Читать книгу Ciencia y vida. Mi verdad - Antonio Alcaide García - Страница 10
Capítulo 1
La humilde espinaca, Spinacia oleracea; sin flores ni aromas, pero con cloroplastos llenos de secretos y vida
ОглавлениеY así empezó todo en mi carrera científica: con espinacas como fuente de vida encerrada en sus cloroplastos, esas partículas que, como las mitocondrias, son el motor energético de la célula de plantas superiores. Era el comienzo de los años 60 del siglo XX; unos tiempos difíciles y, al mismo tiempo, felices para el estudio de mecanismos bioquímicos. Casi todo estaba por hacer en España. La Bioquímica, como rama independiente de la ciencia, no existía en nuestro país.
Para mí, un simple muchacho de pueblo, procedente de una universidad de provincias —Granada— con larga historia y tradición universitaria, sin apenas medios para investigar, pero con unos profesores que, con su incesante dedicación, llenaban de vida aulas y laboratorios, llegar al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), cuna de la ciencia y de la investigación, con medios para investigar, era un sueño.
«Desembarqué» con mi llorado amigo Antonio Cortés en el mismo edificio de la calle Serrano, 119 de Madrid; construido con el apoyo de la Fundación Rockefeller en la década de los 40 del siglo pasado. Antonio se instaló en el Instituto de Química Física Rocasolano, que ocupaba las plantas baja y primera. Allí dio sus primeros pasos en catálisis hasta convertirse en un reputado investigador, un símbolo de dignidad personal, que tanto hizo en silencio por dignificar la ciencia española y que fue admirado y querido por todos hasta su fallecimiento hace tres años. ¡Qué gran investigador, qué gran inteligencia y qué extraordinaria persona se nos fue! Conviví con Antonio en los estudios de licenciatura en Granada y seguí conviviendo durante nuestros estudios de doctorado; él haciendo ciencia «dura» en Química Física; yo, investigación mucho más amable en química de la vida. Continué admirando a mi amigo Antonio, andaluz de Almería, serio, cabal y de comportamiento rectilíneo y ético en todos los sentidos. Él decía admirarme por mi inteligencia, mi ironía y la rapidez en retratar de forma sarcástica la mediocridad que nos rodeaba, achacándome que, a veces, aun admitiendo lo certero de mis análisis, me excedía algo en mis críticas. A esto le respondía que yo era de Antequera, un pueblo seco, pegado a la montaña, y no de un dulce lugar de naranjas bañado por el Mediterráneo como su tierra almeriense.