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INTRODUCCIÓN

Hace tiempo recibí en mi correo electrónico un mail que, en vísperas de escribir este libro, daba informaciones curiosas –exageradas algunas, pero no lejos de la realidad otras– sobre los beneficios del sexo. Casi parecía que el mail venía a concluir que el sexo es la mejor medicina para la mayor parte de problemas físicos y emocionales de las personas. Había informaciones del tipo:

 Se puede determinar si una persona es o no activa sexualmente por el aspecto de su piel.

 El sexo es un tratamiento de belleza. Pruebas científicas han comprobado que cuando la mujer tiene relaciones produce gran cantidad de estrógeno, lo que vuelve el pelo brillante y suave.

 Hacer el amor suave y relajadamente reduce las posibilidades de sufrir dermatitis, espinillas y acné. El sudor producido durante la actividad sexual limpia los poros y hace brillar tu piel.

 Hacer el amor quema todas esas calorías que acumulaste en esa cena romántica.

 El sexo es uno de los deportes más seguros. Fortalece y tonifica casi todos los músculos del cuerpo. Es más agradable que nadar quinientos metros en una piscina.

 El sexo es una cura instantánea para la depresión. Al liberar endorfinas en el flujo sanguíneo, crea un estado de euforia y proporciona una sensación de bienestar.

Y estereotipos tales como:

 Mientras más sexo tengas más posibilidades tienes de tener más.

 Un cuerpo activo sexualmente contiene mayor cantidad de feromonas. ¡Este sutil aroma excita al sexo opuesto!

 El sexo es el tranquilizante más seguro del mundo. Es diez veces más efectivo que el Valium.

 Los besos ayudan a la saliva a limpiar los dientes y disminuyen la cantidad de ácido que causa el debilitamiento del esmalte.

 El sexo alivia los dolores de cabeza. Cada vez que haces el amor consigues disminuir la tensión de las venas del cerebro.

 Hacer mucho el amor puede despejar una congestión nasal. El sexo es un antihistamínico natural. Ayuda a combatir el asma y las alergias de primavera.

Más allá de lo caricaturesco de estas ideas, lo importante para mí es que estas creencias sobre el sexo, que a veces lo sobredimensionan y otras lo menosprecian, empiezan a perfilar una de las ideas que quiero compartir: el sexo es aquello que queremos que sea, y que no son los genitales sino la mente y el corazón los que rigen nuestra sexualidad. Propondré que, más que problemas sexuales –que también–, existen problemas de represión o de falta de aceptación. Y que más vale aprender a situar los temas en su sitio si no queremos sucumbir ante el uso que socialmente se hace de lo que es o no correcto sexualmente hablando, ya que, en el fondo, la sexualidad es un ámbito estrictamente personal, y que compararnos con los demás para identificar si somos o no normales por el tipo de sexualidad que mantenemos, es una trampa mortal.

La sexualidad es como la personalidad o el carácter, única e intransferible. Mi tesis es que no existe en sí nada correcto o incorrecto en ella, salvo cuando no somos conscientes de que podemos hacer daño a otros o no somos congruentes con lo que sentimos sobre nosotros mismos. Pero, aun así, en este libro no encontrarás fórmulas para moralizar sobre los actos sexuales, cuáles son “buenos” o “malos”. El ámbito de mi reflexión será el experiencial, es decir, que veamos cuáles son las experiencias sexuales que nos permitimos o nos reprimimos. Y que, tras los llamados “problemas sexuales”, lo que creo que existen son enormes faltas de experiencia o de claridad con nosotros mismos. Por lo tanto, mi objetivo último es comprendernos mejor y sentir si actuamos bajo la libre elección o bajo creencias sociales –que no son propias– de cualquier tipo (de la cultura, los padres, los amigos o los programas de televisión).

Como psicólogo, he atendido infinidad de casos donde la sexualidad era la punta del iceberg de otras cuestiones internas, y he tratado problemas emocionales que tarde o temprano implicaban el sexo como carencia, exceso o pretexto. Asimismo me he dado cuenta de que en el sexo, como en la vida afectiva y de relaciones, el denominador común suele ser la mentira más que la verdad. Por una serie de mecanismos psicológicos y culturales que iré revelando, la verdad en temas sexuales se presupone, pero se impone la falta de claridad, la ambigüedad, lo confuso antes que la sinceridad y la verdad. La verdad no es para mí un absoluto, sino la verdad personal que normalmente viene disfrazada de emociones: quien te gusta te gusta (pero si estoy en pareja lo niego), si tu pareja te hace algo y te duele, a lo mejor lo disimulas o embelleces cuando, en el fondo, estás realmente enojado por ello; si sientes atracción sexual por algo que la sociedad censura (el sadismo, por ejemplo), no te lo permites o lo vives de manera privada y con altas dosis de culpabilidad… Y todas estas situaciones no excluyen que haya seres humanos que vivan su sexualidad de manera gozosa, abierta y transparente.

Mentira quiere decir muchas cosas. Quiere decir que digo una cosa, pero quiero otras: digo que me gustas, cuando lo que quiero es tu dinero; digo que busco sexo, cuando lo que deseo es que me quieran; digo que quiero quedar contigo, pero no estoy dispuesto a moverme de mi sitio si no eres tú quien viene a verme; digo que quiero una pareja exclusiva, cuando lo que deseo es ser el centro de las miradas de varias personas a la vez…

No censuro la mentira. Lo que censuro es la censura sobre la mentira, que la neguemos cuando la hay. Lo que quiero señalar es que la mentira no reconocida nos convierte en manipuladores: manipular quiere decir hacernos creer a nosotros una cosa cuando nuestro objetivo es otro. Y manipular es hacer creer al otro que estamos en una relación sexual (de pareja o no) con un objetivo que a lo mejor ni nosotros mismos nos lo creemos: Por ejemplo: «Estoy contigo porque me siento mayor, no es que me encantes, pero ya no voy a encontrar a nadie mejor que me quiera».

Digo, por lo tanto, que las trampas y engaños son los mejores detectores de nuestros verdaderos deseos. Que no es malo observar que nuestra mente y nuestro corazón tienden a ocultar lo que verdaderamente quieren. Y que sólo a través de darnos cuenta de cómo en realidad funcionamos en el sexo y en nuestras relaciones, podremos avanzar en las oportunidades que el sexo y la vida nos ofrecen. Es decir, mi método de investigación en estas páginas será el de traspasar las sombras del sexo para vislumbrar la luz y aprovechar la expansión sexual como excusa para crecer y ser. De ahí que me centre –como forma de argumentar los temas– en las dificultades y las carencias de quienes son protagonistas de los múltiples casos que voy exponiendo.1

Cuando elaboremos nuestras propias experiencias y sintamos que hacemos lo que es congruente con nosotros mismos, entonces podremos empezar a hablar de libre elección. Sólo entonces. Y este principio es aplicable –más allá de la sexualidad– a cualquier dimensión del ser humano. Pero, mientras tanto, tenemos un largo camino que recorrer hasta aprender que:

 Cuando me comparo con otros, me meto sin darme cuenta en experiencias sexuales de las que no sé salir. O en las que no quiero entrar por mucho que las desee.

 Cuando creo que hay algo correcto o incorrecto en mis deseos sexuales, estoy buscando mi claridad fuera de mí mismo, necesitando que sean los demás quienes me aprueben o me acepten.

 Que corremos un enorme peligro cuando delegamos nuestra sexualidad en los demás y no la hacemos propia.

La solución que propondré en este sentido es el camino de la progresiva autoaceptación, para así aumentar nuestra conciencia y nuestra autonomía en la vivencia del sexo. O lo que es lo mismo, no necesitamos depender de los demás para saber lo que es sexualmente afín a nosotros. El lugar de los demás es el de compartir con ellos lo que sentimos, pero no el de pedirles permiso para ser y actuar como somos.

La sexualidad nos enfrenta con la más absoluta ignorancia sobre lo que somos. Es más, el tema es que no sabemos que, por encima de todo, somos. Nuestra cultura y sociedad no preguntan quién eres sino que tienden a formular más bien qué eres. Y si preguntan quién eres, es para situarte en la zona de peligro de lo que representas como amenaza.

Parto de la siguiente base: decir que soy un psicólogo y un hombre y dar algunos detalles más de identidad que pueda sobre mí no responde a la pregunta de quién soy. Esos detalles sólo describen lo que hago y cómo me comporto profesionalmente, y se pueden intuir mis gustos y tendencias en base a esos detalles. Pero esos datos no revelan una cosa que denominaré el Ser.2

El Ser es lo que realmente se esconde tras mis títulos profesionales, mi sexo biológico, mis relaciones afectivas o ser hijo de quien soy. Una manera de acercarme a Ser es reconocer lo que hay dentro de mí que me hace sentir que lo que voy viviendo tiene que ver conmigo. Y ello lo sé a través de mis elecciones, gustos, aspiraciones, deseos, atracciones, relaciones, experiencias, valores propios… Ser es el punto de unión de mi aceptación en todos los ámbitos de la vida. Ser es la conciencia de decidir con responsabilidad y elegir en consecuencia. Ser es estar presente en lo que vivo. Ser es hacer coincidir lo que pienso con lo que hago. Hay muchas metáforas sobre Ser.

Y precisamente el sexo suele ser una de las experiencias que más se usan como identificación de lo que soy: soy heterosexual u homosexual; cuando hago lo que quiero sexualmente, me siento que soy yo; si no lo hago, no lo soy tanto; el sexo me hace sentir lo que otras experiencias no son capaces de darme…, o el sexo no me da nada. Pero eso tampoco es Ser, aunque es una manifestación más que puedo aprovechar para llegar a ello.

Si, en realidad, sólo tenemos una pequeña idea de quiénes somos…, entonces no es de extrañar que el sexo genere tantos estragos, placeres, dolores y temas como genera. Si no sabemos quiénes somos, ¿cómo vamos a saber lo que de verdad nos gusta sexualmente o cómo hacemos el amor?, ¿cómo vamos a pedirlo?, ¿cómo vamos a permitírnoslo?, ¿cómo vamos a comunicarnos sexualmente con otras personas de una manera franca y abierta?

Como iré sugiriendo, el sexo consciente y libre es puro movimiento. Pero nuestra cultura estatiza el sexo: lo cuadricula, lo denomina, lo necesita clasificar, lo necesita ubicar en un espacio y tiempo determinado (sexualidad en pareja, sin pareja, desviaciones, lo que está bien, lo que no, lo que sobra, lo que falta…). Cuando resulta que, en último término, el desequilibrio3 es la base de la vida. ¿Y quién se traga ahora que la vida es pura inestabilidad, que sin movimiento no hay vida…?4 cuando a lo que asistimos social y financieramente es a un contexto en el que se nos vende la seguridad, el control y la estabilidad como valores deseables y se propone invisiblemente que ser maduros es ser estables y evolucionados?

Pero la evolución es precisamente lo contrario: permanente cambio. Si hay algo permanente en esta vida, es el cambio. Y aquí el sexo es el maestro de los maestros: el sexo nos une al descontrol percibido, se expresa en el código del sentir y no del pensar (aunque hay gente que lo piensa y les funciona). En nuestra cultura parece que plantear temas sexuales es una invitación a salir de los límites que dan la aparente seguridad de las latas en conserva en las que algunas personas nos hemos convertido. Y a la que le pedimos al sexo conservación, éste se desborda de mil maneras: en formas de amantes, de necesidad de más experiencia, de más riesgo, de más personas, de más energía, de más vida, de más, de más… Porque para muchas personas sólo el sexo es la señal de conexión con la vida o al menos depositan en él su máximo nivel de expresión y sensibilidad. Eso sucede porque no saben que la vida profesional o social también puede expandirse –como el sexo–, y viven sus trabajos de manera aburrida y sometida. Y las relaciones familiares con tedio y rutina.

Éstas son, por lo tanto, las coordenadas de las que partiré (ser sexuales como una manera de crecimiento personal) y el espíritu que me acompaña es el de cuestionar cada aspecto de nuestra visión de la sexualidad para favorecer la expansión de quienes así lo crean. O la censura de quienes así lo elijan.

Las mentiras del sexo

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