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Oscuridad y luz
En cuanto puse un pie en casa volví a sentirme atrapada. Con mamá en la cama y papá en el trabajo, me sentía sola y desamparada. Mamá parecía haber olvidado que le quedaba una hija y, aunque podía comprender su dolor, no quería encerrarme en el problema. Si lo hacía, terminaría como ella.
Cada vez que iba a mi habitación, pasaba por delante de la de Hillie y me quedaba mirando la puerta, tentada a entrar y pasar un rato con sus cosas. La echaba de menos, tanto a ella como a lo que solía ser nuestra familia antes de que se pusiera enferma. En ese momento me di cuenta de que nunca me había sentido tan ignorada como desde que se había ido. En comparación, antes ni siquiera lo hacían.
Para mi sorpresa, ese día la puerta estaba entreabierta y la luz, encendida. Espié: se habían llevado la camilla y las máquinas, y el dormitorio volvía a ser el que era antes de que Hilary se pusiera enferma. Mamá estaba sentada en el borde de la cama, abrazada a un osito de peluche que mi hermana adoraba cuando era pequeña. Lloraba.
Suspiré, tentada de entrar. No lo hice. Intenté consolarme pensando que ese día había cumplido uno de los deseos de Hilary y me fui a mi habitación. Ni siquiera tenía ganas de cenar.
Busqué la copia de la lista y taché el punto número dos. Había ido a ver a la abuela y pensaba volver. Como el seis no contaba, me quedaban ocho deseos para cumplir.
Al día siguiente, el instituto me esperaba para hacerme olvidar el dolor y el miedo a no recuperarnos de la muerte de Hilary.
Después de la primera clase, mis amigas y yo salimos comparando nuestros exámenes de matemáticas. El de Liz, como de costumbre, era perfecto. Por suerte, a mí me había ido bien, pero las líneas de las gráficas se parecían al dibujo de un anciano tembloroso, y eso nos hizo reír.
Me detuve de repente al lado de un tablón de anuncios. Un folleto me había llamado la atención: se trataba de la publicidad de un bar. Según la información, varias bandas iban a tocar versiones de canciones de rock, y eso me llevó a pensar en otro deseo de Hilary. No pude resistirme a llevármelo. Después de todo, no era un sitio para menores de edad y, si alguien de la Administración veía el anuncio, lo tiraría a la basura.
—¡Vamos, Val! —insistió Glenn, tirándome de la manga de la camisa.
Les enseñé el folleto.
—¿Me acompañaríais al bar este sábado? —les pregunté.
Liz me lo arrancó de las manos y me lo devolvió en menos de un segundo.
—¿A ver bandas que versionan canciones de rock? Debe ser un lugar para gente mayor. Los Stones Tribute seguro que tocan canciones de los Rolling Stones. No es lo mío, lo siento. Además, tengo que estudiar para literatura.
—Yo no puedo —contestó Glenn—. Mi padre no me deja salir por la noche. Además, el sábado tenemos un especial de góspel en la iglesia a las siete.
No hacía falta que dijeran nada más: sabía que me había quedado sola.
—¿Cuándo te escucharemos cantar? —le preguntó Liz a Glenn mientras volvíamos a caminar—. Cada vez que entonamos el himno desearía que todos se callaran para escucharte solo a ti.
—Podéis venir a la iglesia cuando queráis.
—Me refiero a escucharte cantar canciones que todas conozcamos —Liz le dejó de hablar a Glenn y se giró hacia mí. Señaló el folleto—: ¿Para qué quieres eso? Tíralo a la basura antes de que piensen que lo hemos colgado nosotras.
—Sí, después lo tiro —dije mientras me lo guardaba en un bolsillo de la mochila.
En casa, encontré a papá de milagro. Estaba sentado en el sofá de la sala de estar, frente a la mesita. Encima había dos tazas de café. En el otro sillón había un señor con las piernas cruzadas. Tenía el pelo lleno de canas y llevaba unas gafas redondas con el marco negro. Llevaba unos pantalones y una chaqueta caqui, y una camisa blanca.
—Doctor, le presento a nuestra hija Valery —dijo papá, que estiró una mano hacia mí—. Acércate, cariño —me pidió, a lo que obedecí—. Este es el doctor Hauser, es psiquiatra. Vendrá dos veces por semana para ayudar a mamá. Le gustaría hablar con nosotros de vez en cuando. A solas contigo, conmigo, con los tres juntos� ¿Te supone algún problema?
—Ninguno en absoluto —respondí. Y decía la verdad.
—Gracias, cariño. ¿Lo ve, doctor? Ya le he dicho que era una chica brillante y comprensiva.
Cuando dijo brillante, tuve que aguantarme la risa. A los diez años había dejado de pensar que era brillante, justo cuando Hillie empezó a destacar en el colegio.
Entendí que mi momento en el salón había terminado, así que me despedí del psiquiatra y me fui a mi habitación. Dejé la mochila en el suelo y lo primero que hice fue buscar el folleto del bar. Como no podía ser de otra manera, era negro, con letras de estilo gótico. Se llamaba Amadeus, y varias bandas desconocidas que versionaban canciones de grupos famosos iban allí a tocar. Ese fin de semana estaban los Tourniquets, los Stones Tribute, los Rats, los Dark Shadow… Me aburrí de leer tantos nombres terribles.
¿Ir a ver bandas tocando versiones en un bar contaba como concierto de rock? Esperaba que sí porque, por el momento, era mi única opción. Solo tenía que solucionar un inconveniente: necesitaba un DNI falso donde pusiera que era mayor de edad.
«Imposible», pensé «No puedo cometer un delito para cumplir uno de los deseos de mi hermana». Además, tampoco sabía dónde podría conseguirlo; lo mío nunca habían sido las falsificaciones. ¡Si ni siquiera había copiado nunca en un examen! Prefería suspender a que me pillaran haciendo algo tan ruin.
Solo me quedaba una opción: entrar en el dormitorio de Hilary, aunque mamá me lo hubiese prohibido, y robarle alguna de sus identificaciones. No éramos idénticas, pero si me maquillaba y me peinaba igual, podría usar su nombre. Si alguien me preguntaba, le diría que me había teñido el pelo y que últimamente estaba comiendo más de lo normal.
Esa noche, mientras mis padres dormían, me levanté sigilosamente, iluminando donde pisaba con la linterna del móvil, y entré en la habitación de Hilary. Sentí un escalofrío, pero seguí avanzando y abrí el primer cajón de su escritorio, donde suponía que guardaría los documentos que necesitaba más a menudo. Me equivoqué. Al fin, encontré credenciales que me podían ser de utilidad en la mesita de noche. Me quedé con su carnet de profesional del deporte, ya que tenía la foto en la que más nos parecíamos, y volví a mi cuarto.
Tenía un concierto al que asistir y una identificación que me permitiría entrar.
El sábado por la mañana, el psiquiatra quiso verme a solas. Papá me llevó hasta la consulta para no tener que pagar la visita domiciliaria y me esperó en la sala de espera. La visita fue bastante rápida: el doctor me preguntó por mis sentimientos, mi familia y mi percepción de lo que le había pasado a Hilary. Le dije toda la verdad, ya que no me pareció que tuviera que ocultarle nada: si queríamos encontrar nuestro eje de nuevo y esa persona podía ayudarnos, debía ser honesta con él. Lo único que no le conté fue que había encontrado la lista de deseos de Hilary y que tenía intención de cumplirlos. No creía que eso fuera importante a la hora de volver a unir a la familia, ¿o sí?
Me pasé la tarde preparándome para la noche. Nunca había ido a un concierto, y mucho menos a uno de rock, así que no sabía cómo vestirme, cómo actuar o qué decir. Pensé en mis compañeros de clase que escuchaban esa clase de música, aunque ni loca usaría las tachuelas, pendientes y anillos que usaban ellos. Vestirme de negro no era un problema, ya que casi toda la ropa que tenía era oscura, así que enseguida encontré qué ponerme: una blusa un poco escotada, una chaqueta tejana, unos vaqueros negros y botas de tacón. Con dos anillos plateados, el pelo suelto y sombra de ojos en tono burdeos, podía pasar por una amante del rock. Ni siquiera Hilary se vestía así, aunque era su estilo de música favorito, así que no hacía falta cumplir todos los estereotipos.
Por primera vez en dos semanas, mamá bajó a cenar. Me sentí extraña al verla sentada en la mesa: llevaba el pijama, estaba pálida y tenía ojeras. Se apreciaba a simple vista que estaba triste. A diferencia de papá, que llevaba bastante bien la situación, parecía que ella había envejecido de golpe.
Me miró sin levantar la cabeza y enseguida se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Val� —susurró, abriendo los brazos para que la abrazara.
Avancé despacio, con miedo y un poco confundida. En cuanto me tuvo al alcance de la mano, me rodeó la muñeca y tiró de mí. Me rodeó la cintura y empezó a llorar.
—Lo siento, hija —gimoteó—. Te quiero.
Yo estaba congelada. No quería echarme a llorar, pero no me pude resistir y le acaricié el pelo. Lo tenía áspero y húmedo, no parecía el cabello de mi madre. En realidad, esa persona que me abrazaba no conservaba nada de ella.
—¿Vas a salir? —me preguntó papá con una bandeja de verduras en la mano.
—Sí —dije.
Mamá levantó la cabeza y me miró, sujetándome las manos.
—No salgas —me pidió—. Quédate en casa.
Tragué saliva con fuerza. En la vida me había pedido eso. ¿Por qué ahora, de pronto, se preocupaba por mí?
Papá se sentó en la mesa y puso su enorme mano sobre las nuestras.
—Deja que Val se siente —le pidió a mi madre. Ella me soltó y yo di un paso hacia atrás.
—En realidad ya me iba —dije.
Papá me miró preocupado.
—Val, el doctor ha sugerido que tu madre pase unos días en un hospital psiquiátrico.
—¡No voy a ir! —exclamó mamá, incluso antes de que yo pudiera procesar la información—. Me he levantado. ¿No era eso lo que querías? ¡Aquí me tienes!
—¡Quiero que te sientas mejor! —replicó mi padre. Yo di un paso atrás.
—¿«Mejor»? ¿Como tú, que actúas como si no te importara? No estoy loca, ¡estoy sufriendo! ¡Y parece que soy la única! —exclamó mi madre mientras me miraba enfadada. No se había tomado bien el hecho de que quisiera salir. Me alejé un poco más.
—¡No eres la única! Eres una egoísta. ¿Qué esperas? ¿Que los demás nos quedemos en la cama todo el día como tú? ¡Queremos ayudarte! ¡Y, por el amor de Dios, queremos superar la muerte de Hillie! ¡La velamos durante más de un año! ¡Todo el maldito año que estuvo enferma!
—Ya he tenido suficiente —les interrumpí—. Me voy.
—Val… —aunque papá me llamó, di media vuelta y me alejé—. ¡Val!
Abrí la puerta y salí.
Oscuridad y luz. En eso se había transformado mi vida. En cuanto un destello de paz aparecía, todo se transformaba en una tormenta de nuevo. Esa noche, al parecer, había un huracán.