Читать книгу El odio que das - Angie Thomas - Страница 10

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CAPÍTULO 6

Mamá y yo llegamos a la comisaría de policía a las cuatro y media en punto.

Los oficiales hablan por teléfono, escriben en sus ordenadores o pasean por ahí. Lo normal, como en Ley y orden, pero me quedo sin aliento. Me pongo a contar: uno, dos, tres, cuatro… Pierdo la cuenta alrededor del doce, porque lo único que logro ver son todas las pistolas en sus fundas.

Todos ellos y dos de nosotras.

Mamá me aprieta la mano.

—Respira.

No me había dado cuenta de que había agarrado la suya.

Respiro hondo y vuelvo a respirar, y ella asiente cada vez que lo hago, mientras dice:

—Así. Estás bien. Estamos bien.

El tío Carlos se acerca, y él y mamá me llevan frente a su escritorio, donde me siento. Percibo los ojos que me miran desde todas direcciones. Siento una presión que me estruja los pulmones. El tío Carlos me pasa una sudorosa botella de agua. Mamá me la pone en los labios.

Doy sorbos lentos y observo el escritorio del tío Carlos para evitar las miradas curiosas de los oficiales. Tiene casi la misma cantidad de fotos mías y de Sekani que de sus propios hijos.

—La voy a llevar a casa —dice mamá—. No voy a someterla a esto hoy. No está preparada.

—Lo entiendo, pero tiene que hablar con ellos en algún momento, Lisa. Es una parte vital de esta investigación.

Mamá suspira.

—Carlos…

—Lo entiendo —dice, en una voz notablemente más baja—. Créeme que es así. Desafortunadamente, si queremos que esta investigación se haga correctamente, tendrá que hablar con ellos. Si no es hoy, tendrá que ser otro día.

Otro día de esperar y preguntarme qué va a pasar.

No puedo soportarlo.

—Quiero hacerlo hoy —balbuceo—. Quiero terminar con esto.

Me miran como si apenas se dieran cuenta de que sigo aquí.

El tío Carlos se arrodilla frente a mí.

—¿Estás segura, nenita?

Asiento antes de perder el coraje.

—Está bien —dice mamá—. Pero yo entro con ella.

—Eso me parece perfecto —dice el tío Carlos.

—No me importa si no te lo parece —me mira—. No va a hacer esto sola.

Esas palabras me sientan tan bien como cualquier abrazo que haya recibido antes.

El tío Carlos deja su brazo alrededor de mí y nos lleva a una sala pequeña que no tiene nada adentro más que una mesa y unas sillas. Un aire acondicionado invisible zumba con fuerza, expulsando ráfagas de aire helado a la habitación.

—Está bien —dice el tío Carlos—. Esperaré afuera, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —le digo.

Me besa la frente con sus dos besos de siempre. Mamá coge mi mano, y su apretón fuerte me comunica lo que no dice en voz alta: Estoy contigo.

Nos sentamos a la mesa. Todavía sostiene mi mano cuando entran dos detectives: un joven blanco de pelo negro relamido, y una mujer latina con arrugas alrededor de la boca y un corte de pelo al cepillo. Los dos llevan pistolas a la cintura.

Mantén las manos a la vista.

No hagas ningún movimiento repentino.

Habla sólo cuando te lo pidan.

—Hola, Starr y señora Carter —dice la mujer, tendiendo la mano—. Soy la detective Gómez, y éste es mi compañero, el detective Wilkes.

Suelto la mano de mamá para saludar a los detectives.

—Hola.

La voz ya me está cambiando. Siempre sucede alrededor de otra gente, esté o no en Williamson. No hablo como yo, ni sueno como yo. Elijo cada palabra con cuidado y me aseguro de pronunciarla bien. Nunca, nunca puedo dejar a nadie pensar que soy del gueto.

—Es un placer conocerlas —dice Wilkes.

—Teniendo en cuenta las circunstancias, no diría que es así —dice mamá.

El rostro y el cuello de Wilkes se ponen extremadamente rojos.

—Lo que quiere decir es que hemos oído hablar mucho de ustedes —agrega Gómez—. Carlos siempre habla efusivamente de su maravillosa familia. Sentimos como si ya los conociéramos.

Vaya si nos está halagando.

—Por favor, siéntense —Gómez nos muestra una silla, y ella y Wilkes se sientan frente a nosotros—. Deben saber que las estamos grabando, pero sólo se trata de un procedimiento para tener registro de la declaración de Starr.

—Está bien —le digo. Ahí va de nuevo la voz llena de vida y esa mierda. Aunque yo nunca me siento viva, o alegre.

La detective Gómez dice la fecha y la hora, los nombres de las personas que hay en la sala, y nos recuerda que nos están grabando. Wilkes toma apuntes en la libreta. Mamá me acaricia la espalda. Por un momento sólo se escucha el sonido del lápiz sobre el papel.

—Está bien —Gómez se acomoda en la silla y sonríe, las arrugas alrededor de su boca son cada vez más profundas—. No te pongas nerviosa, Starr. No has hecho nada malo. Sólo queremos saber qué pasó.

Ya sé que no he hecho nada malo, pienso, pero me sale como respuesta: Sí, señora.

—¿Tienes dieciséis años?

—Sí, señora.

—¿Desde hace cuánto conocías a Khalil?

—Desde que tenía tres años. Su abuela solía cuidarme.

—¡Vaya! —dice, como hace toda maestra, alargando la palabra—. Es mucho tiempo. ¿Nos puedes contar qué pasó la noche del incidente?

—¿Se refiere a la noche en que lo mataron?

Mierda.

La sonrisa de Gómez se opaca, las líneas alrededor de su boca no se ven tan profundas, pero dice:

—La noche del incidente, sí. Comienza donde te sientas cómoda.

Mira a mamá. Ella asiente.

—Mi amiga Kenya y yo fuimos a una fiesta en casa de un tipo llamado Darius —digo.

Pum, pum, pum. Tamborileo en la mesa.

Alto. Ningún movimiento repentino.

Aplano las manos para que queden visibles.

—Hace una fiesta todos los años en las vacaciones de pascua —le digo—. Khalil me vio, se acercó y me saludó.

—¿Sabes por qué había ido a la fiesta? —pregunta Gómez.

¿Por qué va la gente a una fiesta? Para ir de fiesta.

—Supongo que por propósitos recreativos —le respondo—. Él y yo hablamos de cosas que estaban pasando en nuestras vidas.

—¿Qué clase de cosas? —pregunta.

—Su abuela tiene cáncer. Yo no lo sabía hasta que me lo contó esa noche.

—Ya veo —dice Gómez—. ¿Qué sucedió después de eso?

—Empezó una pelea en la fiesta, así que nos fuimos juntos en su coche.

—¿Khalil no tuvo nada que ver con la pelea?

Arqueo una ceja.

—Para nada.

Maldita sea. Habla bien.

Me enderezo.

—Quiero decir, no, señora. Estábamos hablando cuando empezó la pelea.

—Está bien, entonces os fuisteis los dos. ¿Adónde ibais?

—Ofreció llevarme a casa o a la tienda de mi padre. Antes de que pudiéramos decidir, Ciento Quince hizo que nos detuviéramos.

—¿Quién? —pregunta.

—El oficial, ése es su número de placa —le digo—. Lo recuerdo.

Wilkes toma apuntes.

—Ya veo —dice Gómez—. ¿Puedes describir lo que pasó después?

No creo poder olvidar jamás lo que pasó, pero decirlo en voz alta es distinto. Y difícil.

Los ojos me arden. Parpadeo con la mirada fija en la mesa.

Mamá me acaricia la espalda.

—Levanta la mirada, Starr.

Mis padres tienen ese rollo de que nunca quieren que ni mis hermanos ni yo hablemos con alguien sin mirarlo a los ojos. Dicen que los ojos de la gente cuentan más que sus bocas, y que es algo que va en dos sentidos: si miramos a alguien a los ojos y decimos lo que queremos decir con sinceridad, tendrá pocos motivos para dudar de nosotros.

Miro a Gómez.

—Khalil se detuvo y apagó el motor —le digo—. Ciento Quince puso las luces largas. Se acercó a la ventana y le pidió a Khalil su carnet y tarjeta de circulación.

—¿Y Khalil cumplió con la petición? —pregunta Gómez.

—Primero le preguntó al oficial por qué nos había detenido. Luego le mostró su carnet y tarjeta de circulación.

—¿Khalil parecía encolerizado durante este intercambio?

—Molesto, pero no encolerizado —digo—. Sentía que el policía lo estaba acosando.

—¿Te dijo eso?

—No, pero era obvio. Yo supuse lo mismo.

Mierda.

Gómez se acerca más. El pintalabios marrón le mancha los dientes y su aliento huele a café.

—¿Y por qué?

Respira.

La sala no está caliente. Estás nerviosa.

—Porque no estábamos haciendo nada —le respondo yo—. Khalil no iba por encima del límite de velocidad ni conducía con imprudencia. No parecía que hubiera razón para detenernos.

—Ya veo. ¿Y luego qué ocurrió?

—El oficial obligó a Khalil a salir del coche.

—¿Lo obligó? —dice.

—Sí, señora. Tiró de él para que saliera.

—Porque Khalil estaba renuente a salir, ¿correcto?

Mamá hace un sonido gutural, como si estuviera a punto de decir algo pero se hubiera obligado a no hacerlo. Hace un puchero con los labios y me frota la espalda en círculos.

Recuerdo lo que dijo papá: No dejes que hablen por ti.

—No, señora —le digo a Gómez—. Estaba saliendo solo, y el oficial tiró de él de repente

Dice Ya veo de nuevo, pero como no lo vio, probablemente no lo cree.

—¿Qué sucedió después? —pregunta.

—El oficial registró a Khalil tres veces.

—¿Tres?

Sí. Las conté.

—Sí, señora. No encontró nada. Luego le dijo a Khalil que no se moviera mientras pasaba su carnet y tarjeta de circulación por el sistema.

—Pero Khalil no se quedó quieto, ¿no es cierto? —dice.

—Tampoco apretó el gatillo contra sí mismo.

Mierda. Eres una jodida bocazas.

Los detectives se miran el uno al otro. Un momento de conversación en silencio.

Las paredes parecen cerrarse. Vuelve la presión alrededor de mis pulmones. Me tiro del cuello de la camisa.

—Creo que ya ha sido suficiente por hoy —dice mamá, cogiendo mi mano mientras empieza a levantarse.

—Pero señora Carter, no hemos terminado.

—No importa…

—Mamá —digo, y ella me mira—. Está bien. Puedo hacerlo.

El odio que das

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