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CAPÍTULO 2

Cuando cumplí doce años, mis padres tuvieron dos charlas conmigo.

Una fue la típica sobre de dónde vienen los niños. Bueno, en realidad no me dieron la versión normal. Mamá, Lisa, es enfermera de profesión, y me explicó qué entraba en dónde, y qué no necesitaba entrar aquí, allá, o en cualquier maldito lugar hasta que yo creciera. En ese entonces, yo dudaba que de todos modos algo fuera a entrar en alguna parte. Mientras que a todas las demás chicas les brotaban los senos entre sexto y séptimo curso, yo tenía el pecho tan plano como la espalda.

La otra charla fue sobre qué hacer si me detenía la policía.

Mamá protestó y le dijo a papá que era demasiado pequeña para eso. Él respondió que no lo era para que me arrestaran o me dispararan.

—Starr-Starr, si eso ocurre, haz lo que te digan que hagas —dijo—. Mantén las manos a la vista. No hagas ningún movimiento repentino. Habla sólo cuando te lo pidan.

Yo sabía que debía ser algo serio. Papá tenía la boca más grande que cualquiera que conociera, y si decía que tenía que quedarme callada, entonces tenía que quedarme callada.

Espero que alguien haya tenido esa charla con Khalil.

Maldice en voz baja, le baja el volumen a Tupac y detiene el Impala en el arcén. Nos encontramos sobre Carnation, donde la mayoría de las casas están abandonadas y la mitad de las farolas rotas. No hay nadie más que nosotros y un coche patrulla.

Khalil apaga el motor.

—Me pregunto qué quiere este tonto.

El oficial aparca y pone las luces largas. Parpadeo para no deslumbrarme.

Recuerdo otra cosa que me dijo papá. Si estás con alguien, cruza los dedos para que no tenga nada encima u os encerrarán a los dos.

—K, no tienes nada en el coche, ¿verdad? —le pregunto.

Mira al poli por su espejo retrovisor.

—Nada de nada.

El oficial se acerca a la puerta del conductor y le da un golpecito a la ventana. Khalil le da vueltas a la manivela para bajarla. Como si no nos hubiera encandilado lo suficiente, el policía nos alumbra los rostros con su linterna.

—Carnet, tarjeta de circulación y comprobante del seguro.

Khalil rompe una regla: no hace lo que el poli quiere.

—¿Por qué nos ha obligado a detenernos?

— Carnet, tarjeta de circulación y comprobante del seguro.

—He preguntado, ¿por qué nos ha obligado a detenernos?

—Khalil —le ruego—. Haz lo que te pide.

Khalil se queja y saca su cartera. El policía sigue sus movimientos con la linterna.

El corazón me late con fuerza, pero las instrucciones de papá reverberan en mi cabeza: Mira bien la cara del policía. Si puedes memorizar su número de placa, mejor aún.

Mientras la linterna sigue las manos de Khalil, logro distinguir los números de la placa: ciento quince. Es blanco, tiene entre treinta y pico y cuarenta y pocos años, el cabello oscuro lo lleva cortado al rape y tiene una cicatriz delgada sobre el labio superior.

Khalil le pasa sus documentos y el carnet.

Ciento Quince los revisa.

—¿De dónde vienen?

—¿A ti qué?3 —dice Khalil, en el sentido de qué te importa—. ¿Por qué nos ha obligado a detenernos?

—Tienes la luz trasera rota.

—¿Y me vas a multar o qué? —pregunta Khalil.

—Muy bien. Bájate del coche, chico listo.

—Hombre, ponme la multa y ya está…

—¡Bájate del coche! ¡Manos arriba, donde pueda verlas!

Khalil se baja con las manos en alto. Ciento Quince lo agarra del brazo y lo aprisiona contra la puerta trasera.

Lucho por encontrar mi voz.

—Él no quería…

—¡Las manos en el salpicadero! —me grita el oficial—. ¡No te muevas!

Hago lo que me dice, pero las manos me tiemblan demasiado como para quedarse quietas.

Cachea a Khalil.

—Está bien, listillo, veamos qué te encontramos encima hoy.

—No vas a encontrar nada —dice Khalil.

Ciento Quince lo registra dos veces más. No encuentra nada.

—Quédate aquí —le dice a Khalil—. Y tú —se asoma por la ventana para mirarme—, no te muevas.

No puedo ni asentir.

El oficial regresa a su patrulla.

Mis padres no me enseñaron a temerle a la policía, sólo a usar mi inteligencia cuando están cerca. Me dijeron que no es inteligente moverse cuando un oficial está de espaldas a ti.

No es inteligente hacer un movimiento repentino.

Khalil lo hace. Se acerca a su puerta.

—¿Estás bien, Starr…?

¡Pum!

Uno. El cuerpo de Khalil se sacude. La sangre le borbotea por la espalda. Se agarra de la puerta para mantenerse en pie.

¡Pum!

Dos. Khalil suelta un grito ahogado.

¡Pum!

Tres. Khalil me mira, estupefacto.

Cae al suelo.

Tengo diez años otra vez, y estoy viendo caer a Natasha.

Un alarido ensordecedor surge desde mis entrañas, estalla en mi garganta y utiliza cada centímetro de mi ser para hacerse escuchar.

El instinto me dice que no me mueva, pero todo lo demás me urge a que compruebe cómo está Khalil. Salto fuera del Impala y voy corriendo al otro lado. Khalil está mirando el cielo fijamente como si esperara ver a Dios. Tiene la boca abierta como si quisiera gritar. Grito con suficiente fuerza por los dos.

—No, no, no —sólo eso puedo decir, como si tuviera un año y fuera la única palabra que conociera. No estoy segura de cómo termino en el suelo junto a él. Mamá me dijo una vez que si le disparaban a alguien, tratara de detener el sangrado, pero hay tanta sangre. Demasiada sangre.

—No, no, no.

Khalil no se mueve. No pronuncia una sola palabra. Ni siquiera me mira. Su cuerpo se pone rígido, y ya se ha ido. Espero que vea a Dios.

Alguien grita.

Parpadeo entre mis lágrimas. El oficial Ciento Quince me grita, me apunta con la misma pistola con la que ha matado a mi amigo.

Levanto las manos.

3. En el original “nunya” (abreviatura de none of your business), que se utiliza en el argot callejero como respuesta brusca cuando alguien pregunta algo que no es de su incumbencia.

El odio que das

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