Читать книгу El odio que das - Angie Thomas - Страница 7

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CAPÍTULO 3

Dejan el cuerpo de Khalil en el pavimento como si fuera un elemento probatorio. Las luces de las patrullas y las ambulancias parpadean por toda la calle Carnation. La gente se detiene a un lado, intentando ver qué ha sucedido.

—Mierda, hermano —dice alguien—. ¡Lo han matado!

Los oficiales le piden a la multitud que se disperse. Nadie escucha.

Los paramédicos no pueden hacer una mierda por Khalil, así que me suben a la parte de atrás de la ambulancia como si yo necesitara ayuda. Las luces brillantes me convierten en el centro de atención y la gente se asoma para mirar.

No me siento especial. Me siento enferma.

La policía registra el coche de Khalil. Intento decirles que se detengan. Por favor, cúbranle el cuerpo. Por favor, ciérrenle los ojos. Por favor, ciérrenle la boca. Aléjense del coche. No toquen su cepillo. Pero las palabras nunca salen.

Ciento Quince está sentado en la acera con la cara entre las manos. Otros oficiales le dan palmadas en el hombro y le dicen que todo saldrá bien.

Finalmente le ponen una sábana encima a Khalil. No puede respirar debajo de ella. Yo no puedo respirar.

No puedo.

Respirar.

Jadeo.

Y jadeo.

Y jadeo.

—¿Starr?

Aparecen unos ojos marrones con pestañas largas frente a mí. Son como los míos.

No le pude decir mucho a la policía, pero al menos logré darles los nombres y teléfonos de mis padres.

—Hola —dice papá—. Ven, vamos.

Abro la boca para responder. Me sale un sollozo.

Alguien aparta a papá a un lado, y mamá me envuelve entre sus brazos. Me acaricia la espalda y me dice mentiras en voz baja.

—Todo va bien, nena. Todo va bien.

Nos quedamos así durante mucho tiempo. Pasado un rato, papá nos ayuda a bajar de la ambulancia. Me envuelve con su brazo como un escudo protector contra los ojos curiosos y me guía a su Tahoe, aparcado un poco más adelante.

Conduce. Una farola destella sobre su rostro y muestra lo tensa que está su mandíbula. Sus venas se abultan a lo largo de su cabeza calva.

Mamá lleva puesta su bata de enfermera, la que tiene patitos de hule. Esta noche ha hecho doble turno en la sala de emergencias. Se limpia los ojos unas cuantas veces, pensando, probablemente, en Khalil o en cómo podría haber sido yo la que estuviera tirada en la calle.

Se me revuelve el estómago. Toda esa sangre, toda salió de él. Tengo parte de ella en las manos, en la sudadera de Seven, en mis pies. Hace una hora reíamos y nos poníamos al día. Ahora su sangre…

Se me acumula la saliva caliente en la boca. Se me revuelve más el estómago. Me da una arcada.

Mamá me mira por el espejo retrovisor.

—Maverick, ¡para!

Me lanzo por el asiento trasero y abro la puerta de un empujón antes de que la furgoneta se detenga por completo. Siento como si todo quisiera salir, y lo único que puedo hacer es dejarlo escapar.

Mamá salta de la furgoneta y la rodea hasta llegar a mí. Me quita el cabello del rostro y me acaricia la espalda.

—Lo siento tanto, nena —me dice.

Cuando llegamos a casa, me ayuda a desvestirme. La sudadera de Seven y mis Jordan desaparecen en una bolsa de basura negra, para no volver a verlos nunca más.

Me siento en una bañera de agua humeante y restriego las manos hasta dejarlas en carne viva para quitarme la sangre de Khalil. Papá me lleva en brazos a la cama, y mamá me acaricia el cabello con los dedos hasta que me quedo dormida.

Despierto con pesadillas una y otra vez. Mamá me recuerda que respire, como lo hacía antes de que me curara del asma. Creo que se queda en mi habitación toda la noche, porque cada vez que despierto, está sentada junto a mí.

Pero esta vez no está. Mis ojos pugnan contra la luminosidad de mis paredes azul neón. El reloj dice que son las cinco de la mañana. Mi cuerpo está tan acostumbrado a despertarse a las cinco que no le importa si es sábado.

Me quedo mirando las estrellas que brillan en la oscuridad adheridas al techo, tratando de recapitular la noche anterior. Por mi cabeza pasan la fiesta, la pelea, Ciento Quince obligando a Khalil y a mí a detenernos. El primer disparo resuena en mis oídos. El segundo. El tercero.

Estoy acostada en la cama. Khalil está acostado en la morgue del condado.

También Natasha terminó ahí. Sucedió hace seis años, pero todavía recuerdo cada detalle de ese día. Yo estaba barriendo el suelo en nuestra tienda, ahorrando para comprarme mi primer par de Jordan, cuando entró corriendo Natasha. Era regordeta (su madre decía que eran sus michelines de bebé), de piel oscura, y llevaba el pelo en trenzas que siempre parecían recién hechas. Yo me moría por tener unas trenzas como las suyas.

—Starr, ¡ha estallado la boca de riego de la calle Elm! —exclamó.

Eso era como decir que teníamos un parque acuático gratis. Recuerdo que miré a papá y le rogué en silencio. Me dijo que podía ir, con tal de que prometiera volver en una hora.

Creo que nunca vi el agua dispararse tan alto como ese día. Casi toda la gente del barrio estaba ahí. Se divertían sin más. Al principio fui la única que notó el coche.

Un brazo tatuado se estiró por la ventana trasera, sosteniendo una Glock. La gente corrió. Pero yo no. Mis pies se volvieron parte de la acera. Natasha estaba chapoteando en el agua, feliz. Luego…

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

Me lancé hacia un rosal. Para cuando me levanté, alguien estaba gritando: ¡Llamad al cero sesenta y uno! Al principio pensé que era yo, porque tenía sangre en la camisa. Me había arañado con las espinas del rosal, pero eso fue todo. Se trataba de Natasha. Su sangre se empezó a mezclar con el agua, y lo único que podía verse era un río rojo que bajaba corriendo por la calle.

Parecía asustada. Teníamos diez años, y no sabíamos qué pasaba después de morir. Joder, todavía no lo sé, y ella se vio obligada a descubrirlo, aunque no lo quisiera.

Sé que no quería que sucediera, y Khalil tampoco lo quería.

Mi puerta se abre con un crujido y mamá se asoma. Intenta sonreír.

—Mira quién se ha despertado.

Se hunde en el lugar de siempre de la cama y me toca la frente, aunque no tengo fiebre. Se pasa tanto tiempo cuidando a niños enfermos que es su primer instinto.

—¿Cómo te sientes, Munch?

Ese apodo. Quiere decir masticar, y eso es lo que mis padres juran que hacía todo el tiempo después de que dejara de tomar el biberón. Ahora ya he perdido mi gran apetito, pero el apodo no.

—Cansada —le digo. Mi voz suena demasiado grave—. Quiero quedarme en cama.

—Lo sé, nena, pero no quiero que estés aquí sola.

Eso es lo único que quiero: estar sola. Se me queda mirando, pero siento como si mirara a la que solía ser, a su niñita de coletas y dientes torcidos que juraba ser una Supernena. Es extraño, pero también es como una manta en la que quisiera que me envolvieran.

—Te quiero —dice.

—Yo también.

Se levanta y extiende las manos.

—Vamos. Hay que prepararte algo de comer.

Caminamos lentamente hacia la cocina. Jesús Negro está colgado de la cruz en una pintura sobre la pared del pasillo y, en la foto que está junto a él, Malcolm X sostiene una escopeta. Nana todavía se queja de que esas imágenes estén colgadas una junto a la otra.

Vivimos en su antigua casa. Se la dejó a mis padres después de que mi tío Carlos la llevara consigo a su gigantesca casa del barrio residencial. El tío Carlos siempre estaba intranquilo porque Nana vivía sola en Garden Heights, en especial por los allanamientos y robos que parecen sucederle más a la gente mayor. Pero Nana no se considera vieja. Se negó a irse, diciendo que era su hogar y que ningún maleante la iba a echar de ahí, ni siquiera cuando entraron y le robaron la televisión. Un mes después, el tío Carlos dijo que él y la tía Pam necesitaban que ella les ayudara con los niños. Como, según Nana, la tía Pam no es capaz de cocinar una mierda para alimentar a esas pobres criaturas, finalmente accedió a mudarse. Pero nuestra casa no ha perdido su esencia, con su aroma permanente a pétalos, papel tapiz de flores y detalles en rosa en casi todas las habitaciones.

Papá y Seven están hablando en la cocina. Se callan en cuanto entramos.

—Buenos días, mi niña —papá se levanta de la mesa y me besa en la frente—. ¿Has dormido bien?

—Sí —le miento mientras me guía hasta una silla. Seven sólo se me queda mirando.

Mamá abre el frigorífico, cuya puerta está repleta de menús de comida para llevar e imanes con forma de fruta.

—Muy bien, Munch —me dice—, ¿quieres beicon de pavo o normal?

—Normal —me sorprende que me den la opción. Nunca comemos cerdo. No somos musulmanes, sino algo así como crisulmanes. Mamá se volvió miembro de la Iglesia de Cristo antes de que yo naciera. Papá cree en Jesús Negro, pero sigue el Programa de los Diez Puntos de los Panteras Negras más que los Diez Mandamientos. Coincide en algunas cosas con la Nación del Islam, pero no ha podido superar el hecho de que quizá fueron ellos los que mataran a Malcolm X.

—Cerdo en mi casa —refunfuña papá, y se sienta junto a mí. Seven esboza una sonrisita burlona frente a él. Seven y papá parecen esas fotos que muestran la progresión de la edad, las que te muestran cuando alguien ha desaparecido durante mucho tiempo. Basta meter a mi hermanito, Sekani, ahí dentro, y tienes a la misma persona a los ocho, a los diecisiete y a los treinta y seis años. Son morenos oscuro, esbeltos, y tienen cejas gruesas y pestañas largas que casi parecen femeninas. Las rastas de Seven están lo suficientemente largas como para darle una mata de pelo tanto a papá, calvo, como a Sekani, que tiene el pelo corto.

En cuanto a mí, es como si Dios hubiera mezclado los tonos de piel de mis padres en una cubeta de pintura para obtener mi tez medio morena. Heredé las pestañas de papá… aunque también tengo la maldición de sus cejas. Aparte de eso, me parezco principalmente a mamá, con ojos grandes de un tono marrón y una frente quizás un poco demasiado amplia.

Mamá camina por detrás de Seven y le aprieta el hombro.

—Gracias por quedarte con tu hermano anoche para que pudiéramos… —se le quiebra la voz, pero el recordatorio de lo que pasó queda suspendido en el aire. Se aclara la garganta—. Lo apreciamos mucho.

—No hay problema. Me urgía salir de casa.

—¿King pasó la noche allí? —pregunta papá.

—Como si se hubiera mudado, en realidad. Iesha estaba hablando de cómo podían ser una familia…

—Eh —dice papá—. Es tu madre, niño. No la llames por su nombre como si fueras un adulto.

—Alguien necesita ser un adulto en esa casa —dice mamá. Saca una sartén y lanza un grito por el pasillo—. Sekani, es la última vez que te lo digo. Si quieres ir a casa de Carlos a pasar el fin de semana, ¡más vale que te levantes! No voy a llegar tarde al trabajo por tu culpa —supongo que tiene que hacer un turno de día para compensar el de anoche.

—Papá, ya sabes lo que va a pasar —dice Seven—. Él la golpeará y ella lo echará de casa. Luego él regresará diciendo que ya ha cambiado. La única diferencia es que esta vez no voy a dejar que me ponga la mano encima.

—Siempre puedes venir a vivir con nosotros —dice papá.

—Lo sé, pero no puedo dejar a Kenya y a Lyric. Ese tonto está lo suficientemente loco como para maltratarlas también a ellas. No le importa que sean sus hijas.

—Está bien —dice papá—. Pero no te enfrentes a él. Si te pone una mano encima, deja que yo me encargue.

Seven asiente y luego me mira. Abre la boca y la deja abierta un rato antes de decirme:

—Siento lo de anoche, Starr.

Finalmente alguien reconoce la nube que se cierne sobre la cocina, lo que por alguna razón es como reconocerme a mí también.

—Gracias —le digo, aunque suena raro decirlo. No merezco tanta compasión. La familia de Khalil, sí.

Sólo se escucha el beicon crujiendo y explotando en la sartén. Es como si yo tuviera puesto un sello en la frente que indicara Frágil, y en vez de arriesgarse a decir algo que me pueda romper, prefiriesen guardar silencio.

Pero el silencio es peor.

—Tomé prestada tu sudadera, Seven —mascullo. Es algo que digo sin pensar, pero es mejor que nada—. La azul. Mamá tuvo que tirarla. La sangre de Khalil —trago saliva—. Se manchó con sangre de Khalil.

—Oh…

Es lo único que alguien dice durante un minuto.

Mamá se vuelve hacia la sartén.

—Esto no tiene ningún sentido. Ese bebé… —dice con voz áspera—. Sólo era un bebé.

Papá niega con la cabeza.

—Ese niño nunca le hizo daño a nadie. No se merecía esa mierda.

—¿Por qué le dispararon? —pregunta Seven—. ¿Era una amenaza o algo así?

—No —digo en voz baja.

Me quedo observando la mesa. Puedo sentir la mirada de todos sobre mí otra vez.

—No hizo nada —digo—. No hicimos nada. Khalil ni siquiera llevaba pistola.

Papá exhala el aliento lentamente.

—La gente de aquí se va a poner como loca cuando se entere de eso.

—La gente del barrio ya lo está discutiendo en Twitter —dice Seven—. Lo vi anoche.

—¿Mencionaron a tu hermana? —pregunta mamá.

—No. Sólo mensajes de rip Khalil, a la mierda la policía, cosas así. Creo que no conocen los detalles.

—¿Qué me pasará cuando se conozcan los detalles? —pregunto.

—¿A qué te refieres, nena? —pregunta mamá.

—Aparte del oficial, yo soy la única persona que estaba ahí. Y ya habéis visto cosas parecidas antes. Acaban en el telediario nacional. Amenazan de muerte a la gente, la policía los pone en el punto de mira, todo tipo de cosas.

—No voy a dejar que te pase nada —dice papá—. Ninguno de nosotros lo permitirá —se queda mirando a mamá y a Seven—. No le vamos a decir a nadie que Starr estaba ahí.

—¿Sekani debería saberlo? —pregunta Seven.

—No —dice mamá—. Es mejor que no lo sepa. Por ahora guardaremos silencio.

Lo he visto suceder una y otra vez: matan a una persona negra sólo por ser negra, y es como si se abriera la caja de Pandora. Yo misma he tuiteado hashtags de rip, compartido fotos en Tumblr y firmado cada petición que ha salido. Siempre dije que si veía que esto le pasaba a alguien, yo sería la que gritaría más fuerte para asegurarme de que el mundo se enterara de lo ocurrido.

Ahora soy esa persona, y tengo demasiado miedo para hablar.

Quiero quedarme en casa para ver El príncipe de Bel-Air, mi programa favorito, sin lugar a dudas. Creo que puedo repetir cada episodio palabra por palabra. Sí, es divertidísimo, pero también es como ver partes de mi vida en pantalla. Hasta me siento reflejada en la canción de la serie: súbitamente unos maleantes, aún ignoro por qué, buscaron problemas y mataron a Natasha. Mis padres se asustaron, y aunque no me mandaron con mis tíos a un barrio rico, quisieron que estudiara en una escuela privada de alto nivel.

Sólo quisiera ser yo misma en Williamson, como Will era él mismo en Bel-Air.

Además, casi prefiero quedarme en casa para contestar las llamadas de Chris. Después de anoche, siento que es una tontería seguir enfadada con él. O podría llamar a Hailey y Maya, las que según Kenya no cuentan como amigas mías. Supongo que entiendo por qué lo dice. Nunca las invito a casa. ¿Por qué habría de hacerlo? Viven en pequeñas mansiones. Mi casa sólo es pequeña.

En séptimo curso cometí el error de invitarlas a pasar la noche a casa. Mamá iba a dejarnos pintarnos las uñas, quedarnos despiertas toda la noche y comer toda la pizza que quisiéramos. Iba a ser tan increíble como esos fines de semana que pasamos en casa de Hailey. Los que todavía pasamos a veces. Invité a Kenya también, para poder pasar un rato con las tres.

Hailey no vino. Su padre no quería que pasara la noche en el gueto. Escuché a mis papás decir eso. Maya vino, pero terminó por pedirles a sus padres que vinieran a recogerla esa misma noche. Hubo un tiroteo al otro lado de la esquina, y los disparos la asustaron.

Fue entonces cuando me di cuenta de que Williamson es un mundo, que Garden Heights es otro, y que tengo que mantenerlos separados.

Pero no importa qué esté pensando en hacer hoy: mis padres tienen sus propios planes para mí. Mamá me dice que me vaya a la tienda con papá. Antes de irse a trabajar, Seven viene a mi habitación con su polo de Best Buy y sus pantalones chinos, y me da un abrazo.

—Te quiero —dice.

¿Lo veis?, por eso odio que alguien muera. La gente hace cosas que normalmente no haría. Hasta mamá me abraza más tiempo y con más fuerza y más compasión que cuando lo hace porque sí. Sekani, por otro lado, me roba el beicon del plato, fisga en mi teléfono y me pisa el pie a propósito al salir. Lo amo por eso.

Le llevo un plato de comida para perros y sobras de beicon a nuestro pit bull, Brickz. Papá le puso ese nombre, que quiere decir ladrillos, porque siempre ha sido así de pesado. En cuanto me ve, pega un salto y forcejea para soltarse de la cadena. Y cuando me acerco lo suficiente, el pedazo de hiperactivo salta hacia mí y casi me tumba.

—¡Quieto! —le digo. Se agazapa sobre el césped y se me queda mirando, gimoteando con sus grandes ojos de cachorro. Es la versión Brickz de una disculpa.

Sé que los pit bull pueden ser agresivos, pero la mayor parte del tiempo Brickz es un bebé. Un bebé muy grande. Claro que si alguien pretendiera entrar a robar en casa o algo así, no se toparía con el bebé Brickz.

Mientras le pongo de comer a Brickz y le vuelvo a llenar el plato de agua, papá recoge manojos de col de su jardín. Corta rosas que tienen brotes tan grandes como la palma de mi mano. Papá pasa horas aquí afuera cada noche, plantando, arando y hablando. Dice que un buen jardín necesita una buena conversación.

Media hora después, estamos en su furgoneta con las ventanas abajo. En la radio, Marvin Gaye pregunta qué está pasando. Todavía está oscuro, aunque el sol ya se asoma entre las nubes, y casi no hay nadie afuera. Se puede escuchar el estruendo de los camiones de doble remolque en la autopista cuando es tan temprano.

Papá tararea con Marvin, pero desafina más que un gato en celo. Lleva puesta una sudadera de los Lakers sin camiseta debajo, y revela los tatuajes que le cubren los brazos. Una de mis fotos de bebé, grabada permanentemente en su brazo y con la frase Algo por lo que vale la pena vivir, algo por lo que vale la pena morir escrita debajo, me devuelve la sonrisa. Seven y Sekani están en su otro brazo con la misma frase. Cartas de amor en su forma más simple.

—¿Quieres hablar de lo de anoche? —pregunta.

—Mejor no.

—Está bien. Cuando quieras.

Otra carta de amor en su forma más simple.

Giramos sobre la avenida Marigold, donde Garden Heights está despertando. Algunas señoras con chales floreados salen de la lavandería cargando con grandes cestos de ropa. El señor Reuben quita el candado a las cadenas de su restaurante. Su sobrino, Tim, el cocinero, se deja caer contra la pared y se despoja de la modorra de los ojos. La señorita Yvette bosteza mientras entra en su salón de belleza. Las luces están encendidas en la licorería Top Shelf Wine & Spirits, pero siempre lo están.

Papá aparca frente al ultramarinos Carter, la tienda de nuestra familia. La compró cuando yo tenía nueve años, después de que el dueño anterior, el señor Wyatt, dejara Garden Heights para ir a sentarse a la playa todo el día para ver a las muchachas guapas (palabras de él, no mías). El señor Wyatt fue la única persona que contrató a papá cuando salió de la cárcel, y luego dijo que él era la única persona en quien confiaba para administrar la tienda.

Comparada con el Walmart situado en el lado este de Garden Heights, nuestra tienda es minúscula. Las ventanas y la puerta están protegidas con barras de metal pintadas de blanco. Hacen que la tienda parezca una cárcel.

El señor Lewis, de la peluquería de al lado, está de pie enfrente, con los brazos cruzados sobre su enorme barriga. Mira a papá con los ojos entornados.

Papá suspira.

—Ya estamos.

Bajamos rápidamente. El señor Lewis hace algunos de los mejores cortes de pelo de Garden Heights —el high-top fade de Sekani, con las puntas muy altas en la parte de arriba y degradado en las sienes, es prueba fehaciente de ello— pero él mismo lleva un afro desordenado. Su estómago estorba la vista de sus pies, y desde que murió su esposa, nadie le ha dicho que lleva los pantalones demasiado cortos y que sus calcetines no siempre combinan. Hoy, uno es de rayas y el otro de rombos.

—La tienda solía abrir a las cinco cincuenta y cinco en punto —dice—. ¡Cinco cincuenta y cinco!

Son las 6:05.

Papá abre a la puerta de enfrente.

—Lo sé, señor Lewis, pero no llevo la tienda como lo hacía Wyatt, ya se lo he dicho.

—Eso me queda claro. Primero quitas sus fotos: quién diablos reemplaza una foto del doctor Martin Luther King por la de un don nadie…

—Huey Newton4 no es ningún don nadie.

—¡No es ningún doctor King! Y luego contrata a maleantes para trabajar aquí. Supe que ese chico Khalil hizo que lo mataran anoche. Probablemente vendía esa porquería —la mirada del señor Lewis recorre desde la sudadera de baloncesto de papá hasta sus tatuajes—. Me pregunto de dónde habrá sacado esa idea.

Papá aprieta el mentón.

—Starr, ponle la cafetera al señor Lewis.

Para que se largue de una maldita vez: completo la oración.

Activo el interruptor de la cafetera en la mesa de autoservicio, la que Huey Newton vigila desde una foto con el puño levantado como símbolo del Poder Negro.

Se supone que debo reemplazar el filtro y ponerle café y agua frescos, pero por la manera en que ha hablado de Khalil, al señor Lewis le tocará un café hecho con las sobras de ayer.

Cojea entre los pasillos y coge un pan de miel, una manzana y un paquete de queso de cerdo. Me da el pan.

—Caliéntalo, niña. Y más vale que no lo cocines de más.

Lo dejo en el microondas hasta que la envoltura de plástico se hincha y se abre. El señor Lewis se lo come en cuanto lo saco.

—¡Está muy caliente! —mastica y sopla a la vez—. Lo has calentado demasiado tiempo, niña. ¡Casi me quemo la boca!

Cuando el señor Lewis se va, papá me guiña el ojo.

Entran los clientes de siempre, como la señora Jackson, que insiste en comprarle verduras a papá y a nadie más. Cuatro chicos de ojos enrojecidos y pantalones holgados que compran prácticamente todas las bolsas de patatas fritas que tenemos. Papá les dice que es muy temprano para estar tan fumados, y ellos se ríen con demasiada fuerza. Uno lía su próximo cigarro al salir. Alrededor de las once, la señora Rooks compra unas rosas y aperitivos para su reunión del club de bridge. Tiene los ojos mustios y fundas de oro en los dientes incisivos. También su peluca es de color dorado.

—Tienes que poner unos billetes de lotería aquí, cariño —dice mientras papá le cobra y yo guardo sus cosas en bolsas—. ¡Esta noche el premio llega a trescientos millones!

Papá sonríe.

—¿Ah, sí? ¿Y entonces quién nos haría esos pasteles red velvet tan deliciosos?

—Alguien más, porque yo ya no estaría —señala al mostrador con cigarrillos que está detrás de nosotros—. Cariño, pásame una cajetilla de Newport.

Ésos también son los favoritos de Nana. Solían ser los favoritos de papá antes de que yo le rogara que dejara de fumar. Le paso una cajetilla a la señora Rooks.

Ella me mira fijamente momentos después, golpeando la cajetilla contra la palma de su mano, y espero eso. La compasión.

—Cariño, escuché lo que le pasó al nieto de Rosalie —dice—. Lo siento tanto. Vosotros erais amigos, ¿no es así?

El erais me duele, pero sólo contesto:

—Sí, señora.

—¡Hum! —niega con la cabeza—. Dios, ten piedad de nosotros. Casi se me rompe el corazón cuando lo supe. Intenté ir a ver a Rosalie anoche, pero ya había demasiada gente en su casa. Pobre. Con todo lo que está viviendo, y ahora esto. Barbara dijo que Rosalie no está segura de cómo pagará el entierro. Estamos viendo si juntamos algo de dinero entre todos. ¿Crees que podrías ayudarnos, Maverick?

—Claro que sí. Díganme qué necesitan, y está hecho.

Irradia una sonrisa con esos dientes de oro.

—Chico, qué gusto ver hasta dónde te trajo el Señor. Tu madre estaría orgullosa.

Papá asiente con pesadumbre. La abuela se fue hace diez años: lo suficiente como para que papá no llore todos los días, pero tan reciente que si alguien la menciona, se deprime.

—Y mira a esta niña —dice la señora Rooks, mirándome—. Es Lisa hasta el último hueso. Maverick, más vale que la cuides. Estos chicos de por aquí van a empezar a intentarlo.

—Más vale que se cuiden ellos. Ya sabes que no lo voy a tolerar. No puede salir con nadie hasta que cumpla los cuarenta.

Mi mano vaga hacia mi bolsillo, pensando en Chris y sus mensajes. Mierda, he dejado mi teléfono en casa. No necesito decir que papá no sabe absolutamente nada de él. Ya llevamos más de un año juntos. Seven lo sabe, porque lo conoció en la escuela, y mamá lo dedujo cuando Chris empezó a visitarme a casa del tío Carlos, diciendo que era mi amigo. Un día entraron el tío Carlos y ella mientras nos besábamos, y dijeron que los amigos no se besan así. Nunca había visto a Chris ponerse tan rojo en mi vida.

Ella y Seven aceptan que yo salga con Chris, aunque, si por Seven fuera, vestiría los hábitos. En fin… No tengo las agallas para decírselo a papá. Y no es sólo porque no quiere que salga con nadie todavía. El asunto principal es que Chris es blanco.

Al principio pensaba que mamá me diría algo al respecto, pero se puso en plan: puede tener más lunares que un dálmata mientras no sea un criminal y te trate bien. Papá, por otro lado, se pasa el tiempo despotricando sobre cómo Halle Berry se comporta como si ya no pudiera salir con otros hermanos, y lo mal que está eso. Me refiero a que cada vez que descubre que alguien negro sale con alguien blanco, de repente les ve algo malo. Y no quiero que me vea así.

Por suerte mamá no se lo ha contado. Se niega a ponerse en medio de esa pelea. Es mi novio y es mi responsabilidad contárselo a papá.

La señora Rooks se va. Segundos después, suena la campana. Kenya entra en la tienda pavoneándose. Sus zapatillas están guay: unas Bazooka Joe Nike Dunk que no he agregado a mi colección. Kenya siempre lleva el último modelo.

Se dirige al pasillo, por lo de siempre.

—Hola, Starr. Hola, tío Maverick.

—Hola, Kenya —contesta papá, aunque no es su tío, sino el padre de su hermano—. ¿Va todo bien?

Ella vuelve con su típica bolsa jumbo de Hot Cheetos y una Sprite.

—Sí. Mamá quiere saber si mi hermano ha pasado la noche con vosotros.

Otra vez se refiere a Seven como mi hermano, como si fuera la única que tuviera derecho a serlo. Me toca las narices.

—Dile a tu madre que la llamará más tarde —responde papá.

—Vale —Kenya paga sus cosas y me mira a los ojos. Ladea un poco la cabeza.

—Voy a barrer los pasillos —le digo a papá.

Kenya me sigue. Cojo la escoba y voy al pasillo de frutas y verduras, al otro lado de la tienda. A esos chicos de ojos rojos se les cayeron unas uvas cuando las probaban, antes de salir. Apenas comienzo a barrer cuando Kenya empieza a hablar.

—Supe lo de Khalil —dice—. Lo siento, Starr. ¿Estás bien?

Me obligo a asentir.

—Yo… es que no lo puedo creer, ¿sabes? Llevaba un tiempo sin verlo, pero…

—Duele —Kenya dice lo que yo no puedo.

—Sí.

Mierda, siento las lágrimas que luchan por salir. No voy a llorar, no voy a llorar, no voy a llorar…

—Es como si esperara que estuviera aquí cuando entré —dice con voz suave—. Como solía estar cuando trabajaba con tu padre. Metiendo la compra en las bolsas, con ese delantal horrendo.

—El verde —mascullo.

—Sí. Hablando de cómo las mujeres adoran a los hombres de uniforme.

Me quedo mirando el suelo. Si lloro ahora, es posible que no me detenga jamás.

Kenya abre la bolsa de Hot Cheetos y me ofrece. Comida para reconfortar.

Meto la mano y cojo un par.

—Gracias.

—No hay de qué.

Masticamos Cheetos. Se supone que Khalil debería estar aquí con nosotras.

—Entonces —digo, y la voz suena áspera—, ¿os peleasteis anoche Denasia y tú?

—Chica —su voz suena como si llevara horas esperando para soltar esta historia—. DeVante se acercó justo antes de que todo enloqueciera. Me pidió mi número de teléfono.

—Pensé que era novio de Denasia.

—DeVante no es del tipo que se deje atar. De todos modos, Denasia se acercó para provocar algo, pero comenzaron los disparos. Acabamos corriendo por la misma calle, y le di un golpe en el trasero. ¡Fue genial! ¡Debiste haberlo visto!

Habría preferido eso en lugar del oficial Ciento Quince. O Khalil mirando el cielo fijamente. O toda esa sangre. Se me vuelve a revolver el estómago.

Kenya agita la mano frente a mí.

—Eh, ¿estás bien?

Parpadeo para alejar la imagen de Khalil y del policía.

—Sí. Estoy bien.

—¿Segura? Estás muy callada.

—Sí.

Lo deja pasar, y permito que me hable sobre la segunda ronda que tiene planeada para Denasia.

Papá me llama al mostrador. Cuando llego, me pasa un billete de veinte.

—Tráeme unas costillas de Reuben’s y una…

—Ensalada de patatas y okra frita —completo yo. Pide lo mismo todos los sábados.

Me besa la mejilla.

—Conoces a tu padre. Cómprate lo que quieras, nena.

Kenya me sigue fuera de la tienda. Esperamos a que un coche pase con la música a todo volumen; el conductor va tan inclinado para atrás que parece como si sólo la punta de su nariz asintiera al ritmo de la canción. Cruzamos la calle hasta Reuben's.

El olor a ahumado nos llega hasta la acera, y una canción blues inunda el ambiente. Adentro, las paredes están forradas de fotos de líderes de los derechos civiles, políticos y celebridades que han comido ahí, como James Brown, o Bill Clinton antes del bypass que le pusieron en el corazón. Hay una foto del doctor King junto a un señor Reuben mucho más joven.

Un muro a prueba de balas separa a los clientes del cajero. Me abanico después de hacer fila durante varios minutos. El ventilador que hay sobre la ventana hace meses que dejó de funcionar, y el horno calienta todo el edificio.

Cuando llegamos al frente de la fila, el señor Reuben nos saluda desde la parte de atrás de la pared divisoria, con una sonrisa que deja ver un hueco entre los dientes.

—Hola, Starr, Kenya. ¿Cómo estáis?

El señor Reuben es una de las pocas personas de por aquí que me llama por mi nombre. De alguna manera recuerda los nombres de todo el mundo.

—Hola, señor Reuben —le digo—. Papá quiere lo de siempre.

Lo anota en una libreta.

—De acuerdo. Ternera, ensalada de patatas, okra. ¿Vosotras queréis alitas con salsa de barbacoa y patatas fritas? ¿Con salsa extra para ti, Starr, cariño?

También recuerda los pedidos típicos de todos nosotros.

—Sí, señor —decimos.

—Bien. No os habéis estado metiendo en problemas, ¿verdad?

—No, señor —miente Kenya con facilidad.

—Entonces, ¿qué tal si la casa os invita a un bizcocho? Como premio por vuestro buen comportamiento.

Asentimos y le damos las gracias. Pero, veréis, el señor Reuben podría saber acerca de la pelea de Kenya y de cualquier manera le ofrecería un bizcocho. Así de amable es. Les da comida gratis a los chicos si le llevan sus notas de la escuela. Si son buenas, las copia y las pone en el “Muro de las Estrellas”. Si son malas, con la condición de que lo acepten y prometan mejorar, les ofrece comida de todos modos.

—Tardará unos quince minutos —dice él.

Eso significa siéntate y espera a que llamen tu número. Encontramos una mesa junto a unos tipos blancos. Casi nunca se ve a gente blanca en Garden Heights, pero cuando es así, suele ser en Reuben's. Los hombres miran las noticias en la tele que hay encajada en un rincón del techo.

Mordisqueo unos de los Hot Cheetos de Kenya. Sabrían mucho mejor con salsa de queso.

—¿Ha salido en las noticias algo sobre Khalil?

Ella está más atenta a su teléfono.

—Sí, claro, como si yo viera las noticias. Pero creo que sí vi algo en Twitter.

Espero. Entre la historia de un feo accidente automovilístico y una bolsa de basura llena de cachorros vivos que encontraron en un parque, hay una nota breve sobre un tiroteo que se está investigando, en el que está involucrado un oficial de policía. Ni siquiera mencionan el nombre de Khalil. Qué basura.

Cogemos la comida y nos dirigimos de nuevo a la tienda. Cuando cruzamos la calle, un bmw gris se detiene junto a nosotras con los bafles retumbando adentro como si al coche le latiera el corazón. La ventanilla del conductor baja, sale humo flotando, y una versión masculina de Kenya, y de ciento cuarenta kilos, nos sonríe.

—¿Qué hay, reinas?

Kenya se asoma por la ventanilla y le besa la mejilla.

—Hola, papá.

—Hola, Starr-Starr —dice—. ¿No vas a saludar a tu tío?

No eres mi tío, quiero decirle. No eres una mierda para mí. Y si vuelves a tocar a mi hermano, te voy a…

—Hola, King —mascullo finalmente.

Su sonrisa se desvanece como si escuchara mis pensamientos. Le da caladas a su puro y exhala el humo por un extremo de la boca. Tiene dos lágrimas tatuadas bajo su ojo izquierdo. Dos vidas que se ha llevado por delante. Por lo menos.

—Veo que venís de Reuben's. Tomad —saca dos rollos gruesos de dinero—. Para completar lo que os hayáis gastado.

Kenya coge uno fácilmente, pero yo no pienso tocar ese sucio dinero.

—No, gracias.

—Vamos, reina —King me guiña el ojo—. Coge un poco de dinero de tu padrino.

—No, ella no lo necesita —dice papá.

Camina hacia nosotros. Papá se deja caer contra la ventanilla del coche hasta quedar al nivel de la mirada de King, y le da la mano con uno de esos saludos con tantos movimientos que te preguntas cómo es posible que puedan recordarlos.

—Big Mav —dice el padre de Kenya con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Qué hay, rey?

—No me llames así —papá no lo dice en voz alta ni enfadada, sino como yo le diría a alguien que no le pusiera cebolla o mayonesa a mi hamburguesa. Papá me contó una vez que los padres de King le pusieron el nombre de la misma pandilla a la que se uniría después, y que por eso el nombre es importante. Te define. King se hizo un King Lord con su primer aliento.

—Sólo le estaba dando un obsequio a mi ahijada —dice King—. He sabido lo que le pasó a su amigo. Qué mierda.

—Ya sabes cómo son las cosas —dice papá—. La policía dispara primero y pregunta después.

—Sin duda. A veces es peor que nosotros —King suelta una carcajada—. Pero, escucha, ando con un asunto de negocios: me va a llegar un paquete y necesito un lugar donde guardarlo. Tengo demasiados ojos puestos en la casa de Iesha.

—Ya te he dicho antes que esa mierda no va a pasar aquí.

King se acaricia la barba.

—De acuerdo. Así que la gente se sale del juego, olvida de dónde viene, olvida que de no ser por mi dinero no tendría sus tienditas…

—Y si no fuera por mí, tú estarías tras las rejas. Tres años en la penitenciaría estatal, ¿recuerdas esa mierda? No te debo nada —papá se asoma por la ventanilla y dice—: pero si vuelves a tocar a Seven, te moleré a palos. Que no se te olvide eso, ahora que has vuelto con su madre.

King emite un chasquido con la lengua.

—Kenya, entra en el coche.

—Pero, papá…

—¡Te he dicho que metas tu trasero en el coche!

Kenya me masculla un adiós. Da la vuelta y entra rápidamente.

—Está bien, Big Mav. Entonces, ¿así están las cosas? —pregunta King.

Papá se endereza.

—Exactamente así.

—Está bien, entonces. Asegúrate por dónde pisas. No se sabe qué podría pasar.

El bmw arranca a toda velocidad.

4. Huey Percy Newton fue un político y revolucionario estadounidense, cofundador y líder inspirador de los Panteras Negras.

El odio que das

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