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PRÓLOGO Daniel Muriel

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Entre enero y marzo de 1976, Michel Foucault dicta en el Collège de France el curso titulado «Hay que defender la sociedad»1, donde introduce su idea de biopoder (fundamental en su obra posterior), centrándose así en el gobierno de poblaciones y el papel que juega el poder en la maximización de las fuerzas sociales (que se aleja del poder del soberano —que es poder sobre la muerte— y del poder estrictamente disciplinario —sobre el control del cuerpo a través de la vigilancia y las instituciones de encierro—). Es en este curso que Foucault llevó a cabo la inversión de lo que él denominó el aforismo de Clausewitz. El aforismo del historiador y militar prusiano es bien conocido y citado comúnmente en textos, tertulias y otros ámbitos tanto académicos como ordinarios: «La guerra no es más que la continuación de la política por otros medios». Foucault proponía invertir los términos de esta afirmación, planteado que sopesáramos la idea de que «la política es la continuación de la guerra por otros medios». Para Foucault el poder político buscaría reinscribir de forma duradera el desequilibrio que la guerra había establecido en la relación de fuerzas de una sociedad dada en las instituciones, la economía, los lenguajes, los cuerpos y los comportamientos. Es un refinamiento del poder, o su constitución misma, que ya no se ejerce de forma desnuda y absoluta.

De ahí que nociones como libertad y control o autonomía individual y gobierno sean pares no contradictorios, ya que forman parte indisociable de fórmulas para la definición y manejo de realidades poblacionales. Después de todo, no hay relación de poder si no existe la libertad de oponerse a él; el verdadero poder se encuentra en conseguir influir en la conducta de alguien sin obligarle de forma explícita, cuando esta persona tiene muchas otras opciones. Así, la forma más efectiva y depurada de gobierno es aquella que rehúsa cualquier atisbo de violencia o dominación aparentes, a pesar de que se siga haciendo la guerra. Esto quiere decir que el poder político no detiene la batalla, sino que más bien la hace sostenible, perdurable. Nos encontraríamos en una lucha constante que, en todo caso, nos llevaría de dominación en dominación y por la que se han encontrado formas más eficientes de reproducir y reforzar las relaciones de poder que no pasan por mecanismos de autoridad, control y vigilancia directos.

De un modo u otro estamos inmersos en una batalla continua en la que, incluso en nuestros consumos culturales, cuando nos estamos divirtiendo, disfrutando de nuestro ocio, informándonos, y aprendiendo, participamos activamente de ella. El videojuego como uno de los artefactos y paradigmas culturales del siglo XXI no podía ser ajeno a esta guerra en sempiterna metamorfosis. La forma en la que el medio videolúdico participa en este proceso puede ser abordado de muchas formas, pero resulta particularmente interesante observarlo en un caso específico que sirve al mismo tiempo para abordar tanto metafóricamente como materialmente esta idea: la relación entre videojuegos y conflictos bélicos.

En esta obra, Antonio César Moreno y Alberto Venegas exploran esta relación de forma rigurosa, clara y estimulante. No se ciñen únicamente a los conflictos (y videojuegos) más populares, todo lo contrario, demuestran un gran conocimiento del medio y bucean con la determinación y capacidad analítica del historiador comprometido en un mar de conflictos que incluyen los continentes de África, Europa, América y Asia. Muestran de una forma atinada cómo los videojuegos pueden ayudarnos a entender la realidad de conflictos y guerras de un modo difícilmente representable por otros medios. Además, lo hacen acercándose a realidades no tan conocidas (merece especial atención al recorrido que dedican a conflictos en África), invitando al lector (que se sorprenderá a menudo) a ahondar en situaciones ignoradas o edulcoradas por otros medios.

Por supuesto, Antonio y Alberto también muestran las limitaciones del videojuego como medio para representar la guerra, e incluso los riesgos asociados a su posible manipulación o usos políticos interesados: justificación de conflictos, creación de culturas (para) militares o construcción de memorias nacionales. El videojuego también puede conformarse como espacio de disputa sobre la memoria histórica y lo acontecido, siendo un elemento o instrumento más en la producción de relatos tanto dominantes como subalternos.

Los autores, en este sentido, señalan con claridad todas las posibilidades del videojuego como medio cuando se adentra en una cuestión tan compleja como la de los conflictos internacionales: herramienta educativa, representación social e instrumento de poder político. Y lo logran, además, con un lenguaje que si bien refleja el rigor (de corte académico) con el que merece ser tratado un tema como este, es directo y accesible a un público muy amplio. Los numerosos ejemplos que ilustran sus reflexiones facilitan enormemente su lectura y dan cuenta del importante trabajo empírico que hay detrás de este texto. Así, cabe felicitar también a Héroes de Papel por arriesgar publicando un libro con una temática tan sensible y delicada (pero muy necesaria), y que sin duda dará un gran impulso a su incipiente colección centrada en el estudio académico de los videojuegos. Antonio y Alberto han escrito una obra madura y que pretende ir más allá del ámbito más cerrado del imaginario gamer.

Finalmente, solo cabe agradecer tanto a Antonio como a Alberto permitirme escribir este prólogo para su magnífico libro, que, intuyo desde ya, se convertirá en un referente para todas aquellas personas que muestren un interés o quieran directamente abordar la relación entre videojuegos y conflictos bélicos. Después de todo, lo lúdico no es solo distracción y juego, es, además, combate, conflicto y pelea. Los videojuegos son también la continuación de la guerra por otros medios.

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1 La transcripción del curso, ligeramente editada, se encuentra en Foucault, M. (2003). Hay que defender la sociedad. Madrid: Akal.

Videojuegos y conflictos internacionales

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