Читать книгу El odio que das - Angie Thomas - Страница 8

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CAPÍTULO 4

Esa noche, Natasha intenta convencerme de que la siga a la boca de riego, y Khalil me ruega que salga a dar una vuelta con él.

Fuerzo una sonrisa con los labios temblorosos, y les digo que no puedo pasar el rato con ellos. Insisten, y yo continúo diciendo que no.

La oscuridad se arrastra hacia ellos. Trato de advertirles, pero mi voz no responde. La sombra los traga en un instante. Y ahora se arrastra hacia mí. Retrocedo, sólo para encontrarla detrás de mí…

Despierto. Mi reloj resplandece con los números 23:05.

Como si succionara el aire, respiro profundamente. El sudor me pega la camiseta y los pantalones cortos de baloncesto a la piel. Cerca de aquí se escucha el ulular de las sirenas, y Brickz y otros perros ladran en respuesta.

Sentada en un costado de mi cama, me froto la cara, como si eso fuera a limpiarme la pesadilla. Es imposible que me vuelva a quedar dormida. Mucho menos si eso significa volver a verlos.

Tengo la garganta forrada de lija que ruega un poco de agua. Cuando mis pies tocan el suelo frío, se me pone la piel de gallina en todo el cuerpo. Papá siempre pone el aire acondicionado al máximo durante primavera y verano, por lo que la casa se convierte en un congelador de carne. Los demás morimos de frío, pero él lo disfruta, y dice: Un poco de frío nunca ha matado a nadie. Qué mentira más mala.

Me arrastro por el pasillo y a medio camino, antes de llegar a la cocina, escucho a mamá: ¿Por qué no pueden esperar? Acaba de ver morir a uno de sus mejores amigos. No tiene por qué revivir eso ahora.

Me detengo. La luz de la cocina se extiende hasta el pasillo.

—Tenemos que investigar, Lisa —dice una segunda voz. Es el tío Carlos, el hermano mayor de mamá—. Queremos averiguar la verdad tanto como cualquier otro.

—Querrás decir que queréis justificar lo que ha hecho ese cerdo —dice papá—. Qué investigación ni qué mierda.

—Maverick, no transformemos esto en algo que no es —dice el tío Carlos.

—Un niño negro de dieciséis años está muerto porque lo mató un policía blanco. ¿Qué otra cosa podría ser?

—¡Chis! —sisea mamá—. Bajad la voz. A Starr le ha costado muchísimo trabajo quedarse dormida.

El tío Carlos dice algo, pero en voz demasiado baja como para que pueda escucharlo. Me acerco más a la cocina.

—Esto no tiene que ver con ser negro o blanco —dice.

—Patrañas —dice papá—. Si esto fuera Riverton Hills y él se hubiera llamado Richie, no estaríamos teniendo esta conversación.

—He oído decir que pasaba droga —dice el tío Carlos.

—¿Y eso hace que se justifique el crimen? —pregunta papá.

—No he dicho eso, pero podría explicar la decisión de Brian, si es que se sintió amenazado.

Se me atraganta un no en la garganta que ansía que lo grite. Khalil no representaba ninguna amenaza esa noche.

¿Y qué hizo que el oficial pensara que era un vendedor de droga?

Espera. Brian. ¿Ése es el nombre de Ciento Quince?

—Ah, entonces lo conoces —se burla papá—. No me sorprende.

—Es un colega, sí, y un buen tipo, lo creas o no. Estoy seguro de que esto es duro para él. Quién sabe lo que pasó por su cabeza en ese momento.

—Tú mismo lo has dicho: pensó que Khalil era un traficante —dice papá—. Un maleante. ¿Pero por qué lo supuso? ¿Cómo? ¿Sólo con mirar a Khalil? Explícame eso, detective.

Silencio.

—Para empezar, ¿por qué iba ella en un coche con un camello? —pregunta el tío Carlos—. Lisa, te lo sigo diciendo, tienes que sacarla a ella y a Sekani de este barrio. Es nefasto.

—Lo he estado pensando.

—Y no nos iremos a ninguna parte —dice papá.

—Maverick, la niña ha sido testigo del asesinato de dos de sus amigos —dice mamá—. ¡Dos! Y sólo tiene dieciséis años.

—¡Y uno fue a manos de una persona que se suponía que debía protegerla! ¿Qué?, ¿crees que por irte a vivir junto a ellos te trataran de otra forma?

—¿Por qué para ti siempre tiene que ver con el tema de la raza? —pregunta el tío Carlos—. No nos están matando las demás razas tanto como lo estamos haciendo entre nosotros mismos.

—Ne-gro, por favor. Si yo mato a Tyrone, voy a la cárcel. Si un policía me mata, lo suspenden. Quizá.

—¿Sabes qué? No tiene sentido mantener esta conversación contigo —dice el tío Carlos—. ¿Por lo menos considerarías permitir que Starr hablara con los detectives que están al cargo del caso?

—Carlos, tal vez deberíamos buscarle primero un abogado —dice mamá.

—Por el momento no es necesario —dice él.

—Como tampoco era necesario que ese puerco apretara el gatillo —dice papá—. ¿De verdad crees que vamos a dejar que hablen con nuestra hija y tergiversen sus palabras porque no tiene abogado?

—¡Nadie va a tergiversar sus palabras! Ya te lo he dicho, nosotros también queremos descubrir la verdad.

—Ah, la verdad ya la sabemos, y no es eso lo que queremos —dice papá—. Nosotros queremos justicia.

El tío Carlos suspira.

—Lisa, cuanto antes hable con los detectives, mejor. Será un proceso sencillo. Lo único que tiene que hacer es responder algunas preguntas. Eso es todo. Todavía no hay necesidad de gastar dinero en un abogado.

—Con toda franqueza, Carlos, no queremos que nadie sepa que Starr estaba ahí —dice mamá—. Tiene miedo y yo también. ¿Quién sabe lo que podría pasar?

—Eso lo entiendo, pero te aseguro que estará protegida. Si no confías en el sistema, ¿al menos puedes confiar en mí?

—No lo sé —dice papá—. ¿Podemos?

—¿Sabes qué, Maverick? Ya me tienes hasta…

—Entonces puedes salir de mi casa.

—¡No sería tu casa si no fuera por mí y por Nana!

—¡Ya basta! —dice mamá.

Cambio mi peso de un pie al otro y, maldita sea, el suelo cruje, que es como si sonara una alarma. Mamá lanza una mirada hacia el pasillo, directamente hacia mí.

—Starr, nena, ¿qué haces despierta?

Ya no tengo más opción que entrar en la cocina. Los tres están sentados alrededor de la mesa, mis papás en pijama y el tío Carlos con pantalones deportivos y una sudadera.

—Hola, nena —dice—. No te hemos despertado, ¿verdad?

—No —respondo y me siento junto a mamá—. Ya estaba despierta. Pesadillas.

Todos me miran con lástima, aunque no lo he dicho por eso. Detesto la lástima.

—¿Qué haces aquí? —le pregunto al tío Carlos.

—A Sekani le dolía el estómago y me rogó que lo trajera a casa.

—Y tu tío ya se estaba despidiendo —agrega papá.

La mandíbula del tío Carlos se retuerce. Su rostro está más rechoncho desde que lo ascendieron a detective. Tiene la tez morena de mamá, como la llama Nana, y cuando se enfada, su rostro se torna rojo profundo, como ahora.

—Siento lo de Khalil, nenita —dice—. Justamente acabo de decirles a tus padres que a los detectives les gustaría que vinieras y respondieras unas cuantas preguntas.

—Pero no tienes que hacerlo si no quieres —dice papá.

—¿Sabes qué…? —empieza a decir el tío Carlos.

—Parad. ¿Podéis hacer el favor? —dice mamá, y me mira—. Munch, ¿quieres hablar con la policía?

Trago saliva. Quisiera poder decir que sí, pero no lo sé. Por un lado, es la policía. No es como hablar con cualquiera.

Por otro lado, es la policía. Uno de ellos mató a Khalil.

Pero el tío Carlos es policía, y no me pediría que hiciera algo que me perjudicara.

—¿Ayudará a que se haga justicia para Khalil? —pregunto.

El tío Carlos asiente.

—Así es.

—¿Estará Ciento Quince ahí?

—¿Quién?

—El oficial, es su número de placa —digo—. Lo recuerdo.

—Ah. No, él no estará ahí. Lo prometo. Todo saldrá bien.

Las promesas del tío Carlos son una garantía, incluso a veces más que las de mis padres. Nunca usa esa expresión a menos que lo haga absolutamente en serio.

—Está bien —confirmo—. Lo haré.

—Gracias —el tío Carlos se acerca y me da dos besos en la frente, como lo hacía cuando me llevaba a la cama a dormir—. Lisa, tráela después de la escuela el lunes. No debería tardar mucho tiempo.

Mamá se levanta y lo abraza.

—Gracias —lo acompaña por el pasillo hasta la puerta de entrada—. Cuídate, ¿de acuerdo? Y envíame un mensaje cuando hayas llegado a casa.

—Sí, señora. Te pareces a mamá —la molesta él.

—Me da igual. Más vale que envíes el mensaje…

—Está bien, está bien. Buenas noches.

Mamá regresa a la cocina, amarrándose la bata.

—Munch, tu padre y yo vamos a visitar a la señorita Rosalie mañana en lugar de ir a la iglesia. Si quieres acompañarnos, serás más que bienvenida.

—Sí —dice papá—. Y ningún tío te va a presionar para que vayas.

Mamá lo fulmina rápidamente con la mirada, luego se gira hacia mí.

—Entonces, ¿crees que estás lista para eso, Starr?

A decir verdad, hablar con la señorita Rosalie podría ser más difícil que hablar con la policía. Pero se lo debo a Khalil, visitar a su abuela. Quizás ella no sepa que yo fui testigo del disparo. Pero si de alguna manera lo sabe y quiere averiguar qué sucedió, tiene el derecho a preguntar más que nadie.

—Sí. Iré.

—Entonces, más vale que primero le busquemos un abogado —dice papá.

—Maverick —suspira mamá—. Si Carlos no cree que sea necesario todavía, confío en su juicio. Además, estaré con ella todo el tiempo.

—Me alegra que alguien confíe en su buen juicio —dice papá—. ¿Y has pensado realmente en que nos mudemos? Eso tenemos que hablarlo.

—Maverick, no pienso discutir acerca de ello esta noche.

—¿Cómo vamos a cambiar las cosas por aquí si…?

—¡Ma-ve-rick! —dice ella con los dientes apretados. Cada vez que mamá pronuncia un nombre así, separándolo en sílabas, más vale cruzar los dedos para que no sea el tuyo—. Te he dicho que no voy a discutir el tema contigo esta noche —ella lo mira de reojo, a la espera de una respuesta, pero no hay ninguna—. Trata de dormir un poco, nena —me dice, y me besa la mejilla antes de ir a su habitación.

Papá coloca todas las tazas en el fregadero y abre el frigorífico.

—¿Quieres uvas?

—Sí. ¿Por qué peleáis constantemente el tío Carlos y tú?

—Porque no hace más que entrometerse —pone un plato con uvas blancas en la mesa—. Lo digo en serio, nunca le he gustado. Pensaba que era una mala influencia para tu madre. Pero Lisa estaba desatada cuando la conocí, como toda chica que viene de una escuela católica.

Apuesto a que era más protector con mamá de lo que lo es Seven conmigo.

—Así es —dice—. Carlos se comportaba como si fuera su padre. Cuando estuve preso, os llevó a todos a vivir con él y me bloqueó las llamadas. Hasta la llevó a ver a un abogado experto en divorcios —me sonríe—. Pero no pudo deshacerse de mí.

Yo tenía tres años cuando papá fue a la cárcel, seis cuando salió. Está presente en muchos de mis recuerdos, pero en otros no: el primer día de clases, la primera vez que se me cayó un diente, la primera vez que anduve en bicicleta. En esos recuerdos, el rostro del tío Carlos está donde debería estar el de papá. Creo que ésa es la verdadera razón por la que siempre pelean.

Papá tamborilea sobre la superficie de caoba de la mesa del comedor, marcando el ritmo, tun-tun-tun.

—Las pesadillas desaparecerán después de un tiempo —dice—. Siempre son peores justo después.

Así ocurrió con Natasha.

—¿A cuánta gente has visto morir?

—La suficiente. Lo peor fue cuando mataron a mi primo André —sus dedos parecen rastrear por instinto el tatuaje que tiene en el antebrazo, una A con una corona encima—. Una venta de drogas se convirtió en robo y le dispararon dos veces en la cabeza. Justo frente a mí. De hecho, sucedió unos cuantos meses antes de que nacieras tú. Por eso te puse de nombre Starr, estrella —me dirige una pequeña sonrisa—. Mi luz durante toda esa oscuridad.

Se come unas uvas.

—Que no te asuste lo del lunes. Dile la verdad a la policía, y no dejes que hablen por ti. Dios te dio un cerebro. No necesitas el suyo. Y recuerda que no has hecho nada malo… ese cabrón lo hizo. No dejes que te hagan pensar lo contrario.

Algo me está molestando. Se lo quería preguntar al tío Carlos, pero no pude. Con papá es distinto. Mientras que el tío Carlos, de alguna manera, cumple las promesas imposibles, papá siempre es sincero conmigo.

—¿Crees que la policía quiere que haya justicia para Khalil? —le pregunto.

Tun-tun-tun. Tun… tun… tun. La verdad prodiga sombras sobre la cocina; la gente como nosotros en situaciones como ésta se convierte en un hashtag, pero rara vez obtiene justicia. Sin embargo, creo que todos esperamos esa única vez, esa única vez en la que todo termine bien.

Quizás ésta pueda serlo.

—No lo sé —dice papá—. Supongo que lo descubriremos.

La mañana del domingo aparcamos frente a una pequeña casa amarilla. Hay flores de colores brillantes que brotan bajo el cobertizo de la entrada. Solía sentarme allí con Khalil.

Mis padres y yo bajamos de la furgoneta. Papá lleva una bandeja de lasaña cubierta de papel aluminio que mamá ha preparado. Sekani todavía no se sentía bien, así que se ha quedado en casa. Seven está con él. Pero yo no creo que esté enfermo: Sekani siempre contrae algún tipo de virus en cuanto se acerca el final de las vacaciones de Semana Santa.

Al subir por el sendero de la casa de la señorita Rosalie, me lleno de recuerdos. Tengo los brazos y las piernas tatuados de cicatrices por las caídas en este pavimento. Una vez iba montada sobre el monopatín y Khalil me empujó porque me había saltado su turno. Cuando me levanté, le faltaba piel a toda mi rodilla. Nunca había gritado tan fuerte.

Jugábamos y saltábamos la cuerda en este sendero. Al principio, Khalil no quería jugar porque decía que eran cosas de niña. Pero siempre se daba por vencido cuando Natasha y yo decíamos que el ganador se llevaría un helado, o un paquete de caramelos. La señorita Rosalie era la Señora de los caramelos del barrio.

Yo pasaba en su casa casi tanto tiempo como en la mía. Mamá y la hija menor de la señorita Rosalie, Tammy, fueron amigas íntimas en la infancia. Cuando mamá se embarazó de mí, estaba en su último año de bachillerato, y Nana la echó de casa. La señorita Rosalie la acogió hasta que mis padres finalmente consiguieron hacerse con un apartamento propio. Mamá dice que la señorita Rosalie fue una de las personas que más la apoyó, y que incluso lloró en su graduación como si fuera su madre.

Tres años después, la señorita Rosalie nos vio a mamá y a mí en el ultramarinos Wyatt's, muchísimo antes de que se convirtiera en nuestra tienda. Le preguntó a mamá cómo le estaba yendo en la universidad. Mamá le contó que papá estaba en la cárcel, que ella no podía pagar la guardería y que Nana no quería cuidarme porque yo no era su bebé, y por lo tanto no era problema suyo, así que mamá estaba pensando en abandonar la escuela. La señorita Rosalie le dijo que me llevara a su casa al día siguiente y que más le valía no mencionar la palabra pago. Ella me cuidó a mí y luego a Sekani durante todo el tiempo que mamá estuvo en la escuela.

Mamá llama a la puerta, sacudiendo el mosquitero. La señorita Tammy está ahí, con una pañoleta envuelta en la cabeza, camiseta y pantalones deportivos. Le quita los pestillos, mientras grita por encima del hombro:

—Mamá, son Maverick, Lisa y Starr.

La sala tiene exactamente el mismo aspecto que cuando Khalil y yo jugábamos al escondite en ella. Todavía hay una funda de plástico en el sofá y en el sillón reclinable. Si te sientas demasiado tiempo ahí durante el verano y llevas pantalones cortos, el plástico prácticamente se te adhiere a las piernas.

—Hola, Tammy, nena —dice mamá, y se abrazan largo y tendido—. ¿Cómo va todo?

—Aquí estamos —la señorita Tammy abraza a papá y luego a mí—. Pero odio que sea ésta la razón por la que tengas que venir a casa.

Es tan raro ver a la señorita Tammy. Tiene el mismo aspecto que la madre de Khalil, la señorita Brenda, si no se metiera crack. Khalil también se parecía mucho a ella. Tiene los mismos ojos color avellana y hoyuelos en las mejillas. Una vez, Khalil dijo que hubiera preferido que la señorita Tammy fuera su madre para poder irse a vivir a Nueva York. Yo solía bromear y decirle que ella no tenía tiempo para él. Quisiera no haberle dicho eso jamás.

—¿Dónde quieres que ponga esta lasaña, Tam? —le pregunta papá.

—En el frigorífico, si encuentras espacio —dice, mientras él se dirige a la cocina—. Mamá dice que la gente trajo comida todo el día de ayer. Y anoche, cuando llegué, todavía le seguían trayendo. Parece como si todo el barrio hubiera pasado a hacer una visita.

—Así es el Jardín —dice mamá—. Si la gente no puede hacer otra cosa, cocina.

—Vaya que es cierto —la señorita Tammy señala el sofá—. Sentaos.

Mamá y yo nos sentamos, y papá regresa y nos acompaña. La señorita Tammy se sienta en el sillón reclinable donde normalmente se sienta la señorita Rosalie. Me ofrece una sonrisa triste.

—Starr, ¿sabes una cosa?, has crecido muchísimo desde la última vez que te vi. Tú y Khalil, los dos, habéis crecido tan…

Se le quiebra la voz. Mamá extiende la mano y le acaricia la rodilla. La señorita Tammy tarda un segundo en recuperarse, pero respira profundamente y me vuelve a sonreír.

—Me alegro de verte, nena.

—Sabemos que la señorita Rosalie nos va a decir que está perfectamente bien, Tam —dice papá—, ¿pero cómo se encuentra realmente?

—Estamos avanzando día a día. Por suerte, la quimioterapia está funcionando. Espero poder convencerla de que se vaya a vivir conmigo. Así puedo asegurarme de que consiga sus recetas médicas —suspira por la nariz—. No tenía la menor idea de que mamá tuviera tantas dificultades. Ni siquiera sabía que había perdido su trabajo. Ya sabéis cómo es. Nunca quiere pedir ayuda.

—¿Y qué hay de la señorita Brenda? —pregunto. Lo tengo que hacer. Khalil lo habría hecho.

—No lo sé, Starr. Bren… es complicado. No la hemos visto desde que nos dieron la noticia. No sabemos dónde está. Pero si la encontramos… no sé qué haremos.

—Os puedo ayudar a encontrar una clínica de rehabilitación para ella cerca de aquí —dice mamá—. Pero tiene que querer dejar las drogas realmente.

La señorita Tammy asiente.

—Ése es el problema. Pero creo… creo que finalmente esto la llevará a buscar ayuda, o la empujará al abismo. Espero que ocurra lo primero.

Cameron coge la mano de su abuela mientras la lleva a la sala como si fuera la reina del mundo vestida en bata. Parece más delgada, pero fuerte para ser alguien que está pasando por quimioterapia y todo eso. El pañuelo que envuelve su cabeza aumenta su majestuosidad: una reina africana, y todos nos sentimos bendecidos por estar ante su presencia.

Los demás nos ponemos en pie.

Mamá abraza a Cameron y le besa una de sus mejillas regordetas. Khalil lo llamaba Ardilla por sus mejillas, pero no le permitía a nadie que dijera que su hermanito estaba gordo.

Papá choca palmas con él, y terminan en un abrazo.

—¿Qué hay, hombre? ¿Estás bien?

—Sí, señor.

Una sonrisa grande y amplia se esboza en el rostro de la señorita Rosalie. Extiende los brazos, y doy un paso para adentrarme en el abrazo más emotivo que haya recibido jamás de alguien que no sea mi pariente. Además, no hay lástima. Sólo amor y fuerza. Supongo que sabe que necesito un poco de ambas cosas.

—Mi nena —dice. Se echa hacia atrás y me mira, las lágrimas se desbordan por sus ojos—. Se marchó y se hizo grande.

También abraza a mis padres. La señorita Tammy la deja sentarse en el sillón. La señorita Rosalie palmea en el borde del sofá más cercano a ella, así que me siento ahí. Me sostiene la mano y frota su pulgar por encima.

—Hum —dice—. ¡Hummm!

Es como si mi mano le estuviera contando una historia y ella respondiera. La escucha durante un tiempo y luego dice:

—Me alegra tanto que hayas venido. Quería hablar contigo.

—Sí, señora —digo lo que se supone que debo decir.

—Tú fuiste la mejor amiga que ese niño tuvo jamás.

Esta vez no puedo decir lo que se supone que debo decir.

—Señorita Rosalie, no estábamos tan unidos como…

—No me importa, nena —dice ella—. Khalil nunca tuvo otra amiga como tú. Eso es un hecho, lo sé.

Trago saliva.

—Sí, señora.

—La policía me dijo que tú eres la que estaba con él cuando pasó.

Lo sabe.

—Sí, señora.

Estoy en pie sobre los raíles y observo el tren que avanza a toda prisa hacia mí, me tenso y espero el impacto, el momento en que ella pregunte qué ocurrió.

Pero el tren se desvía hacia otra vía.

—Maverick, él quería hablar contigo. Quería que lo ayudaras.

Papá se endereza.

—¿En serio?

—Así es. Estaba vendiendo esa porquería.

Siento que algo me abandona. Quiero decir, me lo imaginaba, pero saber que es verdad…

Duele.

Juro que quiero insultar a Khalil. ¿Cómo podía vender la misma porquería que le arrebató a su madre? ¿Se daba cuenta de que estaba quitándole su madre a otro como él?

¿Se daba cuenta de que así se volvía un hashtag, algunas personas lo verían tan sólo como un vendedor de drogas?

Él era mucho más que eso.

—Pero quería dejarlo —dice la señorita Rosalie—. Me dijo: Abuela, no puedo quedarme atrapado en esto. El señor Maverick dice que sólo conduce a dos cosas, o a la tumba o a la cárcel, y no quiero ninguna de las dos. Te respetaba, Maverick. Mucho. Fuiste el padre que nunca tuvo.

No lo puedo explicar, pero algo también abandona a papá. Se le nublan los ojos y asiente. Mamá le acaricia la espalda.

—Traté de hacerlo entrar en razón —dice la señorita Rosalie—, pero este barrio hace que los jóvenes se vuelvan sordos a lo que les dicen sus mayores. La parte del dinero no ayudó. Iba por ahí, pagando cuentas, comprándose zapatillas nuevas y otras porquerías. Pero sé que recordaba las cosas que le contaste con el transcurrir de los años, Maverick, y eso me dio mucha fe.

—Sigo pensando que, si tan sólo dispusiera de otro día o… —la señorita Rosalie se cubre los labios temblorosos. La señorita Tammy se dirige hacia ella, pero ésta le dice—: Estoy bien, Tam —me mira—. Me alegra que no estuviera solo, pero me alegra todavía más saber que fuiste tú la que estuvo con él. Es lo único que necesito saber. No necesito detalles ni nada más. Me basta con saber que estuviste con él.

Como papá, lo único que puedo hacer es asentir.

Pero mientras cojo la mano de la abuela de Khalil, veo la angustia en sus ojos. El hermanito de Khalil ya no puede sonreír. ¿Y qué más da si la gente termina pensando que era un maleante y nunca le importa lo que fue de él? A nosotros nos importa.

Khalil nos importa, y no las cosas que hizo. Hay que olvidarse de todo los demás.

Mamá se estira frente a mí y coloca un sobre en el regazo de la señorita Rosalie.

—Queríamos darle esto.

La señorita Rosalie lo abre, y alcanzo a ver un gran fajo de dinero dentro.

—¿Pero qué…? Sabéis que no puedo aceptar esto.

—Claro que puede —dice papá—. No se nos ha olvidado cómo cuidó a Starr y a Sekani. No íbamos a dejarla con las manos vacías.

—Y sabemos que están tratando de pagar el funeral —dice mamá—. Esperemos que eso ayude. Además, también estamos recaudando fondos en el barrio. Así que no se preocupe por nada.

La señorita Rosalie se enjuga una nueva oleada de lágrimas.

—Les devolveré cada centavo.

—¿Le hemos dicho que tiene que hacerlo? —pregunta papá—. Concéntrese en mejorarse, ¿de acuerdo? Y si se le ocurre darnos dinero, se lo devolveremos de inmediato, lo juro por Dios.

Hay muchas más lágrimas y abrazos. La señorita Rosalie me da un helado para el camino, con un brillante sirope rojo encima. Siempre los adereza para que estén extradulces.

Mientras nos vamos, recuerdo cómo Khalil solía ir corriendo hasta el coche cuando yo estaba a punto de irme. El sol brillaba en las grasosas rayas que separaban sus trenzas africanas, y el brillo en sus ojos era igual de luminoso. Él tocaba la ventanilla, yo la bajaba, y me decía con una sonrisa pilla: Hola, hola, caracola.

En ese entonces yo dejaba escapar risitas detrás de mi propia sonrisa de pilluela. Ahora se me escapan las lágrimas. Decir adiós duele más cuando la otra persona ya se ha ido. Lo imagino de pie junto a mi ventanilla y sonrío por él: Adiós, corazón de arroz.

El odio que das

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