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LIBRO II.-Sociedades mercantiles
ОглавлениеDe todas las instituciones que comprende el Derecho propiamente comercial, ninguna ha adquirido un desarrollo tan rápido, variado y poderoso como la que nace del contrato de Sociedad. Aunque los hombres han solido asociarse desde los tiempos más remotos para fines aislados y transitorios, ejerciendo un derecho natural, que los legisladores de todos los pueblos han respetado, el contrato de Sociedad celebrado o formado exclusivamente con un objeto económico o creando una personalidad jurídica distinta de los asociados, surge por primera vez en la Edad Media del seno de aquellas ricas y florecientes ciudades libres que extendieron el comercio y la civilización por todo el Mundo, generalizándose y extendiéndose a medida que esta última ha ido avanzando.
El impulso que recibió el contrato de Sociedad no ha cesado un instante desde aquellos remotos tiempos. A la Sociedad colectiva, primera forma de la compañía propiamente comercial, siguió la en comandita; luego la asociación con participación, y más tarde la anónima, que ofrece tantos recursos al comercio y a la industria, y merced a la cual han podido acometerse en nuestro siglo las más atrevidas y colosales obras, que serán el asombro de las futuras generaciones. Mas tampoco se ha detenido en este punto la fuerza vital que encierra en su seno el principio de la asociación mercantil; lejos de eso, ha producido nuevas variedades del mismo contrato, debidas unas veces a combinaciones de las tres antiguas formas; otras, a la modificación de la anónima, y otras, finalmente, a las nuevas doctrinas de la ciencia económica sobre el más acertado empleo de la actividad productora del hombre.
Y todo este progreso, que incesantemente se ha realizado con una fuerza y rapidez semejante a la que produce el vapor y la electricidad, ha obligado al legislador a determinadas reformas para que las nuevas instituciones estuvieran amparadas por el Derecho. De aquí las numerosas disposiciones legales dictadas, después de publicado el Código de Comercio vigente, con el objeto de amparar y proteger las nuevas instituciones mercantiles que el espíritu de especulación y el afán de lucro ha creado y multiplicado. La Ley de 28 de enero de 1848, reformando el Código de Comercio sobre la constitución de las Sociedades Anónimas; las leyes posteriores sobre Compañías concesionarias de ferrocarriles y obras públicas, Sociedades de crédito, Almacenes generales de depósito, Bancos de emisión y descuento y crédito territorial, suplieron, es verdad, la insuficiencia del Código; pero dejaron siempre incompleto nuestro Derecho, que no tenía principios fijos que aplicar a las nuevas formas sociales que la actividad mercantil, los progresos de la riqueza y la cultura de las clases trabajadoras pudieran crear en lo sucesivo.
Obedeciendo a este propósito se publicó una Ley general de Sociedades en 19 de octubre de 1869, inspirada en el respeto más absoluto al principio de libertad de asociación, sin trabas ni fiscalizaciones de ninguna especie, estableciendo como única garantía para los derechos de tercero, la publicidad; cuya ley constituye el Derecho común en esta importante materia. Dentro de sus anchos moldes y de su expansivo espíritu caben cuantas combinaciones pueda concebir la actividad humana acerca del Derecho de asociación, siempre que sean lícitas y honestas y no se opongan al Derecho natural y a la moral.
En iguales principios se ha inspirado el Proyecto de Código al ordenar todo lo relativo a las diversas maneras y formas de constituirse las Sociedades mercantiles, cuyos principios pueden resumirse en estos tres: libertad amplia en los asociados para constituirse como tengan por conveniente; ausencia completa de la intervención gubernativa en la vida interior de estas personas jurídicas; publicidad de los actos sociales que puedan interesar a tercero.
Como consecuencia de los dos primeros principios se declara válido todo contrato de Compañía mercantil, cualesquiera que sean la forma, condiciones y combinaciones que se estipulen, siempre que sean lícitas y honestas o no estén expresamente prohibidas por el Derecho. Se declara, asimismo, libre la constitución y creación de toda clase de asociaciones mercantiles, las cuales, una vez constituidas legalmente, tendrán el carácter de verdaderas personas jurídicas, y, como tales, podrán realizar todos los actos necesarios para el cumplimiento de sus fines sociales y quedarán obligadas en su virtud a los resultados de esos mismos actos; se prescinde de la necesidad de la previa autorización del Gobierno, el cual sólo podrá intervenir en las que tengan por objeto alguna obra o servicio público cuyo cumplimiento corresponda exigir y vigilar al Estado, a la Provincia o al Municipio, y se omiten todas las trabas y limitaciones que las diversas leyes anteriores establecían para la constitución de las Sociedades mercantiles.
En consecuencia del tercer principio, o sea el de la garantía en favor de tercero, se declara que si bien todo contrato de Sociedad es obligatorio para los asociados de cualquier modo que conste su celebración, no lo es igualmente para los extraños, mientras no se formalice por escritura pública inscrita en el Registro Mercantil, en el cual deberán anotarse, además, los contratos que introduzcan reformas en el primitivo de Sociedad, las emisiones de acciones y obligaciones al portador y la disolución de las Compañías.
Aparte de esta publicidad, existe otra más eficaz impuesta a todas las Sociedades industriales y mercantiles en general por la Ley de 19 de octubre de 1869, que consiste en la inserción en la Gaceta de Madrid y Boletín Oficial de la provincia respectiva de la escritura social, con sus estatutos y reglamentos, así como del acta de constitución de la Compañía, y siendo ésta mercantil, del balance general de sus operaciones que debe formar anualmente.
Esta publicidad es una garantía más verdadera y efectiva que la previa autorización del Gobierno y la inspección ejercida por sus delegados (abolida en las principales naciones mercantiles), como lo demuestra la experiencia de nuestro mismo país, que no ha presenciado, bajo el sistema de libertad que inauguró la Ley de 1869, las repetidas quiebras de Sociedades constituidas bajo la tutela de la Administración y vigiladas por ella.
Aunque el Proyecto no impone apremio ni coacción alguna a los asociados para que den publicidad, por medio del Registro, a la constitución de la Sociedad, declara responsables a los encargados de la gestión social de los perjuicios que la omisión de este requisito pueda irrogar a terceras personas, las cuales en ningún caso vendrán obligadas por los pactos y cláusulas del contrato social, cuyo contenido ignoran. Mas por esta misma razón no podrán prevalerse de aquella falta de publicidad los socios, pues siendo conocedores de los términos y condiciones del acto constitutivo de la Sociedad, producirán entre ellos todos sus efectos, desde el momento de su celebración; doctrina que proclama el Proyecto, derogando la del Código vigente, que dispone lo contrario.
Establecidos estos principios generales en armonía con la Ley de 1869 y con las bases acordadas por el Gobierno para la formación del nuevo Código de Comercio, comprende el Proyecto adjunto todas las Sociedades que, bien por su naturaleza, bien por la índole de las operaciones, se consideran como mercantiles; no habiendo atribuido este carácter a las asociaciones mutuas, porque falta en ellas el espíritu de especulación, que es incompatible con la naturaleza de estas Sociedades, ni a las Cooperativas, porque obedecen, ante todo, a la tendencia manifestada en las poblaciones fabriles de nuestro país, y principalmente en las de Alemania, Inglaterra y Francia, de asociarse los obreros con el único objeto de mejorar la condición de cada uno, facilitándoles los medios de trabajar, de dar salida a sus productos o de obtener con baratura los artículos necesarios para su subsistencia. Y como no es el afán de lucro el que impulsa lo que se ha dado en llamar movimiento cooperativo, no pueden tampoco reputarse como mercantiles estas Sociedades, mientras no resulte claramente de sus estatutos o del ejercicio habitual de algunos actos de comercio que merecen aquella denominación.
Por eso no se ha ocupado el Proyecto del ordenamiento de estas manifestaciones de la asociación, considerando que en todo caso quedarán amparadas por la legislación general sobre Sociedades, la cual no puede ser más amplia, pues dentro de ella caben y son posibles cuantas formas exija el progreso comercial de los tiempos modernos.
En cambio del silencio que guarda el Proyecto de Código sobre la organización y funciones de las asociaciones mutuas y cooperativas, se ocupa con detenimiento de las que por su naturaleza o por la índole de sus operaciones son mercantiles, reproduciendo en su mayor parte la legislación vigente sobre la Sociedad colectiva, en comandita y anónima, con algunas modificaciones de bastante importancia.
De ellas, unas se dirigen a aumentar el prestigio y solidez de las mismas Compañías; a este número pertenecen la necesidad impuesta a los socios fundadores de consignar en la escritura social ciertas cláusulas relativas a la vida interior de cada una de estas grandes individualidades, la inscripción en el Registro Mercantil de toda emisión de acciones nominativas o al portador, y la prohibición de emitir nuevas series de estos títulos mientras no se haya hecho el desembolso de los emitidos anteriormente, siendo nulo cualquier pacto o acuerdo en contrario consignado en los estatutos o reglamentos o adoptado por la Junta general de socios; otras reformas están inspiradas en el propósito de ampliar su esfera de actividad, tales como la facultad concedida a las Compañías en comandita y anónimas para representar su capital por acciones nominativas o al portador, cualquiera que sea la índole y extensión de sus operaciones; el derecho reconocido a las Sociedades anónimas en general de comprar sus propias acciones o dar cantidades a préstamo sobre ellas, y la facultad de aumentar o reducir el capital social, y, finalmente, otras innovaciones tienden a garantir los derechos de tercero, entre las cuales figuran la prohibición impuesta a los socios de una Compañía anónima de adoptar una denominación o nombre igual al que anteriormente a su definitiva y completa constitución hubiera adoptado otra Sociedad que se hallare ya funcionando, la obligación impuesta también a las Sociedades anónimas de publicar periódicamente, una vez al mes, por lo menos, en la «Gaceta de Madrid» el balance detallado de sus operaciones, expresando el tipo a que calculen las existencias en valores y en toda clase de efectos cotizables, y ciertas exigencias que deben cumplir las mismas Sociedades al comprar sus propias acciones o prestar sobre ellas, así como para aumentar o reducir el capital social, a fin de que no sean inducidos a error los terceros que traten de interesarse en los negocios de la Sociedad como adquirentes de acciones o como simples acreedores, ni sean éstos defraudados en sus legítimos derechos.
En estos mismos altos propósitos se ha inspirado el Proyecto al consignar algunas disposiciones sobre Sociedades especiales anónimas, como las de Crédito, Bancos de emisión y descuento, Compañías de ferrocarriles y Obras públicas, Sociedades de almacenes generales de depósito, Compañías de crédito territorial y Bancos agrícolas; pero sin abandonar, en ningún caso, los principios fundamentales de libertad de industria, de comercio y de asociación.
Así, por ejemplo, respecto de las Sociedades de crédito suprime el Proyecto una serie de trabas impuestas por la legislación vigente, dejando subsistentes las que sirven de garantía a tercero, tales como la de emitir obligaciones al portador en una suma mayor a la que hayan empleado y exista representada por valores en cartera, la necesidad de que estos valores sean pagaderos a un plazo fijo, que no baje en ningún caso de treinta días, y la obligación de que se inscriba previamente en el Registro Mercantil toda emisión de obligaciones.
Respecto de los Bancos de emisión y descuento, adopta el Proyecto de Código el régimen de la libertad absoluta y de la concurrencia ilimitada, cuyo planteamiento, sin embargo, no se propone inmediatamente, pues lo aplaza para cuando haya cesado el privilegio de que actualmente disfruta, por leyes especiales, el Banco de España para emitir billetes al portador. De esta manera se prepara también la transición del sistema que hasta ahora ha dominado a otro muy opuesto, ilustrando entretanto la opinión pública acerca de la verdadera naturaleza de estas instituciones de crédito, que tanto han contribuido en otros países al desarrollo de nuevas empresas industriales y mercantiles. El Ministro que suscribe no desconoce los peligros y riesgos que ofrece la pluralidad de Bancos de emisión, como los tiene toda institución humana por perfecta que sea; pero abriga la convicción de que podrán fácilmente conjurarse exigiéndoles sólidas y eficaces garantías que aseguren por lo menos los derechos de tercero. Para dejarlos a salvo en todo tiempo, se prohíbe que los Bancos puedan hacer operaciones por más de noventa días ni descontar letras, pagarés u otros valores sin la garantía de tres firmas de responsabilidad; se dispone que conserven como fondo de reserva la cuarta parte, cuanto menos, del importe de los depósitos, cuentas corrientes a metálico y billetes en circulación, sin que la suma de estas tres partidas pueda exceder en ningún caso del importe de la reserva metálica y de los valores en cartera realizables en el plazo máximo de noventa días, y se declara que la admisión de los billetes nunca será forzosa, viniendo el Banco obligado a pagar el importe del billete en el acto de su presentación y procediendo la vía ejecutiva en caso de faltar al cumplimiento de esta obligación.
En cuanto a las Compañías que tienen por objeto la construcción o explotación de alguna obra pública, el Proyecto de Código ha sido más severo, imponiendo algunas condiciones o restricciones a su constitución y régimen interior, justificadas por la necesidad de poner a cubierto los intereses del Estado, que correrían gran riesgo si se confiasen ciegamente a Compañías que, formadas con un capital considerable aparente o nominal, se constituyeran más tarde realmente con fondos imaginarios o notablemente reducidos y concluyesen al poco tiempo con la quiebra, comprometiendo gravemente la fortuna de la Nación.
Estos riesgos desaparecen en gran parte exigiendo, ante todo, que las Sociedades concesionarias de obras públicas cuenten desde el principio con un capital proporcionado a la importancia de la obra pública que se propongan realizar, y que este capital sea real y verdadero, no meramente convencional o ilusorio. Conforme con este criterio, el Proyecto ordena, para conseguir lo primero, que el capital social, reunido a la subvención en su caso, represente por lo menos la mitad del presupuesto total de la obra, y para alcanzar lo segundo, que haya de preceder a la definitiva constitución de estas Sociedades la justificación del compromiso solemne, contraído por personas determinadas, de aportar o cubrir todo el capital social en las épocas convenidas, y de haberse entregado o realizado la tercera parte del mismo.
Constituidas con tales restricciones las Compañías concesionarias, no sólo quedan más asegurados los derechos e intereses del Estado, de la Provincia o del Municipio, que fían a estas Empresas la ejecución de alguna obra importante, sino que adquieren ellas mismas la solidez y respetabilidad indispensables para que, sin graves inconvenientes, puedan hacer uso discreto y prudente de la libertad que les concede el Proyecto, conforme con el espíritu de la vigente legislación, para emitir obligaciones nominativas o al portador, de cualquiera clase que sean, simples o hipotecarias, con amortización o sin ella, sin tasa ni limitación alguna en cuanto al número y cuantía de las mismas.
Mas no basta que las Compañías obtengan esta libertad para que los capitales afluyan a sus cajas. Necesitan, además, inspirar confianza a los que puedan interesarse en la adquisición de los títulos al portador emitidos por las mismas, ajenos a toda mira de especulación o de lucro, y que aspirando solamente a un módico interés, buscan ante todo la seguridad del capital prestado. A este efecto, el Proyecto de Código consigna varias disposiciones, de las cuales, unas establecen medios adecuados y eficaces para conocer la verdadera situación de las Sociedades que emiten estos valores, y otras crean verdaderas garantías en favor de los tenedores de dichos valores, cualquiera que sean las vicisitudes interiores que experimenten las Compañías deudoras.
Entre las primeras se halla la que hace obligatoria la anotación en el Registro Mercantil de la provincia de toda emisión de obligaciones nominativas o al portador, y además en el de la Propiedad correspondiente cuando tuvieren el carácter de hipotecarias, y la que concede prioridad para el pago del cupón y amortización a las obligaciones procedentes de las emisiones primeramente anotadas o inscritas sobre las segundas.
De más importancia son las que tienen por objeto asegurar la integridad y efectividad de los derechos de los acreedores, tanto en el caso de morosidad o negligencia de parte de la Sociedad, como en el de transferencia, fusión o caducidad de la concesión, acerca de cuyos puntos ofrece ancho campo a dudas, cuestiones y litigios la oscuridad y deficiencia de la vigente legislación. El Proyecto ha procurado evitar toda incertidumbre en esta materia, fijando de un modo claro, explícito y terminante la verdadera condición de los acreedores en cada una de aquellas situaciones, de acuerdo con los principios de justicia y de equidad, y teniendo presente al propio tiempo los derechos del Estado, de la Provincia y del Municipio en la ejecución y explotación de toda obra pública. En su consecuencia, cuando la Compañía dilata sin motivo legal el pago de los cupones vencidos o de la amortización de una obligación, el Proyecto concede al tenedor de estos valores acción ejecutiva, la cual deberá hacerse efectiva sobre los rendimientos líquidos que obtenga la Sociedad y sobre los demás bienes de la misma que no formen parte de la obra ni sean necesarios para la explotación. Cuando intentare transmitir o ceder la construcción o explotación de una obra pública a otra Compañía análoga o fusionarse con ella, deberá mantener separadas las hipotecas constituidas a favor de los acreedores de cada una de las respectivas Compañías, sin confundirlas, conservándose en toda su integridad los derechos adquiridos por aquéllos, pues de lo contrario ambas Compañías tendrán que obtener previamente el consentimiento de todos los acreedores para que la transferencia o fusión sean válidas; y finalmente, cuando sobreviniere la caducidad de la concesión por alguna de las causas señaladas en la legislación administrativa, como son no dar principio a la ejecución de las obras, no terminarlas en los plazos fijados de antemano, quedar interrumpida la explotación por culpa de la Compañía, disolverse ésta y ser declarada en quiebra, el Proyecto otorga a los obligacionistas y a todos los acreedores en general, como garantías especiales, cualesquiera que sean los resultados de la caducidad, para hacer efectivos sus créditos: en primer lugar, los rendimientos líquidos de la Empresa; si no fueren bastantes, el precio de las obras construidas, vendidas en pública subasta, por el tiempo que reste de la concesión, y si tampoco fuere suficiente para dejar satisfechos a todos los acreedores, se hará pago a éstos con los demás bienes que la Compañía posea, no formando parte de la obra o no siendo necesarios a su explotación.
Por lo demás, el Proyecto de Código declara, de acuerdo con los principios de Derecho y con la doctrina en que se han inspirado las leyes administrativas sobre concesiones de ferrocarriles y obras públicas, que si la concesión fuere temporal, las obligaciones emitidas por la Compañía deberán quedar necesariamente amortizadas dentro del plazo de la misma concesión, o de lo contrario quedará extinguido el derecho de los poseedores de las mismas, porque el Estado ha de recibir la obra, al terminar la concesión, libre de toda carga o gravamen.
Por lo que toca a las Compañías de almacenes generales de depósito, el Proyecto no introduce novedad alguna, limitándose a reproducir la Ley de 9 de julio de 1862, que dictó por primera vez las reglas sobre esta clase de Sociedades mercantiles, y cuya doctrina descansa en los principios de libertad comercial y de protección a los derechos de tercero.
No sucede lo propio respecto de aquellas Compañías que tienen por objeto facilitar capitales a los propietarios territoriales y a los agricultores, pues siendo incompleta la legislación vigente sobre las primeras, y no existiendo ninguna sobre las segundas, el Proyecto debía llenar este vacío, de acuerdo con las bases acordadas por el Gobierno para la revisión del actual Código, dictando las reglas necesarias para garantizar los derechos de los acreedores y evitar en lo posible los perjuicios que podrían sufrir si no se establecieran ciertas restricciones en la manera de funcionar los Bancos de crédito territorial y agrícola.
Por lo que mira a los primeros, se establecen limitaciones para dejar asegurados en todo tiempo los derechos de los acreedores, tanto por cédulas y obligaciones hipotecarias al portador, como por depósitos. En esta consideración se funda el Proyecto para disponer que el importe de las cédulas no exceda de la suma total de los préstamos sobre inmuebles, cuyos préstamos serán reembolsables, por punto general, en un período mayor de diez años; que la cantidad prestada sobre cada finca no exceda de la mitad del valor de la misma; que si éste desmereciera en un 40 por 100, podrá la Compañía exigir del mutuatario el aumento de la hipoteca o la rescisión del contrato, a elección del mismo; que la renta líquida anual del inmueble hipotecado no sea inferior al importe del cupón y amortización de las cédulas emitidas sobre cada uno; que si los Bancos reciben capitales en depósito, con interés o sin él, sólo podrán emplear la mitad de los mismos en hacer anticipos por un plazo que no exceda de noventa días, y con garantía de los valores que acostumbran recibir los Bancos de emisión y descuento.
Igualmente contiene el Proyecto otras reglas especiales acerca de los préstamos que hagan las Sociedades de crédito territorial al Estado, a la Provincia y a los Municipios, fundadas en la índole particular de estas personas jurídicas y en la naturaleza de los inmuebles que suelen ofrecer en garantía, sobre los cuales podrán dichas Sociedades emitir obligaciones hipotecarias, pero cuidando de expresarlo así en los títulos, para que no sean inducidos a error los terceros que adquieren estos valores.
Y para atraer los capitales a esta clase de operaciones en beneficio de la propiedad territorial, el Proyecto concede a los tenedores de cédulas y obligaciones hipotecarias una garantía singular y privilegiada, además de la general que les corresponde sobre el capital de la Compañía, para ser pagados con preferencia a los restantes acreedores de la misma que lo sean por otros conceptos. Consiste esa garantía singularísima en que los tenedores de dichos valores podrán hacer efectivo el importe de las cédulas y obligaciones, el de sus intereses o cupones y el de la primas, en su caso, sobre los créditos y préstamos que motivaron la emisión de los respectivos títulos hipotecarios y en cuya representación fueron creados; de suerte que el tenedor de cada grupo de cédulas y obligaciones será satisfecho con el importe de los créditos o préstamos a favor del Banco que respectivamente representen, con exclusión de los tenedores de otras cédulas y obligaciones, aun cuando fueren de fecha más antigua.
Y por lo que toca a los Bancos o Sociedades que se forman para proporcionar capitales a los labradores, fomentando el desarrollo de la industria agrícola y de otras relacionadas con ella, punto de la mayor importancia para la riqueza nacional, y que hasta el presente ha pasado desapercibido para el legislador, el Proyecto de Código contiene notables disposiciones, las cuales tienen por objeto: facilitar los préstamos a los agricultores, poniendo a su alcance los medios de obtener capitales por la combinación del crédito personal y real; asegurar con garantías verdaderas y sólidas la devolución de la suma prestada, ya fijando un plazo breve para los préstamos, ya derogando respecto de los mismos los artículos de la Ley de Enjuiciamiento Civil que declaran inejecutables las máquinas, enseres o instrumentos con que ejerce su profesión el deudor, y obtener, en fin, con rapidez el reembolso en la época precisa de su vencimiento. A beneficio de estas disposiciones, los Bancos agrícolas podrán extender sus operaciones en los pueblos rurales y entre los habitantes del campo como tengan por conveniente y según las circunstancias de cada comarca, pues unas veces invertirán sus capitales en préstamos sobre prendas especiales, como frutos, cosechas o ganados; otras, en trabajos para el desarrollo de la agricultura, y otras, suscribiendo pagarés y demás documentos exigibles que firmen los labradores, y de cuyo reembolso se constituirán solidariamente responsables los mismos Bancos, con la única limitación, adoptada en interés de los terceros que contraten con la Sociedad, de que ésta deberá destinar la mitad del capital social a los préstamos con prenda, quedando la otra mitad disponible para utilizarla en las operaciones que constituyen el principal objeto de estas Sociedades.
Resta, finalmente, para terminar la reseña y explicación de las principales reformas introducidas en la importantísima materia de Compañías mercantiles, hacer mérito de las disposiciones que contiene el Proyecto sobre extinción y liquidación de las mismas, completando la doctrina vigente, que en esta parte se reproduce con ligeras modificaciones.
Sabido es que, según el Código, la liquidación de las Sociedades mercantiles ha de verificarse ante todo con sujeción a las reglas establecidas en la escritura de fundación o en sus adicionales, y que no habiéndolas, deberán observarse las disposiciones contenidas en aquél, las cuales son bastante incompletas y no ofrecen medios breves y sencillos para resolver las muchas dudas que pueden surgir en la marcha de los negocios, encomendada, al parecer, al exclusivo arbitrio de los liquidadores. Para evitar estos inconvenientes y los que resultan de prolongarse indefinidamente el estado de liquidación de toda clase de Sociedades, y especialmente de las anónimas, sin que los socios tengan medios eficaces y rápidos de conocer la situación verdadera de la Compañía, el Proyecto declara, por lo que toca a las Sociedades colectivas y en comandita, que la junta general de socios se halla autorizada para resolver lo que estime conveniente sobre la forma y trámites de la liquidación y sobre la administración del caudal, y por lo que concierne a las Sociedades anónimas, que continuarán observándose sus estatutos durante el período de liquidación en todo cuanto se refiere a la convocación y reunión de las juntas generales, ordinarias o extraordinarias, para dar cuenta de los progresos de la liquidación y para acordar en las mismas lo que convenga a los intereses comunes de los socios.
Tal es el conjunto que ofrece la nueva legislación de Sociedades mercantiles consignada en el Proyecto, la cual, si llega a obtener la sanción de los Poderes legislativos, será, de todas las conocidas, la que con más amplitud consagra los principios de libertad de asociación y de comercio, armonizándolos con la protección más eficaz para los derechos de tercero.
Contratos de comisión mercantil
Bajo este epígrafe aparecen agrupadas en el Proyecto las disposiciones del Código vigente que tratan de los comisionistas y de los factores, lo cual es algo más que una alteración en el método, pues revela el distinto concepto que de ambas materias tienen formado el Código vigente y el Proyecto que ahora se somete a la deliberación de las Cortes, y que es consecuencia forzosa de la diversa manera de considerar el Derecho mercantil. De aquí procede que atribuyendo el Código a este Derecho el carácter de personal o propio de una clase de ciudadanos, sólo atiende a fijar los derechos y obligaciones de las personas que intervienen en el comercio, ya como principales, ya como auxiliares, sin elevarse a la naturaleza jurídica de los actos y contratos que las mismas celebran, que es precisamente de lo que se preocupa en primer término el Proyecto, el cual, partiendo desde un punto completamente opuesto, entiende que este Derecho tiene por objeto primordial regir y ordenar los actos y operaciones comerciales, fijando y determinando ante todo su respectiva naturaleza jurídica.
Obedeciendo a estos principios, desaparece la calificación de oficios auxiliares, bajo la cual comprende el Código vigente, entre otros, a los comisionistas, factores y dependientes de comercio, de cuyas funciones se ocupa el Proyecto como si constituyeran una forma especial del contrato de mandato, que es el elemento jurídico que predomina en los mismos.
Comisionistas.-Al tratar de los comisionistas, no podía olvidar el Proyecto el gran incremento que ha tomado en nuestros tiempos el comercio en comisión, que a su vez ha influido notablemente en la manera de ejercerlo y en los objetos sobre que recae. Así es que mientras en la época en que se promulgó el Código sólo se ejercía por las personas dedicadas habitualmente a esta profesión y sobre mercancías, en la actualidad desempeñan funciones de comisionista todos los comerciantes sin distinción, incluso las grandes Sociedades mercantiles, extendiendo sus operaciones a la colocación de importantes empréstitos del Estado, de la Provincia o del Municipio, negociación de acciones industriales o mercantiles y adquisición de estos mismos valores por cuenta particular.
Por eso el Proyecto ha creído necesario dar una definición de la comisión mercantil que comprenda las diversas combinaciones y formas a que las necesidades del comercio pueden dar lugar. Según esta definición, todo mandato que tenga por objeto un acto u operación de comercio siendo comerciantes o agentes mediadores de comercio el comitente o el comisionista, se reputará comisión mercantil.
Aunque este contrato exige, por su propia índole, que el comerciante obre en nombre propio y por cuenta del comitente, lo cual constituye una de las diferencias que lo separan del contrato de mandato según el Derecho común, el Proyecto autoriza al comisionista para que obre en nombre del comitente, sancionando lo que la práctica tiene establecido, y con el objeto, además, de fomentar uno de los ramos más importantes de la profesión mercantil. Mas como este último modo de ejercer la comisión no es el común y ordinario, deberá el comisionista manifestar el concepto con que obra al celebrar cualquiera operación, y cuando contratare por escrito, expresará esta circunstancia en el mismo documento o en la antefirma, declarando el nombre, apellido y domicilio del comitente, a fin de que resulten directa y exclusivamente obligadas con éste la persona o personas que contrataren con el comisionista.
En cuanto a las formas de celebrarse y de probarse el contrato de comisión, el Proyecto no exige ninguna especial, suprimiendo la disposición del Código vigente que requiere la ratificación por escrito del celebrado verbalmente antes de la conclusión del negocio. En todo caso, esta prueba será necesaria cuando el comisionista obrare en nombre del comitente, que es el que puede sufrir algún perjuicio, si resultare obligado con un tercero a consecuencia del acto ejecutado por el comisionista. Por eso el Proyecto impone a éste la carga de probar la comisión, si el comitente negare que se la hubiere conferido, quedando entretanto obligado con las personas con quienes contrató.
Con el mismo fin de favorecer y estimular el comercio en comisión y de dar seguridad y firmeza a las operaciones mercantiles, consigna el Proyecto el principio general de que todo contrato celebrado por el comisionista, en nombre propio o en el de su comitente, producirá todos los efectos legales, no sólo entre los otorgantes, sino entre éstos y el comitente, así en lo favorable como en lo perjudicial, salvo el derecho de repetir contra el comisionista por las faltas u omisiones cometidas al cumplir la comisión. De modo que tanto en el caso de vender una mercancía a inferior precio del señalado, como en el de comprarla por uno mayor o en el de ser de calidad distinta, los contratos quedarán completamente perfectos e irrevocables, sin que el comitente pueda solicitar la rescisión o nulidad de los mismos, según dispone el Código actual, que en este particular queda derogado.
Además de estas reformas, que revisten cierta importancia, el Proyecto introduce otras que completan y aclaran algunos puntos dudosos o controvertidos. Tal es, por ejemplo, la que, partiendo del distinto carácter que ostenta el comisionista que para cumplir su encargo ha de contratar el transporte de las mercancías de su comitente, y el verdadero comisionista de transporte, equipara al primero con el cargador en las conducciones terrestres o marítimas, cuyos derechos y obligaciones deberá cumplir.
Por último, se han eliminado de este título varias disposiciones que contiene su correlativo en el Código vigente, unas como redundantes, por hallarse comprendidas en los efectos naturales del contrato de comisión; otras como contradictorias, por encontrarse en oposición con la doctrina establecida, y algunas como inoportunas, por corresponder, con más propiedad, a otros títulos del mismo Proyecto, en donde se han incluido.
Factores, dependientes y mancebos.-Al tratar de los derechos y obligaciones que nacen de los contratos celebrados entre estas personas y los comerciantes, el Proyecto reproduce, en general, la doctrina vigente, con algunas alteraciones encaminadas a simplificar las formalidades o requisitos necesarios para acreditar la existencia de estos contratos respecto de tercero, y a fijar la doctrina legal que ha de aplicarse en ciertos casos no previstos en el Código actual.
Conservando el Proyecto la necesidad de la escritura pública de poder, inscrita en el Registro Mercantil, para que los factores puedan desempeñar sus funciones, atendida la importancia y trascendencia de las operaciones que ejecutan los que, bajo este u otro nombre, se hallan al frente de empresas o establecimiento mercantiles, prescinde de aquella solemnidad respecto de las demás personas, a quienes, con diversas denominaciones, los comerciantes o Sociedades encomiendan el desempeño constante de alguna de las gestiones propias de su tráfico. Estos dependientes adquirirán el carácter jurídico de mandatarios singulares, una vez otorgado el contrato, verbalmente o por escrito, tan luego como los particulares lo hagan público, mediante aviso fijado en los periódicos o sitios de costumbre o comunicándolo a sus corresponsales por cartas o circulares; y los de las Compañías o Sociedades, tan pronto como éstas consignen en sus respectivos reglamentos las funciones que aquéllos han de ejercer. De consiguiente, estos dependientes o mandatarios singulares podrán practicar cuantas operaciones de comercio les confíen determinadamente sus principales, quienes quedarán obligados como si realmente las hubieran ejecutado ellos mismos. Pero mientras en la manera indicada no se dé publicidad a su nombramiento y atribuciones, los terceros no se hallan obligados a reconocerles personalidad bastante para representar a los comerciantes o Compañías a cuyo servicio se hallan.
Suele ser frecuente en el comercio que el principal interese al factor en alguna operación concreta y determinada. El Código no consigna disposiciones especiales para resolver las dudas y cuestiones que pueden surgir con tal motivo cuando sobre ello no ha mediado pacto; y el Proyecto, llenando este vacío, declara que el factor será reputado como socio capitalista o industrial, según que aporte o no capital para la operación en que le dio participación su principal, cuya declaración se funda en la voluntad presunta de las partes, que al unirse mutuamente para un negocio particular entendieron sin duda constituir una sociedad ordinaria o común regida por los principios del Derecho civil.
También ofrece el Código cierta vaguedad en las disposiciones relativas a la manera de terminar los contratos celebrados entre comerciantes y factores o dependientes. Y el Proyecto aclara y completa la doctrina sobre tan importante materia, de acuerdo con los más sanos principios, bajo la base de la reciprocidad de derechos y obligaciones entre los principales y sus dependientes. Los motivos en que descansa la nueva disposición son tan evidentes, que no necesitan demostración alguna.
Depósito mercantil
Más importantes y trascendentales son las reformas que el Proyecto introduce en la legislación vigente sobre el depósito voluntario de toda clase de efectos comerciales hecho en poder de comerciantes o Sociedades mercantiles, a excepción de aquellas que tienen por principal objeto operaciones de almacenaje y depósito de mercancías, pues acerca de éstas rigen las disposiciones especiales expuestas al tratar del contrato de Sociedad.
Comparada la doctrina del Código vigente con la del Proyecto, se observan notables diferencias entre ambas, tanto respecto a la naturaleza de este contrato y medios de formalizarse, como a las obligaciones que el mismo produce para el depositario, y muy particularmente cuando el depósito consiste en numerario. Según el Código, el depósito mercantil no tiene un carácter propio y peculiar, toda vez que resulta equiparado con la comisión, en cuanto al modo de constituirse y a las obligaciones que de él se derivan para cada una de las partes contratantes. El Proyecto, por el contrario, le restituye su verdadero ser jurídico, fijando los requisitos necesarios para su perfecta existencia legal, las circunstancias que han de concurrir para que se considere mercantil y todas las obligaciones que ha de cumplir el depositario, con entera independencia de los otros contratos, en los que pueda transformarse durante el curso de las operaciones comerciales.
Así es que, restituyendo el Proyecto al depósito mercantil el carácter de contrato real, de que le privó el Código actual, declara que queda perfeccionado mediante la entrega de la cosa que constituye su objeto, no bastando el simple consentimiento de las partes ni la convención escrita para que resulte definitivamente constituido.
Con motivo del gran incremento que ha tomado el tráfico en nuestros tiempos y de haberse generalizado las especulaciones comerciales, importaba someter a la jurisdicción del Código de Comercio los contratos de depósito, celebrados con ánimo de obtener algún lucro, cualquiera que fuese la profesión del depositario. A este fin, el Proyecto reputa mercantiles todos los depósitos verificados en poder de comerciantes por personas que reúnan o no esta cualidad, siempre que tales contratos constituyan por sí mismos una operación mercantil o sean causa o resultado de otras operaciones mercantiles.
La retribución a que tiene derecho el depositario en los depósitos mercantiles, y que sólo dejará de percibir cuando renuncie expresamente a ella, aumenta la responsabilidad que las leyes comunes imponen al simple depositario respecto de la custodia y conservación de las cosas depositadas. Por eso no basta que tenga en la guarda de la cosa el cuidado de un buen padre de familia; necesita redoblar y extremar su vigilancia. Fundado en estos principios, el Proyecto hace responsable al depositario de todos los menoscabos, daños y perjuicios que las mismas cosas depositadas, incluso el numerario, sufran por su dolo o negligencia, y también de los que provengan de la naturaleza o vicio propio de las cosas, si no hizo por su parte lo necesario para evitarlos o remediarlos y no dio oportuno aviso al depositante inmediatamente que se manifestaron. Esta responsabilidad es más estrecha tratándose de numerario entregado con expresión de las monedas o cerrado y sellado. El depositario responde entonces de los riesgos de toda clase que sufra la suma depositada, a no probar que ocurrieron por caso fortuito o fuerza mayor.
En atención a que la práctica usual y corriente del comercio rara vez presenta aislada la celebración de un contrato de depósito, siendo lo más frecuente que éste sirva de base o de principio a una serie de contratos mercantiles, en los cuales suele transformarse, más o menos totalmente, por el mero hecho de disponer de las cosas dadas en custodia el depositario, de orden o por encargo del depositante, el Proyecto declara, para evitar dudas, que el contrato de depósito queda extinguido, respecto de las cosas de que dispusiere el depositario, bien para sus negocios propios, bien para emplearlas en operaciones que el depositante le confiare, cesando desde este momento los efectos de dicho contrato, por lo que toca a esas mismas cosas, y debiendo regirse las relaciones que entre dichas personas se formen a consecuencia de este hecho, por los preceptos propios y peculiares del nuevo contrato que, en sustitución del primero, hubieren celebrado.
Y por último, en justa deferencia al principio de libertad de contratación, hace extensivo el Proyecto a todas las Sociedades mercantiles el beneficio, limitado por la actual legislación a los Bancos, de regirse los depósitos hechos en los mismos por los estatutos antes que por los preceptos del Código.
Préstamo mercantil
De dos especies de préstamos mercantiles trata con separación el Proyecto: uno consistente en cosas destinadas a operaciones de comercio, siendo comerciante alguno de los contrayentes; otro que se constituye necesariamente con la garantía de efectos públicos, cualquiera que sea la profesión de los otorgantes. La naturaleza de estos diferentes préstamos, el modo como se hacen y las obligaciones que producen están claramente explicados en el Proyecto, que reforma en ciertos extremos y completa en otros la doctrina legal, por que hoy se rigen, consignada, respecto de los primeros, en el Código vigente, y en cuanto a los segundos, en la Ley provisional de la Bolsa de Madrid y en la de reivindicación de títulos al portador. El Ministro que suscribe indicará las principales reformas, para que los Cuerpos colegisladores aprecien la conveniencia que de ellas han de reportar el país en general y el comercio en particular.
Entre las novedades introducidas en la doctrina del Código vigente sobre préstamos, es digna de notarse, en primer término, la que atribuye carácter mercantil a todos los contraídos con destino a operaciones de comercio, siempre que alguno de los contrayentes, el mutuante o el mutuatario, sean comerciantes, derogando en esta parte el precepto demasiado restrictivo del Código, que exige en ambas partes aquella cualidad para reputar como mercantil cualquier préstamo. A beneficio de esta reforma, quedarán amparados y protegidos por la legislación comercial gran número de préstamos que se rigen actualmente por el Derecho Civil, a pesar de constituir en rigor actos de comercio, sólo porque uno de los contratantes es ajeno a esta profesión, y se facilitará, además, la colocación de capitales en este ramo de la actividad humana, estimulados por el aliciente del lucro y por las mayores garantías que ofrece aquella legislación.
Nada existe estatuido en el Código vigente acerca de la manera como debe efectuarse la devolución de los préstamos consistentes en títulos al portador, valores o especies determinadas. Omisión que, si es disculpable atendida la escasa contratación que sobre estos efectos comerciales se hacía en la época en que aquél se promulgó, hoy no admitiría justificación alguna, pues negocios de esta índole no deben dejarse a la ilustración y conciencia de los jueces. Para que sirva de norma a los interesados, se declara que en los préstamos de títulos o valores, el deudor ha de devolver otros tantos de la misma clase e idénticas condiciones a los que recibió, o sus equivalentes si éstos se hubiesen extinguido en su totalidad, y que en los préstamos en especie tienen que devolver igual cantidad de la misma especie y calidad, o su equivalente en metálico si se hubiese extinguido o perdido la especie debida.
Aunque la doctrina legal sobre los intereses o réditos que pueden estipularse en los préstamos está consignada en la Ley de 14 de marzo de 1856, desde cuya fecha quedó derogado en esta parte el Código de Comercio vigente, se ha reproducido en el Proyecto, aplicándola a los préstamos mercantiles, puesto que además de hallarse en completo acuerdo con las bases acordadas para la nueva codificación mercantil, cuenta con el consentimiento del público, manifestado durante el largo período que viene rigiendo la citada Ley, como lo prueba el hecho de no haberse levantado protesta ni reclamación alguna contra ella que merezca la atención de los Poderes públicos.
Mas esta doctrina es todavía deficiente para las necesidades de la vida mercantil. Ni el Código vigente ni la Ley de 1856 presentan reglas claras y terminantes sobre manera de computar los intereses devengados por la mora o tardanza del deudor en el pago de sus deudas después de vencidas. El Proyecto procura completar el vacío que ofrece la legislación actual en esta materia, aplicando a los préstamos los principios generales sobre la exigibilidad de las obligaciones y la morosidad del deudor consignados en el título de los contratos, y determinando el modo de computar la cuantía de los intereses cuando el préstamo consistiere en especies o en títulos al portador y otros valores comerciales, conforme a la verdadera naturaleza de estas operaciones.
Otra omisión importante existe en la legislación vigente por lo que hace la imputación de los pagos hechos a cuenta de un préstamo que devenga interés, cuando no resulta claramente expresado el concepto a que deben aplicarse aquéllos; omisión que no puede suplirse acudiendo al Derecho civil o común, porque adolecen de igual defecto. El Proyecto llena este vacío declarando, de acuerdo con lo dispuesto en las leyes romanas y en algunos Códigos extranjeros, que los pagos verificados a cuenta, en el caso indicado, se imputarán, en primer término, a los intereses por orden de vencimientos, y después, al capital.
En cuanto a los préstamos contraídos con la garantía de efectos públicos y la intervención de Agente colegiado, el Proyecto reproduce la legislación vigente consignada en la Ley provisional sobre la Bolsa de Madrid y en la de reivindicación de efectos al portador, con algunas modificaciones encaminadas a facilitar estos préstamos, asegurando los derechos del acreedor y poniendo en armonía los preceptos vigentes con la realidad de la vida bursátil. A garantizar aquéllos se dirige, en primer término, la declaración absoluta de que estos préstamos se reputarán siempre y en todo caso mercantiles, siendo por lo mismo indiferente la profesión de los contrayentes y el objeto a que se destinen las cosas prestadas; en segundo, la prohibición impuesta a los demás acreedores del mutuatario de disponer de los efectos públicos pignorados mientras no satisfaga éste el crédito constituido con dicha garantía; y en tercero, la condición de ser irreivindicables los efectos cotizables al portador dados en prenda en la forma debida, mientras no sea reembolsado el acreedor del capital y réditos del préstamo. Nadie negará la justicia y conveniencia de estas reformas.
Dificultades materiales surgen en la práctica para que la Junta Sindical del Colegio de Agentes cumpla estrictamente con lo dispuesto en la vigente Ley, que le impone el deber de enajenar los efectos públicos pignorados en el mismo día en que el acreedor reclama la enajenación de los mismos, por haber vencido el préstamo sin que el deudor haya satisfecho la deuda. Las circunstancias del mercado y la clase y condiciones de los efectos públicos que han de enajenarse pueden hacer muy difícil y hasta imposible su venta en el término perentorio y angustioso que ha fijado la Ley actual. Atendiendo a estas consideraciones, y para evitar que de aquella imposibilidad surjan cuestiones desagradables y siempre perjudiciales a la rapidez de las transacciones mercantiles, el Proyecto dispone que la Junta realizará la enajenación de los efectos pignorados en el mismo día en que se formule la reclamación por el prestador, si fuere posible, y de no serlo, en el siguiente.
Compraventas mercantiles
Sobre cuatro puntos recaen principalmente las reformas introducidas en el Código acerca de este contrato, que es el más usual y frecuente en el comercio.
Se refiere el primero a la calificación que debe darse a ciertas compraventas. El Código vigente declara que no son mercantiles las de bienes raíces y cosas afectas a éstos, aunque sean muebles; cuya disposición, tal como se halla redactada, ofrece dudas al aplicarla a las numerosas especulaciones de que son objeto los inmuebles, bajo diversas formas y combinaciones. A la ilustración de las Cortes no se oculta la importancia que han tomado en nuestro tiempo las empresas acometidas por particulares o por grandes Sociedades mercantiles para la compra de terrenos, con el objeto de revenderlos en pequeños lotes, o después de construir en ellos edificios destinados a habitaciones, o para el laboreo de minas, o para la construcción y explotación de los ferrocarriles y demás obras públicas. Todas estas empresas ejecutan verdaderos actos de comercio, porque la compra de bienes inmuebles no es su fin principal, sino sólo una de sus operaciones sociales. Por eso, si bien la simple compra de bienes raíces no constituye un acto mercantil, podrá adquirir semejante carácter cuando vaya unida a otra especulación sobre efectos muebles corporales o incorporales.
Por manera que no puede admitirse como principio absoluto el consignado en el Código vigente, que niega a toda venta de bienes raíces el carácter de mercantil. Esta calificación dependerá de las circunstancias que concurran en cada caso, la cual harán los Tribunales, aplicando los principios generales sobre la naturaleza de los actos de comercio. Y para que no sea obstáculo a la decisión judicial el texto del Código vigente, que cierra la puerta a toda interpretación, el Proyecto ha prescindido de él al redactar nuevamente las reglas especiales sobre este contrato. Por lo demás, la compraventa de bienes inmuebles, aunque se califique de acto comercial, se verificará con sujeción a las formalidades establecidas en las leyes especiales sobre adquisición y transmisión de la propiedad territorial.
En cambio, ha consignado una declaración relativa a las ventas que realizan los artesanos e industriales de los objetos que fabrican. Es indudable que con arreglo a la naturaleza del contrato de compraventa mercantil, las ventas hechas por los artesanos o industriales de los productos de su trabajo merecen la calificación de mercantiles, toda vez que tienen que comprar, para revender, los materiales sobre los que ejercen su industria. Sin embargo, hay que reconocer que no todos los fabricantes o industriales proceden con el mismo fin al adquirir los materiales necesarios para la fabricación o al vender los objetos elaborados, pues unos verifican estos actos como medio indispensable para el ejercicio de su industria, y otros, por el contrario, los realizan con el fin principal de hacer una especulación o lucro. Este diferente propósito, que sirve para atribuir o negar el carácter mercantil a unos mismos actos, se manifiesta generalmente por las circunstancias en que el industrial fabrica o vende sus productos, pues mientras el que se propone obtener un lucro no trabaja por sí mismo, sino por medio de obreros, a quienes retribuye, con el fin de tener gran número de objetos a disposición del público, presentándolos en los almacenes o tiendas para que éste pueda adquirirlos, existen otros industriales que se limitan a fabricar con sus propias manos los objetos de su industria, a medida que se los encargan, y dentro de sus mismos talleres u obradores. Acerca de los primeros, es evidente que se proponen, ante todo, obtener un lucro o hacer una especulación; y respecto de los segundos, es innegable que sólo aspiran a vivir de los productos de su arte, o sea de la retribución de su trabajo personal.
Partiendo el Proyecto de estos principios, ha querido distinguir esas dos clases de fabricantes, tomando por criterio las circunstancias externas que en ellos concurren; y en su consecuencia, reputa comerciales las ventas de los efectos fabricados que realizan los primeros y declara expresamente que no se consideran mercantiles las que hicieren los segundos.
Otro de los puntos a que se refieren las modificaciones adoptadas es el que fija la doctrina legal acerca de la falta de cumplimiento del contrato de compraventa por parte del vendedor o del comprador, que en el Código actual aparece poco conforme con los principios jurídicos, dando lugar a dudas y cuestiones en la práctica. Como resultado de estas modificaciones, y de conformidad con los principios jurídicos sobre el contrato de compraventa, se concede al comprador el derecho de pedir el cumplimiento o la rescisión del contrato cuando el vendedor no entregare la cosa vendida en el plazo estipulado o adoleciere ésta de un vicio o defecto de cantidad o de calidad; convirtiéndose en voluntaria, a instancia del mismo comprador, la rescisión forzosa que impone el Código vigente cuando se perdieren o deterioraren las mercancías antes de su entrega sin culpa del vendedor.
Son igualmente importantes las reformas introducidas en la duración de las acciones que se conceden al comprador para entablar la oportuna reclamación judicial en el caso de que notare vicios o defectos de cantidad o de calidad en las mercancías; cuyos plazos se reducen considerablemente, con el objeto de dar seguridad y firmeza a las transacciones mercantiles, evitando todo lo que pueda mantener la intranquilidad y la incertidumbre en el dominio o posesión de las mercancías y dificultar su libre circulación.
Por último, han desaparecido del Proyecto las disposiciones que comprende el Código actual acerca del saneamiento, en el caso de que el comprador fuere inquietado en la propiedad y tenencia de la cosa vendida, para que no resulte contradicción con el principio general, consignado en el mismo Proyecto, que declara libre de toda evicción al que comprare una cosa en almacenes o tiendas abiertos al público; respecto de cuyas ventas no tiene aplicación la doctrina del saneamiento, que regirá en las ventas verificadas fuera de dichos establecimientos, con arreglo al Derecho común.
Por lo que toca a la venta de créditos no endosables, el Proyecto declara que no se comprenden bajo este nombre las que recaen sobre créditos representados por documentos al portador, los cuales se transmiten siempre por la sola tradición; suprimiendo al propio tiempo, como opuesta a la libertad de la contratación y a los intereses del comercio, la disposición del vigente Código que concede el derecho de tanteo al deudor de un crédito mercantil litigioso, derecho que podrá tener, no obstante, útil aplicación en las cesiones o ventas de créditos comunes, lo cual corresponde, en su caso, resolver a las leyes civiles.
Transportes terrestres
El prodigioso aumento que han tenido desde la publicación del vigente Código las vías de comunicación, especialmente las férreas; la mayor facilidad y baratura de los medios de locomoción, y las crecientes necesidades del consumo, han influido de un modo tan extraordinario en los transportes de mercancías, que éstos constituyen hoy, por sí solos, una de las más importantes y lucrativas especulaciones comerciales.
En presencia de una metamorfosis tan completa, no puede el legislador considerar a las personas que se dedican al transporte de géneros de un lugar a otro como simples agentes auxiliares del comercio, que es el nombre con que las designa el Código vigente. Por eso el Proyecto prescinde de esta calificación y se preocupa ante todo de la naturaleza del contrato de transporte y de las circunstancias que debe reunir para ser considerado como mercantil.
Siendo este contrato una variedad del de arrendamiento de servicios, importa determinar cuándo adquiere el carácter de mercantil, pues sólo a beneficio de esta distinción tendrán los Tribunales un criterio fijo para aplicar, según corresponda, las prescripciones del Derecho común o las del Código de Comercio.
En el vigente no se encuentra formulado con bastante claridad y fijeza este criterio. Sólo declara quiénes se comprenden bajo el nombre de porteadores. Pero también ofrece dudas al resolver, con arreglo a esta misma declaración, si merecen aquella calificación y, por consiguiente, si ejecutan actos mercantiles los que se dedican al transporte de viajeros, industria que tan gran incremento ha tomado en los tiempos modernos. El Proyecto suple estos vacíos y resuelve cuantas dudas pueden surgir acerca de la naturaleza mercantil del contrato de transporte, sentando dos reglas generales para determinar los casos en que se reputará mercantil el transporte verificado por vías terrestres o fluviales de todo género. Según la primera, se atiende a la naturaleza de los objetos transportados, cualquiera que sea la calidad del porteador y cargador; por la segunda, se toma en cuenta exclusivamente la condición del porteador, prescindiendo del objeto del contrato.
Con sujeción a dichas reglas, el transporte de mercancías y demás efectos de comercio se reputa siempre mercantil, atribuyéndose idéntico carácter a los transportes verificados por un comerciante o por otra persona dedicada habitualmente a verificar transportes para el público, aunque no consistan en efectos de comercio.
Atendidos los términos generales con que se define la naturaleza de este contrato, es evidente que quedan comprendidos en el mismo todos los transportes que verifiquen los comerciantes matriculados o las personas que ejercen habitualmente este tráfico, utilizando sus medios de transporte personas diferentes, cualesquiera que sea el número y la importancia de los géneros transportados, la duración del viaje y la forma de efectuarlo, sin perjuicio de las modificaciones que establecen las leyes y reglamentos por que se rigen ciertos medios de locomoción terrestre o fluvial, como los ferrocarriles, tranvías y vapores, las cuales deberán observarse, en cuanto no se opongan a las disposiciones del Proyecto, por los que necesitan valerse de ellos para el transporte de mercancías o personas.
Mas la doctrina del Código vigente sobre transportes terrestres, que, en general, está fundada en los verdaderos principios del Derecho mercantil, es insuficiente en los momentos presentes para resolver las variadas cuestiones a que da origen el gran desarrollo que ha adquirido este ramo importante del Comercio. Por eso, el Proyecto, aceptando aquella doctrina, ha introducido importantes novedades para ponerla en armonía con las nuevas combinaciones y necesidades producidas por los modernos medios de locomoción, bajo un orden más lógico y sistemático que el que ofrece el Código vigente.
De estas novedades son dignas de notarse, por el progreso que realizan respecto de la legislación actual, las que fijan los requisitos que han de contener las cartas de porte. Desde luego, este documento puede adquirir un nuevo carácter comercial, de que hasta el presente ha carecido; pues de acuerdo con lo que viene hace tiempo observándose en los principales pueblos extranjeros, se autoriza para extenderlo, bien a la orden de la persona a quien vayan destinados los objetos transportados, bien al portador del documento, cualquiera que sea. Con ambas cláusulas se facilita extraordinariamente la circulación de las mercancías durante el transporte, ya endosando la carta de porte, si estuviere expedida a la orden, ya enajenándola o pignorándola, mediante la simple tradición de este documento, si estuviere extendido al portador.
Aunque las cartas de porte deben contener todas y cada una de las circunstancias que el Código enumera, a fin de que por su contenido se decidan las contestaciones que ocurran sobre ejecución y cumplimiento del contrato de transporte, cabe prescindir de muchas de ellas con gran ventaja del comercio, interesado vivamente en practicar el mayor número de operaciones en el menor tiempo posible, cuando los transportes se verifican por ferrocarriles u otras empresas sujetas a tarifas o plazos fijados de antemano en los reglamentos por que las mismas se rigen. En estos casos pueden omitirse las circunstancias relativas al precio, plazos y condiciones del transporte, pues bastará que en la carta de porte o en la declaración de expedición se citen las tarifas o reglamentos, según los cuales haya de practicarse aquél. Si el cargador no exigiese la aplicación de tarifa determinada, se presume que deja su elección a la buena fe de la empresa porteadora, la cual, como más conocedora de las tarifas que rigen para cada clase de transportes, deberá aplicar la que resulte más beneficiosa al cargador; lo contrario sería un abuso de confianza, que el legislador en ningún caso puede tolerar.
Mayor concisión cabe en la redacción de dichos documentos, cuando se refieren al transporte de viajeros y de sus equipajes. Por regla general, los precios y las condiciones son los mismos para todos, y previamente se hallan consignados en los reglamentos o anuncios conocidos del público, faltando sólo, para completar el contenido de aquellos documentos, las condiciones relativas al porteador, fecha de la salida y llegada y precio, tratándose de viajeros y las necesarias para la identificación de los equipajes cuando de éstos se trate.
Otra modificación importante introduce el Proyecto respecto de las cartas de porte. Dispone el Código vigente que el canje de los ejemplares suscritos por el cargador y el porteador produce la extinción completa de las obligaciones a que estaban sujetos ambos contratantes en virtud de dicho documento. La observancia literal de esta disposición, difícil, si no imposible en muchos casos, da lugar a frecuentes dudas y cuestiones, por los términos absolutos en que se halla redactada, especialmente cuando el receptor de los objetos transportados ha de formular alguna reclamación contra el porteador. El Proyecto ha modificado la doctrina del Código en sentido más práctico y adecuado a la realidad de esta clase de operaciones mercantiles. La persona que tenga derecho, según el contenido de la carta de porte, a recibir los objetos, una vez entregada de los mismos, devolverá al porteador el documento que éste hubiere suscrito, sin excusa ni pretexto alguno. Si procediere alguna reclamación por retardo, daño o avería visibles o cualquier otro motivo, lo consignará por escrito en el mismo acto; de lo contrario, por el mero hecho de pasar la carta de porte a manos del porteador, después de haber entregado los objetos que transportó, quedan extinguidos todos los derechos y obligaciones del contrato a que dicho documento se refiere, salvo los que procedan de las averías que no pudieren ser reconocidas por la parte exterior de los bultos.
No son menos importantes las novedades introducidas por el Proyecto en cuanto a la manera de verificar la entrega y transporte de los objetos al porteador. Por lo regular, éste, sea un particular o el agente de una gran empresa, suele aceptar la declaración del cargador sobre la naturaleza, condición y calidad de las mercancías contenidas en bultos o fardos, sin preceder previo examen o reconocimiento del contenido, a fin de no entorpecer la marcha de las operaciones mercantiles. El porteador se entrega generalmente a la buena fe del cargador, quien, justo es reconocerlo, suele corresponder a la confianza que aquél presta a sus manifestaciones.
Mas no por ello es conveniente abandonar al porteador, dejándole a merced del cargador. Por eso conviene ofrecerle algún medio de evitar que sea sorprendida su buena fe y que sufra los perjuicios consiguientes a un engaño calculadamente tramado por el cargador, alterando en la carta de porte la verdad del contenido de las mercancías, que no pueden inspeccionarse a simple vista. A este fin se concede al porteador el derecho de exigir el reconocimiento de los bultos o fardos que se le ofrezcan para el transporte, si sospechara fundadamente que se había cometido falsedad en la declaración del contenido, debiendo practicar este acto ante testigos, con asistencia del consignatario o remitente, sustituyendo la presencia del que, según la mayor facilidad de la operación, hubiere de ser citado, por la intervención de un Notario. Además, como existe contra el porteador la presunción legal de ser el autor de todos los daños o averías que sufran los efectos porteados durante la travesía, salvo prueba en contrario, y como sería muy injusto que respondiese de ellos cuando procediesen de mala disposición del cargador, se le concede el derecho de rechazar los bultos que se presenten mal acondicionados para el transporte, dejándole, sin embargo, en libertad de portearlos si insistiere el remitente; en cuyo último caso quedará exento de toda responsabilidad, haciendo constar en la carta de porte su oposición.
La naturaleza del transporte verificado por los ferrocarriles hace imposible muchas veces dar cumplimiento a la obligación, que el Código vigente impone al porteador, de conducir los efectos en el primer viaje que haga al punto donde deba entregarlos. Las empresas tienen organizado el servicio de tal modo, que las mercancías se transportan en varias expediciones, según las reglas de antemano establecidas. Atendiendo el Proyecto a estas circunstancias, sustituye aquella obligación, impuesta a todo porteador, por la de verificar la conducción en las primeras expediciones de efectos análogos que hiciere al mismo punto.
Con respecto a las obligaciones que ha de cumplir el porteador desde que recibe los objetos hasta que hace entrega de ellos al consignatario, el Proyecto establece algunas reglas que resuelven casos no previstos en el Código vigente, fijando la verdadera doctrina que debe prevalecer en lo sucesivo. Sabido es que el porteador tiene que verificar la conducción por el camino en que hubiere convenido con el cargador, siendo responsable de los perjuicios que sufra éste por la variación de ruta. El Código no admite distinciones en la causa o motivo que haya producido esta variación, ni señala a cargo de quién han de correr los gastos que ocasione, cuando proceda de fuerza mayor o de caso fortuito. Este silencio es interpretado de diverso modo, y para suplirlo, declara el Proyecto que el porteador no es responsable de los perjuicios seguidos de haber cambiado de ruta por fuerza mayor, y que el aumento de portes que produjere este cambio correrá de cuenta del cargador, de quien podrá reclamarlo aquél si lo hubiere anticipado, previa la correspondiente justificación.
Resuelve aquí el Proyecto otra cuestión importante, en la que aparecen divididos los pareceres de los jurisconsultos. Trátase de saber quién debe responder de los gastos que ocasiona la variación de consignación acordada por el cargador. El Tribunal Supremo, en alguna sentencia que no ha llegado a fundar jurisprudencia, suplió el silencio del Código haciendo responsable al porteador. Pero los principios del Derecho, en virtud de los que el mandante debe satisfacer los gastos que haga el mandatario, imponen esta responsabilidad al cargador, que es quien motivó aquellos nuevos gastos, que no pudieron preverse al tiempo de celebrarse el contrato.
Aun cuando el que toma a su cargo el transporte de mercancías tiene para su conservación y custodia muy estrechas obligaciones, derivadas de la naturaleza de este contrato, que envuelve un depósito necesario y no gratuito, y bajo este aspecto le impone severas responsabilidades el Código vigente, los intereses comerciales aconsejan suavizar el rigor de sus preceptos, permitiendo cierta libertad al porteador para adoptar algunas medidas beneficiosas al cargador durante la conducción, cuando, a pesar de las precauciones más exquisitas, los efectos transportados corrieran riesgo de perderse por la calidad de los mismos o por accidente inevitable. De acuerdo con estas consideraciones de equidad, el Proyecto impone al porteador la obligación de dar oportuno aviso a los cargadores de la existencia de aquel riesgo, a fin de que éstos dispongan lo necesario para evitarlo o remediarlo; y si fuese tan inmimente que no diese tiempo para esperar sus órdenes, podrá proceder a la venta de los efectos transportados, poniéndolos a disposición de la Autoridad judicial o administrativa competente.
En cuanto al modo de verificar la entrega de las cosas transportadas, se ha suscitado una duda de cierta gravedad, por los abusos a que su distinta solución puede dar lugar. Tal es, si el porteador cumple su obligación entregando al consignatario parte de dichas cosas y el valor de las restantes, o si deberá entregarlas todas, sin excepción, abonando, en su defecto, el valor total de las mismas. Los principios del derecho común sobre la extinción de las obligaciones, a los que debe acudirse para suplir la omisión del Código, no resuelven la duda propuesta, en armonía con la verdadera naturaleza de las operaciones mercantiles. Esta solución depende de la conexión y enlace que, para los fines económicos, guardan entre sí los objetos transportados, de modo que si estos fines pueden cumplirse en cada objeto aislado de los demás, es consiguiente que el porteador pueda verificar parcialmente la entrega de los efectos transportados, abonando sólo el valor de los que dejare de entregar. Mas si dichos fines económicos sólo pudieren conseguirse recibiendo de una vez todos los objetos, según constaban en la carta de porte, es de estricta justicia que el consignatario pueda rehusar la entrega parcial de los mismos, y que el porteador venga obligado a satisfacer el valor total de los objetos transportados, quedando éstos de su cuenta. En todo caso, la apreciación de la utilidad o servicio que puedan prestar unos objetos con independencia de los otros, corresponde al consignatario; pero no queda a su arbitrio, pues el Proyecto exige que la apoye con los debidos justificantes.
Relativamente a los efectos de la tardanza o retraso en la entrega de las cosas transportadas, por culpa del porteador, el Código vigente ofrece algunas dudas, que el Proyecto ha desvanecido por medio de disposiciones claras y equitativas, de acuerdo con las presunciones que nacen de la naturaleza de este contrato. Ante todo, desaparece la vaguedad y contradicción que resulta del texto literal del Código al tratarse de la responsabilidad en que incurre el porteador que entrega los objetos transportados transcurrido el plazo señalado en la carta de porte, disponiendo que dicha responsabilidad consistirá en pagar la indemnización pactada en la carta de porte, y si no hubiere intervenido pacto sobre ella, en el abono de los perjuicios seguidos al consignatario por no hacer la entrega en el tiempo debido, contra lo que previene el Código, que exige mayor retraso para que proceda la indemnización.
Mas no bastaba consignar este principio de una manera abstracta, preciso era concretarlo, para evitar las dilaciones y gastos a que pudiera prestarse, en cada caso particular, la evaluación de los daños y perjuicios de que debe ser indemnizado el consignatario. Para impedir toda arbitrariedad, el Proyecto pone un límite a esta indemnización, disponiendo que en ningún caso exceda del precio corriente que los objetos transportados tendrían en el día y lugar en que debieron entregarse; disposición muy acertada, que será aplicable a todos los demás casos, en que el porteador tenga que indemnizar al consignatario por la pérdida o avería de los objetos transportados.
Como en compensación de la tasa puesta a las reclamaciones inconsideradas del consignatario, el Proyecto le otorga un derecho muy valioso, de que hasta el presente ha carecido. Consiste este derecho en hacer abandono de los efectos transportados en favor del porteador, quien vendrá obligado a satisfacer su justa estimación, como si realmente se hubiesen perdido o extraviado. El consignatario dará aviso por escrito al porteador de que hace uso de este derecho antes de la llegada de los efectos al punto de su destino. Si el aviso lo diere después de la llegada, sólo tendrá derecho a la indemnización en la forma que se ha indicado.
El contenido de esta disposición se halla inspirado en la más alta equidad, pues termina y resuelve pronta y definitivamente las encontradas y enojosas pretensiones del consignatario y del porteador sobre el cuánto de la indemnización, en ventaja de ambos y utilidad general del Comercio.
Antes de pasar a otro punto, hay que parar la consideración en una novedad que introduce el Proyecto acerca de la responsabilidad del porteador por los daños o averías ocurridas durante la conducción.
Sabido es que en los transportes a larga distancia, o cuando para recorrerla se emplean distintos medios de locomoción, suelen intervenir diversas personas en calidad de porteadores, los cuales, en virtud de pactos o de servicios combinados, se encargan de transportar y de llevar al punto de su destino las mercancías que recibió uno de ellos directamente del cargador. El Código vigente prevé esta concurrencia sucesiva de porteadores para verificar un solo transporte, al fijar los derechos que corresponden al porteador que hubiere realizado la conducción, para exigir el precio convenido y los gastos causados en ella, declarando con tal motivo que este derecho se transmite sucesivamente de un porteador a otro, hasta el último que haga la entrega de los géneros, quien asume las acciones de los que le han precedido en la conducción. Con esta declaración quedan bien deslindados los derechos del último porteador.
Pero, no llevando más allá sus prescripciones, dejó en la incertidumbre y en la duda las obligaciones que los porteadores sucesivos tenían que cumplir respecto del cargador o su consignatario, por averías en los objetos transportados, dilación en la entrega de los mismos y cualquiera otra causa derivada de falta de cumplimiento del contrato. Esta omisión era mucho más lamentable en lo relativo a ferrocarriles, por verificarse los transportes casi generalmente por varias empresas, en virtud de servicios combinados. Importaba, pues, completar la doctrina del contrato de transporte cuando se presentaba bajo esta forma, fijando las relaciones jurídicas que deben existir entre los porteadores y el cargador y entre aquéllos solamente, ampliando y desarrollando los principios en que se inspiró el Código vigente.
Partiendo del principio de que el contrato de transporte, cuando se ejecuta, lleva necesariamente consigo el depósito de la mercadería en manos del porteador, la duda apuntada era fácil de resolver, y así lo hace el Proyecto, declarando que el porteador que entrega el objeto transportado y que, por consiguiente, lo ha recibido de algún modo, tiene todas las obligaciones que nacen del contrato de transporte respecto del consignatario, a menos que al recibir la mercadería hubiera hecho constar formalmente que se hallaba en mal estado o que venía retrasada; en cuyos casos, queda limitada su responsabilidad a la que pueda resultar de sus propios actos. Si uno de los que debían llegar a portear la mercadería no la hubiere recibido, claro es que ninguna responsabilidad tendrá por resultas de un hecho en que no ha intervenido. Pero, a la vez, como el cargador o remitente, al celebrar el contrato de transporte, creó un vínculo de derecho con el porteador o la empresa con quienes otorgó el contrato, puede exigir a éstos, sin ninguna restricción, la totalidad de su cumplimiento, sean muchos o pocos los demás porteadores que hayan concurrido a su total ejecución.
Independientemente de esto, los porteadores o empresas entre sí tienen las obligaciones que nacen de la relación en que pueden encontrarse y de los actos que cada uno de ellos pueda haber ejecutado. Por esto se declara, con arreglo a los principios de derecho común, que el porteador que haya cubierto la responsabilidad del transporte podrá repetir contra los demás, en la parte que les corresponda, siempre que no sea por la falta que hubiere originado la misma responsabilidad, que solamente se hará efectiva del porteador que la cometió.
Finalmente, con el objeto de limitar la duración de la responsabilidad especial y privilegiada que pesa sobre las mercancías transportadas en favor del porteador, por el precio del transporte y gastos causados en la conducción, el Proyecto reduce a un solo término los dos que señala el Código para la subsistencia de aquel privilegio, y sin distinguir si los efectos han pasado o no a un tercer poseedor, fija el plazo de ocho días como único y absoluto para dicho efecto.
Seguros terrestres
Sobre esta importante y poco estudiada materia ofrece el Proyecto un verdadero y positivo progreso, estableciendo los principios jurídicos por que deben regirse los contratos de seguros terrestres en general, y particularmente los seguros contra incendios y sobre la vida, que tanto incremento han tomado en los últimos tiempos.
El Código de Comercio actual sólo tuvo presente los seguros de conducciones terrestres, porque éstos eran los únicos conocidos en la época de su promulgación. A pesar de este silencio del legislador, los seguros contra incendios, sobre cosechas, animales, y sobre la vida penetraron en España a impulso de Sociedades o Compañías extranjeras, que extendieron sus operaciones a todos los ámbitos de la Península, estimulando y fomentando la creación de otras Sociedades españolas, que bien pronto adquirieron gran desarrollo. Como estos modernos contratos carecían de norma jurídica que pudiera serles aplicable, sólo contaron con el débil amparo de la Autoridad gubernativa, sin que el legislador se preocupase de ordenar y garantir los derechos y obligaciones de las respectivas partes contratantes, ni suplir, con equitativas disposiciones, la omisión de aquellos puntos no previstos en la póliza y sin que la jurisprudencia pudiese, por lo mismo, llenar el vacío del legislador, fijando la doctrina por que debían regirse estas modernas instituciones. Sólo, y esto de una manera incidental, la Ley Hipotecaria dictó una disposición, declarando hipotecados legalmente los bienes asegurados por el importe de los premios del seguro de dos años, y cuando el seguro fuese mutuo, por los dos últimos dividendos que se hubieren repartido.
Tal abandono por parte del legislador fue una de las causas principales del funesto término que tuvieron algunas Sociedades de Seguros, especialmente sobre la vida, que faltando a sus compromisos más sagrados, causaron la ruina de innumerables familias y el descrédito general de tan previsoras instituciones. Circunstancias todas que demuestran la urgente necesidad de dotar al país de una legislación positiva, que fije los respectivos derechos y obligaciones de los que contratan las diversas especies de seguros terrestres, y que garanticen, sobre todo, de una manera firme y rápida el fiel cumplimiento de lo pactado.
Atendida la novedad que presenta esta parte del Proyecto, el Ministro que suscribe ha creído necesario exponer, con alguna más detención, la doctrina jurídica que contiene y los principios fundamentales en que se apoya.
Ante todo, conviene advertir que sólo caen bajo la jurisdicción de la ley mercantil los contratos de seguros terrestres en general, si el asegurador fuese comerciante y el contrato se celebrase a prima fija; esto es, cuando el asegurado satisface una cuota única o constante, como precio o retribución del seguro; con lo cual quedan excluidos los seguros mutuos, porque en estos últimos, todos los contratantes son a la vez asegurados y aseguradores, cada uno se propone tan sólo obtener una indemnización por un riesgo eventual, obligándose a conceder a sus coasociados igual indemnización, y las cantidades con que contribuyen se hallan destinadas únicamente a cubrir los perjuicios sufridos, sin la menor intención de reportar lucro o beneficio de ninguna especie.
Los contratos de seguros terrestres se rigen, en primer término, y casi exclusivamente, por los pactos que se consignan en la póliza; cuya práctica, seguida constantemente, hace obligatorio el Proyecto, declarando la nulidad del contrato cuando no conste por escrito; habiéndose fundado para ello en que la natural complicación de estos contratos y sus diversas cláusulas impiden que puedan hacerse constar, con precisa exactitud e imparcialidad, por medio de la prueba oral. Y como estas cláusulas han de formar ley entre los contratantes, importa no sólo que consten todas las que son de esencia en tales convenciones, y las que, con posterioridad a la celebración del seguro puedan modificarlas, sino que el contenido de aquellas cláusulas refleje la más completa verdad, para que no sea inducida a error ninguna de las partes. Esta última disposición es tan esencial, que el Proyecto castiga con la pena de nulidad los contratos en que cualquiera de los otorgantes hubiere obrado con mala fe, y también cuando de parte del asegurado, que es el que se halla en situación de conocer mejor los objetos sobre que recae el contrato, se incurriese en inexactitudes, omisiones u ocultaciones de tal naturaleza que hubieran podido influir en la celebración del mismo, aun mediando buena fe, toda vez que, a pesar de ésta, puede incurrir el asegurador en error esencial que vicie su consentimiento y anule el contrato.
Para suplir el silencio de los otorgantes y garantizar el cumplimiento de los pactos estipulados, el Proyecto establece las reglas especiales que deben tenerse presentes en los contratos de seguros contra incendios, seguros sobre la vida y seguros sobre conducciones terrestres, declarando, además, que son igualmente respetables a los ojos del legislador los demás contratos de seguros que tengan por objeto cualquiera otra clase de riesgos, que provengan de casos fortuitos o accidentes naturales, debiendo cumplirse los pactos estipulados, siempre que sean lícitos y estén conformes con las prescripciones generales contenidas en el mismo Proyecto.
Seguros contra incendios.-El primer requisito esencial en este contrato es la existencia de un objeto real y positivo, no sólo al tiempo de la celebración de aquél, sino en el momento del siniestro, con la circunstancia, igualmente esencial, de que no haya sufrido en todo este tiempo modificaciones o alteraciones en su naturaleza o en el lugar o sitios señalados en la póliza; cuya doctrina se funda en la esencia del contrato de seguros, que consiste en evitar solamente un perjuicio y de ningún modo en reportar un lucro, y que sólo hace responsable al asegurador de los riesgos que previó y no de los que puedan experimentar las cosas aseguradas por efecto de otros cambios o alteraciones a que no pudo obligarse. Por eso, se exige la justificación de la preexistencia de los objetos antes de ocurrir el siniestro; por eso, la sustitución o cambio de los mismos objetos produce la nulidad del seguro, y la alteración o transformación verificadas contra la voluntad del asegurado, la rescisión del contrato; por eso, se declara que la obligación del asegurador se entiende limitada al lugar que ocupaban aquellos objetos al tiempo de la celebración del seguro; por eso, en fin, se impone al asegurado o su representante el deber de participar al asegurador las modificaciones, cambios y alteraciones sobrevenidas en la calidad de los mismos objetos asegurados, y cuando estas modificaciones se deban a causas independientes de la voluntad del asegurado, podrán también solicitar la rescisión ambos contratantes.
Por lo demás, puede ser materia de estos contratos todo objeto, mueble o inmueble, susceptible de ser destruido o deteriorado por el fuego, no comprendiéndose entre los muebles, cuando en la póliza no se haga especial mención, los valores públicos o particulares, piedras y metales preciosos y los objetos artísticos, pues la mayor facilidad de destrucción que existe en estas cosas muebles exige un aumento de prima por parte del asegurado, que debe pactarse especialmente.
Es otro requisito esencial para la consumación de este contrato el pago del premio convenido, el cual se verificará por anticipado, pues hasta este instante no queda obligado el asegurador, quien, en caso de demora, podrá optar entre la rescisión del contrato o el procedimiento ejecutivo, que se hará efectivo en los objetos asegurados; los cuales quedan sujetos al pago de la prima, con preferencia a cualesquiera otros créditos vencidos, cuando fueren muebles, y por el importe de los dos últimos años, siendo inmuebles.
Aunque este contrato ofrece un carácter más real que personal, es indudable que las cualidades del asegurado influyen considerablemente en la mayor o menor posibilidad de los riesgos, cuando el seguro recae sobre objetos muebles, fábricas o tiendas. Importa, por consiguiente, al asegurador conocer las vicisitudes personales del asegurado, lo cual se consigue imponiendo a éste o a sus herederos la obligación de poner en conocimiento de aquél el fallecimiento, liquidación o quiebra que sobrevenga al mismo asegurado y la venta o traspaso de las cosas aseguradas, cuando sean muebles, tiendas o fábricas; cuyos accidentes autorizan, además, al asegurador para pedir la rescisión del contrato.
Más dificultad que las materias hasta aquí examinadas, en lo que a los seguros contra incendios se refiere, presenta la cuestión de cómo debe permitirse el reaseguro y la cesión del seguro, que las legislaciones modernas han resuelto de diverso modo. Prescindiendo el Ministro que suscribe de entrar en largas consideraciones sobre estos puntos, se concretará a manifestar que el Proyecto de Código, fundándose en que la naturaleza del seguro se opone abiertamente a que se convierta en instrumento de lucro para el asegurado lo que sólo sirve para evitar las consecuencias de un daño, si bien permite que una misma cosa pueda ser objeto de varios contratos de seguro por una parte alícuota de su valor, prohíbe en términos absolutos que si ésta se hallare asegurada por la totalidad, pueda ser objeto de un segundo contrato; lo cual no será obstáculo para que el asegurado, por otra parte, asegure la solvabilidad del asegurador, tomando esta garantía contra la falta de cumplimiento del contrato.
Y por lo que toca a la cesión del seguro que haga el asegurador, aun sin el consentimiento del asegurado, el Proyecto no podía prohibirla, porque es una convención perfectamente moral y lícita; pero manteniéndola dentro de sus naturales límites, declara que los efectos de esta cesión no alteran las relaciones jurídicas entre el asegurado y el cedente, fundándose en el principio de derecho de que los contratos sólo producen efecto entre los que concurrieron a su otorgamiento y no respecto del tercero, que fue ajeno a ellos.
Para evitar toda cuestión acerca de los daños y perjuicios que garantiza el contrato de seguros, el Proyecto de Código declara que, por regla general, responde el asegurador de todos los daños y pérdidas materiales causadas por la acción del fuego, bien se origine de caso fortuito, bien de delitos cometidos por extraños, o de negligencia propia o de las personas sometidas a la potestad o vigilancia del asegurado y de cuyos actos responda civilmente. Mas como es un principio de derecho que nadie debe convertir en provecho propio las consecuencias de un acto ilícito, quedan excluidos del seguro los incendios que el mismo asegurado causare intencionalmente; y como la voluntad presunta de las partes recae sobre los accidentes ordinarios de la vida, quedan también excluidos los siniestros causados en tumultos populares o por la fuerza militar, en caso de guerra, y los producidos por erupciones, volcanes o temblores de tierra.
Pero los estragos del fuego pueden causar daños y pérdidas directas e indirectas. Las primeras son las que recaen materialmente sobre el objeto asegurado por la acción directa del fuego. Entre las segundas deben comprenderse todas las que sean consecuencia inevitable del incendio. El Proyecto de Código, después de consignar estos dos principios generales, para que sirvan de criterio a los Tribunales en cada caso concreto, determina los daños y menoscabos que son consecuencia forzosa del incendio, y deben, en su caso, indemnizarse por el asegurador por el valor dado a los objetos asegurados o por la estimación de los riesgos. Pero cualquiera que sea el importe de los daños directos o indirectos, el asegurado sólo tiene derecho a exigir el que quepa dentro de la suma en que se valuaron los objetos asegurados o en que se estimaron los riesgos, pues a esto sólo se obligó el asegurador.
Siendo el objeto principal del contrato de seguros contra incendios obtener el asegurado la indemnización de los daños sufridos, convenía determinar con claridad los requisitos o trámites necesarios para fijar el importe de esta indemnización, la forma en que debía satisfacerse y los medios para percibirla pronta y rápidamente. A este efecto, el Proyecto consigna un procedimiento especial, que es muy sumario, sin que queden lastimados los fueros de la defensa para ninguna de las partes, con el objeto de fijar las causas del incendio, la cuantía de los efectos asegurados y el importe de la indemnización.
Llegado este caso, el asegurador podrá optar entre abonar esta cantidad o reparar o reedificar, según corresponda, en todo o en parte, los objetos asegurados o destruidos por el incendio, pues, en rigor, este último extremo es una manera de pago introducida en beneficio del asegurador, si entiende que los peritos han incurrido en error de cálculo al apreciar la cuantía de los daños, y sin que de ello reporte perjuicio alguno al asegurado, toda vez que ha conseguido evitar las consecuencias perjudiciales de un siniestro sobre los objetos asegurados, los cuales, merced a esta reparación, se hallarán en el mismo estado que antes del incendio. De todos modos, si con esta opción puede conseguirse lucro o ganancia, más justo y natural es que lo obtenga el asegurador, que con este exclusivo fin celebró el contrato, que no el asegurado, que sólo se propuso evitar una pérdida, sin ánimo de realizar especulación alguna.
Satisfecho el asegurado de cualquiera de los modos indicados, es de estricta justicia que, como consecuencia de este acto, quede subrogado «ipso jure» el asegurador en todos los derechos del asegurado, contra los terceros que sean responsables del incendio, por cualquier título o concepto; pues ni el asegurado, una vez percibida la indemnización, puede exigir de éstos otra, lo cual constituiría un lucro o beneficio, en oposición con la naturaleza fundamental del mismo contrato, ni los terceros con la naturaleza fundamental del mismo contrato, ni los terceros quedan libres de su responsabilidad en virtud del seguro, como acto ajeno a ellos, siendo, por el contrario, muy ventajosa esta subrogación al mismo asegurado, que obtendrá por ella alguna rebaja en la cuantía del premio del seguro.
Seguros sobre la vida.-Este importantísimo contrato trae su origen del antiguo censo vitalicio, notablemente desarrollado en los tiempos modernos, merced a las variadas, ingeniosas y fecundas combinaciones debidas a la influencia simultánea del espíritu de previsión y del afán de lucro. Aunque el fin principal del seguro sobre la vida consiste en procurar, mediante la entrega de un premio o capital, algún alivio o socorro material a la familia del asegurado, que la compense en parte de la desgracia que ha de experimentar por el fallecimiento del que es tal vez su único sostén y apoyo, suele también celebrarse con otros fines análogos, como, por ejemplo, procurarse el asegurado o un tercero una pensión anual durante su vida, crear un capital para los herederos del mismo asegurado o de un extraño que asegure el porvenir de las personas a quienes se quiere beneficiar, o constituir una garantía real y positiva en favor del que sólo cuenta, para hacer frente a sus obligaciones, con la que ofrecen sus cualidades personales, constantemente expuesta a desaparecer con nuestra efímera existencia.
Pero cualesquiera que sean los fines que se propongan los contratantes y las combinaciones que puedan estipular, siempre deben concurrir cuatro elementos o requisitos esenciales para la validez del contrato, a saber: existencia de una persona, cuya vida sirva de base para el seguro; valor previamente fijado de esta vida; persona beneficiada, y entrega de un premio o capital como precio del seguro.
Partiendo el Proyecto de estos principios fundamentales, declara válidas todas las combinaciones que puedan hacerse, pactando entregas de premios o entregas de capital a cambio de disfrute de una renta vitalicia, percibo de capitales al fallecimiento de persona determinada, a favor del asegurado, de sus herederos o de un tercero, y cualquiera otra combinación análoga o semejante, por una o más vidas, sin exclusión de edad, sexo o estado de salud. Esta libertad concedida a los particulares para contratar los seguros sobre la vida a los fines que crean convenientes, debe entenderse siempre que sea conforme a la naturaleza del mismo contrato; y como es altamente contrario a ella que el asegurado convierta en instrumento de lucro la estipulación destinada solamente a compensar una pérdida, el Proyecto priva al asegurado de los beneficios que pueda reportar cuando concierte nuevos seguros anterior, simultánea o sucesivamente sobre idéntico objeto, por los mismos riesgos y a favor de la misma persona, sin haber dado conocimiento de ello al primitivo asegurador, que sólo vendrá obligado en este caso a devolver el capital o premio recibidos.
Ofrece este contrato, además, la singularidad de que suele constituirse el seguro a favor de una tercera persona, aun sin obtenerse su consentimiento; lo cual es perfectamente lícito, porque de esta forma pueden las personas dotadas de nobles sentimientos ejercer verdaderos actos de caridad en favor de familias modestas, pero honradas y laboriosas, sin lastimar en lo más mínimo la susceptibilidad o pundonor de ninguno de sus individuos, dotándolas de un capital o renta para cuando deje de existir el que, con su trabajo, atiende a la subsistencia de todos.
Mas el seguro constituido a favor de una tercera persona puede ser también efecto de una convención celebrada con ésta, y entonces viene obligado el que lo contrató a mantener por su parte las condiciones del mismo, debiendo indemnizar a la cabeza asegurada de los perjuicios consiguientes a la caducidad sobrevenida por falta de cumplimiento de lo estipulado en el contrato celebrado con el asegurador.
De todos modos, esta tercera persona, a quien el asegurado ha querido favorecer, queda libre de toda obligación con respecto al asegurador, adquiriendo, por el contrario, sobre éste los derechos consignados en la póliza.
Así lo declara el Proyecto, ordenando que sólo el que contrató directamente con el asegurador estará obligado al cumplimiento del contrato como asegurado, y que la cabeza asegurada tendrá personalidad para exigir la ejecución de lo estipulado en la póliza, siendo de su exclusiva propiedad las cantidades que el asegurador deba entregarle como indemnización, desde el momento en que haya ocurrido el riesgo, sin participación alguna del asegurado ni de sus herederos o acreedores.
Concurre igualmente en los contratos de seguros sobre la vida, la particularidad de que debe pactarse, al tiempo de su celebración, el importe de la indemnización que se asegura, toda vez que recayendo generalmente sobre la vida del hombre, no puede someterse a un justiprecio lo que ésta valga en el momento de ocurrir el siniestro o en el de su fallecimiento. El contrato de seguros sobre la vida tiene por objeto garantizar un capital para el caso que fallezca una persona, y de ningún modo percibir el valor pecuniario en que ésta pudiera ser estimada. Por eso exige el Proyecto que en la póliza se haga constar necesariamente la cantidad en que los otorgantes fijan el capital o renta asegurada.
Atendiendo a que este contrato, por su naturaleza, se consuma por la entrega del premio o capitales convenidos, declara el Proyecto que, transcurrido el plazo determinado en la póliza para el pago, pierde el asegurado el derecho a la indemnización, si ocurriere inmediatamente el siniestro, y el asegurador queda autorizado para rescindir el contrato, reteniendo los premios satisfechos con anterioridad.
Sin embargo, de acuerdo con la práctica generalmente observada, y para facilitar al asegurado los medios de abandonar el compromiso que contrajo con el asegurador, cuando se halle imposibilitado de continuar pagando las anualidades estipuladas en la póliza, autoriza el Proyecto la rescisión del contrato, en términos equitativos para ambos contratantes.
Por estas mismas consideraciones se concede igual derecho a los representantes del asegurado que hiciere liquidación de sus negocios o fuese declarado en quiebra, junto con el de obtener la reducción del seguro.
Y conformándose el Proyecto con otra práctica generalmente adoptada en esta materia, ordena que, una vez entregados los capitales o satisfechas las cuotas a que se obligó el asegurado, podrá éste negociar la póliza en toda clase de seguros, transmitiéndola a otra persona por medio de endoso estampado en el mismo documento, quedando el cesionario subrogado en todos los derechos y obligaciones del cedente, desde que pusieren ambos en conocimiento del asegurador la cesión verificada, pero sin necesidad de obtener previamente su consentimiento ni el del tercero en cuyo favor se hubiere constituido el seguro.
De acuerdo con el principio de libertad en la contratación, en que se ha inspirado constantemente el Proyecto, se autoriza a los contrayentes para estipular los riesgos que pueden dar lugar a indemnización, siempre que estos riesgos sean efecto de un accidente fortuito, que no pudo preverse al tiempo de la celebración del contrato. De cuya doctrina se sigue que no recaerá sobre el asegurador la obligación de abonar la indemnización pactada en el seguro, si el fallecimiento ocurriere a consecuencia de un duelo o de un suicidio, porque en ambos casos el asegurado se ha colocado voluntariamente en condiciones de recibir la muerte. Igualmente queda libre el asegurador de toda obligación cuando el asegurado fallece a consecuencia de haber sufrido la pena capital por un delito común, pues si bien en este caso no ha dependido rigurosamente de su voluntad el perder la vida, sería altamente inmoral, por ejemplo, que el asesinato, que conduce al cadalso al asegurado, fuese para sus herederos una causa de lucro o provecho.
Fuera de estos casos, el asegurador responde de todos los riesgos que se hayan consignado específica y taxativamente en la póliza del seguro. Pero cuando éste lo sea para el caso de fallecimiento, no se entenderá comprendido en el mismo, a menos de constar expresamente estipulado, el ocurrido en viajes fuera de Europa, en el servicio militar de mar o tierra, o en alguna empresa o hecho extraordinario y notoriamente temerario e imprudente; cuyas excepciones establece el Proyecto de Código, fundándose en la voluntad presunta de los contrayentes que sólo previeron los riesgos que pueden producir la muerte en el orden natural de la vida, los cuales entraron únicamente en los cálculos que sirvieron de base para fijar la cuantía de la prima, que habría aumentado sin duda alguna en proporción a las mayores eventualidades que corriera el asegurado de una muerte desgraciada.
Seguros de transporte.-Aunque el vigente Código contiene varias disposiciones sobre este contrato, algunas de ellas exigen inmediata reforma, atendido el gran desarrollo que ha tomado esta parte del comercio y la importancia de las mercancías transportadas por los modernos y poderosos medios de locomoción terrestre. Partiendo de este supuesto, el Proyecto propone algunas modificaciones en la legislación actual, siendo las más importantes: la que, derivada del principio de libertad de contratación, permite la celebración de este contrato, no sólo a los dueños de las mercaderías transportadas, sino a cuantas personas tengan interés o responsabilidad en su conservación; la que, elevando a precepto la intención presunta de los contrayentes, declara excluidos de este contrato los deterioros originados por vicio propio de la cosa o por el transcurso del tiempo, toda vez que la naturaleza del seguro exige que la pérdida proceda de un riesgo eventual, producido por una causa extraña al objeto asegurado, y se opone a que se convierta en medio de reparar los desperfectos que los bienes experimentan ordinariamente; y por último, la que, corrigiendo un grave error del Código, dispone que la justificación de que los deterioros proceden de estas causas naturales se practique, no ante la Autoridad del lugar más próximo al en que ocurrió el deterioro, según ordena el Código, siendo en la mayoría de los casos de imposible o difícil cumplimiento, sino ante la Autoridad del lugar en que deben entregarse las mercaderías.
Contrato y letras de cambio
Muchas y muy importantes son las reformas que el Proyecto introduce en esta parte de la legislación mercantil, la cual resultará notablemente mejorada, si aquél llega a obtener la sanción del Poder legislativo. En la imposibilidad de enumerarlas todas, el Ministro que suscribe se limitará a llamar la atención de las Cortes acerca de las más principales, fijando su verdadero sentido y alcance.
La primera de las reformas propuestas consiste en declarar, de acuerdo con las más perfectas legislaciones extranjeras, que las letras de cambio constituyen siempre verdaderos actos de comercio, sean o no comerciantes las personas que figuren en ellas; y en virtud de esta declaración se reputarán también mercantiles todos los actos que son consecuencia necesaria de las mismas, como el endoso, la aceptación, la intervención, el aval, el protesto, el pago y la resaca. Por esta razón desaparece del Proyecto la disposición del vigente Código que reputa simples pagarés, sujetos a las leyes comunes, las letras de cambio libradas o aceptadas por persona que carezca de la cualidad de comerciante, cuando no tienen por objeto una operación mercantil.
En segundo lugar, el Proyecto ofrece una doctrina en alto grado innovadora y radicalmente contraria a la legislación vigente, acerca de la naturaleza de las letras de cambio. Según nuestras antiguas leyes, de acuerdo con las costumbres y con la jurisprudencia, estos documentos eran considerados como representativos del contrato de cambio a que se referían. El mismo concepto tenían formado de las letras los autores del Código de Comercio publicado en 1829. De aquí la absoluta prohibición de girar letras pagaderas en el pueblo del domicilio del librador; de aquí la imposibilidad de girarlas a cargo del propio librador, aunque fuese en punto distinto de su residencia; de aquí la ineficacia de los endosos hechos sin designar la persona a quien se transmite la letra, o sin expresar la causa de la cesión o sea el valor; de aquí, finalmente, otras disposiciones contenidas en el Código y encaminadas a mantener en estos documentos el carácter principal y casi exclusivo de instrumentos de cambio. Todas ellas estaban justificadas plenamente, pues eran otras tantas aplicaciones lógicas y rigurosas del principio general adoptado por el legislador.
Mas este principio no puede mantenerse de una manera absoluta al redactar un nuevo Código mercantil, si ha de acomodarse, como es debido, a la verdadera naturaleza de las operaciones comerciales, tales y como se verifican en los tiempos presentes. Hoy, la letra de cambio, sin perder su antiguo y fundamental carácter, ha tomado uno nuevo, por los fines a que se destina, pues viene a desempeñar funciones análogas a los demás instrumentos de crédito, y en algún caso se confunde con la moneda fiduciaria. Las legislaciones modernas de los pueblos más adelantados en asuntos mercantiles no han podido menos de sancionar este nuevo carácter, que las necesidades del comercio han dado a las letras de cambio, y cuyo influjo se ha sentido en nuestro país por la gran solidaridad que produce el movimiento comercial entre todos los pueblos civilizados, habiéndose eludido para ello las prescripciones legales, mediante ficciones y sutilezas que ceden en daño de las personas de buena fe. Urgía, por lo tanto, poner remedio a los inconvenientes derivados de una legislación anticuada, que negaba la debida protección jurídica a las nuevas combinaciones del Comercio, sustituyéndola por otra inspirada en los nuevos principios de las ciencias económica y jurídica, y en armonía con las principales legislaciones extranjeras.
En su virtud, el Proyecto considera a las letras como instrumento de cambio y de crédito a la vez, estableciendo las oportunas disposiciones para que puedan ostentar cada uno de estos caracteres, según convenga a los mismos interesados.
Y ante todo, empieza por declarar de una manera bien explícita que el librador puede girar la letra a cargo de otra persona en el mismo punto de la residencia de ambos. Mediante esta reforma, los industriales y almacenistas al por mayor podrán reintegrarse de los objetos suministrados a los comerciantes al por menor, y aun a los consumidores residentes en la misma población, cuyo importe no se satisface al contado, para lo cual tienen que valerse hoy del medio deficiente y arriesgado de los pagarés firmados por el comprador. De igual modo se facilita el movimiento del numerario en moneda metálica o fiduciaria dentro de las grandes poblaciones, girando letras sobre nuestros deudores o banqueros que conservan en depósito o en cuenta corriente nuestros capitales.
Además, con el objeto de facilitar el uso de estos utilísimos documentos a las personas que tienen casas de comercio o sucursales en distintas poblaciones librando letras de unas casas contra otras, se deroga la doctrina vigente, según la cual la persona del librador ha de ser distinta del pagador, a diferencia de los vales o pagarés a la orden, donde el que firma el vale es quien promete pagarlo; y en su virtud, se autoriza al librador para girar letras a su propio cargo en lugar distinto de su domicilio.
De la propia suerte ha reflejado el Proyecto el influjo de las ideas modernas favorables a la transformación de las letras de cambio en instrumentos de crédito destinados a la circulación, como los títulos al portador, cuando se ocupa de la transmisión del dominio de aquellos documentos mediante el contrato llamado de endoso. Desde luego, simplifica la fórmula, ya muy sencilla, de esta negociación, dispensando de consignar en ella la causa que la motiva, a cuyo efecto declara que el endoso en que no se exprese el valor, transmitirá la propiedad de la letra como si se hubiera escrito valor recibido, contra lo dispuesto en el Código vigente, que en este punto se deroga. Y si bien algunos, exagerando las ventajas de la sencillez en las fórmulas jurídicas, aspiraban a que se hiciese extensiva igual declaración a la omisión de la fecha de endoso, no ha sido posible satisfacer esta aspiración, por la necesidad de conocer en todo tiempo quién es el responsable de las consecuencias producidas por quedar las letras perjudicadas. Además, el Proyecto propone otra innovación de mayor trascendencia, derogatoria del Código, pues de acuerdo con la práctica seguida en los principales Estados de Europa y de América, y no del todo desconocida entre nosotros, autoriza el endoso en blanco, que es el que se verifica sin designación de la persona a quien se transmite la letra, con sólo la firma del endosante y la fecha. La experiencia de aquellos países aleja todo temor respecto del éxito que pueda tener esta novedad entre nosotros, la cual, en sentir del Ministro que suscribe, lejos de ofrecer inconvenientes, traerá consigo incalculables ventajas para el comercio, pues permitirá que las letras de cambio circulen como los billetes de Banco, con gran economía de tiempo.
Al tratar de la presentación de las letras a la aceptación, el Proyecto se aparta en muchos puntos importantes de la doctrina vigente, que anula casi por completo la iniciativa individual en materias que deben quedar bajo su exclusivo imperio. Exige el Código, de una manera absoluta, que todas las letras se presenten a la aceptación; y el Proyecto mantiene solamente esta necesidad para las giradas en la Península e Islas Baleares sobre cualquier punto de ellas, a la vista o a un plazo desde la vista; y aun respecto de éstas, autoriza a los libradores para señalar el término dentro del cual debe efectuarse la presentación, ampliando o restringiendo lo establecido como obligatorio en el mismo Proyecto. De esta mayor libertad que obtiene el librador, ningún perjuicio puede seguirse a terceras personas; y lejos de ser inútil, como se ha supuesto, está llamado a favorecer las negociaciones mercantiles, dejando expedita la acción de los particulares. Con este propio intento exime el Proyecto a los tenedores de letras giradas a un plazo contado desde la fecha, del deber de presentarlas a la aceptación que les impone el Código actual; mas comprendiendo que por costumbre general del comercio, y por natural conveniencia, los tenedores de letras a largo plazo exigen esta aceptación, declara, para quitar todo pretexto a los librados, que cuando les sean presentadas deberán aceptarlas o manifestar en el acto los motivos por que rehúsan hacerlo.
No son menos importantes las innovaciones que el Proyecto introduce en la doctrina referente a la aceptación de las letras. Aplicando el principio de libertad en la contratación a la manera de hacer constar aquel hecho, se declara que la fórmula acepto o aceptamos, que hasta ahora es la única legal, pueda ser sustituida por cualquiera otra equivalente y admitida en los usos del comercio para expresar el hecho de la aceptación de una letra. Toda palabra, toda frase comercial, por breve que sea, puesta en la letra y autorizada por el librado, de la que resulte que éste tuvo en su poder la letra, y que, lejos de negarse al pago, se conformó en efectuarlo en el día del vencimiento, debe producir los efectos de la aceptación. Así viene observándose en otras naciones muy prácticas en asuntos mercantiles, sin que haya producido los inconvenientes que algunos temen que produzca en nuestro país esta libertad en la redacción de las fórmulas de la aceptación; temores, por otra parte, desprovistos de fundamento, porque de realizarse, a nada práctico conducirían, toda vez que el comerciante que se negare al pago prevalido de la ambigüedad de la fórmula, tardaría muy poco en perder su crédito y en sufrir las consecuencias de su mala fe. En cambio, son incalculables las ventajas que para los mismos tenedores tiene la eficacia jurídica de cualquier fórmula de aceptación.
Pero el amplio criterio que ha adoptado el Proyecto al fijar la doctrina sobre esta fórmula, no puede seguirse cuando se trata de la aceptación tácita o presunta. El Código vigente atribuye los efectos de la verdadera y formal aceptación al hecho de recibir el librado la letra del tomador, dejando pasar el día de la presentación sin devolverla. La realidad de la vida comercial se opone a que este simple hecho indique en todos los casos y en todas las circunstancias la voluntad en el librado de aceptar la letra. Si en algún caso puede constituir una manifestación de esa voluntad, en otros muchos carece de importancia o la tiene en sentido inverso.
Por otra parte, la vaguedad de los términos en que está redactada la citada disposición se presta a diversas interpretaciones, que sólo podrán favorecer a los que procedan de mala fe. Contra ella, además, han reclamado las personas peritas en negocios mercantiles, solicitando su absoluta derogación. No cabe condenación más explícita de una doctrina que se opone también a la práctica mercantil de los tiempos modernos, sobre todo en las plazas de mayor movimiento comercial. El proyecto, fundado en todas estas consideraciones, ha prescindido de la doctrina vigente sobre la aceptación tácita, y en su consecuencia, sólo reconoce la expresa y formal puesta en la misma letra.
No obstante este principio general, el Proyecto admite en algún caso una especie de aceptación forzosa o ficta. Sabido es que en el comercio ocurre con mucha frecuencia que el librador remite directamente una letra a una persona, bien para que la acepte, si es a su cargo, bien para hacerla aceptar, si es a cargo de un tercero, pero debiendo conservarla en su poder a disposición de otro ejemplar o copia. El receptor cumplirá su cometido en los términos que proceda; pero el Código vigente guarda un absoluto silencio sobre la responsabilidad en que incurre aquél respecto del librador en cuanto a la aceptación se refiere. Para suplir este vacío, dispone el Proyecto que si el receptor diere aviso por escrito al librador de haber sido aceptada la letra, quedará responsable de su importe, en los mismos términos que si la aceptación apareciera formulada en la propia letra, tanto respecto del librador como de los endosantes, aun cuando no exista tal aceptación o se negase a entregar el ejemplar aceptado a la persona que lo reclame con perfecto derecho.
La aceptación no produce, según el Código actual, todos los efectos necesarios para que sirva de base a las operaciones de descuento, de uso tan general en el comercio, toda vez que permite al que la estampó negarse al pago si en el día del vencimiento averiguase que la letra era falsa, dejando burlados de este modo a los que, fiados en la garantía de una aceptación firmada por persona arraigada y de crédito, han anticipado su valor. Esta disposición es, además de perjudicial, injusta, porque la responsabilidad de haber aceptado una letra falsificada debe recaer en primer término sobre el aceptante, quien, en caso de duda, puede fácilmente asegurarse de su legitimidad dirigiéndose al librador y obteniendo respuesta del mismo; todo en breve tiempo, atendida la rapidez de los actuales medios de comunicación. Si así no lo hiciese y extendiese la aceptación sobre una letra falsificada, la justicia exige que responda de los perjuicios que sufra un tercero por su descuido o negligencia. Por lo demás, el que adquiere una letra aceptada no tiene otra obligación que la de comprobar la verdad o legitimidad de la aceptación, porque de ella ha de partir para apreciar la mayor o menor probabilidad de su pago en el día de su vencimiento. El Proyecto, inspirándose en este criterio, modifica la doctrina del Código, disponiendo que el aceptante sólo podrá excusarse de verificar el pago en el caso de falsedad de la aceptación.
Otra novedad muy importante se introduce en nuestra legislación mercantil en una materia estrechamente relacionada con la aceptación de las letras. Según el Código vigente, cuando en la letra se hubieren indicado otras personas para el pago, el tenedor no puede dirigirse a ellas sino en el caso de no aceptarse o satisfacerse por el librado. De lo cual se sigue que, aceptada por éste, no puede el portador exigir igual aceptación de los indicados en la letra, aun cuando tema fundadamente que no ha de ser pagada a su vencimiento, con notorio quebranto de sus intereses, puesto que ni puede descontarla en la plaza, por el descrédito del librado, ni prevenir a los endosantes y al librador que adopten en tiempo las medidas oportunas en defensa de sus respectivos intereses, y corre el riesgo de perderlos por completo si sobreviniese la quiebra del aceptante, produciendo a su vez la de otras personas comprometidas en la misma operación.
Para evitar tales inconvenientes sólo existe el medio de acudir a los indicados en la letra, por el orden en que aparecen escritos en la misma, antes del vencimiento, exigiéndoles la aceptación para el caso de que no hiciere efectivo su importe el librado, que la había aceptado anteriormente. Esta aceptación supletoria aumentará el valor de la letra, permitirá su negociación sin quebranto y salvará muchas veces los intereses del portador y de los endosantes.
Así se ha comprendido en países esencialmente comerciales como Inglaterra, en donde hace tiempo que se halla admitida y observada esta aceptación condicional o subsidiaria bajo el nombre de protesto de mejor seguridad. Apoyándose en tan autorizado ejemplo, el Proyecto de Código prohíja esta institución salvadora de los derechos de tercero, y en su consecuencia, faculta al portador de una letra aceptada, en el caso de que el aceptante hubiere dejado protestar otras aceptaciones legítimas, para acudir antes del vencimiento de aquélla a los indicados, por el orden en que aparezcan inscritos, en demanda de aceptación, formalizando si la rehusasen el correspondiente protesto.
Sin salir de esta importante materia de la presentación de las letras para su aceptación y cobro, el Proyecto introduce otras modificaciones encaminadas a suplir el silencio o la oscuridad del Código vigente sobre los efectos de la morosidad de los tenedores en hacer dicha presentación. Ofrece duda, con arreglo al Código, si queda perjudicada la letra que no ha sido presentada y protestada en los plazos fijados por haberlo impedido un caso de fuerza mayor, como, por ejemplo, una rebelión armada que interrumpe las vías de comunicación; y el Proyecto, de acuerdo con los principios de derecho, declara explícitamente que el poseedor no pierde su derecho al reintegro cuando una causa superior a su voluntad le hubiere impedido cumplir aquel precepto.
Igualmente la ofrece la naturaleza y extensión de la responsabilidad en que, según el mismo Código, incurren los que remiten las letras de una plaza a otra, fuera de tiempo para presentarlas y protestarlas oportunamente; y el Proyecto la resuelve determinando que éstos serán responsables de las consecuencias que se originen por quedar dichas letras perjudicadas.
Con el objeto de favorecer la circulación de las letras de cambio y de que éstas se paguen a quien tenga perfecto derecho para exigir su importe, el Proyecto adopta muy útiles y provechosas reformas.
Ante todo, atribuye exclusivamente a la autoridad judicial la facultad de acordar el embargo de las letras en todos los casos en que proceda según las leyes, suprimiendo las trabas y restricciones a que la somete el Código vigente, así como la facultad que ahora tiene el pagador de demorar o dilatar el pago a solicitud de persona conocida, con lo cual se cierra la puerta, con ventaja del comercio, a las maquinaciones de intereses bastardos.
En segundo lugar, se concede al portador que no puede acreditar su personalidad en el día del vencimiento y desconfía de la solvencia del pagador, el derecho de exigir el depósito del importe de la letra en un establecimiento público de crédito o en persona en quien ambos se pongan de acuerdo, siendo los gastos y riesgos de dicho depósito de cuenta del que lo solicite.
Y por último, autoriza al aceptante, cuando se le exija el pago por un ejemplar distinto del de la aceptación, para rehusarlo, pues si lo efectuase continuará en la obligación de abonar el importe de la letra al legítimo tenedor de ella, que se presume ser el portador del ejemplar en que consta la aceptación; ni aun ofreciendo fianza el portador de aquel ejemplar, a satisfacción del aceptante, podrá éste ser compelido al pago. Mas como desde el momento en que se ofrece la fianza hay fundado motivo para suponer que el ejemplar de la aceptación no existe o ha sufrido extravío, ignorándose su paradero, la resistencia del aceptante a verificar el pago bajo garantía no parece ya justificada, no siendo extraño por lo mismo que inspire a su vez desconfianza al portador, que tales pruebas ofrece de su buena fe. Comprendiéndolo así, el Proyecto autoriza a éste para exigir del aceptante el depósito del importe de la letra en establecimiento público o en persona de su mutua confianza o designada por el Tribunal, formalizando en caso de negativa el oportuno protesto, del mismo modo que si se negare al pago sin motivo alguno. Por lo demás, la fianza prestada por el que se crea legítimo dueño de una letra para percibir su importe, en todos los casos que no pueda presentar el ejemplar por el cual debe pagarse, sólo subsistirá y producirá sus efectos mientras éste no se presente o no haya cumplido el término fijado para la prescripción de las acciones que nacen de las letras de cambio, quedando cancelada de derecho en el momento en que se realice uno de estos dos hechos.
Por lo que mira a los protestos de las letras, la experiencia, que es guía seguro para el legislador, ha puesto de manifiesto la necesidad de reformar la doctrina vigente en algunos puntos y de completarla en otros no previstos en el Código.
Desde la hora ordinaria en que comienzan los negocios, hasta las tres de la tarde, que es el plazo señalado actualmente para practicar los protestos, no hay espacio suficiente para formalizar y ultimar estos actos en las plazas mercantiles de alguna importancia, en las que suele ser frecuente que un mismo notario se vea obligado a extender varios protestos en un solo día. Por eso se amplía aquel plazo hasta la puesta del sol, con lo cual tampoco se causa ningún perjuicio, toda vez que, según el Código, hasta ese momento no puede hacerse uso ninguno de la diligencia del protesto, estando prohibido al notario autorizante entregar el testimonio del mismo y las letras protestadas antes de aquella hora.
De injusta se ha calificado, y con fundamento, la disposición del Código que impone en términos absolutos al que rehúsa la aceptación o pago de una letra la responsabilidad de los gastos y perjuicios consiguientes al protesto, porque la negativa del librado puede fundarse en causas legítimas, como carecer de fondos pertenecientes al librador, no acreditar el portador su personalidad y otras semejantes. Según los principios de derecho, aquellos gastos y perjuicios deben recaer exclusivamente sobre la persona que por su culpa dio lugar a ellos, ya sea el librador, los endosantes, el librado o el mismo portador, y así lo declara el Proyecto.
El carácter que la legislación administrativa moderna atribuye a los Alcaldes se opone a que se entiendan con ellos las diligencias del protesto cuando es desconocido el domicilio del librado. Además, tratándose de relaciones de derecho privado, parece más adecuada la intervención de un particular de suficiente arraigo que la de una autoridad que tiene a su cargo importantes y asiduos deberes que ocupan constantemente su atención. De aquí la disposición del Proyecto, sustituyendo la personalidad del Alcalde por la de un vecino con casa abierta, que se procurará sea el más próximo al domicilio actual del librado o al que últimamente se le hubiere conocido.
Por último, el Código vigente ordena que en el protesto se harán constar las contestaciones que dieren las personas indicadas a los requerimientos que se les hagan por la negativa del librado a la aceptación y pago de la letra; pero ni distingue las indicaciones hechas para la misma plaza de las que se hicieren para plaza diferente, ni fija el término dentro del cual debe practicarse el protesto a que diere lugar, en cada una de dichas circunstancias, la negativa de las personas indicadas. El Proyecto llena este importante vacío que se advierte en la legislación vigente por medio de disposiciones tan justas como equitativas, de acuerdo con la verdadera naturaleza de las operaciones mercantiles.
También han sido objeto de reforma los preceptos del Código acerca de las acciones ejecutivas que nacen de las letras de cambio, requisitos y documentos necesarios para entablarlas y excepciones que contra las mismas pueden oponerse. Consisten las reformas introducidas en conceder al librador acción ejecutiva contra el aceptante para compelerle al pago de la letra; distinguir las acciones que puede entablar el portador contra el librador, endosante y aceptante para el pago o reembolso de la letra, de las que le corresponden para exigir el afianzamiento o el depósito de su importe; dispensar al mismo portador de la necesidad de acompañar la letra con la demanda ejecutiva en que reclame dicho afianzamiento, por la imposibilidad que existe en la mayoría de los casos de llenar este requisito prevenido en la legislación vigente, y por último, referirse a la Ley de Enjuiciamiento Civil en cuanto a las excepciones admisibles en los juicios ejecutivos promovidos por consecuencia de las letras de cambio.
Termina el Proyecto este importantísimo Título con las disposiciones relativas a la formación de la cuenta de la resaca, que reproducen sustancialmente la doctrina vigente, modificándola sólo en un punto de bastante interés para el comercio. Según el Código, el recambio fijado por el que expide la resaca permanece inalterable hasta la extinción de la misma. Este precepto ocasiona dificultades y perjuicios de alguna monta, que nacen de la contradicción en que se hallan las manifestaciones de la vida comercial y la Ley, que debe procurar garantizarlas dentro de la justicia. Por efecto del gran incremento que en nuestra época ha tomado el comercio de giro de letras, negociándose una misma letra en diferentes plazas, a veces muy distintas de la de su expedición, el recambio fijado por el que libra la resaca aumenta o disminuye según el curso corriente entre las diferentes plazas que ha de recorrer hasta llegar a la persona que debe satisfacerla, cuyo aumento o disminución suele ser de bastante cuantía en las letras que tan frecuentemente se negocian en nuestra Península, giradas desde nuestras provincias y posesiones de Ultramar. Los principios jurídicos en que descansa la letra de cambio exigen que este aumento o disminución en el recambio sean de cuenta de la persona contra quien se ha girado la resaca, y de ningún modo de los que se limitan a cumplir como corresponsales las órdenes que reciben. Sin dejar de ser, por lo tanto, uno solo el recambio que soporte en definitiva el librador o endosante de la letra protestada a cuyo cargo se expida la resaca, cabe establecer el modo de que las alteraciones del recambio recaigan exclusivamente sobre dichas personas.
A este fin, dispone el Proyecto que si bien sólo debe abonarse un recambio, el importe de éste se graduará aumentando o disminuyendo la parte que a cada uno corresponda, según que se negocien con prima o descuento los efectos de comercio girados sobre la misma plaza en que ha de pagarse la resaca.
Con esta disposición, inspirada en los principios de justicia, se satisface una necesidad sentida y manifestada por cuantos se dedican al comercio y giro y descuento de letras.
Libranzas y mandatos de pago llamados cheques
La principal novedad que contiene este Título del Proyecto consiste en las disposiciones sobre un efecto de comercio de creación moderna, que importado de Inglaterra, donde empezó a usarse con el nombre de «check», y aceptado por otras naciones de Europa y de América, ha sido adoptado en España por las Sociedades mercantiles que se dedican, entre otras operaciones, a admitir depósitos de numerario en cuenta corriente.
Los talones al portador que entrega el Banco Nacional, o de España, a los que tienen cuentas corrientes para que puedan retirar parcialmente, y a medida que los necesiten, los fondos que han depositado, y los mandatos de transferencia que igualmente les entrega para que abonen dichos fondos a otro interesado que también tiene cuenta corriente, no son otra cosa que verdaderos cheques. La misma calificación merecen los documentos que facilitan los diferentes Bancos y Sociedades mercantiles a los particulares que depositan en las cajas de estos establecimientos metálico o valores de fácil cobro, a fin de que mediante dichos documentos puedan retirar las sumas que sucesivamente vayan necesitando. Y de igual modo deben considerarse como cheques, bajo una forma imperfecta, las libranzas, órdenes y mandatos expedidos por el dueño de cantidades realizadas y existentes en poder de su apoderado, administrador o corresponsal, para que entregue el todo o parte de ellas a persona determinada.
Aunque todos los indicados documentos participan en mayor o menor grado de la naturaleza jurídica de nuestras libranzas, se separan de ella en tantos puntos, que hacen difícil, si no imposible, el que se rijan por las disposiciones del Código sobre estos efectos comerciales, sin que tampoco les sea aplicable el derecho común, que carece de reglas adecuadas para ordenar y garantir jurídicamente los nuevos instrumentos mercantiles. Sólo en los Estatutos y Reglamentos de los Bancos y Sociedades anónimas se encuentran algunas reglas que fijan los requisitos y efectos de aquellos documentos. Pero ni alcanzan la fuerza obligatoria de los preceptos del legislador ni extienden su aplicación más allá de las relaciones particulares de cada uno de aquellos establecimientos, siendo, aun dentro de este pequeño círculo, notoriamente deficientes. Natural es que sufra graves perjuicios toda manifestación de la vida económica que no está amparada por el Derecho.
Y aunque en nuestro país el uso de los cheques no ha tomado el extraordinario y creciente desarrollo que alcanza en otras naciones, y principalmente en Inglaterra en donde las operaciones sobre esta clase de valores verificadas en un solo día en la plaza de Londres representan centenares de millones de pesetas, hay que confesar, sin embargo, que viene en aumento desde hace algunos años el empleo de aquellos documentos, especialmente de los que se libran por los depositantes de metálico en cuenta corriente, a consecuencia de la costumbre, cada día más general entre los comerciantes, industriales y propietarios territoriales, y aun Compañías mercantiles, de llevar sumas procedentes de sus ganancias o rentas a las cajas del Banco Nacional o de los Bancos y Sociedades locales, en vez de conservarlas en su poder expuestas a riesgos y totalmente estériles e improductivas.
Urge, por consiguiente, sustraer estos nuevos instrumentos de comercio de la incertidumbre y versatilidad de la práctica y darles fijeza mediante preceptos claros y precisos que determinen sus requisitos, condiciones y efectos. Y comprendiéndolo así, la Comisión revisora del Proyecto ha incluido en el título de las libranzas una sección especial, destinado a consignar la doctrina legal sobre los cheques, la cual, por constituir realmente una importante novedad en nuestro derecho tradicional, expondrá el Ministro que suscribe con algún mayor detenimiento, indicando al propio tiempo los fundamentos en que descansa.
Dos son los fines económicos que principalmente se consignan con el uso de los cheques en las naciones donde son conocidos, particularmente en Inglaterra y en los Estados Unidos de América: Primero: poner en circulación el numerario metálico fiduciario que, pendiente de inversión, conservan los particulares improductivo en sus cajas, con ventaja para éstos y para la riqueza general del país. Segundo: disminuir el trasiego de la moneda metálica o fiduciaria dentro de la misma población y de una plaza a otra, ya haciendo las veces de billete de Banco, ya facilitando la liquidación de deudas y créditos ciertos y efectivos que tengan entre sí varios comerciantes o banqueros, compensándose mutuamente los cheques que se hallen expedidos a favor de uno con los que resulten girados contra el mismo, por la mediación de ciertas oficinas o establecimientos creados al efecto.
Mas el logro de cualquiera de estos dos fines supone necesariamente la existencia de cantidades en metálico o valores realizados en poder de la persona contra quien se libra el cheque. Por eso la nota fundamental y característica de este instrumento consiste en la previa provisión de fondos de la pertenencia real y efectiva del librador en poder del librado, en virtud de la cual puede aquél disponer del todo o parte de los mismos en favor de persona determinada o del simple portador del documento. Y en esto también se diferencia el cheque de la letra de cambio y aun de la libranza, las cuales no requieren la previa provisión en el momento de su expedición, bastando que se verifique más tarde, antes o después de la aceptación o pago. Por eso el Proyecto impone al librador de un cheque la obligación de tener hecha anticipadamente provisión de fondos en poder del librado, añadiendo que esos fondos, además, deben estar disponibles a favor de aquél. Sobre este punto conviene advertir que según la costumbre adoptada por todos los Bancos y establecimientos de crédito, se consideran disponibles las cantidades entregadas en metálico y los valores ya realizados.
De la necesidad de la previa existencia de fondos en poder del librado se sigue que el cheque sea pagadero en el acto mismo de la presentación, o sea a la vista, lo cual constituye otra nota característica que le distingue de las letras de cambio y de las libranzas a la orden. Teniendo el cheque por objeto retirar del librado una suma, no sólo existente en su poder, sino completamente a disposición del librador, no hay razón ni motivo para conceder al primero plazo alguno para entregar una cantidad que no le pertenece y que se presume debe tener interés en devolver para librarse de responsabilidad. Por eso también el Proyecto dispone que el cheque se pague en el momento de ser presentado al librado.
Mas para que este documento pueda llenar los fines económicos arriba indicados, es de todo punto indispensable que se facilite su circulación hasta equipararla con el billete de Banco, al cual sustituye en las transacciones mercantiles, y aun en las comunes o privadas, no sólo dentro de la misma población, sino de una plaza a otra.
La facultad de girar sobre un lugar distinto del domicilio del librador responde al doble objeto que tienen los cheques, pues no sólo sirven para retirar los fondos depositados en cuenta corriente y disponer de los que el librador tenga en poder de sus apoderados, administradores o corresponsales o de cualquiera otra persona, procedentes de la cobranza de rentas, venta de inmuebles y realización de géneros o efectos comerciales, sino que hacen las veces de instrumentos de liquidación entre Sociedades y banqueros residentes en diversas poblaciones, mediante la compensación que establecen los que son tenedores y librados mutuamente. Fundado en esas consideraciones, el Proyecto autoriza la expedición de estos documentos dentro de la misma población de su pago o en lugar distinto, bien a favor del portador, bien a nombre de persona determinada o a su orden. Este último modo de expedir los cheques es una consecuencia lógica de la facultad de girarlos sobre domicilio distinto del librador, pues de lo contrario encontraría éste muchas dificultades para que la persona determinada a cuyo nombre estuviese expedido el cheque lo hiciese efectivo por sí o por mandatario, presentándolo al cobro en la residencia del librado cuando fuere distinta de la del librador.
Aunque en interés del tenedor de un cheque está hacerlo efectivo en el término más breve posible, para ponerse a cubierto de las contingencias a que puede dar lugar la dilación en el cobro, entre otras la insolvencia del librador o del librado, y aunque al acreedor corresponde por regla general elegir el momento en que le convenga realizar su crédito cuando ésta ha vencido, la índole de las operaciones mercantiles a que van unidos los cheques no consiente que el tenedor de los mismos los presente al cobro cuando le plazca. Su negligencia perjudicaría, además, al librador, en el caso de que los fondos, cuya provisión tenía hecha de antemano, desapareciesen por la insolvencia del librado. Por otra parte, la naturaleza y fines del cheque se oponen a que tenga por largo tiempo circulación, porque ésta convertiría en instrumento de crédito al que es tan sólo y exclusivamente de pago y liquidación. Por eso la mayoría de las legislaciones extranjeras señalan un plazo breve, dentro del cual debe el tenedor de un cheque presentarlo al cobro, y el Proyecto, conformándose con lo establecido en las mismas, y teniendo en cuenta la práctica seguida en nuestro país, ha fijado en cinco días el plazo para la presentación de los cheques librados sobre la misma población, en ocho si lo fueren en otra distinta y en doce para los librados desde el extranjero sobre cualquier punto de la Península.
Como única sanción de este precepto, se impone al tenedor negligente la pérdida de las sanciones que le competan contra los endosantes, pero no contra el librador, a no ser que éste perdiese la provisión de fondos por la quiebra sobrevenida al librado después de transcurrido aquel plazo.
Y a fin de que en todo tiempo conste que el tenedor ha percibido el importe del cheque dentro de los indicados plazos, exige el Proyecto que aquél estampe en el recibí puesto en el mismo documento su nombre y la fecha del pago.
Admitida la expedición de cheques sobre domicilio distinto del del librador, hay necesidad de adoptar algunas precauciones para evitar que caigan en poder de personas distintas de aquellas a quienes se envía, y que los detentadores puedan, en su caso, hacer efectivo su importe. Entre estas precauciones, el Proyecto ha elegido la establecida hace tiempo en Inglaterra, y que consiste en que el librador o cualquiera de los portadores sobrescriban al través el nombre de un banquero de la misma población o las palabras y Compañía, de donde viene el llamar a los cheques con esta adición, cruzados. Este sobrescrito produce el principal efecto de exigir la intervención del banquero indicado o de una Compañía legalmente constituida para el pago del cheque, de tal suerte que el pago verificado en otra forma no le será abonado en cuenta al librado. Por este medio tan sencillo, los detentadores de los cheques encontrarán graves dificultades para hacerlos efectivos, los libradores obtendrán mayor garantía, en caso de pagarse indebidamente, y el público en general, grandes facilidades para la circulación de estos efectos, que podrán transmitirse sin los inconvenientes y con todas las ventajas del verdadero endoso.
Por lo demás, la pérdida o extravío de un cheque no autoriza al desposeído para exigir del librador la expedición de segundo o ulteriores ejemplares, como sucede respecto de las letras de cambio, lo cual no se opone a que adopte cuantas precauciones considere oportunas, y entre ellas la de dar el oportuno aviso al librado y exigir del librador otro nuevo cheque por igual suma que el extraviado, el cual quedará inutilizado en caso de presentarse por persona ilegítima. Para evitar todo género de dudas, el Proyecto prohíbe terminantemente la expedición de duplicados sin recobrar previamente los originales y obtener la conformidad del librado.
Antes de terminar el Ministro que suscribe la exposición de los motivos o fundamentos en que se apoya la doctrina del Proyecto sobre los cheques, le interesa dejar consignadas dos importantes declaraciones que se deducen explícitamente del texto de los artículos. Es la primera, que el Proyecto, separándose de la legislación matriz en esta materia, que es la inglesa, no limita, como ésta, la facultad de librar los cheques contra una clase especial de comerciantes, sino que, por el contrario, sigue el ejemplo y la autoridad de las legislaciones angloamericana y francesa, que tampoco establecen aquella limitación. Tal vez, considerado este punto conforme a los principios económicos, merece la preferencia el sistema inglés. Mas no hay que olvidar que este sistema requiere dos condiciones esenciales, que son a saber: la existencia de numerosos y sólidos Bancos de depósito y la costumbre general en el país de utilizarlos como mediadores para todas las operaciones comerciales o civiles, condiciones ambas que no encuentra el legislador establecidas en nuestra Nación y que tampoco puede crear por su sola voluntad. Es la segunda, que los cheques extendidos con todos los requisitos prescritos en el Proyecto, aunque no se libren entre comerciantes ni procedan de operaciones mercantiles, constituyen siempre actos de comercio, y en su virtud, deberán regirse por las disposiciones que a ellos dedica especialmente el nuevo Código, y por las que el mismo contiene sobre las letras de cambio en cuanto a la garantía solidaria del librador y endosante, al protesto y al ejercicio de la acción ejecutiva, cuyas disposiciones declara expresamente el Proyecto aplicables a los indicados documentos.
Efectos al portador
El título que bajo este epígrafe comprende el Proyecto es enteramente nuevo, y tiene por objeto consignar, de acuerdo con una de las bases del Decreto de 20 de septiembre de 1869, las prescripciones generales y comunes a los diversos efectos comerciales expedidos a favor de persona indeterminada, o sea al mero tenedor o portador de los mismos.
Varias son las clases de documentos que, según el Proyecto, pueden emitirse al portador: acciones de Sociedades, obligaciones, simples o hipotecarias expedidas por Corporaciones, Compañías o particulares, billetes de Banco, resguardos de almacenaje, cartas de porte, libranzas a la orden, cheques y conocimientos. De cada una de ellas se trata separadamente en sus respectivos lugares, fijando como es natural la doctrina jurídica por que deben regirse así en cuanto a su transmisión, como en el modo de hacer efectivos los derechos a que dan origen, en armonía con la índole de las operaciones comerciales de que proceden.
Mas, aparte de lo propio y peculiar de cada una de las especies de documentos al portador, hay cosas que convienen a todos ellos indistintamente, como consecuencia de los principios jurídico-económicos de esta moderna institución, que tanto se ha generalizado en las naciones más cultas, con provecho del comercio y de los particulares. De aquí la necesidad de reunir en un solo título las prescripciones o reglas comunes a los diversos efectos al portador, cualquiera que sea su denominación, ya sean conocidas actualmente, ya puedan crearse en lo por venir, cuyas reglas vendrán a ser al mismo tiempo como la legislación complementaria o supletoria de la establecida para cada documento en particular en lo que no sea contrario a la misma.
Antes de entrar en la exposición de estas prescripciones comunes, el Proyecto, de acuerdo también con las bases de la nueva Codificación mercantil, declara expresamente que las libranzas a la orden entre comerciantes y los vales o pagarés a la orden procedentes de operaciones de comercio podrán expedirse al portador, con lo cual se deroga el Código vigente, que prescribe todo lo contrario.
En virtud de esta facultad, las Sociedades y los particulares quedan autorizados para emitir toda clase de documentos de crédito al portador, sin garantía o con ella, gozando estos últimos mayores prerrogativas en lo que toca a su negociación, transmisión y reivindicación.
Consignada esta importante novedad que se introduce en la legislación vigente, y descendiendo al examen de las prescripciones comunes a los efectos al portador, la primera que se ofrece a nuestra consideración es la que determina cuándo traen aparejada ejecución estos documentos. Según el Proyecto, las libranzas, vales o pagarés alcanzan este carácter desde el día de su vencimiento, y todos los demás efectos al portador, como billetes de Banco, acciones y obligaciones de Sociedades, títulos de la Deuda del Estado, de la Provincia o del Municipio, y cualesquiera otros emitidos por particulares, también desde el día del vencimiento, y cuando no le tuvieren señalado, en el acto de su presentación, si la entidad deudora se negase al pago.
Mas como, según la Ley de Enjuiciamiento Civil, para despachar la ejecución se requiere que conste de una manera indubitada la autenticidad del título, y es distinta la forma en que se emiten los efectos al portador, pues unos revisten la de documentos privados, como las libranzas y pagarés, y otros ostentan el carácter de efectos públicos cotizables en Bolsa, el Proyecto ha establecido distintos medios para acreditar la autenticidad de cada uno de dichos efectos, en armonía con la forma respectiva de la emisión. En su consecuencia, para los primeros exige tan sólo el reconocimiento de la firma del responsable a su pago, quedando subsistente para los segundos, cuando son talonarios, que es lo general, el requisito de la confrontación de los mismos con las matrices prescrito en la Ley de Enjuiciamiento.
Esta confrontación, de la que deriva y arranca toda la eficacia y valor legal de los efectos al portador, talonarios, que son los más numerosos e importantes, no debe quedar a merced de la entidad deudora, como sucede en la actualidad, por el mero hecho de ser ella la que custodia y conserva las matrices de los efectos emitidos. No parece el deudor el más interesado en la custodia de lo que constituye la única prueba de la obligación que ha contraído; antes bien, hay el peligro de que suscite dificultades al acreedor cuando éste pretenda verificar la confrontación de los efectos vencidos, por lo cual la conservación de las matrices en poder de la Compañía o entidad deudora ofrece una verdadera anomalía en el orden jurídico.
Por eso dispone el Proyecto, según se dijo al tratar del Registro Mercantil, que una de la matrices de los efectos al portador se depositará previamente en el Registro, sin cuyo requisito ni podrán inscribirse las emisiones de tales efectos verificadas por Compañías o particulares ni aquéllos gozarán de los beneficios que el nuevo Código atribuye a la inscripción. La confrontación no sufrirá entonces obstáculo ni entorpecimiento alguno, y podrá tener lugar en el momento en que a los portadores de tales efectos les convenga.
Otra de las prescripciones comunes a esta clase de documentos consiste en ser transmisibles por la simple tradición de los mismos, sin necesidad de acreditar la legitimidad de la adquisición, en lo cual estriba precisamente su naturaleza jurídica y el fin económico de esta novísima institución.
El fundamento de la introducción y desarrollo que han tomado los títulos al portador consiste precisamente en que la simple detentación del título constituye la única prueba de que el tenedor es su verdadero dueño, facilitando y simplificando de este modo la transmisión y circulación de los valores comerciales sin temor a evicción alguna. En interés de la más rápida circulación de la riqueza, se ha prescindido de toda justificación para acreditar el título con que se poseen los efectos al portador, reputándose, en su virtud, como legítimo y único dueño al que es simple detentador del documento. Mas esto es una mera presunción, establecida con un fin exclusivamente económico. Así, por ejemplo, si la tradición se verificó a título de depósito o de prenda, quedará a cargo del transmitente acreditar esta circunstancia. Y lo mismo sucederá si perdió la posesión del documento y pasó éste a manos de un tercero contra su voluntad. En todos estos casos, probada la ilegitimidad de la tenencia o posesión, el detentador vendrá obligado a restituir el documento a su verdadero dueño.
Por eso no basta facilitar la transmisión de esta clase de riqueza mueble; importa, además, dar seguridad al que la adquiere, por justo título y de buena fe, de que no será desposeído de ella por un tercero. De aquí la necesidad de exigir requisitos y condiciones externas para la adquisición de aquellos efectos comerciales al portador que son susceptibles de una contratación individual y pública, a fin de poner a cubierto al adquirente contra toda reclamación procedente de cualquiera persona que se considere con derecho a la propiedad de los efectos transmitidos; necesidad que trató de satisfacer la Ley de 30 de marzo de 1861 sobre irreivindicación de dichos efectos, aunque sin conseguirlo de una manera completa. Para demostrarlo, bastará recordar que no extendía sus beneficios más que a los efectos públicos, y no a todos, sino sólo a los que se negociaban en las contadas poblaciones donde existe Bolsa, con lo cual se privaba de tan importantes beneficios a los efectos emitidos por particulares y a la inmensa mayoría de los españoles.
Con el objeto de poner remedio a los inconvenientes que ocasionaba la aplicación de dicha Ley, se dictó la de 29 de agosto de 1873, que la modificó, extendiendo los beneficios de la irreivindicación a toda clase de documentos al portador, ya se adquieran mediando Agente colegiado, ya con intervención de Notario o de Corredor de comercio en los pueblos donde no hubiere Bolsa. Novedad esta última muy importante, porque merced a ella gozan de iguales ventajas y seguridad los tenedores residentes en los pocos pueblos donde hay Bolsa que los que viven en los restantes del reino, y que se funda en las mismas razones que abonan la irreivindicación de las transmisiones hechas en Bolsa, las cuales consisten en quedar garantido el tenedor legítimo contra la clandestinidad de la enajenación, por medio de la intervención de un funcionario público, responsable de la identidad de los contratantes y de la validez de la negociación de títulos extraviados o sustraídos después de formalizada la correspondiente denuncia.
A pesar de la reforma hecha en la Ley de 1861 por la de 1873, queda, sin embargo, abierta la puerta a las reclamaciones de un tercero, en virtud de la facultad que le concede aquella Ley para discutir y probar la mala fe del comprador; y como esto constituye una traba para la rapidez con que deben circular estos valores, y sobre todo para obtener la seguridad en el dominio de los adquiridos, el Proyecto, después de reproducir sustancialmente la doctrina de la Ley de 30 de marzo de 1861, reformada, presume siempre la buena fe en el tenedor legítimo, salvo en un solo caso, que es a saber: cuando adquirió en Bolsa y con intervención de Agente títulos que hubiesen sido denunciados a la Junta Sindical como hurtados o extraviados.
Finalmente, otra de las prescripciones comunes a los efectos al portador, si no a todos, a la gran mayoría de ellos, consiste en facilitar a sus legítimos tenedores los medios de precaverse contra la destrucción, la pérdida o la sustracción de los mismos, a que tan expuestos se hallan por su misma naturaleza, con gravísimo e irreparable daño de sus poseedores; materia ésta completamente nueva en nuestra legislación, y que hasta ahora viene rigiéndose por algunas disposiciones aisladas y por los estatutos y prácticas de los Bancos y demás establecimientos de crédito que emiten semejantes valores.
Siguiendo el camino trazado por otros países que recientemente han llenado este vacío que se notaba en la legislación mercantil, el Proyecto concede al legítimo tenedor de un documento que lo ha perdido a consecuencia de extravío, sustracción, incendio u otro accidente, los medios necesarios para impedir que el detentador haga efectivo el crédito que representa, cobrándolo de la entidad deudora o negociándolo en Bolsa, y para conseguir un duplicado del documento extraviado o destruido, con el cual pueda realizar los mismos beneficios que con el original. De cada uno de estos medios dará sucinta idea el Ministro que suscribe, absteniéndose de justificar detalladamente las disposiciones que acerca de este punto contiene el Proyecto, por ser demasiado evidente el fundamento en que descansa y para no fatigar con exceso la atención de las Cortes.
Como lo primero que ha de procurar el desposeído es impedir que, habiendo vencido la obligación principal o el pago de sus intereses o cupones, el detentador perciba aquélla o éstos válidamente de la entidad deudora, el Proyecto determina el procedimiento que debe seguir el desposeído en este caso, cuyos trámites son, en resumen, los siguientes: denuncia del hecho de la desposesión al Tribunal competente; publicación de la denuncia en la Gaceta y periódicos oficiales; señalamiento de un corto término para que el tercer detentador sea oído; requerimiento a la entidad deudora que emitió el título para la retención de todo pago que corresponda efectuar por razón del capital o intereses; audiencia del Ministerio público, y fijación de plazos breves para que los terceros puedan entablar sus reclamaciones. Transcurridos los plazos, y no antes, la personalidad deudora podrá hacer los pagos al denunciante sin incurrir en responsabilidad alguna, a menos que hayan de suspenderse por la presentación del tercero hasta que decidan los Tribunales, en el correspondiente juicio, sobre la propiedad de los títulos.
Mas al propio tiempo que el desposeído frustra, mediante este procedimiento, los propósitos que pueda abrigar el detentador ilegítimo respecto de la entidad deudora, conviene que con igual presteza haga fracasar los que intente respecto de tercero cuando se trate de títulos negociables en Bolsa. Sabido es que el poseedor de efectos adquiridos en Bolsa con intervención de Agente colegiado disfruta del beneficio de la irreivindicación contra el verdadero propietario, el cual, por este mero hecho, queda despojado definitivamente del dominio de los títulos o documentos que perdió o le fueron sustraídos. Para establecer esta prescripción instantánea, el legislador ha partido del supuesto de que no se ha formalizado reclamación alguna en la Bolsa contra la propiedad de los títulos negociados, de lo cual viene a dar perfecto testimonio el Agente que interviene en la operación. De aquí, por consiguiente, la necesidad en que se encuentra el propietario desposeído de presentar la oportuna reclamación ante la Junta Sindical del Colegio de Agentes en el momento mismo en que hubiere ocurrido el suceso que le privó de la posesión de los títulos, pues una vez presentada la denuncia y hecha pública, los Agentes deben abstenerse de toda operación que verse sobre los títulos denunciados hasta que los Tribunales pronuncien su fallo. Las enajenaciones y gravámenes posteriores a la publicación de la denuncia serán nulos, porque el tercer adquirente ha debido tener conocimiento de la reclamación del verdadero propietario por conducto del Agente, que para este efecto se reputa su mandatario, y en su consecuencia, se presume adquirente de mala fe, sin poder utilizar, por tanto, el beneficio de la irreivindicación contra el desposeído, el cual recobrará sus títulos si prueba que realmente le pertenecen.
Pero si el Agente colegiado ocultó a su cliente la denuncia presentada, por malicia o negligencia, justo es que responda de los perjuicios que sufrió éste a consecuencia de declararse nula la adquisición o gravamen de los títulos denunciados, y además, de la suma que hubiere entregado como precio de la venta o como capital del préstamo celebrado con garantía de los mismos, cuya responsabilidad se hará efectiva sobre la fianza del Agente y sobre todos sus bienes.
Tales son los dos recursos o procedimientos que el Proyecto otorga al legítimo tenedor que hubiere sido desposeído de sus títulos por fuerza mayor o accidente fortuito, para impedir que el detentador perciba el capital o intereses de la entidad deudora o los negocie en Bolsa transmitiéndolos a un tercero de un modo irrevocable. El desposeído puede intentar cualquiera de estos dos procedimientos, o ambos a la vez en la misma denuncia, en cuyo caso se observarán también las reglas establecidas para cada uno.
Aun estos mismos procedimientos se simplifican notablemente cuando el desposeído hubiese adquirido los títulos en Bolsa, pues ante la simple denuncia, acompañada de la certificación del Agente que exprese los títulos o efectos extraviados de manera que resulte comprobada su identidad, la entidad deudora o la Junta Sindical procederán como si el Juzgado les hubiere notificado la admisión de la denuncia, si bien deberá ratificarla éste dentro del término de un mes, ordenando la retención del capital o intereses vencidos de los títulos o prohibiendo su negociación.
Con tales prescripciones, si por un lado se restringen los efectos naturales que produce esta moderna institución, cuya teoría fundamental consiste en considerar como prueba legal de la adquisición del título el hecho material de poseerlo, por otro lado se evita, hasta donde es legalmente posible, que obtenga todas las prerrogativas del verdadero dueño el usurpador o mero detentador.
Por último, como no sería justo que el desposeído quedase privado de uno de los efectos más importantes de los títulos al portador, que consiste en la transmisión o negociación de los mismos, mientras llega la época de su vencimiento, que suele ser, generalmente, a plazos bastante largos, dispone el Proyecto, con mucha justicia, que transcurridos cinco años desde la publicación de la denuncia en los periódicos oficiales o en la Bolsa sin haberse presentado ningún tercer opositor, declarará el Tribunal la nulidad del título sustraído o extraviado, ordenando a la personalidad deudora que lo suscribió la expedición de un duplicado a favor del que resultare ser su legítimo dueño, cuyo duplicado producirá los mismos efectos que el título primitivo.
Antes de terminar esta materia, conviene advertir que las anteriores disposiciones sobre extravío o sustracción de los títulos al portador no son aplicables a los billetes del Banco de España ni a los de la misma clase que se emitieren en lo sucesivo por establecimientos sometidos a igual régimen, por tener la consideración de la moneda metálica, a la cual están económica y jurídicamente equiparados, y tampoco a los títulos al portador emitidos por el Estado, los cuales se rigen por Leyes, Decretos y Reglamentos especiales.
Cartas-órdenes de crédito
Termina el Libro II del Proyecto con un título destinado a estos documentos de crédito, que satisfacen, en menor escala, las necesidades del comercio y de la industria, siendo, sin embargo, muy provechosos para los particulares.
Aunque por punto general el Proyecto reproduce la doctrina del Código vigente sobre esta materia, introduce algunas reformas que, a juicio del Ministro que suscribe, la mejoran notablemente. De éstas, la más radical es la que autoriza al dador de una carta de crédito para anularla en cualquier tiempo, «tempestive seu intempestive», con la única cortapisa de dar conocimiento de ello a las personas a quienes interese. Esta disposición se halla, sin duda alguna, más en armonía con la naturaleza de este documento y con los intereses del comercio que la consignada en el Código actual, que exige para hacer uso de esta facultad que sobrevenga algún hecho que haga dudar fundadamente de la solvabilidad del portador, circunstancia difícil de probar, cuando el que expidió la carta pudiera evitar todavía el riesgo de otorgar un crédito a persona que había perdido su confianza, y que, por otra parte, no puede alegarse sin herir la reputación ajena. El Proyecto atiende al interés del dador de la carta y al crédito de la persona a cuyo favor se expide, la cual tampoco queda privada de toda garantía contra la mala fe de aquél, supuesto que el primero queda responsable de los perjuicios que ocasione, con arreglo a los principios generales del derecho sobre la prestación del dolo.
De igual modo está de acuerdo con el espíritu de la legislación mercantil la disposición del Proyecto que declara anulada la carta de crédito cuando no se ha hecho uso de ella en el transcurso de cierto tiempo, que será el fijado en la misma, o en su defecto, el breve y perentorio señalado por el legislador a dicho efecto, corrigiendo en esta parte, con gran ventaja, el Código vigente, que exige la intervención del Tribunal, con otros requisitos enojosos y molestos, que mantienen por tiempo ilimitado la responsabilidad del dador de la carta y de la persona a cuyo cargo iba expedida.