Elogio. Las águilas bicípites tendieron por todo el orbe las potentes alas, y a los pueblos de Europa estremecieron al plaustro uncidas de la invicta Palas. Las barras de Aragón y los leones de los concordes reinos de Castilla, saturaron de fe los corazones de arriscados pilotos en Sevilla. Y los de Austria acoplando a sus cuarteles, el de España inmortal límpido escudo, sobre ritos innúmeros de infieles bajo el tórrido sol erguirse pudo. En el Vésper dormita un hemisferio que de tribus disímbolas se puebla, a la sombra enervante de un misterio más insondable que del mar la niebla. Entre el hervor del piélago antillano, que del suevo Colón surcó la proa, y la llanura azul del Oceano descubierto por Núñez de Balboa, elévanse gigantes cordilleras y se dilatan abundantes fundos, agreste asilo de iracundas fieras, lecho nupcial de gérmenes fecundos. Allí turba heteróclita se mueve que, a impulso de antagónicos afanes, de sangre mancha la impoluta nieve de las cumbres de espléndidos volcanes. Y adorando a los ídolos marmóreos, atisbo de otros cultos milenarios, acompaña con gritos estentóreos nefandas fiestas y suplicios varios. Desnudo el tórax, el mirar astuto y de plumas ornada la cabeza, a la carne mortal rinde tributo broncínea raza de servil rudeza. Y esclava de rencores inconexos, a la razón suplanta con la ira e invierte los instintos de los sexos y alimenta de impúberes la pira. Al culminar la bárbara hecatombe que devasta fructíferos jardines, se escucha de unas cajas el rimbombe y el épico clangor de unos clarines. Anuncio son de mílites apuestos, ayer curtidos por mistral de Galia, o de las tropas indomables restos, que a Gonzalo siguieron por Italia. O terror de los moros alquiceles, que, ceñida la sien de verdes lauros, cabalgan en sus béticos corceles como tropel de míticos centauros. Y aunque veloces como el rayo bajen del monte arisco a los sembrados predios, freno será de su furor la imagen de la Virgen marcial de los Remedios. La que en arzón de potro jerezano, templó quizá la cólera española a la orilla del turbio Garellano y en la tarde feliz de Ceriñola. ¿Quién con el eco de su voz aterra a aquel vestigio de invencible tercio, que parece llegar, no en son de guerra, sino a abrir las corrientes del comercio? Es Fernando Cortés, es el bizarro mozo que en lid contra implacable inopia, siente bullir la sangre de Pizarro en el torrente de la sangre propia. Aplacan la ambición de aventurero, que es aguijón de su robusta mano, su honor de irreprochable caballero y su firme esperanza de cristiano. Si de prudencia singular provisto sus pasiones a veces disimula, también derroca por amor de Cristo los toscos simulacros de Cholula. Y si ejercita de la ley la espada en las amigas y contrarias huestes, a confesar sus culpas se anonada también de hinojos ante humildes prestes. Y, al ver su ingenua devoción sencilla, logra que el pueblo idólatra se asombre, porque tan dócil ante Dios se humilla quien no se postra ante el poder del hombre. Honor al héroe que el pesar resiste sin desmayo ante el borde de la tumba, y las tinieblas de la noche triste a tiros de arcabuz rasga en Otumba. Gloria al caudillo de vigor extraño que nunca arrestos ni arrogancia sufre, y estimula el esfuerzo de Montaño para arrancar del cráter el azufre. Y sabe amar hasta el postrer extremo la fértil tierra que donó al de Habsburgo, do fué al par Alejandro y Triptolemo, espontáneo Solón y hábil Licurgo. Paz al titán que tras contienda seria en que impone la férrea disciplina, con los alientos próceres de Hesperia fecunda las entrañas de Marina. Y al iniciar las combinadas proles en hoscas sierras y en risueños llanos, hace latir los pechos españoles al compás de los pechos mejicanos. |