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Algo más sobre mi vida de joven investigador en Madrid

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Estudio y más estudio fue mi vida de doctorando en Madrid. No muy distinta de mi vida de estudiante universitario en Granada. Reconozco ahora que sobró algo de solemnidad y rigidez de principios en aquella vida y faltó algo de frivolidad. Aunque es cierto que el flamenco llenaba mis ratos libres, no solo con la belleza de sus sonidos, sino con el contenido de sus letras, el compás, la importancia de una guitarra, el ritmo de unas palmas bien dadas y el taconeo justo del bailaor o bailaora. En esos años empecé a aprender de forma autodidacta todos estos matices que completé con mis audiciones y seminarios de aprendizaje de flamenco en… París. En ellos, actuaba de profesor, junto con mi amigo Pepe López, físico nuclear y gran guitarrista. La vieja grabación de Hispavox me acompañó a todos los lugares.

Me interesé en esta época madrileña por los orígenes e historia del flamenco… y de la tauromaquia. ¡Quién me iba a decir que, pasados bastantes años, iba a ser invitado como conferenciante sobre estos dos temas en foros de postín! Mientras tanto, tomé estos dos temas, de gran contenido histórico y cultural y de gran belleza plástica, como objetos de estudio y como tales los incorporé a mi vida.

En aquel lúgubre rincón del salón principal de la Residencia de Estudiantes trataba yo de crear un clima de discusión cultural, quizá con la vehemencia «del que siempre está en posesión de la verdad». Una y otra vez explicaba que teníamos la obligación de «destacar como muy buenos» y servir de ejemplo, no solo en el laboratorio, sino en la residencia y en nuestra vida privada. Era inflexible en lo que yo consideraba postulados éticos, intransigente con los cantos de sirena de un sistema político que nos quería atraer y tener cerca con sus «golosinas». ¡No! Exhortaba a los que me oían a que tenían que hacer un brillante doctorado para salir al extranjero y continuar su formación en igualdad de condiciones con los investigadores del lugar. Y así lo hicimos los dos de siempre, los dos Antonios: Antonio Cortés a Escocia y yo a París. Así acabó nuestro deambular como doctorandos en el CSIC.

Con Antonio tenía algunas conversaciones más íntimas sobre «lo indefinible del atractivo femenino», expresión que he utilizado desde mi adolescencia. No me gustaba oír hablar de la mujer como un posible «objeto de deseo». Mantenía que el atractivo femenino era muy difícil de definir. Desde luego, no estribaba en la belleza física. Era eso, indefinible. Y era importante tener sumo cuidado con lo indefinible de la mujer atractiva: había que alejarse de ella para que no supusiera un obstáculo serio en nuestra carrera de investigador. Es el mismo principio que mantuve también en los años de licenciatura en Granada. Nunca llegué a convencer a mi amigo, por mucho que le explicara que, tanto en mi etapa universitaria como ya de joven investigador, había conocido a mujeres de «innegable e indefinible atractivo», lo suficientemente interesantes como para mantenerse lejos de ellas.

Resumamos, pues, aquí mi simple y solemne vida de estudioso estudiante en mi facultad granadina, completada con mi paso, también solemne, por el CSIC en mis años de doctorado. Vida llena de estudio y aprendizaje científico, creo que brillante; etapa unamuniana y de aproximación al flamenco y a la fiesta de los toros, fiesta nacional, término con una raíz histórica, analizado y estudiado precisamente por Unamuno. Y, ¡cómo no!, siempre enamorado en la lejanía de lo indefinible del atractivo femenino.

No olvidaré decir que el último año de mi trabajo de tesis doctoral, ya con cierta madurez científica y humana, empecé a comprender que en la vida hay golpes bajos y que el mundo de la investigación no era el paraíso que yo había imaginado. Pequeñas y grandes ambiciones, bajas y elevadas ambiciones; pero ambiciones, al fin y al cabo. Decidí hacer caso omiso a todo lo feo que me rodeaba y preferí seguir soñando.

Ciencia y vida. Mi verdad

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