Читать книгу Violencias en la educación superior en México - Angélica Aremy Evangelista García - Страница 18
Introducción
ОглавлениеLa violencia o acoso escolar ¿puede considerarse violencia de género? El que los hombres reporten violencia con mayor frecuencia en las instituciones educativas, ¿tiene que ver con las relaciones de género? Estas son preguntas que nos planteamos inicialmente, sobre todo porque otras investigaciones coinciden en que los hombres sufren y ejercen más violencia escolar que las mujeres en los diferentes grados educativos.
Es necesario tener presente que en los planteles escolares se establecen relaciones de poder y que las interacciones sociales se realizan entre personas sexuadas con identidades genéricas establecidas, además de que vivimos en una sociedad patriarcal en la que el género marca inequidades y desigualdades, principalmente para las mujeres, aunque los mandatos de masculinidad para los hombres también los violentan. Al respecto, Carrillo (2015a) se pregunta si no son ellos también víctimas de una educación, heredada de antaño, que los hace victimarios pese a su voluntad; así como las mujeres son educadas para cumplir con los estándares sociales, los hombres también lo son debido a que la cultura patriarcal hereda costumbres y creencias que no son consensuadas ni cuestionadas, sino reproducidas de forma casi automática.
Las identidades de género que se reproducen en las escuelas generan y perpetúan desigualdades entre mujeres y hombres, y casi siempre conducen a relaciones de violencia, la cual surge de los roles e identidades establecidos en estructuras patriarcales que contribuyen al mantenimiento de la posición de superioridad masculina y a la subsistencia de las diferencias y desigualdades en la cultura sobre la que se han construido (Bonino, 2008). Díaz Aguado considera que se relaciona estrechamente con la división ancestral del mundo en dos espacios: el público, reservado a los hombres, y el privado, para las mujeres. Esta dicotomía enseña a cada persona valores, formas de ver y actuar ante la vida, modos de convivencia, maneras de resolver los problemas y conflictos, y las formas en que se apropian y desenvuelven en los espacios:
[…] a los hombres [se les obliga a identificarse] con la violencia, la falta de empatía, la tendencia al dominio y al control absoluto de otras personas; y a las mujeres con la dependencia, la debilidad, la sumisión y la pasividad. Para favorecer esta dualidad (de espacios, valores y problemas), se separaba a los niños y a las niñas en contextos educativos diferentes (Díaz, 2009: 33).
Bourdieu (2000) también menciona que el varón es educado para dominar, realizar trabajos pesados y ser emocionalmente inamovible, mientras las mujeres son educadas para ser dóciles y serviciales, y se les capacita en trabajos relacionados con el hogar y la crianza.
Por tanto, las identidades marcan las formas de relacionarse entre mujeres y hombres (Ruiz y Ayala, 2016), y son generadoras de conflicto y luchas constantes al reafirmarse y reconocerse como parte de un grupo social (Carrillo, 2015a). En las relaciones de género, las identidades y pertenencias están definidas por esquemas y relaciones que conducen al modelo de dominio/sumisión subyacente al sexismo y a la violencia de género, el cual motiva relaciones en las que una persona con más poder o fuerza intenta someter o somete a otra más débil. En el caso de la violencia contra las mujeres, la desigualdad de estas con respecto a los hombres se encuentra en el origen del problema (Díaz, 2009). Al respecto, Bonino afirma:
[…] la violencia de género no es un problema “de” las mujeres, sino un problema “para” ellas, un problema del que sufren sus efectos, un problema de una sociedad aún androcéntrica y patriarcal que las inferioriza y se resiste al cambio, [pero también es un] problema de los hombres, que son quienes la ejercen para mantener el “orden de género”, la toleran y la legitiman con mayor frecuencia […] son generalmente ellos quienes la ejercen de diversos modos y en diferentes ámbitos (Bobino, 2008: 17).
El espacio universitario no está exento de esa realidad. Allí la violencia es sutil y silenciosa, implícita en las relaciones interpersonales, aunque también puede encontrarse en el currículum explícito (Gallegos, 2013). En México se ha documentado en algunos trabajos,1 cuyos autores y autoras muestran que se manifiesta en forma abierta y rutinaria en diferentes espacios educativos y que se reproduce automáticamente porque se fundamenta en una compleja cultura de la violencia que se repite a través de las identidades personales y colectivas.2
En las escuelas, frecuentemente las mujeres se hallan en desventaja frente a los hombres. Como señala Osborne (1995), en las universidades sigue existiendo un contexto desfavorable para ellas; se las devalúa y margina en mayor medida, e incluso el acoso sexual y la misoginia pueden manifestarse con normalidad en los currículos académicos y en las discusiones y debates en las aulas, por lo que se convierte en un mecanismo de subordinación y opresión hacia ellas.
La violencia de género se expresa en distintas formas de segregación, discriminación, acoso o falta de estímulo por parte de docentes, compañeros, compañeras y familiares hacia las estudiantes, especialmente en carreras con predominio masculino (Guevara y García, 2010), a través de segregaciones en áreas de estudio, exclusión en los salones de clase y actividades académicas (Buquet et al., 2013), dificultades en la docencia e investigación y brechas salariales (Zapata y Ayala, 2014). Se expresa también en desigualdades en la matrícula, titulación, becas y puestos de dirección ocupados por mujeres y hombres, entre otras muchas formas de discriminación de género, sexismo y homofobia en el mundo académico (Palomar, 2005). No se trata de situaciones aisladas porque, como precisan Buquet et al. (2013) y Méndez, Martínez y Pérez (2016), forman parte de una cultura institucional que excluye de manera sistemática a las mujeres por el solo hecho de serlo.
Sin embargo, la violencia directa genera otras dinámicas de acoso en las interacciones que se establecen entre las y los actores escolares (estudiantes, personal docente y administrativo), pues tanto hombres como mujeres pueden convertirse en víctimas o perpetradores de actos violentos, si bien entre los hombres se puede reportar mayor frecuencia. Dado que no se pretende victimizarlos, es necesario aclarar que la violencia de género contra las mujeres se sustenta en estructuras patriarcales que no respaldan de la misma manera la que sufren los hombres. Conviene recordar que las mujeres son las principales víctimas de la violencia de género, que se presenta por el hecho de ser mujeres y por ser consideradas objetos y propiedad de los hombres; de ahí que enfrenten más riesgos de sufrir agresiones físicas o de ser asesinadas por un hombre, que con frecuencia es un miembro de la familia o su pareja íntima (Heise y Gottemoeller, 1999).
Reconocer que las jóvenes están sobrerrepresentadas entre las mujeres que mueren a manos de sus parejas o exparejas significa aceptar que tratar de salir de dicha situación supone en algunos casos un riesgo de muerte (Díaz, 2009). En cuanto a los hombres, hay más probabilidad de que mueran o resulten heridos en una guerra o en actos violentos relacionados con la juventud y pandillas, o que sufran agresiones físicas o sean asesinados en la calle por un extraño, de que lo sean a manos de una mujer; además, es común que el hombre sea el perpetrador de la violencia sin importar el sexo de la víctima (OMS, 2002). Por lo tanto, la violencia o acoso escolar sí está basada en el género, porque los símbolos que involucra para unas y otros tienen sus raíces en formas diferentes que el patriarcado establece para mujeres y hombres, como se verá más adelante.