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Los estudios de juventud en México

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Está ampliamente documentado el origen y desarrollo de la investigación sobre lo juvenil en México la cual se remonta a finales de los años setenta y principios de los ochenta, periodo durante el cual hemos acumulado un amplio conjunto de saberes sobre las juventudes (Evangelista et al., 2010). Así, por ejemplo, Mendoza (2011) plantea que durante el siglo XX tuvieron poca relevancia y que no fue hasta 1985, a partir de la celebración del Año Internacional de la Juventud, cuando ésta adquirió cierta relevancia en la agenda gubernamental y académica. Fue entonces cuando surgieron los primeros esbozos teóricos en el estudio de la juventud en México, en los que destacaron temas relacionados con organizaciones juveniles y con las culturas e identidades juveniles, enfatizando el tema de su heterogeneidad.

Los estudios divergen en dos líneas: investigaciones con carácter etnográfico sobre las diferentes identidades o grupos juveniles —chavos banda, darks, punks, rockeros, fresas, grafiteros, cholos, etcétera—, y estudios que analizan la juventud desde una visión global a partir de temas como demografía, educación, trabajo, migración, salud, drogadicción y adicciones, participación política, género, violencia, religión y valores juveniles.

En relación con la juventud, se observa que el sistema social en general ya no otorgaba a este grupo los espacios necesarios para su inserción en la sociedad; ello evidencia el agotamiento del:

“[…] estereotipo construido por la sociedad mexicana sobre el ser joven” (Urteaga, 2000: 405). Además, puso de manifiesto la emergencia de un nuevo actor juvenil, el joven de las colonias urbano-populares y barrios urbano-marginales; fue así como aparecieron los chavos banda en las zonas marginales de la ciudad de México y los cholos en los barrios populares del norte del país. Estos acontecimientos marcaron el punto de partida de un intenso debate académico en relación con el origen social, organicidad y naturaleza de los chavos banda y de otras agrupaciones y fenómenos juveniles (Mendoza, 2011: 201).

Para Urteaga, es posible distinguir tres momentos en la investigación en México sobre juventud: el primero se caracteriza por abordar temáticas relacionadas con los inicios de la crisis estructural en nuestro país que se desarrollan fundamentalmente por investigadores en y desde la ciudad de México; es decir, se trata de investigaciones vinculadas con el surgimiento de las bandas juveniles como formas de agrupación, con el movimiento estudiantil y con la reorganización del trabajo juvenil. En el segundo momento, a mediados de los años ochenta e inicios de los noventa, los temas se diversifican para abarcar identidades, estéticas y hablas, así como la noción emergente de culturas juveniles. En ese momento se suman investigadores de distintas regiones del país, con lo cual se desestabiliza el centralismo característico de la producción intelectual en cuanto a la juventud. El tercer momento, que llegó para quedarse, comenzó a finales de los años noventa y lo conforman investigadores de prácticamente todo el país que se ocupan de dos temáticas centrales: “la subjetividad en sus articulaciones con la política, los afectos, las adscripciones identitarias, y los procesos estructurales atravesados por las dinámicas de la globalización y del neoliberalismo: empleo, educación, migración, y muchas otras temáticas” (Urteaga, 2005: 2).

Para varios autores, la manera en que se ha investigado a los jóvenes desde las ciencias sociales implica una posición en una de dos concepciones en conflicto: concebirlos desde la mirada institucional, en un estatus de subordinación a la sociedad adulta, y por tanto de indefinición, o bien reconocerles el estatus de sujetos sociales y agentes culturales (Pérez, 2000; Tuñón y Eroza, 2001; Urteaga, 2000). En la primera acepción, los jóvenes son vistos y tratados por la sociedad adulta como futuros sujetos y nunca como sujetos en el presente, de ahí que la sociedad se ocupe de ofrecerles lo necesario en su preparación para ser adultos: educación, empleo, salud, vivienda, etcétera (Urteaga, 2000; Urteaga, 2009).

Según Pérez (2000), lo común es tomar en cuenta a los jóvenes cuando son considerados problema, y a veces más desde el sentido común que desde información certera sobre lo que piensan y sienten. En el mejor de los casos, se les concibe como sujetos sujetados, con posibilidades de tomar algunas decisiones, pero no todas; con capacidad de consumir, pero no de producir; con potencialidades para el futuro, pero no para el presente. Además, el autor destaca cuatro tendencias generales de esta mirada institucional hacia la juventud: 1) concebirla como una etapa transitoria, trivializando su actuación como factor fundamental de renovación cultural de la sociedad; 2) enviarla al futuro, asumiendo que mientras llegan a la adultez sólo hay que entretenerlos; 3) idealizarla, por ello todos son buenos o todos son peligrosos, descalificando su actuar y mostrando preocupación sobre su control, y 4) homogenizar lo juvenil al desconocer la multiplicidad de formas posibles de vivir la juventud.

Desde este enfoque, la designación de la juventud como problema configuró un campo semántico sobre el ser joven que colocó al “ellos” en riesgo y al “nosotros”, los adultos, con la autoridad y el permiso social de controlarlos y restringirlos a fin de evitar consecuencias negativas de sus acciones. “La representación de la juventud como un problema está relacionada con la creación de instituciones controladoras, medios de surveillance (vigilancia), y modos de estandarización de acuerdo con un patrón dominante de lo que debe ser un joven” (Monsiváis, 2002: 167). Hoy en día, a decir de Urteaga (2010), la academia tiene el compromiso de estudiar a la juventud en sus propios términos para rescatar así la creatividad propia de las culturas juveniles y alejarse de la idea de que todo lo que hacen los jóvenes tiene como referencia al mundo adulto; en el mismo sentido, los jóvenes tienen el compromiso activo de determinar sus propias vidas, las vidas de quienes los rodean y de las sociedades en las que viven.

Jóvenes y sexualidad

Gran parte de la investigación sobre jóvenes en la década de los noventa se dio en el marco de la definición de la salud sexual y reproductiva como un campo de conocimiento, y de la acción pública, hasta cierto punto desde la definición del joven como problema. Aun cuando desde mediados de los ochenta, a decir de Stern (2008), ya se habían llevado a cabo investigaciones sobre embarazo adolescente y sus consecuencias para la salud, fue en esta década cuando se incrementaron los trabajos en la materia con la paulatina incorporación del tema de la sexualidad entre jóvenes y adolescentes. A decir del autor, entre 1995 y 2005 se realizaron numerosos estudios descriptivos “sobre aspectos de la salud sexual y reproductiva de los adolescentes desde muy diversas perspectivas disciplinarias, entre otras, la biomédica, la epidemiológica, la psicológica, la psiquiátrica, la antropológica, la demográfica y sociológica, y desde diversos campos de acción: la educación, la salud, la comunicación y otros” (Stern, 2008: 62).

Villaseñor, por su parte, analizó una decena de estudios realizados entre 1993 y 2003 en los que se indagó sobre lo que los adolescentes pensaban acerca de la sexualidad y otras cuestiones de salud reproductiva, e identificó lo inapropiado que resultaba el uso del término “adolescente” como categoría descriptiva de una etapa del desarrollo, en primer lugar porque los propios sujetos así denominados no se identificaban como tales, e incluso percibían un tono despectivo al ser nombrados así, y, en segundo lugar, la autora cuestionó el uso del término, al que calificó de estático, simplista y descontextualizado. Más aún, interrogó al ámbito académico respecto a “una intención no explícita de ejercicio del poder y de clasificación discriminatoria” al utilizarlo (Villaseñor, 2008: 84). Bien dice Aggleton que: “la juventud y la adolescencia son periodos de la vida construidos socialmente, artefactos culturales establecidos en momentos específicos de la historia para servir propósitos específicos, y que están imbuidos con significados que pueden indicarnos tanto acerca de las preocupaciones de los adultos como de los jóvenes mismos” (2001).

Las investigaciones en materia de salud reproductiva y sexualidad de adolescentes realizadas en la década de los noventa permitieron reconocer las diferentes conceptualizaciones de los riesgos para la salud sexual y reproductiva entre adolescentes, expertos y prestadores de servicios; el carácter protector de la permanencia escolar; la mayor vulnerabilidad entre los adolescentes de contextos más pobres, y el papel del contexto y la posición social, edad y género en tanto condicionantes que limitan el abanico de opciones de un comportamiento aparentemente libre, voluntario y autodeterminado (Villaseñor, 2008; Caballero, 2008).

Uno de los temas ampliamente estudiado fue el llamado embarazo adolescente. Stern y García (2001) identifican que en los estudios realizados sobre la temática subyacen dos enfoques: uno tradicional, que define el embarazo adolescente como un “problema” único y universal, y otro que ofrece una comprensión del fenómeno amplia, procesual, y por lo tanto dinámica, con interpretaciones específicas y particulares de acuerdo con los diversos contextos socioculturales.

El tránsito de un enfoque a otro, o incluso la emergencia misma del segundo enfoque, da cuenta de las implicaciones que subyacen a ambas posiciones teóricas. En este sentido, asumir el embarazo adolescente como un “problema” implicó argumentaciones tales como que contribuía a la pobreza y que no tendría que ocurrir porque en la adolescencia no se deberían tener relaciones sexuales; por lo tanto, cuando ocurre es resultado de un comportamiento individual desviado. En ese sentido, la concepción de adolescencia universalista y sociocentrista que este enfoque asumió supone seres incompletos e incapaces de tomar decisiones. Frente a esta realidad construida, los adultos nos erigimos con el derecho a intervenir en sus vidas y a tomar decisiones que los beneficien, o incluso a ejercer un mayor control sobre ellos (Stern y García, 2001).

Las investigaciones realizadas desde este enfoque permitieron, a decir de Stern y García (2001), conocer la incidencia del embarazo adolescente y del acceso y uso de métodos anticonceptivos entre adolescentes, describir a la población de adolescentes que se embaraza y “analizar posibles asociaciones entre el embarazo temprano y otras variables” (Stern y García, 2001: 339). Pero, sobre todo, estas investigaciones revelaron la necesidad de una definición distinta del embarazo adolescente al problematizar la concepción de que es un problema sólo de morbimortalidad materno infantil, de crecimiento de la población, de conducta anormal o de reproducción intergeneracional de la pobreza.

El nuevo enfoque desde el cual se empezó a investigar el embarazo adolescente da cuenta de un salto epistémico en la forma de concebir a los adolescentes desde la academia. En principio se partió de una definición de la adolescencia misma como un concepto histórico y socialmente construido que permite documentar la diversidad de formas de vivir la etapa entre la niñez y la adultez tan variadas como los contextos socioeconómicos y culturales posibles. Los estudios se alejaron así de la concepción occidental hegemónica que denominaba adolescentes a las personas entre los 13 y 19 años que prácticamente sólo estudiaban, pero que se encontraban próximos a independizarse de la familia de origen para continuar estudios de educación postsecundaria (Stern y García, 2001).

A principios de los noventa surgió en México el Programa de Salud Re-pro-duc-tiva y Sociedad de El Colegio de México, en el marco del cual se dio gran parte de la investigación sobre salud sexual y reproductiva realizada en el país. Al mismo tiempo se realizaban investigaciones en El Colegio de la Frontera Norte, El Colegio de la Frontera Sur, El Colegio de Sonora y El Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo. Entre los temas que se investigaron destacan, por su carácter emergente y de frontera, aquellos sobre los comportamientos y prácticas de los adolescentes y jóvenes relacionados tanto con el ejercicio del derecho a una sexualidad placentera, como con las consecuencias de las prácticas sexuales al inicio de la vida adulta (Lerner y Szasz, 2008). Sin embargo, Aggleton (2001), a principios del siglo XX, destacaba que los estudios sobre las necesidades sexuales y reproductivas de los jóvenes se centraban en los embarazos no deseados y en la adquisición de enfermedades de transmisión sexual en tanto consecuencias negativas del comportamiento sexual. Para el autor este énfasis resultaba en una comprensión limitada de la sexualidad de los jóvenes, pero sobre todo insistía en la idea de “considerar la sexualidad de éstos en términos negativos —como algo que debe ser refrenado y controlado, y no como una fuerza creativa capaz de ofrecer placer, realización y crecimiento” (Aggleton, 2001: 370).

Aggleton (2001) se extrañaba de no reconocer en los estudios que revisó una descripción diferenciada, en cuanto a la determinación del riesgo sexual, de acuerdo con la clase social, el género o la cultura, en tanto que se consideraba la edad como el único factor determinante. El autor atribuye la ausencia de este análisis, que sí estaba presente en los estudios realizados con población adulta, al “grado en que las ideologías populares acerca de la adolescencia parecen haberse ganado, literalmente, los corazones y las mentes de las personas que trabajan en este campo” (Aggleton, 2001: 370).

No cabe duda de que tanto la categoría de adolescente como la de joven, usadas incluso de manera indistinta en las investigaciones, no son más que “artefactos discursivos” que dan cuenta de articulaciones histórico-culturales afianzadas de acuerdo con las condiciones sociales y culturales que las producen. En este sentido, observamos la casi obsolescencia del concepto de “joven problema”, para dar paso a la concepción del joven sujeto de derechos. Esta transición conceptual también redefinió la idea misma de quiénes son jóvenes, superando con ello la atadura a un rango de edad biológica que, a decir de Monsiváis (2004), imprimía a la categoría un carácter ahistórico y estático, pasando por alto que las prácticas juveniles tienen lugar en un mundo cambiante. La categoría no se refiere a una condición “objetiva” de las personas (Monsiváis, 2004) ni a un “dato natural” (Reguillo, 2000), “sino a un conjunto de discursos que definen posiciones o interpelaciones. Se trata de un conjunto de sistemas de significación arraigados en distintas esferas” (Monsiváis, 2004: 169).

En este sentido, la juventud, entendida como periodo de problemática transición o como identidad, no deja de ser una construcción social e histórica que explica comportamientos individuales al tiempo que reproduce o resemantiza modelos hegemónicos del ser joven.

Jóvenes y etnicidad

La relación de lo juvenil con la cuestión étnica se ha discutido más recientemente y ha generado una serie de enfoques para explicar la emergencia del periodo juvenil en los grupos indígenas como una etapa apenas re-conocida no sólo por la academia, sino por diversas etnias. Esto se debió al desconocimiento lingüístico y cultural por parte de los estudiosos, así como al desinterés en los ciclos, tránsitos y pases vitales. Ahora, la revisión de trabajos históricos, y sobre todo de etnografías, diccionarios y tesinas, así como de documentos políticos, educativos, gráficos y orales, ha servido para entender y explicar contextos, problemáticas y cambios entre los jóvenes indígenas latinoamericanos. En 2002, Pérez Ruiz documentó el “nuevo rostro” de los muchachos indígenas migrantes en las ciudades y más tarde, en el mismo año, publicó en el boletín de la Dirección de Antropología del INAH el sugerente artículo “Los jóvenes indígenas: ¿un nuevo campo de investigación?”, en el que cuestionó la novedad de este campo temático. En 2005 y 2006, Feixa y González evidenciaron la ausencia de trabajos sobre infancia, adolescencia y juventud entre los grupos indígenas y rurales, y rompieron con el supuesto de que la mayoría de indígenas latinoamericanos iniciaba su vida laboral y sexual a temprana edad por su extracción socioeconómica, lo que explicaba la “supuesta” omisión sociohistórica de la infancia y la juventud. El nacimiento de las juventudes urbano-populares y su estudio en los años ochenta fueron antesalas de las juventudes indígenas y rurales de los noventa, mientras que los procesos de modernización, migración e interculturalidad lo fueron para la conformación de líderes y representantes en los movimientos indígenas y grupos en lucha.

Los primeros estudios sobre juventud indígena reprodujeron la visión colonialista, paternalista, etnocéntrica, clasista, sexista, adultocéntrica y, sobre todo, gerontocrática.5 Esto se debió al parámetro del joven occidental, el tipo ideal, un adolescente varón urbano no indígena, de clase media medianamente ilustrado, con acceso a la educación y a los medios de comunicación, y apto para navegar en los mundos de la telecomunicación y las tecnologías de la información. De ahí que muchas veces se hablara de la temprana adultez en infantes y adolescentes indígenas sin dar cuenta de las condiciones, los tránsitos y los procesos juveniles indígenas.

Los estudios más recientes han tendido el puente entre: 1) las causas vistas como “externas” a las comunidades, por ejemplo las de orden educativo, económico, migratorio, tecnológico o comunicacional, y 2) los elementos identitarios supuestamente “endógenos”, asociados a sentidos y significados étnicos, la lengua, el territorio y el vestido, de los cuales se desprenden diferenciales de poder para que las muchachas y muchachos desempeñen cargos y compromisos comunitarios, así como roles de género y generacionales que otorgan filiación. Dicho puente aborda las juventudes indígenas desde su movilidad y agencia. En esta línea están los trabajos de Pacheco (1997,1999), Pérez Ruiz (2002; 2008, 2014), Cruz Salazar (2009, 2012a, 2012b), Urteaga (2008, 2010), García Leyva (2005) y García Martínez (2009). Tales estudios dignifican a los jóvenes indígenas como sujetos históricos involucrados en la resistencia, la visibilización, la reinvención y el cambio sociocultural, precisamente porque sus actuares muestran voluntad de pertenencia étnica. Muchos de estos trabajos han sido elaborados por los propios académicos, literatos, artistas y activistas indígenas que recuperan la memoria histórica y oral de sus pueblos, al tiempo que otros revisan etnografías clásicas para descifrar los sentidos juveniles registrados. Otros más se enfocan en la producción cultural juvenil indígena y en los estilos artísticos fundamentados en “el relato”, en el “acto de presencia” y en la “creación y recreación del sí mismo”; en ese mostrarse aquí y ahora trayendo a la memoria la historia de los abuelos y los jóvenes juntos, construyendo dialécticamente un presente tradicional y moderno con la lengua indígena y la música contemporánea —rock, hip hop, rap, punk—, junto con expresiones etnojuveniles —el grafiti, el break dance, el skateboarder, la poesía, el cuento, la pintura—, para retomar las lenguas indígenas como armas de lucha, como banderas de visibilización (Gama, 2008; Serrano, 2015; López Moya, et al., 2014). La interculturalidad, lo fronterizo, la vulnerabilidad, la transculturalidad, la migración y la globalización han sido temas recurrentes en estos trabajos (Pacheco, 1999; Pérez Ruiz, 2008; Urteaga, 2008).

Aún nos falta mirar de manera transversal, interdisciplinaria y descolonizada los cambios en los grupos indígenas latinoamericanos que viven lo juvenil de otros modos. Los procesos vinculados con las narrativas de la colonialidad en comunidades “no letradas” y de tradición oral colaboran al desconocimiento lingüístico tanto de las narrativas, como de las cosmovisiones etnojuveniles. Es necesario hacer lecturas del mundo a través del territorio, la comunalidad, el ejido, la memoria, la corporeidad, los roles, los cargos, las prácticas sociales y los saberes locales, como coordenadas para entender los ciclos de la vida de modo integral y con una mediana duración. Entendemos que el reto es ver las distintas dimensiones identitarias —género, clase y etnia— a la par y en interacción con otros sujetos y en diversos contextos. Sólo así se podría observar el modo en que se priorizan filiaciones para navegar, sobrevivir o luchar en distintos espacios, en los que la sujeción/dominación cotidiana se lee a partir de las relaciones joven/adulto, indígena/no indígena, ricos/pobres y mujer/varón.

Género y juventudes

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