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Introducción

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Todos deseamos disfrutar de nuestra vida, y queremos tenerla bajo control. Lo logramos, en mayor o menor grado. Cada cual intenta que su pequeño mundo se mantenga estable y que su existencia resulte agradable. Anhelamos ser felices, tener estabilidad financiera y poder evitar problemas, sufrimientos y dolores. Y la verdad es que más de una vez parecería que la meta es alcanzable. Sin embargo, cuando encontramos amigos o parientes que están dispuestos a contar con sinceridad acerca de lo que son sus vidas, se llega a tener la impresión de que la proporción de etapas felices en la vida y la de épocas de congoja es, más bien, desfavorable. Si miramos con ojo crítico nuestro propio pasado, esta impresión probablemente se confirme. Mucho no ha resultado ser como lo hubiéramos deseado. Y esto, por lejos, no implica únicamente cosas de importancia menor: el dolor, el sufrimiento y la muerte misma pesan sobre nosotros y nuestros amados como un lastre imposible de alejar. Estos “aguafiestas” no son fáciles de evitar ni se los puede contener mediante diversas pólizas de seguro. Como mucho, se los puede desterrar de la mente por algún tiempo. En el mejor de los casos, no nos alcanzan totalmente de improviso.

Nuestra sociedad tiende a negar diversas realidades dolorosas. Esto lleva a que, en cierta medida, se haga un mal uso de algunas instituciones útiles y necesarias, ya que acaban sirviendo para quitar de en medio todo lo desagradable, y luego desterrarlo de la conciencia y del corazón. Los más pobres están en villas miseria, los discapacitados en escuelas diferenciales, los desempleados en la casa, los enfermos en el hospital, los criminales en la cárcel y los muertos en el cementerio. De esa manera, gran parte de aquellas cosas que nos hacen sentir mal quedan aisladas. En las calles céntricas nos encontramos, en su mayoría, con personas bien vestidas, que hacen alarde de pertenecer a los ganadores de la sociedad. A aquellos reductos deprimentes, crisol de historiales de dolor y fracaso, solamente nos acercamos cuando es imprescindible y absolutamente inevitable.

En realidad, sería de suma importancia ver más de seguido toda la miseria que nos rodea, y no solamente la versión filtrada de la realidad que nos ofrecen los comerciales, para así poder ubicarnos en el crudo contexto de la vida tal y como es. Difícilmente exista una mejor forma de llegar a sentir la necesidad de ser útil en la vida que la de verse confrontado con la contracara de nuestra sociedad de consumo.

Como médico, mi vida consiste en una confrontación diaria con exactamente esa realidad paralela: dolor, sufrimiento y muerte. Este hecho me ha llevado, con el transcurrir de los años, a desarrollar una visión más aguda acerca del tema de la salud y la enfermedad. No se trata solo de una cuestión de curación física: el paciente debe sanar también en su dimensión psíquica y social. La Organización Mundial de la Salud (OMS) hace mucho tiempo que pone hincapié en esta perspectiva. Pero, más allá de esto, lo que el ser humano también necesita es una restauración espiritual, para llegar a estar sano en el sentido cabal de la palabra. Así, dando un sentido más profundo al concepto de “higiene”, debe limpiar su vida y restaurar sus relaciones con los demás y con Dios.

Podríamos desatender o ignorar todo esto. Pero, da que pensar cuántas personas supuestamente sanas sienten un tremendo vacío interior, mientras que otras, aun sufriendo de una enfermedad seria, gozan de una profunda paz interior. ¿Por qué alguien que lo tiene todo es infeliz, mientras que otro puede ser feliz aunque le falte todo?

Aquí nos encontramos inesperadamente frente a una interdependencia elemental: salud y felicidad. La salud contribuye en buena medida a la felicidad, y una vida feliz promueve, a su vez, la salud. Sin embargo, es un hecho que alguien puede ser feliz aun habiendo perdido la salud, mientras que quien posee un cuerpo sano puede, de todos modos, no ser feliz en absoluto. Eso se hace más comprensible si aceptamos la realidad de una dimensión espiritual del ser humano. La felicidad duradera no es el resultado de la acumulación de placeres. La felicidad, en su manifestación sólida y perdurable, surge de un equilibrio interior, el cual responde a la satisfacción de todas las necesidades básicas de la persona.

Es problemático descuidar las necesidades espirituales por rechazar desde el vamos todo lo que tenga que ver con la fe. Debido a este desbalance se produce en la persona una sensible tensión entre sus más elementales necesidades. Esto es frecuentemente percibido como un malestar difícil de definir. La mayoría de quienes sufren esta situación no son para nada conscientes de que existe una conexión entre el descuido de su espiritualidad y sus vidas desencajadas. Buscan desesperadamente la causa de su eterna insatisfacción. Pero quien no sabe que busca en el sitio equivocado tampoco comprende por qué nunca llega a encontrar. Muchos hombres y mujeres notan que les falta algo. Hay allí un vacío en sus vidas que los hace disconformes y presa de un incesante desasosiego. El anhelo de obtener respuestas válidas a las preguntas acerca del origen, el destino y el sentido de su existencia surgen de lo profundo del alma y se abren paso incesantemente hacia su mente. Si estas peguntas no reciben respuestas, se vive en un vacío, siempre errantes y en una búsqueda incesante, sin arribar nunca interiormente a destino. Una vida sin Dios es una vida sin alguna chance de alcanzar aquel equilibrio imprescindible para vivir como ser humano en el cabal sentido de la palabra.

La pregunta acerca de qué manera puede hacerse de Dios un guía personal es el gran interrogante, algo sumamente interesante. El camino hacia esta sociedad insuperable es un proceso dinámico de restauración, que presenta paralelos sorprendentes con la recuperación de la salud física, tal y como la sabemos por la Medicina. Es por eso que se pueden explicar los principios básicos de la fe especialmente bien sobre la base del desarrollo de un tratamiento médico, que es algo que todos hemos experimentado alguna vez. Todo esto no se trata de teorías abstractas. Mi propia vida ha sido plasmada profundamente por ambos procesos: el de curar como médico y el de ser sanado por Dios.

Por último, quiero compartir con usted mi propio lema, que me guía en la vida, para que también lo acompañe en la lectura de este libro: “¡Nunca es demasiado tarde para una segunda oportunidad!”

¡Piénselo!

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