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¿Y si el rock es lo mío?

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En el bus, le cogí el teléfono a papá, ya que no quería preocuparle más de lo que ya estaba.

—Val, lo siento, ¿dónde estás? ¿Quieres que vaya a buscarte? Por favor, vuelve a casa ahora mismo.

—Estoy bien, papá. He salido con mis amigas —mentí.

—¿Está Glenn contigo? —indagó él—. ¿La han dejado salir sola de noche?

—Claro que no, me invitó a algo de la iglesia.

—Val… Deja de mentir, ¿quieres? ¿Tú, en la iglesia? —me hizo reír.

—Está bien. Voy a un bar, ¿de acuerdo? —confesé.

—¿Es apto para menores? ¿Va Liz?

«Deja de mentir, deja de mentir, deja de mentir…»

—Sí.

Suspiró. Era imposible saber si me había creído; intuí que no.

—De acuerdo —se rindió de todos modos—. Por favor, prométeme que tendrás cuidado.

Se lo prometí y colgué.

Contemplé la foto de Hilary en el carnet. «Voy a cumplir otro de tus deseos, Hillie», pensé. «Tú solo tienes que ayudarme». Me dolía el estómago de los nervios.

Bajé en la parada más cercana al bar y caminé tres calles hasta encontrarlo. Se trataba de una puerta negra en medio de una pared de ladrillo rojo. Se podía leer el nombre en un cartel un poco viejo. Detrás de un vidrio, estaba el mismo folleto que alguien había pegado en el tablón de anuncios del instituto, pero mucho más grande. Eso era Amadeus.

Me puse bien la chaqueta, que llevaba abrochada hasta el escote, respiré hondo y crucé la calle en dirección a mi objetivo. El guardia de seguridad estaba sentado junto a la puerta.

—Buenas noches —le saludé intentando sonar lo más natural posible.

Me miró de arriba abajo; parecía un armario empotrado.

—Hola. Carnet de identidad, por favor —solicitó. Ahora venía lo difícil.

Busqué en el bolsillo, saqué el carnet de mi hermana y sonreí.

—Tengo esto —anuncié mientras se lo enseñaba.

Me lo quitó de la mano y lo examinó por ambos lados. Se fijó en mi cara con los ojos entrecerrados. Yo trataba de parecer relajada, aunque me temblaran las rodillas.

—Estás un poco diferente —señaló.

—Un poco —admití. Me preguntaba si alguien me daría un premio si conseguía extraerle una sonrisa.

Él asintió.

—Bueno, entra —indicó devolviéndome el carnet mientras movía la cabeza en dirección a la puerta.

Estuve a punto de gritar de la emoción, pero, si lo hacía, me delataría, y necesitaba cumplir el deseo de Hillie. Oculté mi alegría, me guardé el carnet en el bolsillo y entré rápido en el bar.

Atravesé un pasillo oscuro donde solo había una ventanilla y, al otro lado, una chica que jugaba con su móvil. Por lo que alcancé a ver, era el guardarropa. Seguí avanzando hasta llegar a una sala grande con algunas mesas de madera. Estaba lleno de gente. La hilera de las mesas terminaba frente a un escenario donde se acumulaban decenas de personas de pie. El humo de los cigarrillos y el olor a alcohol invadían el lugar. Nunca me había metido en un sitio como ese y no pensaba volver a hacerlo.

«Tú y tus malditos deseos», le dije a Hillie mentalmente en el momento en que un chico que iba abrazado a su novia se me llevaba por delante. Por supuesto, ni siquiera se disculpó.

Me coloqué en un rincón. No tenía ninguna duda de que los que tocaban en ese momento eran los Stones Tribute: sonaba Satisfaction, un clásico de los Rolling Stones, y el público estaba como loco. Saltaban, cantaban a gritos y se reían sin parar.

Otro chico se me llevó por delante. Me giré y nos miramos. Enseguida me miró los pechos. Mi reacción fue subir la cremallera de la chaqueta para ocultarlos. ¡Qué pervertido! Con razón no dejaban entrar a menores de edad.

Quería llamar a papá para que fuera a buscarme. Pero era mi noche, y no podía salir corriendo ante el primer inconveniente. Los conciertos duraban, al menos, una hora y media; así que tenía que quedarme todo ese tiempo e intentar disfrutar para poder decir que había cumplido el deseo de Hillie.

Me acerqué a la barra y pedí una cerveza. Cuando ya me estaba acabando el vaso, los falsos Stones terminaron y la gente se puso a aplaudir eufórica. Apenas un minuto después, un presentador salió al escenario y anunció que los siguientes serían los Dark Shadow.

Cuatro chicos aparecieron en el escenario, cada uno con su instrumento. Uno llevaba un bajo; otro, palillos de batería; y otros dos, guitarras.

Me quedé prendada del que se puso delante del micrófono principal. Era rubio y tenía los rasgos bien definidos. Llevaba una camiseta de los Red Hot Chili Peppers y unos pantalones ajustados. Llevaba unos anillos de plata enormes y botas de cuero. Llevaba el pelo tan embadurnado de gomina que ni siquiera se movió cuando lo rozó al colgarse la guitarra.

—¡Buenas noches, Amadeus! —gritó con un tono espectacular.

En ese momento, mientras la gente estallaba en un sonoro aplauso, empezó a tocar la guitarra. La canción se llamaba Aeroplane. Como no podía ser de otra manera, era de los Red Hot Chili Peppers.

En el estribillo, el otro guitarrista y el bajista empezaron a hacerle los coros. Entonces, la canción subió a otro nivel. El chico que quedaba a la izquierda del cantante, el que tocaba la otra guitarra, tenía una voz dulce y melodiosa que contrastaba con el tono áspero del líder de la banda. Llevaba el pelo negro peinado con gomina y vestía del mismo color que su compañero: unos vaqueros oscuros, una camiseta con un dibujo confuso y botas militares. Llevaba puesto un anillo plateado en el dedo anular de la mano izquierda y una ancha muñequera negra en la derecha. Movía hábilmente los dedos por las cuerdas de la guitarra, y hasta llegué a ver que tenía una púa.

La canción pasó a segundo plano; me maravillaba la capacidad que tenían para hacer música y para que esta me atrapase. Fue la primera vez que me pregunté: «¿y si el rock es lo mío?». Nunca se me hubiera ocurrido, quizá porque no había encontrado la canción adecuada o porque no había escuchado a la banda correcta.

Al llegar a la segunda canción, quería que el líder se callara y que el guitarrista tomara su lugar. Las partes que más me gustaban eran aquellas en que el chico de pelo negro entonaba con fuerza partes específicas de Fortune Faded.

Ni siquiera me di cuenta de que, cuando los Dark Shadow acabaron de tocar, ya llevaba una hora en el bar.

Me acerqué a la barra, decidida a quedarme un rato más para escuchar a los Rats, que, según decía el folleto, versionaban canciones de los mejores grupos de metal, y me senté en el único taburete que quedaba libre. Me vibró el teléfono: me acababa de llegar un mensaje de Liz.

Liz.

¿Qué haces?

Val.

Estoy en el bar.

Liz.

¿Al final has ido a ese bar de abuelos?

Val.

Bueno, «los abuelos» están bastante bien. El cantante del

último grupo es el típico chico que les gusta a todas.

—Dos cervezas —ordenó alguien a mi lado.

Seguí pendiente del móvil hasta que uno de los vasos se interpuso entre mi vista y la respuesta de Liz. Levanté la cabeza en una fracción de segundo y me quedé de piedra: el cantante de los Dark Shadow me estaba ofreciendo una cerveza.

—¿Qué hace una chica tan guapa como tú pendiente de su teléfono en vez de disfrutar de la noche? —preguntó.

Mis neuronas empezaron a correr en todas direcciones, chocándose entre sí hasta el punto de dejarme sin habla. Primero: me estaba hablando el líder de una banda conocida por todos los que estaban en el bar. Segundo: me acababa de ofrecer una bebida. Tercero: acababa de decir que era guapa. Seguro que necesitaba gafas.

—Eh… —balbuceé.

—Vamos, ¡fría está más buena! —exclamó, y me puso la mano alrededor del vaso.

Cuando nuestros dedos se rozaron, sentí mariposas en el estómago. A pocos centímetros como estábamos, el chico parecía todavía más guapo que encima del escenario, y la voz le vibraba como las cuerdas de la guitarra.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, y luego se bebió medio vaso de un trago.

—Valery —respondí—, pero todo el mundo me llama Val.

—«Val» —repitió—. Me gusta. Es la primera vez que te veo por aquí.

Un trago me devolvió la capacidad de conversar.

—Es la primera vez que vengo —admití.

—¿Y eso por qué? —preguntó.

—Creía que no me gustaba el rock.

—¿Y ahora?

—Pues gracias a tu grupo, ya no estoy tan segura.

Se rio con ganas y pidió otras dos cervezas.

—Para mí no, gracias —me apresuré a aclarar.

—No hay excusa que valga. Cuando aceptas un trago, aceptas dos —respondió con entusiasmo.

Seguimos hablando del bar, de su banda y de la noche en general mientras me bebía las dos cervezas que me había regalado. Me contó que habían empezado a tocar juntos cuando tenían dieciocho años y todavía iban al instituto, que cada sábado tocaban en el Amadeus y, los viernes, en un sótano llamado The Cult, como la legendaria banda de los 80. Yo solo conocía la música que sonaba en la radio, así que me contó algunas anécdotas de grupos que le gustaban, entre ellas, como era obvio, los Red Hot Chili Peppers.

—Soy Brad —se presentó, un poco tarde, y me tendió la mano para que se la estrechara.

—Val —respondí, entregándole la mía. Enseguida me di cuenta de que estaba un poco borracha y me eché a reír—. Pero creo que ya me había presentado —agregué.

Brad me estrechó la mano, tiró de mí y, en un microsegundo, me encontraba abrazada a su pecho. Casi al mismo tiempo, me empezó a besar y mi mundo se convirtió en una nube de confusión. Tenía los labios suaves y carnosos, que devoraron los míos con la precisión de un experto. No me pude resistir al deseo y respondí sin pensarlo. Le sujeté por la nuca, apreté aún más nuestros labios y empezamos un juego peligroso.

Sus dedos buscaron el borde de mi ropa y se metieron entre mi piel y la tela. Me acarició la espalda, la cintura y, de pronto, tenía su otra mano en mis pechos, por encima de la camiseta.

—Oh, por Dios, estás tan buena —me susurró contra el cuello.

Nunca me había sentido tan guapa. Nunca me habían deseado de ese modo, y eso me llevó por un camino en el que no era capaz de reflexionar nada.

—Ven. Quiero enseñarte algo —dijo de repente.

Me tendió la mano y dejé que me guiara mientras me mordía el labio. Me creía adulta y atractiva, algo que no había sentido en la vida. ¿Era así como se sentía ser perfecta como Hillie? Si le gustaba a un chico que podía tener a la chica que quisiera, entonces mis compañeros de clase, que me seguían llamando «gorda», eran unos idiotas.

Me condujo por un pasillo oscuro que las parejas usaban para besarse y tocarse, y apartó una cortina. El otro lado olía a marihuana y a tabaco. Aparecieron, además, los otros integrantes de su banda y algunos chicos de las anteriores. El batería de los Dark Shadow estaba sentado en el suelo, con una chica sobre las piernas; se besaban y tocaban como si estuvieran a punto de follar ahí mismo.

Brad se sentó en un rincón y me invitó a acomodarme a su lado. Era bastante ingenua, así que, ni siquiera cuando cogió un espejo, algo que parecía una pajita y se sacó una bolsita de la chaqueta, me di cuenta de lo que estaba haciendo. Volcó un poco de polvo blanco sobre el espejo e inhaló. Estaba esnifando cocaína.

La música sonaba muy fuerte y me embotaba los oídos. Me quedé boquiabierta, mirando como se drogaba. De pronto, lo bella y deseada que me sentía se transformó en miedo.

Miré a mi alrededor: casi todos sus amigos se estaban enrollando con chicas que, seguramente, también habían bebido y esnifado. Solo una se miraba las uñas, un poco despeinada y distraída, en un rincón, con el guitarrista de la voz dulce, que bebía con los ojos entrecerrados. Supuse que ya no se estaba drogando porque había llegado a su límite.

—Toma —me dijo Brad, ofreciéndome el espejo, y volvió a tocarme una teta.

—No, gracias —dije. Él se rio.

—Venga, no te hagas de rogar. Te gusta tanto como que te toque —murmuró, buscando mi cuello.

¿«Te gusta tanto como que te toque»? Le di vueltas a la frase que acababa de decir.

—Déjame —pedí. Él no me hizo caso—. Déjame, ¡no quiero! —grité, a la defensiva.

Intentando quitármelo de encima, golpeé el espejo sin querer. La cocaína voló por los aires y se esparció por nuestros pantalones.

—¡¿Qué haces?! —exclamó enfadado mientras me empujaba—. ¿Quién te crees que eres? —tiró el espejo a un lado y sacó el móvil mientras yo no cabía en mí por el asombro—. Ahora verás. Le voy a decir a todo el mundo que eres una puta histérica. Pobre del que se enrolle contigo.

El corazón me empezó a latir frenéticamente. Me temblaban las manos, no acababa de entender qué estaba pasando.

—¡¿Qué te pasa?! —proferí intentando arrebatarle el teléfono.

Él se puso de pie. Yo le cogí del antebrazo, con la intención de ver a quién iba a decirle todas esas cosas. ¿Acaso me conocía del instituto y yo no me había dado cuenta? ¿Por qué me amenazaba?

Se soltó de forma tan brusca que acabé en el suelo.

—¡Eh, Brad! —le llamó alguien. Los dos miramos al mismo tiempo: era su amigo, el guitarrista de la voz dulce, quien, en ese momento, sonaba como un cantante de heavy metal—. Ven a ver esto.

Le puso una mano en el hombro y le guio hacia la cortina. Yo seguía en el suelo, temblando, sin entender del todo qué había pasado. El chico de pelo negro que se llevaba a Brad me miró por encima del hombro y se apresuró a salir. Yo me quedé de pasta de boniato. Cuando conseguí, al menos, respirar calmadamente, recogí los fragmentos de mi dignidad, que se habían dispersado por el suelo, me puse de pie con las rodillas todavía temblorosas y salí al pasillo.

Me llevé a algunas parejas por delante y llegué a la calle con el corazón en la boca. No podía respirar. Me sentía angustiada y más sola que nunca, humillada hasta los huesos. ¿Cómo podía alguien hacerte sentir la más hermosa y, al segundo, la peor persona que existe?

Empecé a caminar con intención de alejarme de ese bar lo antes posible. Antes de que llegara a la esquina, me pareció que alguien me llamaba con un «¡Eh!».

Me giré y lo vi: el guitarrista de pelo negro me seguía. Se acercó con pasos largos y, en menos de un segundo, le tuve cara a cara.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—¿Y a ti qué te importa? —protesté entre lágrimas.

—Si no me interesase, no te hubiera preguntado —respondió tajante, aunque calmado. Todo lo contrario a mí.

—Eres un imbécil… —espeté—. Aun así, para tu información, no, nada está bien. Mi madre está deprimida y mi padre se pasa el día trabajando. He venido a un bar de mala muerte, he dejado que un chico me sobara y mi hermana murió hace dos semanas. Así que no. Nada está bien.

Se quedó callado unos segundos.

—Siento mucho lo de tu hermana —dijo al fin con voz calmada.

Me reí como una histérica.

—¿Eres idiota? Por supuesto que no lo sientes. Solo mi madre, mi padre y yo lo sentimos, así que no seas falso. ¿Por qué no vuelves con tus amigos? Nadie que valga la pena se juntaría con ese inútil de Brad, así que déjame en paz. Ve a beber y a esnifar coca con tus amigos. Adicto.

Orgullosa de haberle dicho todo lo que querría haberle chillado a Brad, me di media vuelta y me alejé del bar.

«Siento mucho lo de tu hermana». ¡Ja!

¿Y si el rock era lo mío?

Estaba segura de que sí porqué había puesto en su lugar a ese idiota al que decidí llamar «Dark Shadow».

Brillarás

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