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Hilary
Hilary era… perfecta.
Los mejores recuerdos que tengo de ella son de hace dos años, cuando yo tenía catorce, y ella, dieciséis.
Es imposible olvidar que se levantaba cada mañana con una sonrisa. Su largo cabello rubio se agitaba cuando saludaba, efusiva, a mamá y a papá. Le daban un bol de leche con cereales y ella se sentaba en un taburete, a veces frente a mí, a leer mensajes en el móvil. Sonreía mientras respondía, mostrando una hilera de dientes blancos. Casi nunca me saludaba; todos sabían que yo tenía un humor de perros de buena mañana.
A decir verdad, por ese entonces, todo lo que tenía que ver con mi familia me ponía de mal humor. A veces me parecía que mis padres intentaban ponerse en mi lugar sin entender nada de nada.
El día que mamá me sentó en el salón y me preguntó si ya había perdido la virginidad, fue como si me obligaran a comer una abundante pila de basura. Por supuesto, me negué a responder. Como siempre, ella puso a Hilary como ejemplo. Respondió que mi hermana no había tenido ningún problema en decirle la verdad; le había hecho la misma pregunta cuando tenía mi edad. No me importaba lo que hubiese hecho Hilary: ella era perfecta. En cambio, yo no podía decirle a mamá que ningún chico me querría porque en la escuela me llamaban «gorda». Mamá nunca lo entendería. De hecho, estaba segura de que respondería: «Por favor, no les hagas caso, Val; tú no estás gorda». Pero no estamos hablando de mí, sino de ella: Hilary, mi hermana mayor.
Tenía una melena rubia hasta la cintura, unos preciosos ojos azules y la belleza que a mí me faltaba. Yo tenía el pelo castaño y los ojos verdes, pero en el instituto tenían razón: estaba gorda. Bueno, quizá solo un poco. Digamos que no tenía el cuerpo esbelto de mi hermana mayor, y que mis tetas eran demasiado grandes en comparación con las de ella, aunque yo era más pequeña. Me daba mucha vergüenza, así que me encorvaba para que no se viera tanto. Solo una gorda podía tener tanto pecho, así que sí: los chicos del instituto tenían razón.
Hilary destacaba por ser muy buena animadora y tener un historial académico excelente. Yo, en cambio, era un desastre. No había nada que me gustara realmente. Las matemáticas se me daban fatal y lengua me aburría. Llegué a dormirme en clase de física e hice explotar un tubo de ensayo en química. ¿Gimnasia? ¡Dios! Cada vez que tenía que padecer ese tormento volvía a casa con varios pelotazos marcados en el cuerpo. Un día hasta me golpearon con un bate de béisbol y estuvieron a punto de tener que ponerme un yeso. Fue mi culpa, por supuesto, por cruzar por donde no tocaba.
Sí, además de gorda, era torpe. Y toda la escuela lo sabía. Pero también era la hermana de Hilary: la chica popular, exitosa y divertida. Y eso me mantenía a salvo de las burlas. Me criticaban, claro, y yo sabía perfectamente de qué hablaban a mis espaldas. Pero al menos nunca me habían metido la cabeza en un retrete, ni me habían hecho esas cosas horribles que sí les hacían a otros.
Saltaba a la vista que Hilary y yo éramos muy diferentes. Hasta nos gustaban estilos de música incompatibles. A ella le encantaba el rock. Se podía pasar horas escuchando recopilatorios de gente que entonaba frases ininteligibles y baterías que competían con el sonido de las guitarras. Yo, en cambio, me dejaba llevar por la música que estaba de moda.
Los compañeros del instituto que venían a casa para hacer algún trabajo conmigo la adoraban. ¿Y quién no? Si teníamos que subir al piso de arriba, espiaban por la puerta entornada de su habitación para ver qué había adentro. Los trofeos deportivos que Hilary había ganado estaban en la vitrina del comedor, y a mamá le encantaba contarles a sus amigos y a mis compañeros historias sobre mi hermana, y ellos las escuchaban encantados.
Sé que dije que hablaría de Hilary, pero me resulta imposible no hablar de mí. Mentiría si dijera que en la vida sentí celos. Lo cierto es que, a veces, hasta me daba la sensación de que era la hija preferida de mamá, y eso me llevaba a ser hostil. Mi mal humor de buena mañana era una excusa para demostrarles que no les necesitaba y que podían hacer lo que quisieran con su amor. Lo cierto es que, por otro lado, las diferencias que había entre Hilary y yo nunca consiguieron alejarme de ella.
A veces nos reíamos juntas y veíamos alguna película cuando papá y mamá salían. No le gustaba que tocara sus cosas, sin embargo, cuando había quedado y me quejaba porque nada me quedaba bien, ella aparecía en mi habitación con algo para prestarme. Su ropa siempre me quedaba mejor, quizá porque tenía mejor gusto a la hora de vestir. En mi armario destacaban el negro y el marrón; el hecho de estar «gorda» me hacía querer pasar desapercibida y me escondía tras colores oscuros. Toda la ropa de Hilary era colorida, como ella, y conseguía transformar a las personas que nos rodeaban. Aunque teníamos cuerpos distintos, me quedaba bien porque era más alta que yo.
Nunca olvidaré el sonido de mi teléfono cuando Hilary me llamaba. El tono que le había puesto era una canción de los 70 que nuestros padres solían poner en el coche cuando éramos pequeñas: Dust in the Wind, de Kansas. Les hice creer a todos que había elegido semejante reliquia por el significado del título: «polvo en el viento», en el sentido de que habría sido mejor que su llamada se evaporara. La gente se reía cuando les contaba esa tontería.
Como he dicho: todos amaban a Hilary. O, al menos, lo hicieron hasta que se puso enferma.
Entonces, los aplausos en el gimnasio se apagaron, las buenas notas terminaron y las visitas fueron disminuyendo. Al principio, sus amigas venían cada dos por tres. Cuando la quimioterapia hizo que perdiera el cabello y le salieran ojeras, ya solo venían unos pocos. La única que venía a casa cada semana era su mejor amiga, Mel; le traía los deberes para que se entretuviera y le leía libros que le daba su profesor de literatura. Incluso mis únicas amigas, Liz y Glenn, dejaron de venir. Supuse que Liz estaba ocupada con los estudios, ya que vivía para el instituto, y que el padre de Glenn se había vuelto más estricto de lo que era y ahora también le impedía ir a casa de sus amigas. Al final me confesaron que, como habían notado la gravedad de la enfermedad, no querían molestar.
Cuando Hilary se puso enferma, mamá dejó de trabajar. Estaba agotada y solo vivía para mi hermana. Papá conservó su trabajo —de algo teníamos que vivir, ¡ya os digo yo que el cáncer acaba con las finanzas de cualquiera!—, así que, si antes ya me prestaban poca atención, ahora mucho menos. Por si fuera poco, cuando las cosas empeoraron, en lugar de pasar más tiempo en casa, empezó a pasar más tiempo en la oficina. Decía que necesitábamos dinero. Mamá le reprochaba que necesitábamos su ayuda. Los problemas no paraban de crecer.
Debo ser sincera: por aquel entonces aún no era consciente de todo lo que estaba pasando. En el fondo, no acababa de entender la gravedad de la situación y me imaginaba que, con el esfuerzo de nuestros padres, Hilary se recuperaría. Mamá también lo creía, por eso la llevaba al médico y a las sesiones de tratamiento todas las semanas. No sé qué pensaba papá.
Mientras tanto, yo seguía con mi rutina habitual: iba al instituto, me lo pasaba bien con mis amigas, espiaba al chico que me gustaba en clase.
El sábado que todo cambió, fui al cumpleaños de un compañero. Liz también estaba allí. Glenn no había ido; como era de noche, seguro que su padre no se lo había permitido. A decir verdad, no nos llevábamos bien con nadie de la fiesta; el chico solo nos había invitado porque era nuevo y tenía aún menos amigos que nosotras. Debido a su personalidad, Liz no solía caer bien a la gente. Era una alumna de sobresaliente, pero a veces podía llegar a ser muy egoísta. A Glenn también la criticaban, aunque en su caso era porque la consideraban ingenua. Iba mucho a la iglesia y todos la encontraban bastante aburrida. De algún modo, éramos tres inadaptadas.
La música sonaba muy fuerte. Liz estaba sentada en un sofá, a mi lado, editando una foto que acababa de hacer. Alzó la mirada cuando un chico empezó a volcar cerveza dentro de un jarrón para beber de allí con sus amigos.
—Este novato no sabe en qué lío se ha metido al invitar a toda esta gente —bromeó, gozando un poco de la situación—. Esta fiesta no da para más. Me voy —determinó mientras se levantaba—. ¿Vienes?
La cogí de la mano y ella se inclinó para oír lo que iba a decirle:
—Hay un chico que lleva mirándome toda la noche. No le conozco, debe ser amigo del novato.
—¡¿Por qué no lo has dicho antes?! —exclamó, riéndose—. Me habría alejado para que pudierais estar solos.
—La mayoría te miran a ti. Lo raro es que ese se haya fijado en mí.
—No es raro, ¡tonta! —me dio un golpe en el brazo—. Eres preciosa, y eso es lo único que les importa. Quédate un rato más. Más te vale escribirme luego y contarme cómo ha ido todo con tu admirador. Ojalá valga la pena, aunque lo dudo —me guiñó el ojo y se alejó.
A pesar de que éramos muy amigas, Liz hablaba poco de su vida. Solo sabía que sus padres se habían divorciado hacía años, que su padre se había mudado a otro estado y que ella vivía con su madre. Nunca hablaba de su familia ni de problemas personales si estaban relacionados con sus padres, y casi nunca nos invitaba a su casa. Aunque era muy guapa y muchos chicos le iban detrás, Liz no estaba interesada en ellos. Decía que ninguno valía la pena, que eran todos iguales y que solo les importaba nuestro cuerpo. No creía en el amor, aunque no tenía mucha experiencia. Yo suponía que el divorcio de sus padres la había afectado en ese aspecto, aunque nunca me lo confesaría.
Cogí un vaso y bebí un poco de cerveza. Quería olvidar que el chico que me miraba podía perder interés en cuanto alguien me llamase «gorda». Aunque tenía dieciséis años, no contaba con la lucidez suficiente para entender que un idiota que se dejase llevar por los demás no se merecía a una chica como yo. En ese momento, ese chico me gustaba y me alegraba que fuera recíproco.
El chico del cumpleaños se acercó y me puso una mano en el hombro.
–Val, hay dos personas fuera. Dicen que son tus tíos y que han venido a recogerte.
—¿Mis tíos? —pregunté frunciendo el ceño.
Cogí el teléfono, que había dejado tirado sobre la mesa, rodeado de vasos plásticos, platos y aperitivos, y revisé los mensajes. Tenía dos llamadas perdidas de papá y un mensaje de mamá: «Ven a casa ya».
Me puse incluso más nerviosa que cuando Brian me tiró la bebida encima y Tim abrió la puerta del baño mientras yo estaba en ropa interior, intentando quitar la mancha.
—Gracias —le dije, y salí recogiendo el abrigo que había dejado en un perchero junto a la puerta.
Subí al coche, enfadada. No me podía creer que mi madre hubiera enviado a su hermana y su marido a recogerme solo porque no quería que me fuera a una fiesta mientras ella tenía que quedarse a cuidar de Hilary.
—¿Por qué habéis venido a buscarme? —me quejé. ¿Qué más daba si estaba en casa o no? Mis padres ni siquiera se enteraban de que estaba ahí, ¿por qué querían que volviera?
Mi tía se giró y yo me quedé de piedra. Lloraba a mares. Se sonó la nariz mientras volvía a llorar y sollozó:
–Lo siento, Val. Tu hermana ha muerto.