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PREFACIO

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Recuerdo los aromas y fragancias de mi niñez: una niñez en la que las flores olían. Aquellos claveles de intenso aroma dieron paso a esos otros claveles de hoy, homogéneos, bonitos, turgentes, frescos, pero sin olor. Afortunadamente, los nardos, los jazmines y la dama de noche han conservado su fragancia. Siempre. También la flor de azahar. Quizá la razón estribe en que estas pequeñas florecitas no sirven para adornar nada; solo tienen olor. ¡Pero qué aromas! Aromas de mi niñez que aparecen por sorpresa, sin buscarlos. Inconfundibles. Únicos. Aromas de vida. Aromas que esta sociedad globalizada no aprecia porque no los conoce. Los nardos siguen teniendo ese intenso aroma de nardo. La dama de noche, también. Un día, en un paseo nocturno por las proximidades del hotel Marriott, en Amán, capté el aroma cada vez más intenso a dama de noche; había una planta en el patio de una casita que se encontraba en mi camino. En otra ocasión, buscando nardos en Madrid, encontré una floristería que me prometió tenerlos en 48 horas; venían de Holanda y llegaron puntuales con su aroma embriagador. ¡De Holanda!, país especializado en cultivar fresones que no saben a nada y flores ornamentales inodoras. Decididamente, los nardos holandeses huelen a nardo porque no han entrado en el mundo de la «globalización ornamental».

Con frecuencia me gusta volver mi mente atrás y revivir situaciones que significaron algo en mi vida. Casi siempre ligadas a un aroma o a un sonido musical. Al pasar los años, mi corazón me suele decir si ese algo fue un algo profundo. Uno de esos días de sentimientos retrospectivos volví mi mente atrás, muchos años atrás, y me veía en el patio de aquel viejo Instituto Pedro Espinosa de mi pueblo, Antequera, con un esquema mental muy decidido, aunque algo cursi, de lo que debería hacer para, ya de mayor, comprender las bases científicas que explicaran el origen de los aromas; pura química y pura biología. También la salud y la enfermedad deberían tener sus bases científicas; de nuevo, pura química y biología. Lo tenía muy claro: era preciso que empezara a estudiar Química y Biología; de esta forma iría sentando las bases para, en un futuro, aprender Bioquímica, es decir, la química de la vida. Y después enriquecer día a día estos conocimientos iniciales, compartirlos y hacer algo para comprender los aromas de este mundo, incluido el aroma del sufrimiento, ese «aroma» asociado a la enfermedad. Todo un compendio de química de la vida: Bioquímica. Tenía entonces solo trece años y acababa de finalizar mis estudios de tercero de bachillerato. Recuerdo que aquel patio central de mi viejo instituto estaba contiguo al patio de acceso a la secretaría, en el que se enseñoreaba una gran planta de jazmín. Muy jovencito y algo pretencioso, debieron de pensar mis profesores. La Química y la Biología tendrían que esperar, me dijeron. Ya llegarían a su tiempo, en los cursos venideros… ¿A qué venía tanta prisa?

Pero yo no quería esperar. Y decidí ir aprendiendo estas cosas en los veranos. Y lo hice. De esta forma, a mi manera y con la extraordinaria ayuda de don Juan Hernández, hombre sabio que ejercía sus funciones de químico en la cercana fábrica de azúcar y que comprendió desde el principio lo que yo quería. Así fui adquiriendo conocimientos de química de la vida y puse las primeras piedras de lo que años más tarde se convertiría en una de mis pasiones: estudiar y tratar de comprender los mecanismos bioquímicos implicados en la vida y en la muerte o, dicho con más suavidad, en la salud y en la enfermedad. Con y sin aromas. De lo que fui aprendiendo en aquellos veranos quedé fascinado por ese laboratorio que se me antojaba perfecto: la vida. Así, me enfrenté a la Biología del curso preuniversitario «orgulloso de mis conocimientos». El primer capítulo del libro de texto trataba de los aminoácidos, y yo ya sabía aquello. Compartía este «orgullo» con mi otra pasión: la pesca y toda la belleza que había a su alrededor. Y no olvidaba los aromas que cada año empezaban a embriagarme aquellos meses de mayo con sus flores.

Pasaron muchos años. Y adquirí conocimientos. Y, sobre todo, aprendí a compartirlos. A mi modo, con arte, ya que estoy convencido de que enseñar es un arte: el arte de compartir lo que se sabe. Y enseñé. Y seguí pescando, al tiempo que otras pasiones se incorporaron a mi vida.

Hace unos pocos años cayó en mis manos el libro titulado Doctor Chekhov, escrito por John Coope en 1997, en su versión original inglesa. Estaba leyendo por aquel entonces el libro Antequera norte de mi pluma, de José Antonio Muñoz Rojas, nuestra gloria antequerana, Premio Nacional de Poesía en 1992, y pensaba en los motivos que me habían llevado e inspirado en mis trabajos de tantos años de investigación en Ciencias de la Salud. En la introducción del libro de John Coope se recogía el siguiente pensamiento de Chekhov:

«La medicina es mi esposa legal. La literatura, mi amante. Cuando me harto de una de ellas, paso la noche con la otra. No es esto lo más correcto, pero, al menos, evita la monotonía y nadie sufre mi infidelidad. Si no me hubiera dedicado a la medicina, nunca habría podido dedicar mi libertad de mente y mis pensamientos a la literatura».

No pensaba de la misma manera Tolstoi, quien aseguraba que Chekhov habría podido ser un mejor escritor si no hubiera dedicado parte de su tiempo a la medicina.

En mi caso, quizá el haberme dedicado a la Bioquímica y mi pasión por comprender el funcionamiento de un organismo vivo —sano y enfermo— han hecho posible que, como Chekhov, dirija mi libertad de mente y mis pensamientos hacia otro lado, hacia Andalucía, a través de Antequera. Esa Antequera que, en palabras de Muñoz Rojas, está «a caballo entre las varias Andalucías y participa en alguna medida de todas ellas, como equidistante de sus centros mayores, Córdoba, Sevilla, Granada y Málaga, sufriendo sus grandes tentaciones y como cayendo y librándose de ellas. Esa Antequera, recostada y extendida, que se asoma a su vega, con todos sus caminos llanos hacia Córdoba o Sevilla, y que mira al norte, levante y poniente; y más lejana de donde más cerca se halla: Málaga, traficante y marinera».

Esa Antequera, en fin, que se regodea en su belleza y que no necesita salir de sí misma, anclada en su hoyo privilegiado, con sus espaldas bien resguardadas por el Torcal, con todo el misterio de sus dólmenes, toda la belleza de su vega y con su Peña de los Enamorados siempre dominadora.

Mi espíritu investigador me ha enseñado a comprender, sentir y amar a esa Andalucía tan compleja, a través de Antequera. ¿Cómo lo he hecho? A diferencia de Chekhov, sin exclusiones. Nunca he tenido que dejar a un lado uno de mis mundos para caer en los brazos del otro. Mis dos pasiones, además de la pesca, mis dos mundos se han complementado siempre. He observado, pensado, interpretado, aprendido, comprendido, sentido y asociado todo lo que hay en sus aromas, sabores, colores y sonidos —cante, toque y baile— de esas y otras Andalucías en diversos momentos de mi larga trayectoria científica, en la que he encontrado ilusión, brillantez, entusiasmo y también decaimiento, dudas, decepciones y envidias ajenas —para mí incomprensibles— y, en más de una ocasión, «embustes, calles sucias y lodo eterno», tomando estas palabras de Lope de Vega. Mis mundos se han complementado: mi espíritu científico me ha ayudado a acercarme al reflejo de Andalucía y de Antequera en sus aromas —azahar, jazmín, nardo, dama de noche—, en sus sabores —especias, canela, adobos, membrillo—, en sus colores —el azul intenso e inmaculado de su cielo, el rojo rosado del crepúsculo en la Peña de los Enamorados, el perfil como dibujado a plumilla de sus montañas— y en sus sonidos —copla, flamenco popular, flamenco profundo, con sus esencias de guitarra, cante y baile—. ¿Por qué esos aromas, sabores y colores son así y por qué esas guitarras, esos cantes y esos bailes son así?

A veces, el recuerdo de un aroma de nardo —mi fragancia preferida— me ha guiado a la hora de diseñar un experimento o establecer una hipótesis científica; en otras ocasiones, una imaginaria guitarra tocando por aires de Cádiz me ha acompañado cuando un experimento ha dado los resultados para los que había sido programado y realizado; el recuerdo de unos fandangos de Huelva —de Alosno, Almonaster, Valverde o Santa Eulalia—, surgidos de esos pueblos que cantan a cosas tan simples como la luz del día, el nido de una alondra, el relincho de un caballo enamorado, la fidelidad de un perro, una liebre amamantando a su cría, la dulzura de un cariño o la decepción y rabia de un desengaño, ha conmocionado mis sentimientos en la soledad, a veces fría, de un laboratorio perdido en un amanecer nebuloso de la región parisina, en un anochecer solitario en Filadelfia o en interminables jornadas en un humilde laboratorio cercano a las montañas de la selva de La Tigra, en Honduras. El esplendor y la expresividad de la copla han despertado en lejanos lugares, como en el lago Yojoa, en Honduras, en el que aquel toro enamorado de la luna quiso estar un amanecer de luna llena conmigo y con José, mi guardián y guía hondureño, en el lago y sus alrededores, mientras yo escuchaba atento las historias acaecidas, según él, en aquellas misteriosas aguas.

He aplicado, en definitiva, el método científico a algo tan lejano y tan fuera de todos los cánones científicos como lo es todo en Andalucía y en Antequera. Así pues, coincido con Chekhov en que la investigación biomédica, en mi caso, como la medicina en el suyo, me ha proporcionado la libertad de mente para entender todo lo andaluz. ¡Hasta el flamenco! —la literatura, en su caso—. El flamenco me ha dado, por su parte, fuerza, sosiego, inspiración. Y me refiero al flamenco en sentido amplio, resumido en este fandango de Almonaster, que empieza:

De la mano siempre van

copla, folklore y flamenco

para hacernos disfrutar

del arte y del sentimiento

de esta tierra sin igual.

De un lado, copla, folklore, flamenco en una Andalucía rebosante de aromas, luz, colores y sabores; y de otro, investigación, hipótesis científicas demostradas en la práctica experimental, hallazgos científicos buscados y no buscados —serendipity— y siempre ilusión por aprender más.

Hablemos, pues, de mis dos mundos y recordemos la penetrabilidad de ambos, con ejemplos personales en esta larga vida de alguien que ha querido siempre aprender amando y que tiene intactas sus ilusiones de seguir aprendiendo amando.

En las páginas que siguen, amigo lector, encontrarás rigor científico y verdades científicas; todo con sabor, aroma, color y sonido andaluz.

Ciencia y vida. Mi verdad

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