaccionar, como si fuera ciego y mudo y no registrara nada. Miraba el cielo raso con tanta intensidad que la mitad de los otros niños levantó la vista también para ver qué había de tan interesante; luego les dio la espalda, se sentó y comenzó a balancearse hacia adelante y hacia atrás.

Todos se quedaron mirándolo. No demasiado tiempo, tres segundos, cinco, quizá, pero hubo algo en ese instante, el absoluto silencio y la quietud del resto de los niños que estiró el momento. Elizabeth nunca había comprendido el concepto de que el tiempo se congela en los accidentes, esa absurda noción de que la vida entera pasa delante de tus ojos en un segundo, pero eso fue exactamente lo que sucedió: mientras miraba cómo Henry se balanceaba, trocitos de su vida iban pasando como escenas de una película en su cabeza. Henry recién nacido, rechazando su pecho cargado de leche. A los tres meses, llorando durante cuatro horas seguidas. Victor llegando de una cena tardía con un cliente para encontrarla tendida en el suelo de la cocina, sollozando. Henry a los quince meses, el único del grupo de niños amigos que no gateaba ni caminaba. La mamá de la niña que ya corría y hablaba con oraciones cortas había dicho: “No importa. Los bebés tienen sus propios tiempos”. (Qué curioso: siempre eran las mamás de los niños precoces las que insistían en que no hay que preocuparse por los hitos de desarrollo de los niños, con esas sonrisas satisfechas de los que tienen niños “avanzados”.) Henry a los dos años, todavía sin hablar; las palabras de la mamá de Victor en la fiesta de cumpleaños: “¡Einstein no habló hasta los cinco años!”. Henry, la semana pasada, en el control médico de los tres años, sin establecer contacto visual, lo que llevó a que el pediatra utilizara la palabra tan temida: “No estoy diciendo que sea autismo, pero no perdemos nada haciendo las pruebas correspondientes”. Ayer, cuando en el centro médico de Georgetown le habían dicho que el tiempo de espera para las pruebas de autismo era de ocho meses. Elizabeth, furiosa consigo misma por no haber llamado hacía un año —qué diablos, hacía dos años— cuando, admitámoslo de una vez, se había dado cuenta de que algo no estaba bien con Henry. Claro que se había dado cuenta, pero había dejado pasar todo ese tiempo esperando, negando y hablando del maldito Einstein. Y ahora aquí estaba Henry, balanceándose —¡balanceándose!— delante de los vecinos nuevos.

Sheryl quebró el silencio:

—Creo que Henry no quiere jugar ahora. No importa, ¿quién sigue? —en su voz había una ligereza fingida, una falsa jovialidad y Elizabeth comprendió que Sheryl sentía vergüenza por Henry.

Todos volvieron a sus actividades, juegos, copas de vino y conversaciones, pero de manera cautelosa, con cierto temor, con la mitad de la energía y del volumen de voces que antes. Los adultos se esforzaron por no mirar a Henry, y la pequeña Beth preguntó:

—¿Qué está haciendo Hen-wy?

—Shh, ahora no —susurró su mamá, y se volvió para decirle a Elizabeth—. ¿Viste qué deliciosa es esta salsa? ¡Se consigue en Cotsco!

Elizabeth era consciente de que la puesta en escena de finjamos que aquí no ha pasado nada era para ella. Quizá debería haber sentido gratitud. Pero por algún motivo, lo empeoraba todo, como si el comportamiento de Henry fuera tan anormal que necesitaban ocultarlo. Si Henry hubiera padecido cáncer o fuera hipoacúsico, todos habrían sentido pena, seguro, pero no vergüenza. Se hubieran acercado a ella con preguntas y expresiones de solidaridad. Pero el autismo era diferente: conllevaba un estigma. Y ella, como una tonta, había pensado que podría proteger a su hijo (¿o a ella misma?) no hablando del tema y rogando desesperadamente que nadie lo notara.

—Disculpen —dijo, y atravesó el salón hacia Henry. Sentía las piernas pesadas, como si tuviera cadenas que la ataran a una jaula y tuvo que esforzarse para caminar. Las mamás fingieron no darse cuenta de nada, pero ella vio las miradas rápidas que le dirigían y notó en sus expresiones una intensa gratitud por no estar en su lugar. Una erupción volcánica de furia le subió por la garganta. Envidiaba, detestaba, aborrecía a estas mujeres con sus hijos tan normales. Mientras avanzaba por entre los niños que reían y hablaban, sintió profundos deseos de levantar en brazos a cualquiera de ellos y decir que era suyo. Qué diferente sería la vida, tan llena de risas y trivialidades (“Les juro, ya no sé qué hacer: ¡Joey no quiere tomar jugo!” o “¡Fannie se tiñó el cabello de fucsia!”).

Cuando llegó a donde estaba su hijo, se agazapó detrás de él. Aunque no podía verlas, sentía las miradas de los adultos, provenientes de todas las direcciones, fijándose en su espalda como si fueran rayos de sol a través de una lupa. El calor le subió a las mejillas y la hizo lagrimear. Tratando de que la mano no le temblara, la colocó sobre el hombro de Henry.

—Bueno, bueno, Henry, ya está —dijo, con toda la suavidad que pudo—. Ya basta, ¿sí?

Él no pareció oírla ni sentir sus manos. Seguía balanceándose, hacia adelante y hacia atrás. Mismo ritmo. Misma velocidad. Como una máquina atrancada en una misma función.

Elizabeth sintió deseos de gritarle en el oído, de sujetarlo y sacudirlo con todas sus fuerzas para sacarlo del mundo en el que estaba atrapado y hacer que la mirara. Tenía el rostro acalorado y en los dedos sentía un hormigueo.

—Henry, ya basta. ¡Basta! —exclamó, en un grito susurrado. Se movió para ocultar la mano de la vista de todo el mundo y le apretó los hombros con fuerza. Él se detuvo, pero solamente por una fracción de segundo y cuando reanudó el balanceo, Elizabeth lo apretó con más intensidad, pellizcándole la piel suave que estaba entre el cuello y el hombro, cada vez más fuerte. Necesitaba que le doliera, que él gritara o le pegara o saliera corriendo, cualquier cosa que indicara que estaba vivo y en el mismo mundo que ella.

La vergüenza y el miedo llegarían más tarde, una y otra vez, en oleadas que la ahogaban. Cuando vio que las mamás intercambiaban susurros al irse y se preguntó si la habrían visto. A la hora del baño, cuando al quitarle la camiseta a Henry, vio la marca con forma de media luna en la piel enrojecida. Cuando lo llevó a la cama y le besó la cabeza, implorando no haberle dañado la psiquis de forma irremediable.

Pero antes de todo eso, en aquel instante, cuando Elizabeth apretó los dedos para pellizcarlo con fuerza, lo único que sintió fue una liberación. No algo repentino como cuando uno cierra una puerta de un golpe o arroja un plato contra la pared, sino una lenta y gradual disipación de la ira que dejaba lugar al placer, a la delicia sensorial de apretar algo blando, como cuando se amasa. En el momento en que Henry por fin dejó de hamacarse y se apartó, con la boca fruncida en una mueca de dolor y fijó sus ojos en los de ella —el primer contacto visual sostenido que había hecho en semanas, tal vez meses—, Elizabeth experimentó una sensación de poder que explotó en júbilo; el dolor y el odio que la habían carcomido estallaron en mil esquirlas y desaparecieron por completo.

*

El estacionamiento del tribunal estaba casi vacío, lo que no resultaba sorprendente, ya que la sesión había terminado hacía horas. Desde entonces, su abogada la había tenido esperando en un salón adyacente con la excusa de que debía atender “asuntos urgentes” (tales como ocultar a la cliente-asesina hasta que todos se hubieran ido, probablemente). Pero no le importaba; no tenía nada que hacer ni adónde ir. Las condiciones de su arresto domiciliario le permitían ir solamente al tribunal o a la oficina de Shannon, siempre acompañada por ella.

El auto de Shannon, un Mercedes negro, había estado al sol todo el día, y cuando ella encendió el motor, el aire de la ventilación fue a dar directamente en la mandíbula derecha de Elizabeth. Estaba caliente como un soplete: el aire acondicionado no había tenido tiempo de enfriarlo todavía. Elizabeth se tocó la mandíbula y recordó la declaración de Matt, sobre cómo la erupción de fuego había quemado a Henry en ese mismo lugar; recordó las fotografías en la que se veía su mandíbula derecha con la piel y el músculo carbonizados. Abrió la boca y vomitó sobre su propio regazo.

—¡Ay, mierda! —gritó. Abrió la puerta y descendió con torpeza, manchando con vómito el asiento de cuero, la puerta, el suelo del coche, todo—. Ay, Dios, perdón, qué asquerosidad estoy haciendo, lo siento, lo siento mucho —farfulló, desmoronándose sobre el pavimento. Trató de decir que estaba bien, que solo necesitaba agua, pero Shannon se le acercó y comenzó a hacer cosas típicas de madre o de médico, como controlarle el pulso y ponerle la mano sobre la frente, antes de alejarse diciendo que volvería enseguida. Después de unos minutos —¿dos?, ¿diez?— Elizabeth vio que las cámaras de seguridad apuntaban hacia ella; se visualizó desparramada en el suelo con el traje y los tacones, cubierta de vómito, y se echó a reír de manera violenta e histérica. Cuando regresó Shannon con toallas de papel, Elizabeth cayó en cuenta de que estaba llorando, lo que le resultó sorprendente; no recordaba haber pasado de la risa al llanto. La santa de Shannon no dijo una palabra, solo se puso a limpiar metódicamente mientras ella, sentada sobre el pavimento, reía y lloraba de manera alternada, a veces simultánea.

En el trayecto de vuelta, cuando Elizabeth estaba en el estado de vacío y de calma que sigue a una purga violenta, Shannon comentó:

—¿Dónde tenías guardadas todas esas emociones, se puede saber?

Elizabeth no respondió. Se encogió de hombros, apenas, y miró las vacas por la ventanilla —unas veinte— que se amontonaban alrededor de un árbol raquítico en medio del campo.

—¿Te das cuenta de que el jurado piensa que no te importa nada lo que le sucedió a tu hijo, no? Ahora mismo les encantaría condenarte a la pena de muerte. ¿Es eso lo que buscabas hoy en la sala?

Elizabeth trató de decidir si las vacas, en su mayoría blancas con manchas negras (¿de raza Jersey? ¿O Holstein?) eran más pintorescas que las de color café.

—Solo hice lo que me pediste —respondió—. No dejes que te afecte, me dijiste. Mantente tranquila, serena.

—Me refería a que no te comportaras como una loca. Que no gritaras ni arrojaras cosas. No a que te convirtieras en un robot. Nunca vi a nadie tan impertérrito, mucho menos cuando relatan con pruebas detalladas la muerte de su propio hijo. Lo tuyo fue escalofriante. No tiene nada de malo mostrarle a la gente que sufres, ¿sabes?

—¿Por qué? ¿De qué serviría? Ya viste las pruebas. No tengo la más remota posibilidad.

Shannon miró a Elizabeth y se mordió el labio, luego frenó el coche a un lado del camino.

—¿Si eso es lo que piensas, por qué estamos aquí? Quiero decir, ¿por qué dijiste que no eras culpable, me contrataste y armamos la defensa?

Elizabeth bajó la vista. En realidad, todo se había originado en la investigación que comenzó a hacer el día después del funeral de Henry. Existían tantos métodos: ahorcarse, ahogarse, inhalar monóxido de carbono, cortarse las venas, y muchos más... Había confeccionado una lista de ventajas y desventajas y cuando se debatía entre pastillas para dormir (ventajas: indoloro, desventajas: la muerte no era segura, existían riesgos de que la encontraran y la resucitaran) y una pistola (ventajas: muerte segura; desventajas: había un período de espera para poder adquirirla), la policía descartó a las manifestantes de la lista de sospechosos y la arrestó a ella. Una vez que el fiscal anunció que pediría la pena de muerte, comprendió que pasar por el juicio sería la mejor manera de expiar su pecado: la acción irrevocable e imperdonable que había llevado a cabo aquel día durante un instante de furia y odio, el momento que revivía una y otra vez en la mente, de día, de noche, despierta, dormida. El segundo que le carcomía la salud mental. El hecho de que la culparan pública y oficialmente por la muerte de Henry, de verse obligada a escuchar los detalles de su sufrimiento, de que luego la mataran inyectándole venenos en la sangre, la exquisita tortura que significaba todo eso… ¿no era mejor que una muerte fácil, inmediata, que ocurre en un parpadeo?

Pero no lo podía decir. No podía contarle a Shannon cómo se había sentido hoy, mirando con esfuerzo supremo a todos a los ojos, escuchando cada palabra, contemplando cada fotografía, manteniendo el rostro impávido por temor a que el menor movimiento desencadenara un dominó de emociones. La vergüenza cauterizadora de que cien personas la miraran y juzgaran con dardos venenosos en los ojos. Lo que dolía aceptar y absorber la culpa. Tragarla, una y otra vez, hasta sentir que cada célula de su cuerpo estaba a punto de estallar. No era que se hubiera preparado para eso: en realidad, lo había estado esperando, deseando, ansiando. No veía la hora de pasar por ello nuevamente.

Elizabeth no respondió. Shannon lo interpretó como una rendición y reanudó la marcha. Unos minutos después, dijo:

—Ah, buenas noticias. Victor no va a declarar ante el tribunal. No va a venir, directamente.

Elizabeth asintió. Comprendía por qué esto era bueno, por qué Shannon había temido que un padre destrozado por el dolor afectara al jurado negativamente, pero su ausencia no era algo para celebrar. Desde el arresto, Victor no se había contactado con ella en absoluto, cosa que había esperado que sucediera; sí, sabía que tenía una vida ocupada en California con casa nueva, esposa nueva, hijos nuevos, pero supuso que al menos aparecería en el juicio de homicidio de su hijo. Sintió que la bilis le subía por el cuerpo y se le enroscaba en el pecho como una serpiente, estrujándole el corazón. Pobre Henry, qué padres patéticos le habían tocado. Una, responsable de lastimarlo y matarlo. El otro, tan inútil como para que le importara un carajo.

Sonó el teléfono de Shannon. Evidentemente, era una llamada esperada, pues atendió con un: “¿Lo tienes ahí? Léemelo”.

Elizabeth respiró hondo. El vaho a vómito le hacía arder la nariz, lo que solo empeoraba las cosas, mezclando el aroma dulzón del abono en el campo con el olor acre a comida china podrida del vómito. Cerró la ventanilla justo cuando Shannon terminaba la llamada y le dijo:

—Lleva el coche a lavar. Cárgalo a mi cuenta. Aunque pensándolo bien, ¿te imaginas cuando tu socio pregunte por qué los gastos del juicio incluyen el pago de limpieza de vómito del coche?

Elizabeth rio. Shannon, no.

—Oye. Uno de los vecinos de los Yoo estuvo en el tribunal —comentó Shannon y una sonrisita se dibujó en sus labios—. Declaró algo que no le pareció importante hasta hoy. Puse al equipo a investigar sobre el tema y descubrimos algo. No quería contártelo hasta no tenerlo confirmado.

Afuera, en el campo, las vacas mugían al unísono. Elizabeth tragó saliva, en estado de alerta.

—¿Las manifestantes? ¿Pudiste conseguir algo, finalmente? Te dije que te concentraras en ellas, sabía que…

Shannon sacudió la cabeza.

—No, ellas no. Se trata de Matt. Mintió. Puedo demostrarlo. Elizabeth, tengo pruebas de que otra persona provocó el incendio de manera deliberada.

El juicio de Miracle Creek (versión latinoamericana)

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