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Pedro de Alvarado.

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Aqueste rubio hidalgo con músculos de Alcides, nació en lugar recóndito de montaraz comarca, tan pobre en manantiales cual rica en adalides, cuyo tesón sin límites el universo abarca. Esta región, sembrada de oscuros encinares, de míseros villorrios, de fértiles dehesas, muy cerca de los montes, más lejos de los mares, templó a sus hijos para marítimas empresas. Del Anahuac el héroe, el pertinaz Pizarro, el incansable Soto, el ágil Orellana, tal vez en sus abriles, al pie de algún chaparro, soñaron con la virgen región americana. Tal vez el mental vuelo alzando hasta la cumbre que otea de sus campos los horizontes grandes, del mismo sol que veían doradas por la lumbre, vieron brillar las cimas nevadas de los Andes. Llevó el azar a Méjico a Pedro de Alvarado, sin mancha en el escudo, sin blanca en la escarcela, con puño que no ignora la esteva del arado, con brazo que domina la espada y la rodela. Con una pobre y negra ropilla acuchillada, más que por ricas fonas por sórdidos jirones; con un puñal mellado, con una buena espada, con un vetusto casco que antaño lució airones. Un hacendado y viejo Comendador, su tío, al ver de su indumento el humillante estrago, le dió, como limosna, ya a bordo del navio, ropilla que ostentaba la cruz de Santiago. Y el que su misma inopia armaba caballero para arrostrar impávido peligros y contiendas, por los arranques nobles del corazón entero, hacerse sabrá digno de juros y encomiendas. Parar las estocadas, cargar los arcabuces, serán solaces propios del que en sus años tiernos doblaba de los toros salvajes las testuces con las hercúleas manos asidas de los cuernos. Y del corcel al lomo que rechazó las sillas, con los potentes muslos para trotar se agarra, o ensancha los pulmones, dilata las costillas en las fatigas tónicas del juego de la barra. Las mejicanas sierras en las ciclópeas moles, los mejicanos ríos en la feraz corriente, sintieron sus indómitos arrestos españoles, supieron sus licencias de audaz adolescente. Sin que el metal impida de la marcial coraza que del amor el dardo su carne flaca pinche, con las aztecas núbiles sus ímpetus solaza mientras comparte el tálamo Cortés con la Malinche. Galán de sangre cálida, acude a índicos bailes; católico sincero, asiste a ritos sacros, se postra ante las plantas de los mendigos frailes, derriba con la clava grotescos simulacros. Para la lid sangrienta alistase el primero, de Venus los umbrales antes que nadie pisa, y gana tanta tierra al golpe de su acero como femíneas almas el eco de su risa. Y aquella triste noche que a poco empaña el lustre del estandarte invicto de las hispanas gentes, saltó el canal más ancho de la ciudad lacustre la lanza por garrocha, y armado hasta los dientes. Si obedecer le toca, su vida juega, y cuando como un torrente rápido irrumpe en Guatemala, desbordan el coraje las voces de su mando, y cual blandió el estoque, empuña la bengala. El ansia de laureles que el ánimo le azuza no admite que sus huestes estén un punto quietas, y al empeñarlas terco en ardua escaramuza, el polvo muerde, el pecho punzado de saetas. Los ojos turbios, pálido el rostro por la herida, no deja que una mano amiga se la sonde, y así, con un cristiano desprecio de la vida, al desconsuelo estéril de su legión responde: «La herida de mi cuerpo no importa que se agrave: la herida que me aflige la tengo en la conciencia; llevadme, hermanos míos, llevadme a do la lave con bálsamo incorrupto de santa penitencia».


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