Читать книгу Obras Inmortales de Aristóteles - Aristoteles - Страница 4

Оглавление

Metafísica:

Libro I

Parte I

Todos los hombres poseen por naturaleza el deseo de saber. El placer que nos proporciona las percepciones de nuestros sentidos es una prueba de esta verdad. Nos complacen por sí mismas, con independencia de su utilidad, sobre todo las de la vista. En efecto, no solo cuando tenemos intención de obrar, sino hasta cuando no nos proponemos ningún objeto práctico, preferimos, por decirlo así, el conocimiento visible a todos los demás conocimientos que nos dan los demás sentidos. Y la razón es que la vista, mejor que los otros sentidos, nos permite conocer los objetos, y nos descubre entre ellos gran número de diferencias.

Los animales reciben de la naturaleza la facultad del conocimiento por los sentidos. Pero este conocimiento en unos no produce la memoria; mientras que en otros sí. Y de este modo los primeros son simplemente inteligentes; y los otros son más capaces de aprender que los que no poseen la facultad de acordarse. La inteligencia, sin la facultad de aprender, es patrimonio de los que no tienen la capacidad de percibir los sonidos, por ejemplo, la abeja y los demás animales que puedan hallarse en el mismo caso. La capacidad de aprender se encuentra en todos aquellos que añaden a la memoria el sentido del oído. Mientras que los demás animales viven reducidos a las impresiones sensibles o a los recuerdos, y apenas se elevan a la experiencia, el género humano posee, para conducirse, el arte y el razonamiento.

En los seres humanos la experiencia proviene de la memoria. En efecto, muchos recuerdos de una misma cosa constituyen una experiencia. Pero la experiencia, al parecer, se asimila casi a la ciencia y al arte. Por la experiencia progresan la ciencia y el arte en el ser humano. La experiencia, dice Polus, y con razón, ha creado el arte, la inexperiencia marcha a la deriva. El arte se inicia, cuando de un gran número de nociones suministradas por la experiencia, se forma una sola concepción general que se aplica a todos los casos semejantes. Saber que tal remedio ha curado a Calias aquejado de tal enfermedad, que ha producido el mismo efecto en Sócrates y en muchos otros considerados individualmente, constituye la experiencia; pero saber que tal remedio ha curado toda clase de enfermos atacados de cierta enfermedad, los flemáticos, por ejemplo, los biliosos o los calenturientos, se considera arte. En la práctica, la experiencia no parece diferenciarse del arte, y se constata que hasta los mismos que solo tienen experiencia logran mejor su objeto que los que poseen la teoría sin la experiencia. Esto prueba que la experiencia es el conocimiento de las cosas particulares, y el arte, por lo contrario, el de lo general. Ahora bien, todos los actos, todos los hechos se producen en lo particular. Porque no es al ser humano al que cura el médico, sino accidentalmente, y sí a Calias o Sócrates o a cualquier otro individuo que resulte pertenecer a él. Luego si alguno posee la teoría sin la experiencia, y conociendo lo general ignora lo particular en el contenido, errará muchas veces en el tratamiento de la enfermedad. En efecto, lo que se trata de curar es al individuo. Sin embargo, el conocimiento y la inteligencia, según la opinión general, son más bien patrimonio del arte que de la experiencia, y los hombres de arte pasan por ser más sabios que los hombres de experiencia, porque la sabiduría se encuentra en todos los hombres en razón de su saber. El motivo de esto es que los unos conocen la causa y los otros no.

En efecto, los hombres de experiencia saben bien que tal cosa existe, pero no saben el porqué; los hombres de arte, por lo contrario, conocen el porqué y la causa. Y así afirmamos con certeza que los directores de obras, cualquiera que sea el trabajo de que se trate, tienen más derecho a nuestro respeto que los simples operarios; tienen más conocimiento y son más sabios, porque conocen las causas de lo que se hace; mientras que los operarios se parecen a esos seres inanimados que obran, pero sin conciencia de su acción, como el fuego, por ejemplo, que quema sin saberlo. En los seres inanimados, una naturaleza particular es la que produce cada una de estas acciones; en los operarios es la costumbre. La superioridad de los jefes sobre los operarios no es debida a su habilidad práctica, sino al hecho de poseer la teoría y conocer las causas. Añádase a esto que el carácter principal de la ciencia consiste en poder ser transmitida por la enseñanza. Y así, según la opinión general, el arte, más que la experiencia, es ciencia; porque los hombres de arte pueden enseñar, y los hombres de experiencia no. Por otra parte, ninguna de las acciones sensibles constituye a nuestros ojos el auténtico saber, bien que sean el fundamento del conocimiento de las cosas particulares; pero no nos dicen el porqué de nada; por ejemplo, no nos enseña por qué el fuego es caliente, sino solo que es caliente.

No sin razón, el primero que inventó un arte cualquiera, por encima de las nociones vulgares de los sentidos, fue admirado por los demás, no solo a causa de la utilidad de sus descubrimientos, sino a causa de su ciencia, y porque era superior al resto. Las artes se multiplicaron, aplicándose las unas a las necesidades, las otras a los placeres de la vida, pero siempre los inventores de que se trata fueron considerados como superiores a los de todas las demás, porque su ciencia no tenía la utilidad por fin. Todas las artes a las que nos referimos estaban inventadas cuando se descubrieron estas ciencias que no se aplican ni a los placeres ni a las necesidades de la vida. Nacieron primero en aquellos puntos donde los seres humanos gozaban de reposo. Las matemáticas fueron inventadas en Egipto, porque en este país se dejaba un gran esparcimiento a la casta de los sacerdotes.

Hemos asentado en la Moral la diferencia que hay entre el arte, la ciencia y los demás conocimientos. Todo lo que sobre este punto nos proponemos decir ahora, es que la ciencia que se llama Filosofía es, según la idea que por lo general se tiene de ella, el estudio de las primeras causas y de los principios.

Así pues, como acabamos de señalar, el hombre de experiencia parece ser más sabio que el que solo tiene conocimientos sensibles, cualesquiera que ellos sean: el hombre de arte lo es más que el hombre de experiencia; el operario es aventajado por el director del trabajo, y la especulación es superior a la práctica. Es, por tanto, evidente que la Filosofía es una ciencia que se ocupa de ciertas causas y de ciertos principios.

Parte II

Puesto que esta ciencia es el objeto de nuestras investigaciones, examinemos de qué causas y de qué principios se ocupa la filosofía como ciencia; cuestión que se aclarará mucho mejor si se analizan las diversas ideas que nos formamos del filósofo. En principio, concebimos al filósofo principalmente como conocedor del conjunto de las cosas, en cuanto es posible, pero sin tener la ciencia de cada una de ellas en particular. De inmediato, el que puede llegar al conocimiento de las cosas difíciles, aquellas a las que no se llega sino venciendo graves dificultades, ¿no le llamaremos filósofo? En efecto, conocer por los sentidos es una facultad común a todos, y un conocimiento que se adquiere sin esfuerzos no tiene nada de filosófico. Finalmente, el que tiene las nociones más rigurosas de las causas, y que mejor enseña estas nociones, es más filósofo que todos los demás en todas las ciencias; aquella que se busca por sí misma, solo por el ansia de saber, es más filosófica que la que se estudia por sus resultados; así como la que domina a las demás es más filosófica que la que está supeditada a cualquiera otra. No, el filósofo no debe recibir leyes, y sí darlas; ni es necesario que obedezca a otro, sino que debe obedecerle el que sea menos filósofo.

Tales son, en suma, los modos que tenemos de concebir la filosofía y los filósofos. Ahora bien; el filósofo, que posee a la perfección la ciencia de lo general, posee por necesidad la ciencia de todas las cosas, porque un hombre de tales circunstancias sabe en cierta manera todo lo que se encuentra comprendido bajo lo general. Pero puede decirse también que es muy difícil al ser humano llegar a los conocimientos más generales; como que las cosas que son objeto de ellos se encuentran mucho más lejos del alcance de los sentidos.

Entre todas las ciencias, son las más estrictas las que son más ciencias de principios; las que recaen sobre un pequeño número de principios son más estrictas que aquellas cuyo objeto es múltiple; la aritmética, por ejemplo, es más estricta que la geometría. La ciencia que estudia las causas es la que puede enseñar mejor, porque los que explican las causas de cada cosa son los que con certeza enseñan. Finalmente, conocer y saber con el solo objeto de saber y conocer, tal es por excelencia el carácter de la ciencia de lo más científico que existe. El que desee estudiar una ciencia por sí misma, escogerá entre todas la que sea más ciencia, puesto que esta ciencia es la ciencia de lo que posee de más científico. Lo más científico que existe lo constituyen los principios y las causas. Por su medio conocemos las demás cosas, y no conocemos aquellos por las demás cosas. Porque la ciencia soberana, la ciencia superior a toda ciencia subordinada, es aquella que conoce el porqué debe hacerse cada cosa. Y este porqué es el bien de cada ser, que tomado en general, es lo mejor en todo el conjunto de los seres.

De todo lo que acabamos de exponer sobre la ciencia misma, se infiere la definición de la filosofía que buscamos. Es forzoso que sea la ciencia teórica de los primeros principios y de las primeras causas, porque una de las causas es el bien, la razón final. Y que no es una ciencia práctica lo prueba el ejemplo de los primeros que han filosofado. Lo que en un principio movió a los seres humanos a hacer las primeras investigaciones filosóficas fue, como lo es hoy, la admiración. Entre los objetos que admiraban y de que no podían darse razón, se aplicaron primero a los que estaban a su alcance; después, avanzando paso a paso, quisieron explicar los más grandes fenómenos; por ejemplo, las diversas fases de la Luna, el curso del Sol y de los astros y, por último, la formación del Universo. Buscar una explicación y admirarse, es reconocer que se ignora. Y así, puede decirse que el amigo de la ciencia lo es en cierta manera de los mitos, porque el asunto de los mitos es lo maravilloso. Por consiguiente, si los primeros filósofos filosofaron para librarse de la ignorancia, está claro que se consagraron a la ciencia para saber, y no por miras de utilidad. El hecho mismo lo prueba, puesto que casi todas las artes que tienen relación con las necesidades, con el bienestar y con los placeres de la vida, eran ya conocidas cuando se iniciaron las indagaciones y las explicaciones de este género. Está, por lo tanto, claro que ningún interés extraño nos mueve a hacer el estudio de la filosofía.

Así como denominamos hombre libre al que se pertenece a sí mismo y no tiene dueño, en igual forma esta ciencia es la única entre todas las demás que puede llevar el nombre de libre. Solo ella efectivamente depende de sí misma. Y así con razón debe mirarse como cosa sobrehumana la posesión de esta ciencia. Porque la naturaleza del ser humano es esclava en tantos aspectos, que solo Dios, hablando como Simónides, debería disfrutar de este precioso privilegio. Sin embargo, es indigno del ser humano no ir en busca de una ciencia a que puede aspirar. Si los poetas tienen razón diciendo que la divinidad es capaz de envidia, con ocasión de la filosofía podría aparecer principalmente esta envidia, y todos los que se elevan por el pensamiento deberían ser desventurados. Pero no es posible que la divinidad sea envidiosa, y los poetas, como dice el proverbio, mienten en muchas ocasiones.

Finalmente, no hay ciencia más digna de consideración que esta, porque debe estimarse más la más divina, y esta lo es en un doble significado. En efecto, una ciencia que es principalmente patrimonio de Dios, y que trata de las cosas divinas, es divina entre todas las ciencias. Pues bien, solo la filosofía posee este doble carácter. Dios pasa por ser la causa y el principio de todas las cosas, y Dios solo, o principalmente al menos, puede poseer una ciencia semejante. Todas las demás ciencias tienen, es cierto, más relación con nuestras necesidades que la filosofía, pero ninguna la aventaja.

El fin que nos proponemos en nuestra empresa debe ser una admiración contraria, si puedo confesarlo así, a la que provocan las primeras indagaciones en toda ciencia. En efecto, las ciencias, como ya hemos observado, poseen siempre su origen en la admiración o asombro que inspira el estado de las cosas; como, por ejemplo, por lo que hace a las maravillas que de suyo se ofrecen a nuestros ojos, el asombro que inspiran las revoluciones del Sol o lo inconmensurable de la relación del diámetro con la circunferencia a los que no han examinado todavía la causa. Es cosa que deja perplejos a todos que una cantidad no pueda ser medida ni tan solo por una medida pequeñísima. Pues bien, nosotros necesitamos participar de una admiración contraria: lo mejor se encuentra al fin, como dice el proverbio. A este, en los objetos de que se trata, se llega mejor por el conocimiento, porque nada causaría más sorpresa a un geómetra que el ver que la relación del diámetro con la circunferencia se hacía conmensurable.

Ya hemos analizado cuál es la naturaleza de la ciencia que investigamos, el objeto de nuestro estudio y de este tratado.

Parte III

Está claro que es necesario adquirir la ciencia de las causas primeras, puesto que afirmamos que se sabe, cuando creemos que se conoce la causa primera. Se diferencian cuatro causas. La primera es la esencia, la forma propia de cada cosa, porque lo que hace que una cosa sea, está toda entera en la noción de aquello que ella es; la razón de ser primera es, por tanto, una causa y un principio. La segunda es la materia, el sujeto; la tercera el principio del movimiento; la cuarta, que corresponde a la precedente, es la causa final de las otras, el bien, porque el bien es el fin de toda producción.

Estos principios han sido suficientemente expuestos en la Física. Recordemos, sin embargo, aquí las opiniones de aquellos que antes que nosotros se han dedicado al estudio del ser y han filosofado sobre la verdad; y que, por otra parte, han reflexionado también sobre ciertos principios y ciertas causas. Esta revista será un prolegómenos útil a la búsqueda que nos ocupa. En efecto, o descubriremos alguna otra especie de causas, o tendremos mayor confianza en las causas que acabamos de exponer.

La mayoría de los primeros que filosofaron, no tuvieron en cuenta los principios de todas las cosas, sino desde el punto de vista de la materia. Aquello de donde salen todos los seres, de donde se origina todo lo que se produce, y adonde va a parar toda aniquilación, persistiendo la sustancia misma bajo sus diversas modificaciones, he aquí el principio de los seres. Y así creen, que nada nace ni perece con certeza, puesto que esta naturaleza primera permanece siempre; a la manera que no decimos que Sócrates nace realmente, cuando se hace hermoso o músico, ni que perece, cuando pierde estas cualidades, puesto que el sujeto de las modificaciones, Sócrates mismo, persiste en su existencia, sin que podamos servirnos de estas expresiones respecto a ninguno de los demás seres. Porque es necesario que exista una naturaleza primera, sea única, sea múltiple, la cual subsistiendo siempre, origine todas las demás cosas. Respecto al número y al carácter propio de los elementos, estos filósofos no están de acuerdo.

Tales, fundador de esta filosofía, concibe el agua como primer principio. Por esto llega a formular que la tierra descansa en el agua; y se vio quizá conducido a esta idea, porque observaba que la humedad alimenta todas las cosas, que lo caliente mismo procede de ella, y que todo animal vive de la humedad; y aquello de donde viene todo, es claro, que es el principio de todas las cosas. Otra observación le condujo también a esta idea. Las semillas de todas las cosas son húmedas por naturaleza y el agua es el principio de las cosas húmedas.

Algunos creen que los individuos de los más antiguos tiempos y con ellos los primeros teólogos muy anteriores a nuestra época, se figuraron la naturaleza de la misma manera que Tales. Han presentado como autores del Universo al Océano y a Tetis, y los dioses, según ellos, juran por el agua, por ese agua que los poetas llaman Estigia. Porque lo más seguro que existe es igualmente lo que hay de más sagrado; y lo más sagrado que hay es el juramento. ¿Hay en esta ancestral opinión una explicación de la naturaleza? No es cosa que se vea con claridad. Tal fue, por lo que se menciona, la doctrina de Tales sobre la primera causa.

No es posible situar a Hipón entre los primeros filósofos, a causa de lo difuso de su pensamiento. Anaxímenes y Diógenes dijeron que el aire es anterior al agua, y que es el primer principio de los cuerpos simples. Hipaso de Metaponte y Heráclito de Éfeso tuvieron como primer principio el fuego. Empédocles admite cuatro elementos, añadiendo la tierra a los tres citados. Estos elementos subsisten siempre, y no se hacen o devienen; solo que siendo, ya más, ya menos, se mezclan y se separan, se agregan y se disocian.

Anaxágoras de Clazómenas, mayor que Empédocles, no logró exponer un sistema tan recomendable. Pretende que el número de los principios es infinito. Casi todas las cosas formadas de partes semejantes, no están sujetas, como se ve en el agua y el fuego, a otra producción ni a otra destrucción que la agregación o la separación; en otros términos, no nacen ni perecen, sino que subsisten para siempre y desde siempre.

Por lo que se ha dicho se ve que todos estos filósofos han tomado por punto de partida la materia, teniéndola como causa única.

Una vez en este punto, se vieron precisados a avanzar y a entrar en nuevas indagaciones. Es incontestable que toda destrucción y toda producción proceden de algún principio, ya sea único o múltiple. Pero ¿de dónde proceden estos efectos y cuál es la causa? Porque, ciertamente, el sujeto mismo no puede ser autor de sus propios cambios. Ni la madera ni el bronce, por ejemplo, son la causa que les hace mudar de estado al uno y al otro; no es la madera la que hace la cama, ni el bronce el que hace la estatua. Buscar esta otra cosa es buscar otro principio, el principio del movimiento, como nosotros le mencionamos.

Desde los comienzos, los filósofos partidarios de la unidad de la sustancia, que tocaron esta cuestión, no se tomaron gran trabajo en solucionarla. Sin embargo, algunos de los que admitían la unidad, intentaron hacerlo, pero fueron vencidos, por decirlo así, bajo el peso de esta pesquisa. Opinan que la unidad es inmóvil, y que no solo nada nace ni muere en toda la naturaleza (sentencia antigua y a la que todos se afiliaron), sino también que en la naturaleza es imposible otro cambio. Este último punto es singular de estos filósofos. Ninguno de los que admiten la unidad del todo ha llegado a la concepción de la causa de que hablamos, excepto, quizá, Parménides, ya que no se contenta con la unidad, sino que, independientemente de ella, llega a la conclusión en cierta manera de dos causas.

En cuanto a los que admiten muchos elementos, como lo caliente y lo frío, o el fuego y la tierra, están más cerca de descubrir la causa en cuestión. Porque atribuyen al fuego el poder del movimiento, y al agua, a la tierra y a los otros elementos la propiedad contraria. No siendo suficientes estos principios para producir el Universo, los sucesores de los filósofos que los habían adoptado, oprimidos de nuevo, como hemos dicho, por la verdad misma, apelaron al segundo principio. En efecto, que el orden y la belleza que existen en las cosas o que se producen en ellas, tengan por causa la tierra o cualquier otro elemento de esta clase, no es en modo alguno probable: ni tampoco es creíble que los filósofos antiguos hayan albergado esta opinión. De otro modo, atribuir al azar o a la fortuna estos admirables efectos era muy poco racional. Y así, cuando hubo un hombre que proclamó que en la naturaleza, igual que sucedía con los animales, existía una inteligencia, causa del concierto y del orden universal, pareció que este hombre era el único que estaba en el pleno uso de su razón, como revancha de las divagaciones de sus antecesores.

Sabemos, sin que haya duda, que Anaxágoras se consagró al examen de este punto de vista de la ciencia. Puede afirmarse, sin embargo, que Hermotimo de Clazómenas lo indicó el primero. Estos dos filósofos alcanzaron, pues, la concepción de la Inteligencia, y establecieron que la causa del orden es a un mismo tiempo el principio de los seres y la causa que les imprime el movimiento.

Parte IV

Debería pensarse que Hesíodo entrevió mucho antes algo semejante, y con Hesíodo todos los que han admitido como principio en los seres el Amor o el deseo; por ejemplo, Parménides. Este dice, en su explicación de la formación del Universo: “Él creó el Amor, el más antiguo de todos los dioses”.

Hesíodo, por su parte, se expresa de esta forma: “Mucho antes de todas las cosas existió el Caos, después la Tierra extensa. Y el Amor, que es el más bello de todos los Inmortales”, con lo que parece que admiten que es imprescindible que los seres tengan una causa capaz de imprimir el movimiento y de dar enlace a las cosas. Deberíamos examinar aquí a quién pertenece la prioridad de este descubrimiento, pero rogamos se nos permita decidir esta cuestión más adelante.

Como se comprobó que al lado del bien aparecía lo contrario del bien en la naturaleza; que al lado del orden y de la belleza se encontraban el desorden y la fealdad; que el mal parecía aventajar al bien, y lo feo a lo bello, otro filósofo introdujo la amistad y la discordia como causas opuestas de estos efectos contrarios. Porque si se extraen todas las consecuencias que se derivan de las opiniones de Empédocles, y nos atenemos al fondo de su pensamiento y no a la manera con que él lo balbucea, se verá que hace de la amistad el principio del bien, y de la discordia el principio del mal. De manera, que si se dijese que Empédocles ha proclamado, y proclamado el primero, el bien y el mal como principios, quizá no se incurriría en dislate, puesto que, según su sistema, el bien en sí es la causa de todos los bienes, y el mal la de todos los males.

Hasta aquí, en nuestra opinión, los filósofos han reconocido dos de las causas que hemos fijado en la Física: la materia y la causa del movimiento. Es cierto que lo han hecho de una forma poco clara e indistinta, como se conducen los soldados novatos en un combate. Estos se lanzan sobre el enemigo y descargan muchas veces sendos golpes, pero la ciencia no entra para nada en su conducta. De igual manera estos filósofos no saben ciertamente lo que dicen. Porque no se les ve nunca, o casi nunca, hacer uso de sus principios. Anaxágoras se vale de la inteligencia como de una máquina, para la formación del mundo; y cuando se ve embarazado para explicar por qué causa es necesario esto o aquello, entonces trae a colación la inteligencia en escena; pero en todos los demás casos a otra causa más bien que a la inteligencia es a la que atribuye la producción de los fenómenos. Empédocles se sirve de las causas más que Anaxágoras, es cierto, pero de una forma también insuficiente, y al valerse de ellas no sabe ponerse de acuerdo consigo mismo.

Con frecuencia en el sistema de este filósofo, la amistad es la que separa, y la discordia la que reúne. En efecto, cuando el todo se divide en sus elementos por la discordia, entonces las partículas del fuego se reúnen en un todo, así como las de cada uno de los otros elementos. Y cuando la amistad lo reduce todo a la unidad, mediante su poder, entonces, por lo contrario, las partículas de cada uno de los elementos se ven obligadas a separarse. Empédocles, según se ve, se distinguió de sus predecesores por la forma de servirse de la causa de que nos ocupamos; fue el primero que la dividió en dos. No hizo un principio único del principio de movimiento, sino dos principios diferentes, y contrarios entre sí. Y después, desde el punto de vista de la materia, es el primero que reconoció cuatro elementos. Sin embargo, no se valió de ellos como si fueran cuatro elementos, sino como si fuesen dos, el fuego de una parte por sí solo, y de otra los tres elementos contrarios: la tierra, el aire y el agua, tenidos como una sola naturaleza. Esta es por lo menos la idea que se puede deducir después de leer su poema. Tales son, a nuestro modo de ver, los caracteres, y tal es el número de los principios de que Empédocles nos ha expresado.

Leucipo y su amigo Demócrito admiten por elementos lo lleno y lo vacío o, utilizando sus mismas palabras, el ser y el no ser. Lo lleno, lo sólido, es el ser; lo vacío y lo raro es el no ser. Por esta causa, según ellos, el no ser existe lo mismo que el ser. En efecto, lo vacío existe lo mismo que el cuerpo; y desde el punto de vista de la materia estas son la razón de los seres. Y así como los que admiten la unidad de la sustancia hacen producir todo lo demás mediante las modificaciones de esta sustancia, dando lo raro y lo denso por origen de estas modificaciones, en igual manera estos dos filósofos quieren que las diferencias son las causas de todas las cosas. Estas diferencias son en su sistema tres: la forma, el orden, la posición. Las diferencias del ser solo se originan, según su lenguaje, de la configuración, de la coordinación, y de la situación. La configuración es la forma, y la coordinación es el orden, y la situación es la posición. Y así “A” difiere de “N” por la forma; “A N” de “N A” por el orden; y “Z” de “N” por la posición. En cuanto al movimiento, al buscar de dónde procede y cómo existe en los seres, han despreciado esta cuestión, y la han silenciado como han hecho los demás filósofos.

Este es, en nuestra opinión, el punto a que parecen haber llegado las pesquisas de nuestros predecesores sobre las dos causas puestas en litigio.

Parte V

En la época de estos filósofos y antes que ellos, los denominados pitagóricos se dedicaron a las matemáticas, e hicieron avanzar esta ciencia. Embebidos en este estudio, creyeron que los principios de las matemáticas eran los principios de todos los seres. Los números son por su naturaleza anteriores a las cosas, y los pitagóricos creían percibir en los números más bien que en el fuego, la tierra y el agua, una multitud de analogías con lo que existe y lo que se origina. Tal combinación de números, por ejemplo, les parecía ser la justicia, tal otra el alma y la inteligencia, tal otra la oportunidad; y así, poco más o menos, se conducían con todo lo demás; por último, veían en los números las combinaciones de la música y sus acordes. Pareciéndoles que estaban constituidas todas las cosas a semejanza de los números, y siendo por otra parte los números anteriores a todas las cosas, creyeron que los elementos de los números eran los elementos de todos los seres, y que el cielo en su conjunto era una armonía y un número. Todas las concordancias que podían descubrir en los números y en la música, junto con los fenómenos del cielo y sus partes y con el orden del Universo, las reunían, y de esta forma constituían un sistema. Y si faltaba algo, se valían de todos los recursos para que aquel presentara un conjunto completo. Así por ejemplo, como la década parece ser un número perfecto, y que abraza todos los números, pretendieron que los cuerpos en movimiento en el cielo son diez en número. Pero no siendo visibles más que nueve, han imaginado un décimo, el Antictón. Todo esto lo hemos explicado más sucintamente en otra obra. Si ahora tocamos ese punto, es para hacer constar, respecto a ellos como a todos los demás, cuáles son los principios cuya existencia afirman, y cómo estos principios entran en las causas que hemos enumerado.

He aquí en lo que al parecer se basa su doctrina: El número es el principio de los seres bajo el punto de vista de la materia, así como es la causa de sus cambios y de sus estados diversos; los elementos del número son el par y el impar; el impar es finito, el par es infinito; la unidad participa a la vez de estos dos elementos, porque a la vez es par e impar; el número proviene de la unidad, y finalmente, el cielo en su conjunto se compone, como ya hemos dicho, de números. Otros pitagóricos admiten diez principios, que sitúan de dos en dos, en el orden siguiente:

Finito e infinito.

Par e impar.

Unidad y pluralidad.

Derecha e izquierda.

Macho y hembra.

Reposo y movimiento.

Rectilíneo y curvo.

Luz y tinieblas.

Bien y mal.

Cuadrado y cuadrilátero irregular.

La doctrina de Alcmeón de Crotona, parece acercarse mucho a estas ideas, sea que las haya tomado de los pitagóricos, sea que estos las hayan recibido de Alcmeón, porque florecía cuando era anciano Pitágoras, y su doctrina se asemeja a la que acabamos de exponer. Dice, en efecto, que la mayor parte de las cosas de este mundo son dobles, señalando para ellos, los contrarios entre las cosas. Pero no fija, como los pitagóricos, estas diversas oposiciones. Toma las primeras que se presentan, por ejemplo, lo blanco y lo negro, lo dulce y lo amargo, el bien y el mal, lo grande y lo pequeño, y sobre todo lo demás se explica de una manera asimismo indeterminada, mientras que los pitagóricos han definido el número y la naturaleza de las oposiciones.

Así pues, de estos dos sistemas puede inferirse que los contrarios son los principios de las cosas, y además, que uno de ellos nos da a conocer el número de estos principios y su naturaleza. Pero cómo estos principios pueden resumirse en las causas primeras es lo que no han articulado con claridad estos filósofos. Sin embargo, parece que consideran los elementos desde el punto de vista de la materia, porque, según ellos, estos elementos se hallan en todas las cosas y constituyen y componen todo el Universo.

Lo que hemos dicho es suficiente para dar una idea de las opiniones de los que, entre los antiguos, han admitido la pluralidad en los elementos de la naturaleza. Otros han considerado el todo como un ser único, pero se diferencian entre sí, ya por el mérito de la exposición, ya por la forma como han concebido la realidad. Con relación a la revista que estamos pasando a las causas, no tenemos la obligación de ocuparnos de ellos. En efecto, no hacen como algunos filósofos, que al establecer la existencia de una sustancia única, sacan sin embargo todas las cosas del seno de la unidad, considerada como materia; su doctrina está muy alejada. Estos físicos añaden el movimiento para producir el Universo, mientras que aquellos creen que el Universo es inmóvil. He aquí todo lo que se encuentra en estos filósofos referente al objeto de nuestra búsqueda:

La unidad de Parménides parece tratarse de la unidad racional, la de Meliso, por lo contrario, la unidad material, y por esta causa el primero representa la unidad como finita, y el segundo como infinita. Jenófanes, creador de estas doctrinas (porque según se dice, Parménides fue su discípulo), no aclaró nada, ni al parecer dio explicaciones sobre la naturaleza de ninguna de estas dos unidades; únicamente al dirigir sus miradas sobre el conjunto del firmamento, ha dicho que la unidad es Dios. Repito que, en el examen que nos ocupa, debemos, como ya hemos hecho mención, prescindir de estos filósofos, por lo menos de los dos últimos, Jenófanes y Meliso, cuyas concepciones son ciertamente bastante burdas. Con respecto a Parménides, parece que se expresa con un conocimiento más profundo de las cosas. Persuadido de que fuera del ser, el no ser es nada, admite que el ser es necesariamente uno, y que no hay ninguna otra cosa más que el ser; cuestión que hemos analizado con detención en la Física. Pero precisado a explicar las apariencias, a admitir la pluralidad que nos suministra los sentidos, al mismo tiempo que la unidad concebida por la razón, sienta, además del principio de la unidad, otras dos causas, otros dos principios, lo caliente y lo frío, que son el fuego y la tierra. De estos dos principios, atribuye el uno, lo caliente, al ser, y el otro, lo frío, al no ser.

He aquí los resultados de lo que hemos expuesto, y lo que se puede deducir de los sistemas de los primeros filósofos con relación a los principios. Los más antiguos admiten un principio corporal, porque el agua y el fuego y las cosas análogas son cuerpos; en los unos, este principio corporal es único, y en los otros es múltiple; pero unos y otros lo tienen presente desde el punto de vista de la materia. Algunos, además de esta causa, admiten también la que produce el movimiento, causa única para los unos, doble para los otros. Sin embargo, hasta que apareció la escuela Itálica, los filósofos han expuesto muy poco sobre estos principios. Todo lo que puede decirse de ellos, como ya hemos señalado, es que se sirven de dos causas, y que una de estas, la del movimiento, se tiene como única por los unos, como doble por los otros.

Los pitagóricos, en verdad, se han referido también a dos principios. Pero han añadido lo que sigue, que exclusivamente es suyo. El finito, el infinito y la unidad, no son, según ellos, naturalezas aparte, como lo son el fuego o la tierra o cualquier otro elemento análogo, sino que el infinito en sí y la unidad en sí son la sustancia misma de las cosas, a las que se atribuye la unidad y la infinitud; y por consiguiente, el número es la sustancia de todas las cosas. De esta forma, se han explicado sobre las causas de que nos ocupamos. También comenzaron a ocuparse de la forma propia de las cosas y a definirla; pero en este punto su doctrina es harto imperfecta. Definían superficialmente; y el primer objeto a que convenía la definición ofrecida, le consideraban como la esencia de la cosa definida, como si, por ejemplo, se creyese que lo doble y el número dos son una misma cosa, porque lo doble se encuentra en efecto en el número dos. Y en verdad, dos y lo doble, no son la misma cosa en su esencia; porque entonces un ser único sería muchos seres, y esta es la consecuencia del sistema pitagórico.

Estas son las ideas que pueden formarse de las doctrinas de los filósofos más antiguos y de sus sucesores.

Parte VI

A estas diferentes filosofías siguió la de Platón de acuerdo la mayor parte de las veces con las doctrinas pitagóricas, pero que tiene también sus ideas propias, en las que se separa de la escuela Itálica. Platón, desde su juventud, se había familiarizado con Cratilo, su primer maestro, y como consecuencia de esta relación era partidario de la opinión de Heráclito, según él todos los objetos sensibles están en un flujo o cambio perpetuo, y no hay ciencia posible de estos objetos.

Años después conservó esta misma opinión. Por otra parte, discípulo de Sócrates, cuyos trabajos no abarcaron ciertamente más que la moral y de ningún modo el conjunto de la naturaleza, pero que al tratar de la moral, se propuso lo general como objeto de sus pesquisas, siendo el primero que tuvo la idea de ofrecer definiciones, Platón, heredero de su doctrina, habituado a la investigación de lo general, creyó que sus definiciones debían recaer sobre otros seres que los seres sensibles, porque ¿cómo dar una definición común de los objetos sensibles que cambian sin cesar? Estos seres los llamó ideas, añadiendo que los objetos sensibles se hallan fuera de las ideas, y reciben de ellas su nombre, porque en virtud de su participación en las ideas, todos los objetos de un mismo género reciben el mismo nombre que las ideas. El único cambio que introdujo en la ciencia fue la palabra, participación. Los pitagóricos dicen, en efecto, que los seres existen a imitación de los números; Platón que existen por participación en ellos. La diferencia es únicamente de nombre. En cuanto a buscar en qué consiste esta participación o esta imitación de las ideas, es algo de lo que no se ocuparon ni Platón ni los pitagóricos. Además, entre los objetos sensibles y las ideas, Platón admite seres intermedios, los seres matemáticos, distintos de los objetos sensibles, en cuanto son eternos e inmóviles, y distintos de las ideas, en cuanto son muchos de ellos semejantes, mientras que cada idea es la única de su especie.

Siendo las ideas causas de los demás seres, Platón consideró sus elementos como los elementos de todos los seres. Desde el punto de vista de la materia, los principios son lo grande y lo pequeño; desde el punto de vista de la esencia, es la unidad. Porque mientras las ideas tienen lo grande y lo pequeño por sustancia, y que por otra parte participan de la unidad, las ideas son los números. Sobre esto de ser la unidad la esencia por excelencia, y que ninguna otra cosa puede aspirar a este título, Platón está de acuerdo con los pitagóricos, así como lo está también en la de ser los números causas de la esencia de los otros seres. Pero sustituir por una díada el infinito considerado como uno, y constituir el infinito de lo grande y de lo pequeño, he aquí lo que le es distinto. Además sitúa los números fuera de los objetos sensibles, mientras que los pitagóricos opinan que los números son los objetos mismos, y rechazan los seres matemáticos como intermedios. Si, a diferencia de los pitagóricos, Platón colocó de esta forma la unidad y los números fuera de las cosas e hizo intervenir las ideas, esto fue consecuencia de sus estudios sobre los caracteres distintos de los seres, porque sus predecesores no sabían nada de la Dialéctica. En cuanto a esta opinión, según la que es una díada el otro principio de las cosas, procede de que todos los números, salvo los impares, salen con facilidad de la díada, como de una materia común. Sin embargo, es distinto lo que sucede de como dice Platón, y su opinión no es razonable: porque hace una multitud de cosas con esta díada tenida como materia, mientras que una sola producción es debida a la idea. Pero en realidad, de una materia única solo puede salir una sola mesa, mientras que el que origina la idea, la idea única, origina muchas mesas. Lo mismo puede decirse del macho con relación a la hembra; esta puede ser fecundada por una sola unión, mientras que, por lo contrario, el macho fecunda muchas hembras. He aquí una imagen del papel que desempeñan los principios de que se trata.

Esta es la solución dada por Platón a la cuestión que planteamos; resultando claro de lo que precede, que solo se ha servido de dos causas: la esencia y la materia. En efecto, admite por una parte las ideas, causas de la esencia de los demás objetos, y la unidad, causa de las ideas; y por otra, una materia, una sustancia, a la que se aplican las ideas para formar los seres sensibles, y la unidad para formar las ideas. ¿Cuál es esta sustancia? Es la díada, lo grande y lo pequeño. Colocó también en uno de estos dos elementos la causa del bien, y en el otro la causa del mal; doctrina que no ha sido más particularmente objeto de indagaciones de algunos filósofos anteriores, como Empédocles y Anaxágoras.

Parte VII

Acabamos de señalar breve y concisamente qué filósofos han hablado de los principios y de la verdad, y cuáles han sido sus sistemas. Este rápido examen basta, sin embargo, para hacer ver que ninguno de los que han hablado de los principios y de las causas nos ha dicho nada que no pueda reducirse a las causas que hemos consignado nosotros en la Física, pero que todos, aunque confusamente y cada uno por distinto camino, han vislumbrado alguna de ellas.

En efecto, unos se refieren al principio material que suponen uno o múltiple, corporal o incorporal. Tales son por ejemplo, lo grande y lo pequeño de Platón, el infinito de la escuela Itálica, el fuego, la tierra, el agua y el aire de Empédocles, la infinidad de las homeomerías de Anaxágoras. Todos estos filósofos se refirieron claramente a este principio, y con ellos todos aquellos que admiten como principio el aire, el fuego, o el agua, o cualquiera otra cosa más densa que el fuego, pero más sutil que el aire, porque tal es, según algunos, la naturaleza del primer elemento. Estos filósofos solo se han detenido en la causa material. Otros han hecho investigaciones sobre la causa del movimiento: aquellos, por ejemplo, que afirman como principios la amistad y la discordia, o la inteligencia o el amor. En cuanto a la forma, en cuanto a la esencia, ninguno de ellos ha tratado de ella de un modo claro y preciso. Los que mejor lo han tratado son los que han recurrido a las ideas y a los elementos de las ideas; porque no consideran las ideas y sus elementos, ni como la materia de los objetos sensibles, ni como los principios del movimiento. Las ideas, según ellos, son en realidad causas de inmovilidad y de inercia. Pero las ideas ofrecen a cada una de las otras cosas su esencia, así como ellas la reciben de la unidad. En cuanto a la causa final de los actos, de los cambios, de los movimientos, nos hablan de alguna causa de este género, pero no le dan el mismo nombre que nosotros ni dicen de qué se componen. Los que admiten como principios la inteligencia o la amistad, confieren a la verdad estos principios como una cosa buena, pero no pretenden que sean la causa final de la existencia o de la producción de ningún ser, y antes dicen, por lo contrario, que son las causas de sus movimientos. De la misma forma, los que dan este mismo carácter de principios a la unidad o al ser, los consideran como causas de la sustancia de los seres, y de ninguna forma como aquello en vista de lo cual existen y se producen las cosas. Y así dicen y no dicen, si puedo expresarme así, que el bien es una causa; mas el bien que mencionan no es el bien hablando en absoluto, sino accidentalmente.

La exactitud de lo que hemos expuesto sobre las causas, su número, su naturaleza, está, pues, confirmada, al parecer, por el testimonio de todos estos filósofos y hasta por su impotencia para encontrar algún otro principio. Está claro, además, que en la investigación de que vamos a ocuparnos, debemos considerar los principios, o bajo todos estos puntos de vista, o bajo alguno de ellos. Pero ¿cómo se ha expresado cada uno de estos filósofos?; y, ¿cómo han resuelto las dificultades que se relacionan con los principios? He aquí los puntos que vamos a considerar.

Parte VIII

Todos los que suponen que el todo es uno, que no admiten más que un solo principio, la materia, que dan a este principio una naturaleza corporal y extensa, incurren evidentemente en una sarta de errores, porque únicamente reconocen los elementos de los cuerpos, y no los de los seres incorporales; y sin embargo, existen seres incorporales, y luego, incluso cuando quieran explicar las causas de la producción y destrucción, y construir un sistema que abrace toda la naturaleza, suprimen la causa del movimiento. Otro defecto consiste en no dar por causa en ningún caso ni la esencia, ni la forma; así como el aceptar, sin suficiente análisis, como principio de los seres un cuerpo simple cualquiera, menos la tierra; el no reflexionar sobre esta producción o este cambio, cuyas causas son los elementos; y por último, no señalar cómo se opera la producción mutua de los elementos. Tomemos, por ejemplo, el fuego, el agua, la tierra y el aire. Estos elementos derivan los unos de los otros, unos por vía de reunión y otros por vía de separación. Esta distinción importa mucho para la cuestión de la prioridad y de la posterioridad de los elementos. Desde el punto de vista de la reunión, el elemento fundamental de todas las cosas parece ser aquel del cual, considerado como principio, se forma la tierra por vía de agregación, y este elemento deberá ser el más sutil y el más etéreo de los cuerpos. Los que tienen el fuego como principio son los que se conforman principalmente con este pensamiento. Todos los demás filósofos reconocen de igual manera, que tal debe ser el elemento de los cuerpos, y así ninguno de los filósofos posteriores que admitieron un elemento único, consideró la tierra como principio, a causa sin duda de la magnitud de sus partes, mientras que cada uno de los demás elementos ha sido adoptado como principio por alguno de aquellos. Unos dicen que es el fuego el principio de las cosas, otros el agua, otros el aire. ¿Y por qué no admiten igualmente, según la común opinión, como principio la tierra? Porque por lo general se dice que la tierra es todo. El mismo Hesíodo cree que la tierra es el más antiguo de todos los cuerpos; ¡tan antigua y popular es esta creencia!

Desde este punto de vista, ni los que defienden un principio distinto del fuego, ni los que conjeturan que el elemento primero es más denso que el aire y más sutil que el agua, podían por tanto estar en lo cierto. Pero si lo que es posterior bajo la relación de la generación es anterior por su naturaleza (y todo compuesto, toda mezcla, es posterior por la generación), ocurrirá todo lo contrario; el agua será anterior al aire, y la tierra al agua.

Ciñámonos a las observaciones que quedan referidas con respecto a los filósofos, que solo han admitido un único principio material. Pero son también aplicables a los que admiten un número mayor de principios, como Empédocles, por ejemplo, que reconoce cuatro cuerpos elementales, pudiéndose decir de él todo lo dicho de estos sistemas. He aquí lo que es singular de Empédocles.

Nos expone este los elementos procediendo los unos de los otros, de tal manera que el fuego y la tierra no permanecen siendo siempre el mismo cuerpo. Este punto lo hemos analizado en la Física, así como la cuestión de saber si deben tenerse en cuenta una o dos causas del movimiento. A nuestro entender, la opinión de Empédocles no es, ni del todo exacta, ni del todo irracional. Sin embargo, los que admiten sus doctrinas, deben desechar necesariamente todo tránsito de un estado a otro, porque lo húmedo no podría proceder de lo caliente, ni lo caliente de lo húmedo, ni el mismo Empédocles no dice cuál sería el objeto que hubiera de experimentar estas modificaciones opuestas, ni cuál sería esa naturaleza única que se haría agua y fuego.

Podemos pensar que Anaxágoras admite dos elementos por razones que ciertamente él no desarrolló, pero que si se le hubieran manifestado, indudablemente habría aceptado. Porque bien que, en suma, sea absurdo decir que en un principio todo estaba mezclado, puesto que para que tuviera lugar la mezcla, debió haber primero separación, puesto que es obvio que un elemento cualquiera se mezcle con otro elemento cualquiera, y en fin, porque dada la mezcla primitiva, las modificaciones y los accidentes se separarían de las sustancias, estando las mismas cosas igualmente sujetas a la mezcla y a la separación; sin embargo, si nos detenemos en las consecuencias, y si se aclara lo que Anaxágoras quiere decir, se hallará, no tengo la menor vacilación, que su pensamiento no carece, ni de sentido, ni de originalidad. En efecto, cuando nada estaba todavía separado, es evidente que nada de cierto se podría afirmar de la sustancia primitiva. Quiero afirmar con esto, que la sustancia primitiva no sería blanca, ni negra, ni parda, ni de ningún otro color; sería inevitablemente incolora, porque en otro caso tendría alguno de estos colores. Tampoco tendría sabor por la misma razón, ni ninguna otra propiedad de este género. Tampoco podría poseer calidad, ni cantidad, ni nada que fuera determinado, sin lo cual hubiese tenido alguna de las formas particulares del ser; cosa imposible cuando todo está mezclado, y lo cual supone ya una separación. Ahora bien, según Anaxágoras, todo está mezclado, salvo la inteligencia; la inteligencia solo existe pura y sin mezcla. De aquí se infiere, que Anaxágoras admite como principios: primero, la unidad, porque es lo que aparece puro y sin mezcla; y después otro elemento, lo indeterminado antes de toda determinación, antes que haya recibido forma alguna.

A este sistema le falta ciertamente claridad y precisión; sin embargo, en el fondo del pensamiento de Anaxágoras hay algo que se acerca a las doctrinas posteriores, en especial a las de los filósofos de nuestros días.

Las únicas especulaciones familiares a los filósofos que hemos citado se ocupan de la producción, la destrucción y el movimiento porque los principios y las causas, objeto de sus indagaciones son casi exclusivamente los de la sustancia sensible. Pero los que extienden sus especulaciones a todas sus investigaciones, son casi exclusivamente los de la sustancia, los seres, que admiten por una parte seres sensibles y por otra seres no sensibles, estudian evidentemente estas dos especies de seres. Por lo tanto, será bueno detenerse más en sus doctrinas y examinar lo que dicen de positivo o de negativo, que se refiera a nuestra cuestión.

Los que se denominan pitagóricos emplean los principios y los elementos de una manera más extraña todavía que los físicos, y esto procede de que toman los principios fuera de los seres sensibles: los seres matemáticos están privados de movimientos, salvo los que trata la Astronomía. Ahora bien, todas sus pesquisas, todos sus sistemas, recaen sobre los seres físicos. Explican la producción del firmamento, y observan lo que pasa en sus diversas partes, sus revoluciones y sus movimientos, y a esto es a lo que aplican sus principios y sus causas, como si estuvieran de acuerdo con los físicos para confesar que el ser está reducido a lo que es sensible, a lo que abraza nuestro firmamento. Pero sus causas y sus principios son suficientes, en nuestra opinión, para elevarse a la concepción de los seres que están fuera del alcance de los sentidos; causas y principios que podrían aplicarse mucho mejor a esto que las consideraciones físicas.

¿Pero cómo se producirá el movimiento, si no existen otras sustancias que lo finito y lo infinito, lo par y lo impar? Los pitagóricos callan, ni explican tampoco cómo pueden operarse, sin movimiento y sin cambio, la producción y la destrucción, o las revoluciones de los cuerpos celestes. Supongamos por otra parte, que se les admita o que resulte demostrado que la extensión sale de sus principios; habrá todavía que explicar por qué ciertos cuerpos son ligeros, por qué otros son pesados. Porque ellos defienden, y esta es su pretensión, que todo lo que dicen de los cuerpos matemáticos lo afirman de los cuerpos sensibles; y por esta razón nunca han hablado del fuego, de la tierra, ni de los otros cuerpos semejantes, como si no tuvieran nada de particular que decir de los seres sensibles.

Además, ¿cómo llegar a la conclusión de que las modificaciones del número y el número mismo sean causas de lo que existe, de lo que se produce en el cosmos en todos los tiempos y hoy, y que no haya, sin embargo, ningún otro número fuera de este número que constituye el mundo? En efecto, cuando los pitagóricos han colocado en tal parte del Universo la opinión y la oportunidad, y un poco más arriba o más abajo la injusticia, la separación o la mezcla, diciendo para probar este aserto, que cada una de estas cosas es un número y que en esta misma parte del Universo se encuentra ya una multitud de magnitudes, puesto que cada punto particular del espacio está ocupado por alguna magnitud, ¿el número que constituye el firmamento es entonces lo mismo que cada uno de estos números, o bien se necesita de otro número además de aquel? Platón dice que se necesita otro. Admite que todos estos seres, lo mismo que sus causas, son también números, pero las causas son números inteligibles, mientras que los otros seres se trata de números sensibles.

Parte IX

Dejemos ya a los pitagóricos, y en cuanto a ellos mantengámonos en lo afirmado. Pasemos ahora a analizar a los que reconocen las ideas como causas. Observemos de inmediato, que al tratar de comprender las causas de los seres que están sometidos a nuestros sentidos, han introducido otros tantos seres, lo cual es como si uno, queriendo contar y no teniendo más que un pequeño número de objetos, creyese la operación imposible y aumentase el número para poder realizarla. Porque el número de las ideas es casi tan grande o poco menos que el de los seres cuyas causas intentan descubrir y de los cuales han partido para llegar a ellas. Cada cosa tiene su homónimo; no solo la tienen las esencias, sino también todo lo que es uno en la multiplicidad de los seres, sea entre las cosas sensibles, sea entre las cosas perdurables.

Junto a todos los argumentos con que se pretende demostrar la existencia de las ideas, ninguno prueba esta existencia. La conclusión de algunos no es necesaria; y conforme a otros, debería haber ideas de cosas respecto de las que no se admite que las haya. En efecto, según las consideraciones tomadas de la ciencia, existirán ideas de todos los objetos de que se tienen conocimiento, conforme al argumento de la unidad en la pluralidad, existirán hasta negaciones; y, en tanto que se piensa en lo que ha perecido, habrá también ideas de los objetos que han perecido, porque podemos formarnos de ellos una imagen. En otro sentido, los razonamientos más estrictos conducen ya a admitir las ideas de lo que es relativo y no se admite que lo relativo sea un género en sí; o ya a la hipótesis del tercer hombre. Por último, la demostración de la existencia de las ideas destruye lo que los partidarios de las ideas tienen más interés en sostener, que la misma existencia de las ideas. Porque resulta de aquí que no es la díada lo primero, sino el número; que lo relativo es anterior al ser en sí; y todas las contradicciones respecto de sus propios principios en que han incurrido los partidarios de la doctrina de las ideas.

Además, en consecuencia con la hipótesis de la existencia de las ideas, existirán ideas, no solo de las esencias, sino de muchas otras cosas; porque hay unidad de pensamiento, no solo con relación a la esencia, sino también con relación a toda especie de ser; las ciencias no recaen solo sobre la esencia, recaen también sobre otras cosas; y pueden inferirse otras mil consecuencias de este género. Pero, por otra parte, es necesario, y así resulta de las opiniones recibidas sobre las ideas; es necesario, repito, que si hay participación de los seres en las ideas, haya ideas solo de las esencias, porque no se tiene participación en ellas mediante el accidente; no debe haber participación de parte de un ser con las ideas, sino en tanto que este ser es un atributo de un sujeto. Y así, si una cosa participase de lo doble en sí, participaría al mismo tiempo de la eternidad; pero solo sería por accidente, porque solo accidentalmente lo doble es eterno. Luego no hay ideas sino de la esencia. Así pues idea significa esencia en este mundo y en el mundo de las ideas; ¿de otra manera qué significaría esta proposición: la unidad en la pluralidad es algo que está fuera de los objetos sensibles? Y si las ideas son del mismo género que las cosas que participan de ellas, habrá entre las ideas y las cosas alguna relación común. ¿Por qué ha de haber entre las díadas contingentes y las díadas también varias, pero eternas, unidad e identidad del carácter constitutivo de la díada, más bien que entre la díada ideal y la díada particular? Si no hay comunidad de género, no habrá entre ellas más de común que el nombre; y será como si se considerase el nombre de hombre a Calias y a un trozo de madera, sin existir relación entre ellos.

Uno de los mayores problemas de difícil solución sería demostrar para qué sirven las ideas a los seres sensibles eternos, o a los que nacen y perecen. Porque las ideas no son, respecto de ellos, causas de movimiento, ni de ningún cambio; ni prestan ayuda alguna para el conocimiento de los demás seres, porque no son su esencia, pues en tal caso estarían en ellos. Tampoco son su causa de existencia, puesto que no se encuentran en los objetos que participan de las ideas. Quizá se objetará que son causas de idéntica forma que la blancura es causa del objeto blanco, en el cual se da mezclada. Esta opinión, que posee su origen en las doctrinas de Anaxágoras y que ha sido recogida por Eudoxio y por algunos otros, carece en verdad de todo fundamento, y sería fácil acumular contra ella una multitud de objeciones sin solución. De otro modo, los demás objetos no pueden provenir de las ideas en ninguno de los sentidos en los que se entiende de ordinario esta expresión. Afirmar que las ideas son ejemplares, y que las demás cosas participan de ellas, es prendarse de palabras vacías de sentido y hacer metáforas poéticas. El que trabaja en su obra, ¿tiene necesidad para ello de tener los ojos puestos en las ideas? Puede ocurrir que exista o que se produzca un ser semejante a otro, sin haber sido modelado por este otro; y así, que Sócrates exista o no, podría nacer un hombre como Sócrates. Esto no es menos evidente, incluso cuando se admitiese un Sócrates eterno. Habría por otra parte muchos modelos del mismo ser y, por consiguiente, muchas ideas; respecto del hombre, por ejemplo, habría a la vez la de animal, la de bípedo y la de hombre en sí.

Además, las ideas no serán únicamente modelos de los seres sensibles, sino que serán también modelos de sí mismas; así será el género en tanto que género de ideas; de manera que el mismo objeto será a la vez modelo y copia. Y puesto que es imposible, al parecer, que la esencia se separe de aquello de que ella es esencia, ¿cómo en este caso las ideas que son la esencia de las cosas podrían estar separadas de ellas? Se dice en el Fedón, que las ideas son las causas del ser y del devenir o llegar a ser, y sin embargo, todavía admitiendo las ideas, los seres que de ellas participan no se producen si no hay un motor. Vemos, por el contrario, producirse muchos objetos, de los que no se dice que haya ideas; como una casa, un anillo, y es evidente que las demás cosas pueden ser o hacerse por causas análogas a la de los objetos en cuestión.

Del mismo modo, si las ideas son números, ¿cómo llegarán estos números a ser causa? ¿Es porque los seres son otros números, por ejemplo, tal número el hombre, tal otro Sócrates, tal otro Calias? ¿Por qué los unos son causa de los otros? Pues con considerar a los unos eternos y a los otros no, no se resolverá nada. Si se dice que los objetos sensibles no son más que relaciones de números, como lo es, por ejemplo, una armonía, es claro que habrá algo de que serán ellos la relación. Este algo es la materia. De aquí resulta claro que los números mismos no serán más que relaciones de los objetos entre sí. Por ejemplo, supongamos que Calias sea una relación en números de fuego, agua, tierra y aire; entonces el hombre en sí se compondría, además del número, de ciertas sustancias, y en tal caso la idea número, el hombre ideal, sea o no un número determinado, será una relación numérica de ciertos objetos, y no un puro número y, por consiguiente, no es el número el que constituirá el ser particular.

Es evidente que de la reunión de muchos números resulta un número; pero ¿cómo muchas ideas pueden constituir una sola idea? Si no son las ideas mismas, si son las unidades numéricas comprendidas bajo las ideas las que constituyen la suma, y si esta suma es un número en el género de la miríada, ¿qué papel desempeñan entonces las unidades? Si son semejantes, comportan de aquí numerosos absurdos; si no son semejantes, no serán todas, ni las mismas, ni diferentes entre sí. Porque ¿en qué diferirán no teniendo ningún modo particular? Estas suposiciones ni son razonables, ni están conforme con el concepto mismo de la unidad.

Además, será necesario introducir inevitablemente otra especie de número, objeto de la aritmética, y todos esos intermedios a los que se refieren algunos filósofos. ¿En qué consisten estos intermedios, y de qué principios se derivan? Y, finalmente, ¿para qué estos intermediarios entre los seres sensibles y las ideas? Además, las unidades que entran en cada díada procederán de una díada anterior, y esto es imposible. Luego ¿por qué el número compuesto es uno? Pero todavía hay más: si las unidades son diferentes, será necesario que se expliquen como lo hacen los que admiten dos o cuatro elementos; los cuales dan por elemento, no lo que hay de común en todos los seres, el cuerpo, por ejemplo, sino el fuego o la tierra, sea o no el cuerpo algo de común entre los seres. Aquí ocurre lo contrario; se hace de la unidad un ser compuesto de partes homogéneas, como el agua o el fuego. Y si así ocurre, los números no serán esencias. Por lo demás, es evidente que si hay una unidad en sí, y si esta unidad es principio, la unidad debe tomarse en muchas acepciones; de otra forma, iríamos a parar a cosas imposibles.

Con el fin de reducir todos los seres a estos principios, se componen las longitudes de lo largo y de lo corto, de una clase de pequeño y de grande; la superficie de una clase de ancho y de estrecho; y el cuerpo de una clase de profundo y de no profundo. Pero entonces, ¿cómo el plano contendrá la línea, o cómo el sólido contendrá la línea y el plano? Porque lo ancho y lo estrecho son distintos en cuanto género de lo profundo y de su contrario. Y así como el número se encuentra en estas cosas, porque el más y el menos se diferencian de los principios que acabamos de definir, es igualmente axiomático que de estas diversas especies, las que son anteriores no se encontrarán en las que son posteriores. Y no se diga que lo profundo es una especie de ancho, porque entonces el cuerpo sería una especie de plano. De otro modo, ¿los puntos de dónde han de proceder? Platón combatió la existencia del punto, suponiendo que es una concepción geométrica. Le daba el nombre de principio de la línea, siendo los puntos estas líneas indivisibles a las que se refería muchas veces. Sin embargo, es necesario que la línea posea límites, y las mismas razones que prueban la existencia de la línea, prueban igualmente la del punto.

En una palabra, es el fin propio de la filosofía el buscar las causas de los fenómenos, y precisamente es esto mismo lo que se desatiende. Porque nada se dice de la causa que es origen del cambio, y para explicar la esencia de los seres sensibles se recurre a otras esencias; ¿pero son las unas esencias de las otras? A esto solo se contesta con palabras huecas. Porque participar, como hemos dicho anteriormente, no significa nada. En cuanto a esta causa, que en nuestro juicio es el principio de todas las ciencias, principio en cuya virtud obra toda inteligencia, toda naturaleza, esta causa que colocamos entre los primeros principios, las ideas de ninguna manera la alcanzan. Pero las matemáticas se han convertido hoy en filosofía, son toda la filosofía, por más que se diga que su estudio no debe hacerse sino en vista de otras cosas. Además, lo que los matemáticos admiten como sustancia de los seres podría ser considerada como una sustancia puramente matemática, como un atributo, una diferencia de la sustancia, o de la materia, más bien que como la materia misma. He aquí a lo que viene a parar lo grande y lo pequeño. A esto viene también a reducirse la opinión de los físicos de que lo raro y lo denso son las primeras diferencias del objeto. Esto no es, sino, otra cosa que lo más y lo menos. Y respecto al movimiento, si el más y el menos lo forman, está claro que las ideas estarán en movimiento; si no es así, ¿de dónde ha venido el movimiento? Suponer la inmovilidad de las ideas equivale a prescindir todo estudio de la naturaleza.

Una cosa que parece más fácil demostrar es que todo es uno; y sin embargo, esta doctrina no lo logra. Porque resulta de la explicación, no que todo es uno, sino que la unidad en sí es todo, siempre que se admita que es todo; y esto no se puede conceder, a no ser que se admita la existencia del género universal, lo cual es imposible respecto de ciertas cosas.

Tampoco en este sistema se puede explicar lo que viene después del número, como las longitudes, los planos, los sólidos; no se dice cómo estas cosas son y se hacen, ni cuales son sus cualidades. Porque no pueden ser ideas; no son números; no son seres intermedios; este carácter pertenece a los seres matemáticos. Tampoco son seres perecederos. Es necesario admitir que es una cuarta especie de seres.

Por último, investigar en conjunto los elementos de los seres sin establecer distinciones, cuando la palabra elemento se toma en tan diversas acepciones, es colocarse en la imposibilidad de encontrarlos, sobre todo, si se enuncia de esta manera la cuestión: ¿cuáles son los elementos constitutivos? Porque con seguridad no pueden encontrarse así los principios de la acción, de la pasión, de la dirección rectilínea; y sí pueden encontrase los principios solo respecto de las esencias. De manera que buscar los elementos de todos los seres o imaginarse que se han encontrado, es una auténtica locura. Además ¿cómo pueden averiguarse los elementos de todas las cosas? Está claro que, para esto sería necesario no poseer ningún conocimiento anterior. El que aprende la geometría, tiene indispensablemente conocimientos previos, pero nada sabe de antemano de los objetos de la geometría y de lo que se trata de aprender. Las otras ciencias se hallan en idéntico caso. Por consiguiente, si como se pretende, hay una ciencia de todas las cosas, se abordará esta ciencia sin poseer ningún conocimiento necesario. Porque toda ciencia se adquiere con el auxilio de conocimientos previos, totales y parciales, ya proceda por vía de demostración, ya por definiciones; porque es preciso conocer antes, y conocer bien, los elementos de la definición. Lo mismo ocurre con la ciencia inductiva. Por otra parte, si la ciencia de que hablamos fuese innata en nosotros, sería cosa sorprendente que el ser humano, sin advertirlo, poseyese la más excelente de las ciencias.

Junto a ello ¿cómo descubrir cuáles son los elementos de todas las cosas, y alcanzar sobre este punto a la certidumbre? Porque esta es otra dificultad. Se discutirá sobre los verdaderos elementos, como se discute con motivo de ciertas sílabas. Y así, unos dicen que la sílaba “la” se compone de “c”, de “s” y de “a”; otros pretenden que en ella entra otro sonido distinto de todos los que se conocen como elementos. Sea como fuere, en las cosas que son percibidas por los sentidos, ¿el que esté privado de la facultad de sentir, las podrá percibir? Debería, sin embargo, conocerlas, si las ideas son los elementos constitutivos de todas las cosas, de idéntica forma que los sonidos simples son los elementos de los sonidos compuestos.

Parte X

Está claro de lo que precede, que las investigaciones de todos los filósofos recaen sobre los principios que hemos expuesto en la Física, y que no hay otros fuera de estos. Pero estos principios han sido indicados de una forma oscura, y podemos decir que, en un sentido, se ha hablado de todos ellos antes que nosotros, y en otro, que no se ha hablado de ninguno. Porque la filosofía de los primeros tiempos, joven aún y en su primer despegue, se limita a hacer tanteos sobre todas las cosas. Empédocles, por ejemplo, dice que lo que constituye los huesos es la proporción. Sin embargo, este es uno de nuestros principios, la forma propia, la esencia de cada objeto. Pero es preciso que la proporción sea igualmente el principio esencial de la carne y de todo lo demás; o si no, no es principio de nada. La proporción es la que constituirá la carne, el hueso y cada uno de los demás objetos; no será la materia, no serán estos elementos de Empédocles, el fuego, la tierra, el agua y el aire. Empédocles se hubiera convencido ante estas razones, si se le hubieran planteado; pero él por sí no ha clarificado su pensamiento.

Hemos expuesto anteriormente la insuficiencia de la aplicación de los principios que han hecho quienes nos precedieron. Pasemos ahora a examinar las dificultades que pueden plantearse relativamente a los principios mismos. Este será un camino para facilitar las soluciones que puedan presentarse.

Obras Inmortales de Aristóteles

Подняться наверх