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Prácticas de poder y cambios identitarios

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Las historias humanas no suelen ser estáticas —a no ser que se trate de historias que organizan malestar y “síntomas” narrados como “psicopatológicos”—, sino que se desarrollan en la temporalidad que propicia el lenguaje. Esto, sumado a que las tramas se despliegan en contextos relacionales, invita a pensar en el curso que toman las historias dentro de los escenarios de supervisión, teniendo en cuenta que estas conllevan transformaciones identitarias.

Cuando se habla de discursos o versiones dominantes obstaculizantes, suele hacerse referencia al efecto opresor que estas pueden tener en la vida de las personas que llegan a acudir al contexto clínico. No obstante, con frecuencia olvidamos que los discursos dominantes atraviesan toda la vida humana en diferentes órdenes, incluyendo el quehacer psicológico y, desde luego, el proceso formativo.

Con base en esto, puede afirmarse que los psicólogos en formación se encuentran también atravesados en sus historias por tales discursos, aspecto que constituye, en ocasiones, enormes cargas profesionales, disciplinares y emocionales en la vida de los estudiantes. White (2002a) entiende los discursos profesionales como tecnologías de poder —inspirado claramente en Foucault (1990)—, que no solo invitan a realizar determinados procedimientos entendidos como parte de lo clínico, sino que llevan al terapeuta y al estudiante que realizan una práctica clínica a la autovigilancia constante. Estas versiones de las historias de los practicantes se relacionan muchas veces con narrativas de ser “salvadores” de las personas que los consultan, que invitan a que asuman cargas demasiado pesadas y, si el curso de los procesos interventivos no sale según lo esperado, llevan a que identifiquen y sitúen los problemas en su “identidad”.

En otras ocasiones, esta narrativa del “salvador” dificulta el proceso de estudio de la demanda que traen los consultantes, por lo que no se traza una distinción entre las solicitudes de terapia y de consultoría/asesoramiento —de acuerdo con Battistini, Falaschi y Riceputi (1994)—. Este posicionamiento con frecuencia lleva al practicante a buscar la construcción de transformaciones profundas en los sistemas consultantes, sin que sean solicitadas por ellos. De tal modo se aumenta, por un lado, la deserción de los consultantes a los procesos psicológicos, y por otro, las cargas asumidas, el desgaste y la fatiga emocional. Posicionarse como salvador implica confrontarse con la situación de querer salvar a quien no desea ser salvado.

Partiendo de las ideas de White (2002a), puede decirse que los terapeutas y los psicólogos en formación son vulnerables también a “enredarse” en conversaciones internalizadoras2, que invitan a situar la fuente de las dificultades en diferentes sitios de su identidad o de la identidad de los sistemas que buscan apoyo clínico. Así como ocurre en las historias que traen los consultantes, los practicantes pueden organizar sus propias historias en “continuums de normalidad/anormalidad, competencia/incompetencia, dependencia/independencia, etc.” (White, 2002a, p. 191). Como resultado de estas prácticas internalizadoras, se derivan conclusiones ralas o magras sobre el fracaso y la inadecuación personal y profesional, aspecto que conlleva estrategias de autorregulación y autovigilancia, enfocadas en el autogobierno basado en “verdades” normalizadoras, es decir, tecnologías de poder. A pesar de los esfuerzos que haga el psicólogo en formación, estas prácticas restringen las posibilidades de acción en la intervención y dificultan que este se sienta capacitado para cumplir con sus tareas.

Por otro lado, algunos caminos en el proceso formativo antes de llegar a la práctica pueden pasar por fuertes reflexiones acerca del poder y sus prácticas discursivas, lo que plantea a veces cuestionamientos que llevan a versiones ralas sobre este y sus usos en los escenarios clínicos. Si bien estas versiones dan cuenta del inicio de la articulación de procesos autorreferenciales, como parte del ejercicio de la práctica, pueden también organizar experiencias de recelo en los psicólogos en formación y en ocasiones de temor acerca del papel que van a desempeñar con los consultantes. Como si se tratara de una amenaza de convertirse en “verdugos”3 de las personas que acuden a consulta, estas construcciones hacen que algunos practicantes se alejen de la “directividad” en sus estilos de conversación, con el fin de no hacer comprensiones que resulten en juicios que patologicen a las personas, o llevar a cabo intervenciones que privilegien únicamente sus versiones de la realidad, pasando por encima de los consultantes.

White y Epston (1993) exponen lo comunes que llegan a ser dichos cuestionamientos, junto con las pretensiones de separar el poder de las prácticas terapéuticas, por considerarlo perjudicial para los procesos de atención. No obstante, al retomar las ideas de Foucault sobre el poder, exponen que este no solo es ineludible al ser equiparable al conocimiento, sino que además puede posibilitar la emergencia de novedades en las historias de vida, es decir, acontecimientos extraordinarios que se transformen después en narrativas alternas, en tanto el terapeuta asuma responsablemente el poder que le ha sido delegado en la relación con el sistema consultante.

Con base en esto, puede decirse que la supervisión, como ejercicio de deconstrucción, debe invitar a reflexionar sobre cómo se ejerce el poder de manera responsable, de modo que las prácticas discursivas, en los escenarios clínicos, se enfoquen en el favorecimiento de las vidas de las personas atendidas. Esto conlleva una forma distinta de entender y asumir la directividad en la intervención. Se trata de que el practicante llegue a una comprensión en la que, por ejemplo, cada vez que le hace una pregunta a un consultante está dirigiendo el rumbo de la conversación terapéutica y, por lo tanto, usa el poder que se le delega en beneficio de la persona.

Si bien el paradigma sistémico-constructivista-construccionista-complejo propende por el trabajo desde la heterarquía y la horizontalidad en las relaciones, para el caso específico de los escenarios de supervisión se encuentran cuestionamientos por parte de White (2002a), según sus reflexiones sobre las relaciones de poder. De esta manera, el autor cuestiona la pertinencia de términos como el de co-visión, que pretende ofrecer una descripción igualitaria de la relación entre el terapeuta y el consultor, en la medida en que oscurece la responsabilidad que tiene el supervisor en el asesoramiento buscado por el terapeuta. Tal responsabilidad está atravesada por implicaciones de tipo económico —remuneración recibida por brindar la asesoría— y ético-formativo. Por esta razón, para White (2002a) estos aspectos dan cuenta de una situación privilegiada por parte de quien brinda la asesoría.

En esta inevitable relación de poder, las responsabilidades éticas no son recíprocas. Incluso se entiende como peligroso el ocultamiento de tales relaciones de poder, dado que hacerlo reduce las oportunidades del supervisor de observar sus responsabilidades éticas. En consecuencia, el ejercicio autorreferencial del supervisor, al asumir la relación de poder en la que está inmerso, le permitirá revisar los efectos que tienen sus intervenciones en el trabajo y la vida de los practicantes, lo cual se constituye en otra invitación a supervisar desde la generatividad. Se trata, pues, de otra manera de ejercer responsablemente el poder/conocimiento.

En este sentido, una supervisión asumida desde la narrativa conversacional asiste a los practicantes en el rompimiento y la deconstrucción de las prácticas internalizadoras, así como de las versiones identitarias saturadas o ralas que estas conllevan. Sumado a la formación disciplinar y profesionalizante, se comprende que una parte significativa del proceso de formación corresponde a la conversación sobre la experiencia del practicante. Aquí se busca que este pueda hablar sobre su experiencia en la práctica, los significados atribuidos a los acontecimientos de esta, así como revisar los efectos de tales construcciones en su desempeño con los consultantes y en su propia vida.

De esta manera, la supervisión plantea nuevas prácticas que deconstruyen las versiones privilegiadas obstaculizadoras y que tienen efectos posibilitadores dentro de las narrativas identitarias de los psicólogos en formación. Este proceso de deconstrucción (White, 1994) amplía la articulación de recursos y capacidades, y fortalece el panorama de la acción, llegando a reconstrucciones enriquecidas de la identidad del practicante. Así mismo, este cuestionamiento de las prácticas internalizadoras facilita la renegociación de significados en torno a varios de los acontecimientos de los procesos interventivos, lo cual promueve la emergencia de comprensiones alternativas sobre los dilemas con los que se interviene y sobre la relación que se construye con los consultantes.

Así como se comprende que en las conversaciones terapéuticas emergen opciones y posibilidades de las que no disponían previamente ni el consultante ni el terapeuta, puede afirmarse que, en el escenario de la supervisión, las conversaciones llevan a versiones que enriquecen la comprensión sobre los sistemas consultantes y las narrativas identitarias de los psicólogos en formación, en co-evolución con las narrativas identitarias del supervisor. Como afirma Echeverría (2002), “al modificar el relato de quienes somos, modificamos nuestra identidad” (p. 34).

Experiencias y retos en supervisión clínica sistémica

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